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Tuesday, July 19, 2016

El imperativo moral del mercado

El imperativo moral del mercado

Friedrich_von_Hayek Por Friedrich A. Hayek
[Este artículo apareció originalmente en The Unfinished Agenda: Essays on the Political Economy of Government Policy in Honour of Arthur Seldon (1986).]

En 1936, año en el que (por pura coincidencia) John Maynard Keynes publicó la Teoría General, mientras preparaba mi discurso presidencial para el London Economic Club, vi de repente que mi labor anterior en las diferentes ramas de la economía tenían una raíz común. Esta idea de que el sistema de precios era realmente un instrumento que había permitido a millones de personas ajustar sus esfuerzos a los acontecimientos, exigencias y condiciones sobre las que no tenían conocimiento concreto ni directo, y que la completa coordinación de toda la economía mundial se debía a ciertas prácticas y usos que habían surgido inconscientemente. El problema que había identificado por primera vez estudiando las fluctuaciones de la industria (que las falsas señales de precios desorientaban los esfuerzos humanos) luego lo continué en otras ramas de la disciplina.


La inspiración de Ludwig von Mises
En este asunto mi pensamiento se inspiró en gran medida por la concepción de Ludwig von Mises sobre la dificultad de ordenar una economía planificada. Mis primeras investigaciones sobre las consecuencias de limitar las rentas me mostraron con más claridad que casi ninguna  otra cosa cómo la interferencia del gobierno en el sistema de precios trastorna los esfuerzos económicos humanos.
Sin embargo me costó mucho tiempo desarrollar lo que es fundamentalmente una idea muy simple. Me tenía perplejo que El Socialismo de Mises,[1] que me había resultado tan convincente y parecía mostrar definitivamente por qué la planificación central no podía funcionar, no hubiera convencido al resto del mundo. Me pregunté por qué esto era así.
Los precios y el Orden Económico
Poco a poco descubrí que la función fundamental de la economía era describir el proceso de cómo la actividad humana se ha adaptado a los datos sobre los que no tenía información. Así, el orden económico en su conjunto se basaba en el hecho de que al utilizar los precios como guías, o como señales, que nos llevaran a atender las demandas y conseguir las competencias y capacidades de personas de las cuales no sabíamos nada. Fue como consecuencia de que nos habíamos basado en un sistema que nunca habíamos entendido y que nunca diseñamos por lo que fuimos capaces de generar la riqueza necesaria para sostener un enorme incremento de la población mundial, y empezar a realizar nuestras nuevas ambiciones de difundir esta riqueza de manera más justa. Básicamente, la idea de que los precios eran señales que lograban la coordinación imprevista de los esfuerzos de miles de individuos fue en cierto sentido, la teoría de la cibernética moderna, y se convirtió en la idea principal de fondo de mi trabajo.
Esto me obligó inevitablemente a investigar la relación entre las actuales creencias políticas y la preservación del sistema en el que la riqueza de la que estamos tan excesivamente orgullosos depende. Aunque Adam Smith, como Marshall 150 años después, había comprendido básicamente que el éxito de nuestro sistema económico es el resultado de un proceso no diseñado de coordinación de las actividades de un gran número de personas, nunca convenció plenamente a los líderes de la opinión pública de esta verdad .
Ésta se ha convertido en mi principal tarea, y me ha llevado algo así como 50 años ser capaz de exponer con la mayor brevedad y en tan pocas palabras como soy capaz; ni siquiera hace 10 años podría haberlo puesto tan sucintamente. Parece obvio, una vez visto, que el fundamento básico de nuestra civilización y nuestra riqueza es un sistema de señales que nos informa, aunque imperfectamente, de los efectos de millones de acontecimientos que ocurren en el mundo, a los que tenemos que adaptarnos y sobre los que no podemos tener información directa.
Mejorando el sistema de mercado
Esta idea tiene consecuencias extraordinariamente importantes una vez que esta verdad ha sido aceptada. O bien debe limitarse a la creación de un marco institucional en el que el sistema de precios operará tan eficientemente como sea posible, o se está obligado a alterar su función. Si bien es cierto que los precios son señales que nos permiten adaptar nuestras actividades a acontecimientos y exigencias desconocidos, es evidentemente absurdo creer que podemos controlar los precios. No se puede mejorar una señal si no sabes lo que indica.
No es incoherente admitir que el sistema de precios, incluso en la teoría de un mercado de competencia perfecta, no tiene en cuenta todas las cosas que nos gustaría se tuviesen en cuenta. Pero si no podemos mejorar el sistema al interferir directamente en los precios, podemos tratar de encontrar nuevos métodos de alimentación de información al mercado que no hayan sido tenidos en cuenta.
Todavía hay un amplio margen para avanzar en esta dirección. Por otra parte, más allá de lo que el mercado ya hace por nosotros, hay una amplia oportunidad para el uso de la organización deliberada para "rellenar" lo que el mercado no puede proporcionar. Así que conseguiremos lo mejor del mercado si tratamos de mejorar el marco en el que opera. Tenemos que ir fuera del sistema de mercado para proveer (a través de organizaciones gubernamentales y otras) a  aquellas personas que no están en condiciones de valerse por sí mismas.
El socialismo: Un error intelectual
Esta línea de argumentación plantea algunos problemas intelectuales y morales muy serios. En primer lugar, me parece que las ambiciones del socialismo reflejan un error intelectual en lugar de valores diferentes. El socialismo se basa en la falta de comprensión de qué es aquello a lo que debemos la riqueza disponible que los socialistas esperan redistribuir. Esta objeción plantea algunas otras cuestiones que comencé a esbozar en una conferencia que di en 1978 en la London School of Economics.[2] El problema central era el conflicto entre nuestras emociones innatas acerca de las leyes, adquiridas en una pequeña sociedad primitiva, donde los pequeños grupos de personas atendían a compañeros conocidos con propósitos comunes, y los cambios en la moral que tenía que llevarse a cabo para hacer posible la división internacional del trabajo.
En efecto, esta pequeña evolución, que llevó a la humanidad más de 3.000 años gradualmente llevar a efecto, conlleva en gran medida una supresión deliberada de unos sentimientos emocionales muy fuertes que todos tenemos en nuestros huesos y de las que no podemos librarnos totalmente. Voy a ilustrar esto con una breve referencia a la idea que aún prevalece sobre la solidaridad. Un acuerdo sobre un propósito común entre un grupo de personas se sabe que es claramente una idea que no se puede aplicar a una sociedad grande, que incluye a las personas que no se conocen entre sí. La sociedad moderna y la economía moderna ha crecido con el reconocimiento de que esta idea (que fue fundamental en la vida en un pequeño grupo) una sociedad cara a cara, es simplemente inaplicable a los grandes grupos. La base esencial del desarrollo de la civilización moderna es permitir a la gente perseguir sus propios fines sobre la base de su propio conocimiento y no estar condicionado por los objetivos de otras personas.
El espejismo de la justicia social
El mismo dilema se aplica al deseo fundamental del socialismo de redistribución de acuerdo a los principios de justicia. Si los precios están para servir como una guía efectiva para lo que la gente tendría que hacer, no se puede premiar a las personas por lo que son o fueron sus buenas intenciones. Se debe permitir que los precios se determinen con el fin de decirle a la gente donde se puede hacer la mejor contribución al resto de la sociedad, y por desgracia la capacidad de hacer buenas contribuciones a los semejantes no se distribuye de acuerdo a los principios de la justicia.
La gente está en una posición muy desigual para contribuir a las exigencias de sus semejantes y tiene que elegir entre oportunidades muy diferentes. Por tanto, para que puedan adaptarse a una estructura que no conocen (y los determinantes sobre los que no tienen conocimiento), tenemos que permitir funcionar a los mecanismos espontáneos del mercado para decirles lo que tendrían que hacer.
Fue un triste error en la historia de la economía que impidió a los economistas, en particular los economistas clásicos, ver que la función esencial de los precios era decirle a la gente lo que deben hacer en el futuro y que los precios no podían basarse en lo que habían hecho en el pasado. Nuestra moderna visión es que los precios son señales que informan a la gente de lo que deben hacer para ajustarse al resto del sistema.
Ahora estoy profundamente convencido de que lo que antes solo había insinuado, a saber, que la lucha entre los partidarios de una sociedad libre y los defensores del sistema socialista no es un conflicto moral, sino intelectual. Así, los socialistas han sido dirigidos por una evolución muy peculiar de revivir ciertos instintos y sentimientos primitivos que a lo largo de cientos de años había sido prácticamente suprimida por la moral comercial o mercantil, que a mediados del siglo pasado había llegado a gobernar la economía mundial.
La decadencia de la moralidad comercial
Hasta hace 130 o 150 años, todo el mundo en lo que hoy es la parte industrializada del mundo occidental creció familiarizado con las normas y necesidades de lo que se llamaba moral comercial o mercantil, porque todo el mundo trabajaba en una pequeña empresa en la que estaban por igual preocupados y expuestos a la conducta de los demás. Ya sea como maestro o empleado o miembro de la familia, todo el mundo aceptaba la inevitable necesidad de tener que adaptarse a los cambios en la demanda, la oferta y los precios en el mercado. Se comenzó a dar un cambio a mediados del siglo pasado. Mientras que antes tal vez sólo la aristocracia y sus sirvientes eran ajenos a las reglas del mercado, el crecimiento de las grandes organizaciones de negocios, de comercio, de finanzas, y en última instancia las gubernamentales, aumentó el número de personas que crecieron sin que se le enseñara la moral de los mercados que se había desarrollado en el curso de los últimos 2.000 años.
Probablemente por primera vez desde la antigüedad clásica, una parte cada vez mayor de la población del estado industrial moderno creció sin aprender en la infancia que era indispensable responder tanto como productor como consumidor a todas las cosas desagradables que el cambiante mercado requiere. Este desarrollo coincidió con la difusión de una nueva filosofía, que enseñó a la gente que no debe someterse a ningún principio de la moral que no pueda ser justificado racionalmente.
Creo que, con la excepción de unos pocos hombres como Adam Smith (y él sólo de forma limitada), nadie antes de mediados del siglo XIX realmente podría haber respondido a la pregunta: ¿Por qué debemos obedecer a principios morales que nunca han sido justificados racionalmente? El hecho de que un gran número de personas aceptasen los principios morales que constituyen la base del sistema capitalista estaba apoyado por una nueva tendencia intelectual que les enseñó que estas costumbres no tenía ninguna justificación racional.
Ideales frente a supervivencia
Esta dicotomía explica la creciente oposición al sistema de mercado que se ha extendido mucho más allá de los partidos específicamente socialistas del siglo pasado. En el curso de la historia casi todos los pasos en el desarrollo de la moral comercial fueron combatidos con la oposición de los filósofos morales y profesores de religión, una historia lo suficientemente bien conocida y con detalle.
Ahora estamos en la situación extraordinaria en que, si bien vivimos en un mundo con una población numerosa y creciente que se puede mantener viva sólo gracias a la prevalencia del sistema de mercado, la gran mayoría de la gente (no exagero) ya no creen en el mercado. Se trata de una cuestión crucial para la preservación futura de la civilización y que debe ser encarada antes de que los argumentos del socialismo nos devuelvan a una moralidad primitiva. Una vez más, se deben suprimir los sentimientos innatos, que han brotado en nosotros una vez que se dejó de aprender la disciplina tensa del mercado, antes de que destruyan nuestra capacidad de alimentar a la población a través del sistema de coordinación del mercado. De lo contrario, el colapso del capitalismo asegurará que una parte muy importante de la población mundial morirá porque no podemos darle de comer.
Este es un problema serio, y uno que no ha tenido que ser resuelto en el pasado. La población mundial, ni siquiera las mentes de los líderes de ningún país, nunca serán persuadidas por argumentos teóricos de que deben creer en un cierto tipo de moralidad. No obstante, podemos demostrar que a menos que la gente esté dispuesta a someterse a la disciplina constituida por la moral comercial, será destruida nuestra capacidad para apoyar un mayor crecimiento de la población, o incluso para mantener sus números actuales, salvo en el relativamente próspero Occidente.
Yo no estaría de acuerdo en que el proceso de selección por el cual la moral del capitalismo ha evolucionado, produciendo lo que pocos libros de texto reconocen como sus "efectos beneficiosos sobre la sociedad en general", consista en su totalidad en ayudar al crecimiento de la población. Muchos de los pueblos del mundo probablemente serían mucho más felices si el crecimiento de la población no hubiera sido estimulado en la medida en que se ha hecho. Sin embargo, la población mundial ha crecido a un tamaño que puede ser alimentado sólo por la adhesión a un sistema de mercado. Los intentos de sustituir el mercado demuestran (más gráficamente en Etiopía) la locura de la imposición de una alternativa.
Así como la prosperidad ha llevado a los pueblos más avanzados de forma voluntaria a restringir el crecimiento de la población, así también los pueblos que sólo muy lentamente  están empezando a aprender esta lección urgente puede llegar a ver que no es de su interés crecer más rápidamente. En esta coyuntura crítica para el tipo de civilización que hemos construido, la contribución más importante que un economista puede hacer es insistir en que podemos cumplir con nuestra responsabilidad de mantener nuestra población existente sólo siguiendo confiando en el sistema de mercado, que trajo esta gran  población a existir en primer lugar.

El imperativo moral del mercado

El imperativo moral del mercado

Friedrich_von_Hayek Por Friedrich A. Hayek
[Este artículo apareció originalmente en The Unfinished Agenda: Essays on the Political Economy of Government Policy in Honour of Arthur Seldon (1986).]

En 1936, año en el que (por pura coincidencia) John Maynard Keynes publicó la Teoría General, mientras preparaba mi discurso presidencial para el London Economic Club, vi de repente que mi labor anterior en las diferentes ramas de la economía tenían una raíz común. Esta idea de que el sistema de precios era realmente un instrumento que había permitido a millones de personas ajustar sus esfuerzos a los acontecimientos, exigencias y condiciones sobre las que no tenían conocimiento concreto ni directo, y que la completa coordinación de toda la economía mundial se debía a ciertas prácticas y usos que habían surgido inconscientemente. El problema que había identificado por primera vez estudiando las fluctuaciones de la industria (que las falsas señales de precios desorientaban los esfuerzos humanos) luego lo continué en otras ramas de la disciplina.

Monday, June 27, 2016

Carlos Rangel, el precursor venezolano

Ian Vásquez destaca la importancia de las ideas del venezolano Carlos Rangel a 40 años de la publicación de “Del buen salvaje al buen revolucionario”.

Ian Vásquez es Director del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.
Venezuela está a punto de colapsar. La crisis que ha engendrado la revolución bolivariana es total: económica, política y social. La escasez de prácticamente todo lo importante –comida, electricidad, medicinas, agua– ha derivado en colas interminables, hambre, una creciente ola de saqueos y conflicto social, y una crisis humanitaria. La gente se muere por falta de medicamentos o equipos médicos que funcionen. En el 2015, la tasa de mortalidad de bebés de menos de un mes de vida se incrementó en los hospitales públicos en cien veces respecto del 2012. La tasa de mortalidad de madres en los mismos hospitales casi se quintuplicó.



Ante esta realidad, el presidente Nicolás Maduro, en vez de anunciar reformas, ha respondido de manera delirante. Ha declarado un estado de emergencia, una mayor militarización de la sociedad y una profundización del experimento socialista en el que culpó de los problemas del país a una guerra económica librada por los empresarios y Estados Unidos.
Es propicio que este año se conmemore el aniversario 40 de la publicación del libro clásico del pensador Carlos Rangel (1929-1988) que todo venezolano debe leer: “Del buen salvaje al buen revolucionario”. Rangel criticó de la manera más severa las ideas que entonces estaban en plena moda en América Latina –la planificación central, la supuesta dependencia de los países pobres de los ricos, la necesidad de la ayuda externa para salir de la pobreza, y demás conceptos de moneda corriente–. Rangel fue, como dice el escritor Plinio Apuleyo Mendoza, un precursor por anticipar cambios que eventualmente se dieron en buena parte de la región pero no en su propio país.
El pensamiento de Rangel tiene más vigencia hoy que nunca en Venezuela. América Latina, según Rangel, se ha dirigido a base de mitos y ha sido vulnerable a “ofertas políticas construidas sobre la mentira, o que apelan a la verdad solo a medias”. Así, la idea de que existió un paraíso en América antes de la llegada de los europeos, se convirtió en tiempos modernos en la idea del buen revolucionario que reivindicaría la era del buen salvaje. El fracaso de América Latina –especialmente comparado a Estados Unidos– se debe a factores externos. Desde el descubrimiento, los europeos han utilizado a América Latina para proyectar sus fantasías, frustraciones y sentimientos de culpabilidad, que en el tiempo se convirtieron “en los venenos con que se alimentaron los mismos latinoamericanos”, según el intelectual francés Jean-François Revel.
Los venezolanos reconocerán ese divorcio con la realidad. Para dar tan solo dos ejemplos actuales de esto, la ley chavista de “precios justos” crea escasez y mercados negros de precios astronómicos, y la hiperinflación ha llevado a la devaluación acelerada del “bolívar fuerte”.
Es asombroso qué tan clarividente fue Rangel sobre el destino venezolano. En 1983 dio un discurso ante una asociación empresarial donde aclaró que en Venezuela “nunca hemos tenido una economía libre” y que lo que existía desde el principio era un sistema basado en “el monopolio, el privilegio y la corrupción” que era absolutamente “antagónico a la economía de mercado”. A diferencia del análisis de la élite venezolana, Rangel creía que los problemas no se debían al mercado libre, sino a la “hipertrofia del Estado”.
Y ese problema, a su vez, se agravó “por dos factores nuevos: el socialismo y el petróleo”. La élite política venezolana estaba imbuida de ideas socialistas y creía que, bajo la democracia, se podían resolver los problemas del país con mayor dirigismo estatal, financiado, por supuesto, con los ingresos petroleros.
Mucho antes de la llegada de Hugo Chávez, Rangel se preocupó por el “suicidio de la democracia” venezolana en que “los gobiernos […] posponen decisiones impopulares y prefieren tirarles dinero a los problemas”. Rangel entendió antes que otros que no se puede sostener un sistema democrático que no sea basado en una economía relativamente libre. En un ensayo en que anticipó la ideología incoherente del socialismo bolivariano, Rangel destacó el desprecio que tuvo Karl Marx por Simón Bolívar, a quien Marx tildó de “canalla cobarde, miserable y ordinario”.
Después del chavismo, Venezuela seguirá teniendo abundancia de petróleo y un legado estatista de larga tradición. Urge que a Rangel lo lean los venezolanos, y especialmente la oposición.

Carlos Rangel, el precursor venezolano

Ian Vásquez destaca la importancia de las ideas del venezolano Carlos Rangel a 40 años de la publicación de “Del buen salvaje al buen revolucionario”.

Ian Vásquez es Director del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.
Venezuela está a punto de colapsar. La crisis que ha engendrado la revolución bolivariana es total: económica, política y social. La escasez de prácticamente todo lo importante –comida, electricidad, medicinas, agua– ha derivado en colas interminables, hambre, una creciente ola de saqueos y conflicto social, y una crisis humanitaria. La gente se muere por falta de medicamentos o equipos médicos que funcionen. En el 2015, la tasa de mortalidad de bebés de menos de un mes de vida se incrementó en los hospitales públicos en cien veces respecto del 2012. La tasa de mortalidad de madres en los mismos hospitales casi se quintuplicó.


Thursday, June 23, 2016

2016: las elecciones mexicanas del descrédito

Ivonne Melgar
Ivonne Melgar es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (México). Trabajó en unomásuno y en Reforma. Es reportera y columnista del periódico Excélsior, Grupo Imagen y Cadena Tres Noticias. Ha reporteado las actividades de Los Pinos (casa de gobierno de México) desde 2003. Es autora de la columna de análisis político Retrovisor que se publica todos los sábados en Excélsior.
La campaña electoral de 2016 se convirtió en una competencia de expedientes de corrupción, narcopolítica e historias personales inconfesables.
Los candidatos a las doce gubernaturas en disputa se concentraron en evidenciar las fortunas de sus adversarios y los excesos en el manejo de los recursos públicos de los mandatarios estatales.



A la narrativa de la canallesca electoral mexicana de 2016 se suma AMLO y su hermano Arturo López Obrador, quien dice apoyar al candidato del PRI al gobierno veracruzano, Héctor Yunes Landa. La descalificación del presidenciable de Morena de que ése es un acto acomodaticio de alguien sin ideales, y el anuncio de que “por eso ya no tengo hermanos”, es tan dramático como revelador de la mezquindad plural que hoy marca a la política mexicana.
De manera que los protagonistas de la temporada son los involucrados en las acusaciones que representantes del PRI, PAN y PRD se lanzaron en este proceso, particularmente en Veracruz, Tamaulipas, Oaxaca, Chihuahua y Durango.
Así que las elecciones de 2016 quedarán como aquellas que paralizaron al Senado en la tarea de concretar las leyes que darían sustento al Sistema Nacional Anticorrupción.
Y en el registro de los medios de comunicación, serán los comicios caracterizados por los destapes que los competidores hicieron de sus contendientes.
Pero más que una guerra de propaganda negra, atestiguamos decenas de piezas del rompecabezas que conforman el ejercicio del poder, historias de vida que vinculan a la corrupcion con los negocios, el conflicto de interés, la compra de bienes y los depósitos bancarios en el extranjero.
Le hemos llamado guerra sucia a esta forma de hacer campaña electoral. En estricto, son expedientes que nos muestran a una clase gobernante ocupada en retener el poder. No en ejercerlo.
Ha sido una campaña que ha consumado el descrédito de la política a cargo de los políticos.
En un primer plano, los perdedores de este proceso son los tres grandes partidos —PRI, PAN y PRD— enfrascados en un círculo vicioso de acusaciones mutuas de corrupción, pero incapaces de diseñar salidas para combatirla y castigarla.
Si nos limitamos a las historias que se lograron sembrar en la opinión pública, diríamos a manera de resumen caricaturesco que en Tamaulipas el narco tiene más fuerza que el INE, que en Veracruz no hay ni a quien irle, que en Oaxaca todos se sirven del erario con la cuchara grande y que los gobernadores hacen y deshacen a su antojo.
Pero la derrota de la legitimidad de una partidocracia que se ha desnudado corrupta y corruptora también arrasó en esta campaña electoral de 2016 con otros protagonistas del juego democrático.
Es evidente que los encuestadores dejaron de ser los centinelas de la competencia. No sólo porque la desconfianza de la gente descalifica sus reportes, sino porque el potencial votante les oculta deliberadamente sus intenciones.
Pero en esta guerra de lodo también salió herida la otrora disciplina del partido en el poder, en medio de una soterrada sucesión presidencial hacia 2018.
“La marca del PRI no vende”, susurran los priistas en una campaña en la que el logo de su instituto político tendió a desaparecer en la publicidad electoral y mientras su dirigente, Manlio Fabio Beltrones, afronta las dificultades propias de una estructura  infiltrada por distintos intereses. Pero la mala imagen del partido en el poder no se transformó en una oportunidad para la oposición que, pese a sumar fuerzas, está literalmente padeciendo a los independientes.
El asunto se agrava en estados donde los abanderados sin partido se llevarán rebanadas de diez puntos, una cuota que podría tener José Luis Barraza en Chihuahua y que le harían falta para ganar a Javier Corral.
Frente a esas vicisitudes de la partidocracia, se afirma que el gran ganador de la temporada será Morena y su líder y candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador.
Es cierto que los celebrados spots del frijol con gorgojo, del avión presidencial que “no tiene ni Obama” y de los tan ladrones unos como rateros los otros, se han visto reforzados por las acusaciones de corrupción de los candidatos del PAN, PRI y PRD. También es cierto que frente a los señalamientos de peculado, pederastia o cómplices del narco, AMLO puede seguir predicando como el purificador de la vida pública y repartidor de absoluciones, siempre y cuando la jueguen con él.
Pero esa narrativa del tabasqueño, ganadora mediáticamente hablando, se diluye cuando el pretendido abanderado de izquierda se muestra en su dimensión humana como un hermano al que sólo le importa su meta política y es capaz de darle la espalda a los suyos por el pecado de irle a un partido diferente.
Estupefactos habíamos escuchado el deslinde de Alejandro Murat, candidato del PRI al gobierno de Oaxaca, al prometer que su padre, el exgobernador de la entidad, se autoexiliará, que vivirá fuera del país.
Historias escalofriantes del poder. Porque mientras el hijo renegado promete ser diferente, las crónicas de la secrecía electoral cuentan que José Murat opera a distancia a favor de su crío.
A la narrativa de la canallesca electoral mexicana de 2016 se suma AMLO y su hermano Arturo López Obrador, quien dice apoyar al candidato del PRI al gobierno veracruzano, Héctor Yunes Landa. La descalificación del presidenciable de Morena de que ése es un acto acomodaticio de alguien sin ideales, y el anuncio de que “por eso ya no tengo hermanos”, es tan dramático como revelador de la mezquindad plural que hoy marca a la política mexicana.

2016: las elecciones mexicanas del descrédito

Ivonne Melgar
Ivonne Melgar es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (México). Trabajó en unomásuno y en Reforma. Es reportera y columnista del periódico Excélsior, Grupo Imagen y Cadena Tres Noticias. Ha reporteado las actividades de Los Pinos (casa de gobierno de México) desde 2003. Es autora de la columna de análisis político Retrovisor que se publica todos los sábados en Excélsior.
La campaña electoral de 2016 se convirtió en una competencia de expedientes de corrupción, narcopolítica e historias personales inconfesables.
Los candidatos a las doce gubernaturas en disputa se concentraron en evidenciar las fortunas de sus adversarios y los excesos en el manejo de los recursos públicos de los mandatarios estatales.


Wednesday, June 22, 2016

El terror fiscal

Alberto Benegas Lynch (h) considera que para devolver la carga tributaria a un nivel sensato es necesario comprender el rol del aparato estatal --que es limitado-- y partir de un presupuesto de base cero.

Alberto Benegas Lynch (h) es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.
A veces nos preguntamos que ha pasado en el mundo para que hayamos retrocedido tanto en algunos aspectos. Uno de estos aspectos muestra un evidente retroceso a la época de los faraones, los sátrapas, emperadores y reyes que trataban a sus súbditos como meros medios para succionarles el fruto de sus trabajos, lo cual fue rectificado con el tiempo.Tal vez el mayor apogeo de las libertades de las personas fue desde el Congreso de Viena a la Primera Guerra Mundial en Europa y a partir de fines del siglo xviii en Estados Unidos.



No pocos son los historiadores que atestiguan este último aserto. Por ejemplo, respecto de Europa, A. J. Taylor en su English History: 1914-1945 nos dice que “hasta agosto de 1914 un inglés podía pasar toda su vida sin notar la existencia del estado más allá del correo y de algún policía. Podía vivir donde quisiera y como quisiera. No tenía ningún número oficial ni cédula de identidad. Podía viajar y dejar su país sin permiso oficial y sin pasaportes. Podía intercambiar su moneda por cualquier otra divisa sin restricción o límite alguno. Podía comprar bienes de cualquier otro país en los mismos términos que lo hacía en el suyo […] A diferencia de otros países del continente, no tenía que pasar por el servicio militar […] Los ingleses pagaban en concepto de impuestos el 8% de la renta nacional”.
En Estados Unidos, las máximas generalizadas se basaban en el precepto jeffersionano en cuanto a que “el mejor gobierno es el que menos gobierna” y la participación estatal en el producto bruto interno se estimaba entre el 3 y el 6% hasta bien entrado el siglo xx, aunque ya en 1913 hubo un serio desbarranque con el establecimiento del impuesto progresivo y la banca central que requirieron sendas reformas constitucionales.
En el territorio argentino, en gran medida se siguieron los consejos de Juan Bautista Alberdi desde la Constitución liberal de 1853 hasta los años treinta del siglo siguiente. Consejos que consistían en que debía abandonarse la idea de las “máquinas fiscales” de la época colonial e igual que en el mundo estadounidense de la época eran inconstitucionales los impuestos directos, es decir los que percutían sobre las manifestaciones directas de la capacidad contributiva como las rentas, las ganancias y los bienes personales que afectan con más fuerza las tasas de capitalización y, en cambio, limitarse a los impuestos indirectos como a las ventas, al valor agregado y similares.
¿Qué ocurrió después en el mundo en general para que en esta materia se cambiaran los principios y valores en 180 grados? Ocurrió que las bases de la educación trocaron del liberalismo al colectivismo y, a su debido tiempo, eso se puso de manifiesto en la arena política.
Ahora resulta que el llamado contribuyente se ha convertido en un ser asustado y perseguido por los aparatos de recaudación tributaria. Se las pasa haciendo cálculos si podrá sobrevivir a los embates contra el fruto de su trabajo. Hay lugares en los que el contribuyente trabaja seis, siete o más meses del año para satisfacer las demandas del fisco. En lugar de alabar a los paraísos fiscales en cuanto a impuestos bajos, se ponderan los infiernos fiscales con una maraña de cargas tributarias y dobles imposiciones que ningún ciudadano normal puede entender, por lo que se ve obligado a recurrir a los “expertos fiscales”, lo cual no sería en absoluto necesario si se hubieran seguido los consejos originales de quienes abrieron las puertas de la libertad en las regiones mencionadas.
Se ha olvidado por completo que los gobiernos son empleados de la gente al efecto de proteger sus derechos y no súbditos como lo eran durante las épocas más oscuras en las que vivió el ser humano. Recordemos que el inicio de la experiencia más exitosa de la historia de la humanidad tuvo lugar con motivo de la rebelión fiscal respecto a los impuestos al té que Jorge iii intentó implantar a los colonos estadounidenses.
En esta instancia del proceso de evolución cultural, como queda dicho, los aparatos de la fuerza que denominamos gobierno son para proteger los derechos de los gobernados, muy especialmente a través de la justicia y la seguridad, dos aspectos clave que habitualmente los gobiernos no atienden ni remotamente con la suficiente eficacia, mientras se ocupan de una serie de reglones que no son para nada compatibles con una sociedad abierta.
Como también queda dicho, al gravar las ganancias y las inversiones éstas naturalmente se contraen lo cual necesariamente reduce salarios e ingresos en términos reales, es decir, perjudican muy especialmente a los más pobres puesto que son impuestos regresivos.
Claro que si el gasto público aumenta a pasos agigantados, la voracidad fiscal no tiene límites y recae con fuerza sobre cualquier objeto imponible. En este sentido, la curva Laffer ha sido mal interpretada y peor empleada ya que inmediatamente antes del punto de inflexión donde a una mayor presión tributaria la recaudación resulta menor debido a la destrucción del aparato productivo, se lo ha considerado como el punto óptimo de mayor eficiencia fiscal, cuando a lo que apuntaba Laffer —además del significado del recorrido de la curva— es al punto de menor presión impositiva para cumplir con las misiones específicas del gobierno.
Si el gasto público no se pone en caja, desde luego que no resulta posible una reforma fiscal que alivie los bolsillos de la gente. Hay demasiados palacios de ministerios inútiles y demasiadas reparticiones dedicadas a contrariar los preceptos republicanos. La revisión completa del organigrama y el presupuesto de base cero se tornan indispensables para contar son una estructura impositiva civilizada que se circunscriba a contribuir al respeto recíproco entre las personas. Los megalómanos deben mantenerse alejados de la función gubernamental.
Pero es que en la cabeza de la gran mayoría de los políticos está incrustada la idea de los supuestos beneficios de “la re-distribución de ingresos”, lo cual implica volver a distribuir por la fuerza lo que ya se distribuyó libre y voluntariamente en el supermercado y afines. En realidad, como sugiere Thomas Sowell, los economistas deberíamos dejar de hablar de distribución de ingresos, “puesto que los ingresos no se distribuyen, se ganan”.
Esta peregrina idea de la re-distribución nace del error de tratar el proceso producción-distribución como si fuera un fenómeno escindible cuando es parte del mismo proceso, uno es la contracara del otro.
Los efectos negativos de los impuestos directos, además de dar pie a que el fisco formule interrogantes insolentes e impertinentes, se agravan si las alícuotas son de carácter progresivo. Esto es así porque en primer lugar altera las posiciones patrimoniales relativas, esto es, contradice las directivas de la gente al asignar sus recursos en el mercado y, por ende, se derrochan los siempre escasos factores productivos.
En segundo lugar, el impuesto progresivo, como se ha consignado, resulta inexorablemente regresivo puesto que al afectar la inversión atenta contra los salarios de los más pobres. En tercer término, afecta gravemente la tan necesaria movilidad social ya que en la medida de la progresividad se bloquea el ascenso en la pirámide patrimonial y también el descenso puesto que los de mayor patrimonio quedan “protegidos” de los que no pueden ascender.
Por último, la progresividad resulta paradójica: se articulan discursos que revelan una permanente insistencia en que debe incrementarse la productividad y los mayores rendimientos, pero simultáneamente se castiga fiscalmente el aumento en la productividad y la mejora en los rendimientos.
En el origen de la tradición constitucional desde la Carta Magna de 1215 en adelante, la idea central consistía en establecer estrictos  límites al poder. En esa etapa el Parlamento se concibió para administrar el presupuesto y, sobre todo, para gravar en base a la representación popular pero sin facultades para gastar.
Conviene a esta altura repasar las diversas formas de esclavitud. Si estamos en nuestro mundo navegando en un sistema fascista, es decir, aquel en el que el mandamás del momento autoriza que las propiedades queden registradas a nombre de particulares pero en verdad usa y dispone el gobierno en un contexto de altísima presión tributaria, en esta situación cabe preguntarse en que quedaron los ideales de libertad que identifican la condición humana. ¿No somos si acaso esclavos modernos de una maquinaria infernal que opera en nombre de la democracia pero que en realidad es pura cleptocracia? ¿No serán finalmente ciertas las antiutopías de George Orwell (Eric Blair), Aldous Huxley y Taylor Caldwell?
En esta línea argumental, recordemos aunque más no sea un pasaje de la obra más conocida de la autora referida en último término que alude al futuro Estados Unidos: “Todo comenzó tan casualmente de modo tan fácil con palabras grandilocuentes. Comenzó con el uso desaprensivo de la palabra ´seguridad´. ¿Es que sus caracteres han sido debilitados y destruidos de tal manera que han entregado sus libertades y su humanidad a manos de los gobiernos? ¿No sabían que los poderes delegados al gobierno son la base de la tiranía?”
Solo los ciudadanos podrán vivir en paz cuando se comprenda el rol del aparato estatal, muy por el contrario mientras sigamos con la cantinela de reclamar el  “estado presente” lo tendremos muy presente en todas las manifestaciones de nuestras vidas y haciendas sin dar respiro, para usufructo de las castas gobernantes. Ya bastantes problemas presenta la vida en si para que se deba cargar con la pesada mochila de aparatos estatales que en lugar de proteger atacan y persiguen a personas pacíficas, mientras los delincuentes se esparcen por doquier (bandas que en no pocas ocasiones están formadas por los propios gobernantes).

El terror fiscal

Alberto Benegas Lynch (h) considera que para devolver la carga tributaria a un nivel sensato es necesario comprender el rol del aparato estatal --que es limitado-- y partir de un presupuesto de base cero.

Alberto Benegas Lynch (h) es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.
A veces nos preguntamos que ha pasado en el mundo para que hayamos retrocedido tanto en algunos aspectos. Uno de estos aspectos muestra un evidente retroceso a la época de los faraones, los sátrapas, emperadores y reyes que trataban a sus súbditos como meros medios para succionarles el fruto de sus trabajos, lo cual fue rectificado con el tiempo.Tal vez el mayor apogeo de las libertades de las personas fue desde el Congreso de Viena a la Primera Guerra Mundial en Europa y a partir de fines del siglo xviii en Estados Unidos.


El problema de la burocracia


Se sostiene comúnmente que la naturaleza “anárquica” no planeada de la producción capitalista necesita una regulación burocrática para impedir el caos económico. Así, el eminente marxista húngaro Andras Hegedus, argumenta que la burocracia es meramente “el subproducto de una estructura administrativa” que separa los trabajadores del la gestión real de la economía. Como los propietarios toman las decisiones, todos los demás deben en último término recibir sus órdenes de este pequeño grupo. Como eso sería impracticable en una economía industrial, el problema debe gestionarse mediante una división de responsabilidad que a su vez conlleva capas de burocracia. Los capitalistas toman las decisiones que luego se filtran hacia abajo en la pirámide burocrática. Esto significa que los trabajadores deben esperar a que se les diga qué hacer por parte de sus superiores inmediatos, que a su vez deben esperar a las instrucciones de sus superiores y así sucesivamente.



Es importante darse cuenta de que Hegedus cree que estas características de la burocracia son un producto del propio capitalismo, en lugar de la naturaleza de la producción a gran escala. “Cuando prevalecen las relaciones de la propiedad capitalista”, dice, “es inútil luchar contra la burocracia (…). Para cambiar la situación es necesario eliminar primero la propiedad privada de los medios de producción”. La burocracia, continúa, es la
Consecuencia inevitable del desarrollo de las relaciones de propiedad en una etapa concreta en la división del trabajo y en la integración económica. En consecuencia, es también inevitable (…) que en algún momento no haya necesidad de un aparato administrativo distinto de la sociedad, porque las condiciones subjetivas y objetivas estarán maduras para una autoadministración directa.
En román paladino, Hegedus está diciendo que, como el capitalismo separa al trabajador del control de al industria, la producción sería descoordinada y caótica si no hubiera ninguna agencia de transmisión del conocimiento. Ésa es la función que realiza la burocracia bajo el capitalismo. Como bajo el socialismo los trabajadores tomarían todas las decisiones industriales, no habría problemas de coordinación en dicha sociedad. La burocracia ya no sería necesaria y se descartaría. Pero salvo meras apelaciones a “democratizar el aparato administrativo” y pedir una “saludable movilidad en todas las áreas de la administración”, es vago en cómo el socialismo lograría esto. Como las opiniones de Hegedus, particularmente respecto de la naturaleza burocrática del capitalismo, no son raras, es tiempo de que sean examinadas críticamente.

Tres problemas de coordinación

Israel Kirzner apunta que hay tres problemas de coordinación que deben resolverse en cualquier sistema socioeconómico:
  1. El problema de las prioridades, es decir, qué bienes y servicios deberían producirse;
  2. El problema de la eficiencia, es decir, qué combinación de recursos usados en la producción un producto concreto dejará la mayor cantidad de recursos libres para la producción de otros bienes y servicios y
  3. El problema de la distribución, es decir, cómo compensar a cada participante en el sistema por su contribución al proceso productivo.
El papel de la gestión burocrática puede analizarse mejor viendo cómo tanto el capitalismo como el socialismo se aproximan a estos problemas así como lo bien que pueden resolverlos.

El problema de las prioridades

Dentro de un sistema de mercado, las prioridades las establecen los consumidores comprando y absteniéndose de comprar. Los empresarios, ansiosos por maximizar sus beneficios, tenderán a producir aquellos bines con la mayor discrepancia entre precio y coste. Como los consumidores están dispuestos a pagar más por bienes que deseen más intensamente, los precios de estos bienes, en igualdad de circunstancias, tienden a ser mayores que los de los bienes menos intensamente deseados. Así que los bienes que los miembros de la sociedad consideran más importantes son los que, sin necesidad de ninguna dirección burocrática consciente, se producen en un sistema capitalista antes y en más cantidad.
Una crítica habitual a este modo de razonar es que hay muchos ejemplos en los que no puede decirse que el mercado refleje las prioridades de los consumidores. Por ejemplo, se supone que el pan es más importante que los diamantes, aunque se advierte que el precio de los diamantes es mucho mayor que en del pan. El error de esta crítica es que los individuos nunca afrontan una elección entre diamantes en abstracto y pan en abstracto. En su lugar, escogen entre unidades individuales de pan y diamantes.
Como bajo condiciones normales la cantidad de pan excede con mucho la de diamantes, la satisfacción o disatisfacción causadas por la adición o pérdida de cualquier unidad concreta de pan, es decir, su utilidad marginal, es relativamente baja comparada con la de una unidad de diamantes. Si por alguna singularidad del destino la cantidad de pan disminuyera grandemente o la de diamantes aumentara significativamente, la utilidad marginal de las unidades de pan y diamantes se alterarían causando que el precio del pan aumente y el de los diamantes disminuya. Por tanto puede verse que el mercado sí refleja realmente las prioridades de los consumidores y lo hace sin la necesidad de ninguna dirección burocrática. De hecho, la burocracia solo puede impedir la satisfacción del consumidor, pues, como apunta Kirzner: “cualesquiera obstáculos que no sean del mercado colocados en el camino del proceso de precios interfieres así necesariamente con el sistema de prioridades que han establecido los consumidores”.
Como el socialismo conlleva la eliminación del mercado, no hay mecanismo por el que se establezcan las prioridades sin una dirección y control conscientes. Así que es  precisamente el socialismo el que no puede funcionar sin una burocracia floreciente. Una rápida mirada al proceso de planificación en la Unión Soviética destacará claramente el endémico laberinto burocrático incluso para una economía moderadamente socialista.

Planificación en la Unión Soviética

Con el fin de crear el plan para el año que viene los planificadores deben tener tantos datos como sea posible del estado de la economía en el presente año. Este trabajo lo realiza la Administración Estadística Central, que, solo ella, emplea a varios millones de personas. Esta información se traslada luego al Comité Estatal de Planificación o Gosplan. Se establecen las prioridades para el siguiente año por parte del Consejo de Ministros junto con varias otras agencias políticas y se comunica al Gosplan, que intenta coordinar todas las prioridades, así como equilibrar los objetivos de producción para cada sector en la economía con su estimación de entradas requeridas para la fabricación.
El plan baja luego por la jerarquía planificadora yendo primero a los ministros industriales, luego a los subministros y así sucesivamente a las empresas individuales. De esta forma, se informa a cada empresa de los niveles de productividad que se han establecido para ella y el plan empieza a ascender en la jerarquía planificadora con cada empresa ahora en disposición de calcular por sí misma las entradas necesarias para fabricar el nivel establecido de producción.
A medida que el plan viaja hacia arriba, tanto la entrada como la producción se ajustan de acuerdo con un proceso de negociación entre el gestor de la empresa y los planificadores centrales. Los primeros tratan de infraestimar su capacidad productiva y sobreestimar sus requisitos de recursos para facilitar el cumplimiento de su parte, mientras que los últimos hacen justamente lo contrario.
Después de que finalmente se alcanza el Gosplan, el plan es supervisado en su totalidad y se hacen las correcciones y ajustes necesarios. El plan de devuelve luego de nuevo bajando la jerarquía planificadora, informando a cada empresa de sus objetivos de producción finales. Y detrás de todo esto, por supuesto, hay un grupo de agencias públicas necesario para garantizar el cumplimiento con el plan.
¿Qué era capaz de conseguir esta burocracia, con números en decenas de millones? Lo primero que se advierte es que a pesar de la jerga científica, sus planes son en realidad solo pronósticos acerca de los que cada consumidor individual querrá durante el próximo año. Las estimaciones del empresario son también pronósticos; sin embargo hay una diferencia crucial: los suyos se basan en datos del mercado, mientras que los de los planificadores socialistas, al menos bajo el socialismo puro, no lo son.
Esto significa que el empresario no solo está en una posición mejor para estimar la demanda del consumidor sino que, lo que es igualmente importante, un pronóstico erróneo se refleja inmediatamente en el mercado con una bajada en las ventas. Como la pérdida de ingresos reclama ajustes rápidos, cualquier pronóstico incorrecto tenderá a corregirse por sí mismo. Pero bajo el socialismo, el director de planta no tiene que preocuparse por vender su producto sino solo de cumplir con su cuota de producción. Por consiguiente:
  1. La calidad tiene a sufrir, ya que los directores tratan de encontrar la vía más fácil y rápida de cumplir con sus cuotas y
  2. La producción continúa, independientemente de si alguien quiere el producto, hasta que el plan es alterado por el Gosplan.
Pero si la producción de bienes innecesarios ocurre en algunas áreas, las necesidades en otras deben permanecer sin cubrir. Por tanto no sorprende que La Unión Soviética esté habitualmente llena de exceso de algunas cosas y de agudas escaseces de otras. Cuando las cuotas para los sectores del calzado y clavos, por ejemplo, se fijaron de acuerdo con la cantidad, los directores de producción en el sector de los clavos descubrieron que era más fácil cumplir sus cuotas fabricando solo clavos pequeños, mientras que en el sector del calzado fabricaban solo zapatos pequeños. Pero establecer cuotas por peso significaban lo contrario: exceso de grandes clavos gruesos y zapatos para adultos. Igualmente, como los fabricantes de ropa no tienen que vender sus productos, no tienen que preocuparse acerca de las preferencias de estilo. El resultado son almacenes periódicamente llenos de ropa no deseada. Y en otro caso la Unión Soviética se encontró en la situación embarazosa de tener solo una talla de ropa interior para homb
re y solo en color azul.
Así que no sorprende que la calidad de los bienes de consumo en la Unión Soviética sea notablemente baja, el nivel de vida medio es de alrededor de un cuarto a un tercio del de Estados Unidos y haya tantos bienes con suministro tan escaso que debes pasar de tres a cuatro horas cada día solo para cubrir las necesidades básicas. Mientras que el capitalismo puede funcionar con una burocracia mínima, hemos visto que el socialismo, lejos de eliminarla, requiere una serie de agencias burocráticas. Son necesarias con el fin de (1) recoger los datos para la creación del plan, (2) formular el plan y (3) inspeccionar las plantas para asegurarse de que el plan se esta siguiendo.

El problema de la eficiencia

Si nos ocupamos de la producción encontramos los mismos resultados. Bajo el capitalismo, el problema de la asignación eficiente de los recursos se resuelve de la misma forma que se resolvía el problema de las prioridades: el sistema de precios. Para producir sus bienes, los empresarios deben buscar los recursos necesarios. Por tanto están en la misma relación con los vendedores de recursos que los consumidores con los vendedores de bienes finales. Así que los precios de los distintos factores de producción tienden a reflejar el demanda de los mismos por los empresarios. Como lo que el empresario puede ofrecer está limitado por el rendimiento esperado por la venta final de su producto, los factores de producción se canalizan así hacia la producción de los bienes más intensamente deseados. Los que mejor sirven a los consumidores obtienen los mayores beneficios y, por tanto, pueden hacer las mejores ofertas por los recursos que necesitan.
En resumen, el mercado es un mecanismo altamente independiente que, sin ninguna dirección burocrática, es capaz de alcanzar exactamente lo que Hegedus juzga imposible: la transmisión de conocimiento a las personas relevantes. Si, por ejemplo, el acero se hiciera más escaso, ya fuera porque parte de su oferta haya mermado o se haya descubierto un nuevo uso para él, su precio subiría. Esto a la vez (1) forzaría a los usuarios de acero a recortar sus compras y (2) animaría a los proveedores a aumentar su producción.
No solo todas las acciones de todos los participantes del mercado se coordinan automáticamente por estas fluctuaciones de precios, sino que las personas implicadas ni siquiera tienen que saber por qué suben o bajan los precios. Solo necesitan observar las fluctuaciones de precios y actuar de acuerdo con ello. Como indica F.A. Hayek: “El hecho más significativo acerca de este sistema es la economía del conocimiento con la que opera (…). La maravilla es que sin que se emita ninguna orden, sin más que tal vez un puñado de personas que conozcan la causa, decenas de miles de personas cuya identidad no podía determinarse en meses de investigación, se (…) mueven en la dirección correcta”.
También es importante apuntar que incluso dentro de una empresa, la burocracia se mantiene al mínimo. Primero, si una empresa se hace pesada burocráticamente se venderá más barata y, si no se hacen reformas, se quedará fuera del negocio ante empresas estructuradas menos burocráticamente. Y segundo, Como apunta Ludwig von mises, “No hay necesidad de que el director general se preocupe por los detalles menores de la gestión de cada sección (…). La única directiva que el director general da a los hombres en los que confía para la gestión de las distintas secciones, departamentos y sucursales es: Obtengan tanto beneficio como sea posible. Y un examen de las cuentas le mostrará lo exitosos o no que fueron al ejecutar la orden”.

Otro dilema soviético

Pero en una economía socialista pura estaría ausente todo el aparato del mercado. Todas las decisiones relativas a la asignación de recursos y coordinación económica tendrían que hacerse manualmente por el consejo planificador. En una economía como la de la Unión Soviética, que tiene más de 200.000 empresas industriales, esto significa que el número de decisiones que tendría que tomar el consejo planificador cada año se cifrarían en miles de millones. Esta tarea ya hercúlea sería infinitamente más difícil por el hecho de que en ausencia de datos del mercado no tendría ninguna base para guiar sus decisiones. Este problema se hizo evidente en el único intento de establecer un socialismo puro, es decir, una economía sin mercado: el periodo de “comunismo de guerra” en la Unión Soviética de 1917 a 1921. En 1920 la productividad media era solo el 10% del volumen de 1914 con la de mineral de hierro y hierro fundido cayendo al 1,9% y 2,4% de sus totales en 1914. A principios de la década de 1920, se abandonó el “comu
nismo de guerra” y desde entonces la producción se ha guiado por medio de mercados domésticos restringidos y copiando los métodos determinados en los mercados occidentales extranjeros.
La tarea de los planificadores soviéticos se ve muy simplificada por la existencia de los mercados limitados, pero el hecho de que sean tan limitados significa que la economía aún opera ineficientemente y sufre dos problemas propios de la gestión burocrática: constantes cuellos de botella y autarquía industrial.

Constantes cuellos de botella

Como es sencillamente imposible que una agencia se familiarice con todos los detalles y peculiaridades de cada planta en toda la economía, y mucho menos posible es ser capaces de planificar toda posible contingencia para un año por adelantado, los planificadores se ven obligados a tomar decisiones basadas en informes de resumen. Además, deben establecer categorías amplias de clases que necesariamente pasan por alto incontables diferencias entre las empresas. En consecuencia, todo plan contiene numerosos desequilibrios que afloran solo cuando el plan se está poniendo en práctica.
Como no hay mercados, estos excesos y escaseces no pueden resolverse por sí mismos automáticamente sino que solo pueden alterarse mediante ajustes del plan hechos por el Gosplan. Así, una escasez del bien A no puede rectificarse salvo y hasta que lo ordene el consejo planificador. Pero el ajuste del plan en un área tendrá ramificaciones en toda la economía. Para aliviar el escasez del bien A, han de transferirse recursos de la producción del bien B. Como esto reducirá la producción prevista de B, la producción de aquellas industrias dependientes de B tendrá igualmente que reevaluarse y así sucesivamente, en círculos cada vez más amplios.
La evidencia empírica corrobora la teoría económica. Paul Craig Roberts apunta que lo que subyace a la pretenciosa declaración de planificación en la Unión Soviética es meramente “la previsión de un objetivo para los próximos meses sumando a los resultados de los meses previos un porcentaje de aumento”. Aún así, incluso este “plan” se “cambia tan a menudo que no es congruente decir que controla el desarrollo de los acontecimientos en la economía”. La burocracia planificadora, continúa diciendo, simplemente funciona como “suministro de agentes para empresas con el fin de impedir la formación libre de precios y el intercambio en el mercado”. Aunque esta apariencia de planificación centralizada “satisface a la ideología”, el “resultado ha sido señales irracionales para la interpretación gestora y la irracionalidad de la producción en la Unión Soviética ha sido la consecuencia”.
Así que la evidencia indica que las perennemente decepcionantes cosechas cerealísticas soviéticas son mucho más un resultado del sistema que del clima, pues incluso en “las temporadas principales de plantación y cosecha hasta un tercio de todas las máquinas de un distrito pueden no funcionar por causa de la falta de recambios. Los planificadores centrales son muy conscientes de la necesidad de recambios (…) aún así el sistema de gestión parece incapaz de unir las piezas con las máquinas que las necesitan”.
El problema de los cuellos de botella no es nuevo, como indicaba un informe de hace algún tiempo: “la Fábrica de Tractores Bielorrusos, que tiene 227 proveedores, ha tenido parada su línea de producción 19 veces en 1962 a causa de la falta de piezas de goma, 18 veces por rodamientos y ocho veces por componentes de transmisión”. El mismo escritor apunta que “el patrón de averías continuó en 1963”.
Tal vez el grado de absurdo al que pueden llegar los intentos de planificación central se aprecie en un incidente reportado por Joseph Berliner. Un inspector de planta, con el trabajo de ver por qué una fábrica no ha cumplido con sus envíos de maquinaria de minería, descubrió que las “máquinas estaban apiladas por todas partes”. Cuando preguntó al director por qué no las enviaba, se le dijo que de acuerdo con el plan las máquinas tenían que pintarse de rojo, pero el director solo tenía pintura verde y tenía miedo de alterar el plan. Se dio permiso para utilizar el verde, pero solo tras un considerable retraso ya que cada capa de burocracia tenía asimismo miedo de autorizar un cambio en el plan por sí misma y por tanto enviaba la solicitud a la instancia inmediatamente superior. Entretanto, las minas tenían que cerrar mientras las máquinas de acumulaban en los almacenes.

Autarquía industrial

El problema de los cuellos de botella se relaciona muy de cerca con el de la autarquía organizativa. A los directores de planta se les recompensa de acuerdo con si han cumplido o no sus cuotas de producción. Para evitar ser una víctima de un cuello de botella y por tanto incumplir la cuota, apareció una tendencia en cada industria a controlar la recepción de sus propios recursos produciéndolos ella misma. “Cada industria”, dice David Granick, “estaba bastante dispuesta a pagar el precio de una producción de alto coste con el fin de alcanzar la independencia”. En 1951, solo el 47% de toda la producción de ladrillos se realizó bajo el ministerio de la Industria de Materiales de Construcción. Y en 1957 116 de las 171 fábricas de máquina-herramienta estaban fuera de la industria apropiada, a pesar del hecho de que sus costes de producción eran en algunos casos hasta un 100% mayores.
Para combatir esta tendencia, Nikita Kruschev reorganizó la economía en 1957 estableciendo 105 Consejos Económicos Regionales para reemplazar a los ministros industriales. Sin embargo, en ausencia de otras reformas,  simplemente consiguió sustituir el “departamentalismo” por el “localismo”, ya que cada región económica buscaba convertirse en autosuficiente. Para combatirlo, la economía se centralizó aún más en 1963, pero esto solo aumentó la ineficiencia haciendo aun más rígida una economía ya inflexible. Incapaces de encontrar la clave para una planificación eficiente, 1965 marcó otro paso importante hacia la vuelta a una economía de mercado. Estas reformas no solo introdujeron un sistema limitado de beneficios sino asimismo pedían un “alto grado de autonomía local para productores y suministradores. Desaparecería la planificación detallada de todo aspecto importante de la producción, para reemplazarla con una mínima guía directa desde lo alto”.
Marx postulaba la eliminación del estado. Es al menos tan significativo como paradójico que el continuo cambio de los países socialistas de la planificación burocrática al mercado (lo que William Grampp califica como las “nuevas direcciones de las economías comunistas”) indique una “eliminación” de un tipo nunca previsto por Marx.

El problema de la distribución

Al considerar el problema de la distribución, encontramos de nuevo que el capitalismo es el enemigo de la burocracia. Bajo el capitalismo, se produce para obtener beneficios. Capital y trabajo van constantemente donde  pueden obtener el mayor retorno. Como puede verse, no puede haber separación entre producción y distribución pues aquellos individuos que, a los ojos de los consumidores, ofrezcan los mayores servicios a la “sociedad” son precisamente los que obtienen mayores recompensas.
Respecto del socialismo, es difícil decir mucho en términos teóricos acerca de la forma en que se distribuye la riqueza ya que hay una serie de posibles bases de distribución: igualdad, necesidad, mérito y servicios rendidos a la sociedad. Sin embargo debería ser evidente que la implantación de cualquiera de ellas requeriría una dirección burocrática consciente. También debería apuntarse en este contexto que los intentos de establecer una igualdad estricta nunca han tenido éxito y probablemente nunca lo tendrán. Por dos razones.
Primero, por ejemplo, para estimular la producción de la Unión Soviética, siempre ha tenido que confiar mucho en el sistema de bonificaciones para sus directores de planta y el sistema de ratios por pieza para sus trabajadores. La creciente centralidad del sistema de bonificaciones se muestra en el hecho de que mientras que en 1934 éstas eran equivalentes al 4% del salario de un director, hoy llegan a menudo a la mitad, con bonificaciones a algunas industrias en las que llegan hasta el 80% de la renta.
Segundo, en cualquier sociedad en la que el estado controla todas las facetas esenciales de la economía hay una tentación natural para que los que controlan el gobierno utilicen su poder político para obtener privilegios económicos. Así, no es sorprendente que la revolución de 1917, independientemente de sus intenciones, solo generara el reemplazo de una élite privilegiada por otra.
Para este punto nos servirá un ejemplo. Hay un grupo de “tiendas especiales” en la Unión Soviética que venden de todo, de comida a joyas. Estas tiendas de las que supuestamente se benefician los turistas extranjeros, tienen productos de alta calidad a precios por debajo del coste con el fin de compensar al turista por el artificialmente alto tipo de cambio de los rublos. Sin embargo James Wallace apunta que los “cargos públicos de alto rango, oficiales del ejército y altos cargos del Partido Comunista tienen el privilegio de comprar en estas tiendas como beneficio añadido a sus trabajos”. Son por tanto capaces de comprar “bienes difíciles de encontrar por una fracción de los precios que pagan sus vecinos por mercancías habitualmente de peor calidad”.
Es una reveladora luz de posición y una que debería advertirse especialmente por parte de quienes condenan el capitalismo por su “distribución” desigual de la riqueza, el que haya una mayor desigualdad de riqueza en los países más socialistas como la Unión Soviética que en las economías relativamente más orientadas al mercado como Estados Unidos. Además de esto, no es un accidente histórico sino que es conforme a la teoría económica. Pues bajo el capitalismo hay una tendencia natural a que los capitalistas inviertan en áreas con bajo nivel salarial, forzando así al alza esos niveles hasta igualarse con otras áreas que hacen el mismo trabajo, mientras que los trabajadores en empleos con bajos salarios tienden a emigrar a áreas donde la paga es mayor. De forma similar, los empresarios invierten en áreas que muestren altos beneficios. Pero el aumento de la producción fuerza a que caigan precios y beneficios en esas áreas. En resumen, aunque el capitalismo nunca eliminará la desigualdad, sí tiende a reducir los e
xtremos de riqueza y pobreza.

Conclusión

Bajo el capitalismo el sistema de precios realiza la función crucial de transmitir el conocimiento a través de la sociedad y por tanto elimina la necesidad de burocracia. Pero, precisamente porque elimina el mercado, la gestión burocrática es indispensable para una economía socialista. Además, como hay una relación inversa entre planificación central y mercado, la gestión burocrática es en sí contradictoria. Su dilema tal vez pueda resumirse mejor en forma de dos paradojas planificadoras:
Paradoja Uno: Para que sea viable la planificación central necesita datos de mercado que guíen sus decisiones. Pero cuanto mayor sea el papel de los mercados, menor será el de la planificación central. Por el contrario, cuanto más extensa sea el áreas de la planificación central, más limitados serán los datos del mercado y por tanto más ineficiente debe ser la operación de la economía.
Paradoja Dos: Si el consejo planificador busca maximizar la satisfacción del consumidor simplemente hace manual mente lo que el mercado hace automáticamente. Luego es una entidad redundante y derrochadora. . Pero si la agencia planificadora planea operaciones que habrían sido realizadas por el mercado, esto indica que las prioridades establecidas por la agencia están en conflicto con las de los consumidores. Está claro que, independientemente de lo que haga la agencia, la posición de los consumidores debe ser peor de lo que habría sido bajo una economía de mercado.

El problema de la burocracia


Se sostiene comúnmente que la naturaleza “anárquica” no planeada de la producción capitalista necesita una regulación burocrática para impedir el caos económico. Así, el eminente marxista húngaro Andras Hegedus, argumenta que la burocracia es meramente “el subproducto de una estructura administrativa” que separa los trabajadores del la gestión real de la economía. Como los propietarios toman las decisiones, todos los demás deben en último término recibir sus órdenes de este pequeño grupo. Como eso sería impracticable en una economía industrial, el problema debe gestionarse mediante una división de responsabilidad que a su vez conlleva capas de burocracia. Los capitalistas toman las decisiones que luego se filtran hacia abajo en la pirámide burocrática. Esto significa que los trabajadores deben esperar a que se les diga qué hacer por parte de sus superiores inmediatos, que a su vez deben esperar a las instrucciones de sus superiores y así sucesivamente.


Saturday, June 18, 2016

Dinero sin Estado



La cruzada de los Estados contra la libertad individual de sus súbditos tiene muchos frentes, y en todos ellos se libran batallas tan encarnizadas como desapercibidas para las grandes masas anestesiadas. Pese a no producir absolutamente nada, los Estados tienen a su disposición unos recursos casi ilimitados: les basta quitárselos a la gente, y las normas que imponen para ello no dejan de proliferar y sofisticarse.
La tecnología brinda nuevas armas a los dos contendientes. El aparato estatal la utiliza para vigilarnos y controlar nuestros pasos hasta extremos inéditos. Los individuos la empleamos —con frecuencia inconscientemente— para evadir esos controles insidiosos, fortalecer nuestra independencia y aumentar nuestra privacidad. Si llegara a prevalecer una tecnología de la recentralización y la jerarquización estaríamos perdidos y la humanidad futura sería menos libre que en cualquiera de sus estadios precedentes. Si, por el contrario, sigue siendo superior el avance de las tecnologías de interrelación horizontal y privada entre individuos, estaremos a salvo. Afortunadamente, hasta ahora parece clara la tendencia hacia una diseminación tecnológica tan generalizada, veloz y descoordinada que supera el avance tecnológico estatal.



Todos los grandes cambios tecnológicos han provocado cambios igualmente importantes en la red social, es decir, en la estructura de interrelaciones humanas
Siendo importante el efecto directo de la tecnología sobre el espacio directo de libertad de cada persona, lo realmente esencial es su inducción de cambios culturales. Todos los grandes cambios tecnológicos han provocado cambios igualmente importantes en la red social, es decir, en la estructura de interrelaciones humanas. Una evolución tecnológica que se basa en la colaboración espontánea de millones de tecnólogos en persecución de infinidad de fines particulares es la mejor garantía de que el cambio cultural subsiguiente vaya en la línea de más libertad y menos Estado para todos. Hay quienes teorizan que, en unas pocas décadas, la proliferación de las tecnologías libres provocará un cambio de paradigma en la organización social y política, sustituyendo las instituciones actuales por otras más acordes con la nueva red social. Tiene sentido, porque parece a todas luces imposible que el cambio afecte a todo lo demás y esquive solamente las estructuras políticas. Ahora bien, incluso si este pronóstico esperanzador resulta acertado, no va a ser ningún paseo militar para los partidarios de la Libertad. Los Estados se resistirán —se están resistiendo ya— a un futuro así. El recrudecimiento del estatismo, que trasciende los colores políticos, es una reacción esperable a esta tendencia de largo plazo que le amenaza.
Los Estados ya están atacando una de nuestras líneas de defensa fundamentales: el anonimato. Para ello no sólo emplean todas las novedades tecnológicas posibles. No les basta porque los individuos estamos en ventaja simplemente combinando las nuevas tecnologías con la privacidad convencional reconocida por nuestros textos constitucionales. Por eso vemos en todo el mundo cómo se erosiona sin contemplaciones los viejos derechos civiles antes inquebrantables, mientras en algunos países de nuestro entorno se limita legislativamente la encriptación de información o se pretende establecer sistemas de inspección profunda de los paquetes de datos en tránsito. El control de la ubicación del individuo es uno de los desarrollos más preocupantes, y contribuyen a él desde la identificación de las matrículas en los parquímetros hasta la intervención de las redes de telecomunicaciones móviles. Si algo han demostrado whistleblowers como Assange o Snowden es la absoluta falta de escrúpulos de los Estados a la hora de espiarnos a todos.
Uno de los medios más eficaces para tenernos vigilados es la destrucción de nuestra privacidad financiera, cuya inviolabilidad es ya un simple recuerdo
Uno de los medios más eficaces para tenernos completamente vigilados es la destrucción de nuestra privacidad financiera, cuya inviolabilidad es ya un simple recuerdo. Siempre se ha dicho que los impuestos directos no son perniciosos solamente porque nos quitan recursos, sino sobre todo porque obligan a revelar al Estado las finanzas personales. Pero esa injerencia resulta hoy casi un juego de niños, al lado del gran objetivo estatal que, indicio a indicio, vemos progresar en todo el mundo. Se trata de la destrucción del dinero tal como lo conocemos.
En realidad el Estado lleva mucho tiempo, como mínimo más de un siglo, destruyendo la institución dinero que tanto estorbaba a sus planes de control total del individuo. Para ello estableció el sistema de banca central y las leyes de curso monetario forzoso, y eliminó paulatinamente todo freno a la emisión de dinero mediante patrones objetivos. Igualmente, el Estado mantiene un reducido y privilegiado oligopolio bancario que, en realidad, no es más que una extensión suya. Ahora se dispone a asestar el golpe definitivo al libre intercambio entre particulares, eliminando el dinero físico para desanonimizar hasta las más pequeñas transacciones.
Los billetes y monedas son títulos al portador que cumplen una función ancestral y crucial: desvincular el valor transportado de la identidad del usuario
Si el dinero es, entre otras cosas, un depósito de valor y un medio de intercambio, es obvio que ambas funciones deben ser anónimas si así lo deciden las partes. Una vez incorporado legítimamente al patrimonio de una persona, el dinero debe poderse emplear de forma anónima en infinidad de situaciones. Los billetes y monedas son títulos al portador que cumplen una función ancestral y crucial: desvincular el valor transportado de la identidad personal de su usuario. El nuevo DNI 3.0 es uno de los pasos que están dando algunos Estados para hacer que todo el mundo lleve encima en un documento-aparato entre cuyas múltiples capacidades podrá habilitarse, en un futuro muy cercano, la de acceder a los depósitos bancarios para cualquier transacción. Hasta una barra de pan podría pagarse aproximando el DNI-billetera a un aparato de cobro situado en la panadería, quedando así registrado no sólo el importe sino, obviamente, la ubicación del pagador en el momento del pago. Las entidades bancarias, colaboracionistas del Estado, ya fuerzan hasta extremos inéditos la “trazabilidad” de las transacciones realizadas, y lo presentan como una buena práctica de responsabilidad social.
En fin, se hace necesaria una rebelión ciudadana contra la desanonimización del dinero. Tal vez un resultado positivo de este ataque en ciernes a nuestra privacidad sea la consolidación de una economía colaborativa con sistemas sofisticados de trueque al margen del dinero estatal, o la de dineros privados tipo pagaré, libremente endosables; o, mucho mejor, la generalización de monedas virtuales seguras y despolitizadas, como Bitcoin y similares. Si el Estado amenaza a la institución dinero, respondamos con formas de dinero sin Estado.

Dinero sin Estado



La cruzada de los Estados contra la libertad individual de sus súbditos tiene muchos frentes, y en todos ellos se libran batallas tan encarnizadas como desapercibidas para las grandes masas anestesiadas. Pese a no producir absolutamente nada, los Estados tienen a su disposición unos recursos casi ilimitados: les basta quitárselos a la gente, y las normas que imponen para ello no dejan de proliferar y sofisticarse.
La tecnología brinda nuevas armas a los dos contendientes. El aparato estatal la utiliza para vigilarnos y controlar nuestros pasos hasta extremos inéditos. Los individuos la empleamos —con frecuencia inconscientemente— para evadir esos controles insidiosos, fortalecer nuestra independencia y aumentar nuestra privacidad. Si llegara a prevalecer una tecnología de la recentralización y la jerarquización estaríamos perdidos y la humanidad futura sería menos libre que en cualquiera de sus estadios precedentes. Si, por el contrario, sigue siendo superior el avance de las tecnologías de interrelación horizontal y privada entre individuos, estaremos a salvo. Afortunadamente, hasta ahora parece clara la tendencia hacia una diseminación tecnológica tan generalizada, veloz y descoordinada que supera el avance tecnológico estatal.


Friday, June 17, 2016

España y Suecia, crisis similares, respuestas divergentes

Mauricio Rojas

Introducción
España vive aún bajo el impacto de la profunda crisis desencadenada el año 2008. Algo ha mejorado la situación pero al país todavía le queda mucho por andar para llegar a superar su difícil situación. Para ello deberá llevar a cabo una agenda de reformas mucho más audaz que la emprendida hasta ahora. En esta perspectiva puede ser de interés hacer un paralelo con la situación que atravesó Suecia hace poco más de veinte años, cuando se vio enfrentada a una serie de retos que tienen una cierta similitud con los actuales desafíos españoles. Esto puede ser aún más relevante si constatamos el notable éxito alcanzado por Suecia en superar la crisis para luego transformarse en un ejemplo de estabilidad y dinamismo económico. Esto quedó recientemente de manifiesto, cuando Suecia mostró una gran capacidad de sortear con éxito la crisis internacional que devastó a tantos otros países, ubicándose a partir de entonces a la cabeza de los países desarrollados en términos de crecimiento económico (OECD 2014).



Génesis y desarrollo de la crisis
La crisis que afectó a Suecia en los años 90 y la que se desencadenó en España a partir de 2008 tienen una serie de semejanzas pero también diferencias importantes. Para analizarlo podemos partir de un diagrama comparativo sobre su desarrollo.
Diagrama 1
Variación porcentual del PIB: Suecia (1987-1997) y España (2005-2015*)


*2014 y 2015 pronóstico de la OCDE. Fuentes: Banco Mundial (2014) y OECD (2014)
Como se observa, la crisis española es mucho más abrupta y dilatada que la sueca, cayendo desde niveles de crecimiento más altos y hundiéndose con mayor profundidad en 2009, para volver a caer en 2012-2013. A su vez, su recuperación es mucho más débil que la sueca. Ello apunta a significativas diferencias existentes entre las economías de España y Suecia de pre crisis. Una diferencia importante fue, sin duda, la existencia del euro, que en el caso español cerró la puerta de la devaluación de la divisa como medio de restablecer la competitividad internacional sin bajar nominalmente los precios internos. España ha debido, por ello, seguir el duro camino del ajuste a la baja de los precios internos, especialmente del trabajo y la vivienda. En el caso sueco, la devaluación de la corona tuvo un papel clave en el rápido restablecimiento de la fuerza competitiva de una economía muy dependiente de sus exportaciones. Pero más allá de este aspecto monetario tenemos algunas diferencias estructurales de gran significación.
El modelo español de crecimiento fue fundamentalmente extensivo, es decir, basado en la incorporación masiva de capital y trabajo pero con una productividad total de los factores (PTF) estancada o, incluso, decreciente. La singularidad española a este respecto queda de manifiesto en el siguiente diagrama.
Diagrama 2
Variación anual media de la productividad, 2001-2007

Fuente: Marín y Bote (2014)
Los motores de este crecimiento –tan anómalo en la época moderna donde el crecimiento intensivo, es decir, con mejoras de productividad, es la regla– fueron un gran flujo de capital a bajo coste y una verdadera avalancha de trabajo relativamente poco calificado, obra de un boom migratorio sin precedentes. Se fortalecieron con ello las ramas tradicionales de la economía, pero su competitividad fue mermando rápidamente dado el fuerte incremento salarial del período. El autoestrangulamiento de la competitividad española se ilustra fácilmente mediante la figura que sigue, en la que se compara el aumento del coste unitario de la hora trabajo con el de su productividad entre 1996 y 2007 en España, Alemania y Suecia.
Diagrama 3
Variación porcentual acumulada del coste y la productividad de la hora de trabajo, 1996-2007

Fuente: OECD (2014)
Existen muchas otras diferencias estructurales entre la economía sueca de los años 80 y la española de la primera década del 2000. Entre ellas cabe destacar, por su importancia clave, la que se refiere al funcionamiento del mercado laboral. Comparando con Suecia se advierte, en primer lugar, un grado muy bajo de incorporación de la población en edad activa al mercado de trabajo y una tasa aún más baja de ocupación. Así, la tasa de empleo entre las personas de 15 a 64 años llegó en Suecia a 83,1 por ciento en 1990, mientras que en España sólo se alcanzó el 66,6 por ciento en el punto más álgido del ciclo de expansión económica (2007). Por otra parte, el desempleo llegó en España a un mínimo en 2007 con una tasa de 8,3 por ciento, mientras que en Suecia se había reducido al 1,8 por ciento en 1990. Por su lado, el aumento del desempleo fue proporcionalmente más alto en Suecia durante la crisis (5,6 veces mientras que en España fue de 3,1 veces) pero, dado el alto punto de partida español, no llegó ni cerca de los niveles de paro alcanzados por España (10 por ciento en Suecia en 1993 contra 26 por ciento en España en 2013 según los datos de la OCDE).
Esto no quiere decir que la estructura del mercado laboral de Suecia no sea problemática, pero lo es en un nivel muy diferente a aquel en que se ubica España. Esto se hace evidente estudiando el informe 2013-2014 sobre competitividad global del Foro Económico Mundial. Allí se destaca que el mercado laboral es, dejando de lado el tamaño del mercado interno, el segundo punto de mayor debilidad comparativa tanto de España como de Suecia. Pero Suecia ocupa el lugar 18 en calidad del mercado de trabajo mientras que España se ubica en el lugar 115 (World Economic Forum 2014).
En este contexto tal vez no sea baladí indicar que según el mismo informe la mayor fortaleza de España es la infraestructura, mientras que ese ítem es la mayor debilidad de Suecia. Se trata, diciéndolo en cristiano, de un contraste notable entre el despilfarro que caracterizó la gestión pública española durante los años anteriores a la crisis y la sobriedad nórdica, pero en este caso más porque los suecos supieron aprender de sus propios excesos del pasado que por cuestiones culturales (que tampoco habría que negar).
Este último punto nos invita a analizar lo que es el eje central de ambas crisis: la gestión pública y, sobre todo, el gasto fiscal desbocado y las promesas insostenibles propias del populismo del Estado del bienestar hechas durante los años de vacas gordas pero que se deben cumplir en los años de vacas flacas. Esto es lo que desencadena los crecientes desequilibrios y déficits fiscales –en España el gasto público aumenta de un 39 a un 46 por ciento del PIB entre 2007 y 2009, mientras que el ingreso cae del 41 al 35 por ciento– que terminan hundiendo todo el entramado económico bajo el peso de un endeudamiento público galopante que finalmente debe llevar, a fin de contenerlo, a la adopción de fuertes medidas recesivas en pleno período de contracción económica.
El diagrama siguiente ilustra este proceso mostrando la evolución del balance de las cuentas públicas en ambos países. Como se observa, la similitud entre Suecia y España es palmaria y nada casual.
Diagrama 4
Evolución del balance fiscal: Suecia (1987-1997) y España (2005-2015*)

*2014 y 2015 pronóstico de la OCDE. Fuente: OECD (2014)
La caída española es más abrupta y se desencadena ya en 2008, que es un año de transición hacia la crisis que todavía muestra un leve crecimiento económico. Sin embargo, ambos países alcanzarán un déficit récord muy similar (ligeramente superior al 11 por ciento del PIB), pero Suecia emprenderá entonces un proceso decidido y eficiente de reducción del mismo que ya en 1998 transformará el déficit fiscal en superávit, cosa que no está prevista que ocurra en España durante los años próximos. Estas diferencias tienen que ver, en gran parte, con la estructura misma de las administraciones públicas, caracterizadas en España por una descentralización caótica y conflictiva, impulsada por los apetitos localistas, el caciquismo y el nacionalismo que fomentan la irresponsabilidad financiera, las duplicidades, el despilfarro y la corrupción. Esto es lo que el ex presidente del Tribunal Constitucional, Álvaro Rodríguez Bereijo (2013:25), ha descrito como una alocada "carrera hacia la igualación competencial que culminará en la ‘burbuja política’ de diecisiete fragmentos de Estado emulando miméticamente la arquitectura institucional del Estado y todos sus aparatos".
Tanto en el caso sueco como en el español tenemos, además, una situación anterior a la crisis con superávits fiscales, pero no porque los respectivos gobernantes fuesen austeros y previsores sino porque la bonanza económica llenaba las arcas públicas de tal manera que ni siquiera el despilfarro más evidente lograba vaciarlas. Fue el momento de los ríos de miel y leche, y quienes gobernaban –socialistas en ambos casos– repartieron generosamente la ilusión del café para todos y los derechos sin fin.
La consecuencia de los déficits fiscales fue el rápido aumento de la deuda pública y su pesada carga de intereses. El desarrollo comparativo de Suecia y España es, al respecto, plenamente coincidente tanto en cuanto al punto de partida como a la evolución durante los cuatro primeros años de incremento de la deuda, pero luego se hace fuertemente divergente. Esto es lo que muestra el siguiente diagrama, que incluye el pronóstico del Fondo Monetario Internacional sobre el desarrollo de la deuda española de 2014 a 2018.
Diagrama 5
Evolución de la deuda pública en porcentaje del PIB: Suecia (1990-2001) y España (2007-2018*)

*2014-2018 estimaciones del FMI. Fuentes: OECD (2014), Eurostat (2014) y IMF (2014)
Este diagrama nos lleva a la diferencia crucial entre el desarrollo posterior a la crisis de Suecia y España: la capacidad del sector público de reducir rápidamente su déficit y poder con ello, primero, contener el aumento de la deuda y, luego, reducirla decididamente. Esto le permitió a Suecia recortar el pago de intereses por la deuda pública de más del 6 por ciento del PIB a mediados de los 90 a menos del 2 por ciento diez años más tarde hasta situarse bajo el 1 por ciento en 2012-2013. Al mismo tiempo, su impacto en el presupuesto fiscal también disminuía sensiblemente, tal como se puede observar a continuación. Allí se exhibe también el desarrollo de España entre 2006 y 2013, que muestra un notable paralelo con el desarrollo de Suecia, si bien su alza es mucho más pronunciada. Además, dada la evolución previsible de la deuda pública, poco hace suponer que España podrá curvar la evolución de la parte del gasto fiscal dedicada a pagar por la misma de una forma que sea comparable a la de Suecia. Esto no obsta para suponer que su peso se modere ya en 2014, al caer significativamente la prima de riesgo y, por ende, el coste de la deuda.
Diagrama 6
Evolución del porcentaje del gasto público* destinado a pagar por los intereses de la deuda: Suecia (1989-2001) y España (2006-2013)

*Operaciones no financieras. Fuentes: SCB (2014) y SEPG (2014)
Resumiendo lo dicho, la crisis española ha superado en intensidad y, sobre todo, en duración a la sueca. Ello tiene que ver con diversos factores, entre los que se cuentan una mayor debilidad estructural de la economía española, que crece sin mejoras de productividad; una fuerte inflación de costes, en particular salariales, que debió ser corregida sin poder recurrir a la devaluación de la propia divisa; y un mercado laboral que tiende a generar niveles inusualmente altos de paro. A ello se le sumó, en este caso en ambos países, un gasto público que desbordó ampliamente su base sostenible de financiamiento provocando tanto un fuerte déficit fiscal como un aumento de enormes proporciones de la deuda pública que, sin embargo, Suecia supo poner bajo control con mucha más decisión y eficiencia que España.
Dos formas de afrontar los retos de la crisis
El diagnóstico anterior indica que tanto Suecia (a partir de 1990) como España (desde el 2008) estaban frente al doble reto de reducir drásticamente el déficit fiscal e iniciar reformas estructurales enfocadas a resolver sus problemas de fondo. La necesidad de cambios era, como se ha visto, más intensa en España dada la mayor vulnerabilidad de su modelo de crecimiento y su estructura estatal fragmentada. Con todo, la diferencia decisiva no radica a mi juicio en ello sino en la capacidad de generar un consenso nacional en torno a la urgencia y orientación de las reformas a realizar.
Este aspecto es esencial si se toma en consideración que los cambios requeridos en ambos países han sido de tal magnitud que fácilmente pueden desencadenar una ola de confrontaciones a todo nivel de no existir una voluntad clara de hacer causa común, proponiendo un derrotero consistente e intentando contener la conflictividad social. En este aspecto la diferencia entre Suecia y España no puede ser más patente. En Suecia, la crisis fue el detonante de una paz social sin precedentes en las últimas décadas, mientras que en España no ocurrió nada similar. Para ilustrarlo baste mostrar la evolución del número de huelgas en ambos países en torno a sus respectivas crisis.
Diagrama 7
Evolución del número de huelgas: Suecia (1986-2000, eje derecho) y España (2004-2013, eje izquierdo)

Fuentes: SCB (2014) y Ministerio de Empleo y Previsión Social (2014)
Como se observa, la conflictividad laboral cae abruptamente en Suecia al desencadenarse la crisis. De hecho, el número de huelgas se reduce en más de un 80 por ciento entre 1990 y 1991. En términos de la cantidad de trabajadores involucrados, la caída es aún mayor (un 93 por ciento), pasando de 73.159 a 5.013 trabajadores. En la segunda mitad de los años 90 prácticamente desaparecen los conflictos laborales, con 8 huelgas y 6.241 trabajadores involucrados en ellas como promedio anual. El contraste respecto de la situación anterior a la crisis es notable, ya que entre 1986 y 1990 el promedio anual de trabajadores en huelga había sido de 56.366. Este desarrollo no puede dejar de sorprender al observador foráneo, especialmente tomando en consideración que el año 1997 fue el más crítico en términos de empleo y que se trata de los años en que el gobierno socialdemócrata aplicó el durísimo programa de recortes que rápidamente restableció el equilibrio de las cuentas fiscales.
Lo que observamos en el caso español es bien distinto. Según la estadística del Ministerio de Empleo, el número de huelgas se incrementa un 23,6 por ciento entre 2008 y 2009 y la cantidad de trabajadores en conflicto pasa de 542.508 a 653.483. Ambas cantidades se reducen sensiblemente en 2010 y 2011, para volver a aumentar nuevamente en 2012 y llegar en 2013 a 448.024 trabajadores en huelga. Ahora bien, hay que recordar que este nivel de conflictividad no es nada nuevo en la España contemporánea. Como ilustración, señalemos que entre 1996 y 2002 el promedio anual de trabajadores envueltos en huelgas fue de 1,6 millones.
Este recrudecimiento de las disputas laborales, que tanto contrasta con la notable paz laboral que se instaura en Suecia a partir de la crisis, es parte de un clima general de disenso y conflictividad que ha conducido a un fuerte incremento tanto de las movilizaciones sociales como de las reivindicaciones nacionalistas. Así, según el Anuario del Ministerio del Interior (2013), en 2012 se registraron más de 44.000 manifestaciones, duplicando la cifra de 2011 y cuadruplicando la de los años anteriores a la crisis.
Explicar esta forma autodestructiva de encarar la crisis, donde en vez de la unidad se fomenta la discordia y la defensa cerrada de los intereses propios, haría necesaria una profundización, que excede los marcos de este trabajo, en una cultura política muy confrontativa, formada por una larga historia de conflictos y divisiones fratricidas. España tiende, lamentablemente, a enfrentarse consigo misma cuando más necesita la unidad y parece ser incapaz de aprender de su pasado. Por ello resaltan tanto, como contraste, esos Pactos de la Moncloa que en 1977 supieron darle a la transición a la democracia un marco de cordura y entendimiento que fue el garante de su éxito. Fue un momento extraordinario y, al parecer, difícil de repetir.
Por su parte, el DNA político sueco funciona exactamente al revés: el peligro o la crisis une a un pueblo que en su memoria histórica no tiene el recuerdo de guerra civil alguna y cuya cultura está dominada por la idea fuerza de comunidad. En este sentido, los suecos han hecho plenamente suya la vieja moraleja de Esopo: "Unidos estamos de pie, divididos caemos". Al mismo tiempo, este fuerte sentimiento de comunidad genera la necesidad de buscar acuerdos pragmáticos, alejados del ideologismo y la defensa obtusa de intereses particulares que, de ser mantenidos a rajatabla, pondrían en peligro la supervivencia misma de la comunidad.
En todo caso, más allá de sus posibles causas estas formas tan opuestas de reaccionar frente a la crisis tienen consecuencias decisivas respecto de la posibilidad de afrontarla con todo el vigor y la continuidad de propósito que se requieren para superarla. En ello, el factor realmente decisivo en Suecia fue la actitud de la socialdemocracia que, de hecho, depuso su defensa principista y maximalista del viejo Estado benefactor propia de la era de Olof Palme. Así, los socialdemócratas no sólo aceptaron reformas antes impensables llevadas a cabo por el gobierno liberal-conservador de Carl Bildt (1991-94) sino que lideraron el duro proceso que en pocos años saneó las cuentas públicas y reestructuró de raíz el sistema de pensiones. Esta actitud proactiva y responsable juega, por cierto, un papel determinante a la hora de explicar tanto la conducta del movimiento sindical –fuertemente dominado por la socialdemocracia– como, en general, los bajísimos niveles de conflictividad social que siguen al estallido de la crisis.
Un hecho que ilustra la forma sueca de encarar el reto de la crisis son los acuerdos acerca de las medidas de austeridad requeridas para afrontarla suscritos entre el gobierno de centroderecha y la socialdemocracia en septiembre de 1992. Se trataba de un momento extremadamente crítico y por ello comparecieron, en una conferencia de prensa conjunta, el primer ministro conservador (Carl Bildt) junto al líder de la socialdemocracia (Ingvar Carlsson) para dar cuenta del primer gran acuerdo, que implicaba recortes presupuestarios equivalentes a más del 4 por ciento del gasto fiscal. Era el 20 de septiembre y en 32 minutos de comparecencia conjunta más que hacer público el acuerdo lo que pusieron de manifiesto fue la unidad inquebrantable del país frente a la adversidad.
Las diferencias con el clima político de España y, en especial, con la actitud de los socialistas españoles no pueden ser más marcadas. Si bien los socialdemócratas suecos, tal como sus colegas españoles, negaron inicialmente la existencia de la crisis pasaron luego a reconocerla plenamente y, más importante aún, sacaron la conclusión de que el interés partidario no podía ser puesto por sobre el de la nación. Los tres años que la socialdemocracia pasó en la posición (de septiembre de 1991 a septiembre de 1994) no serían de combate sin cuartel ni de agitación irresponsable contra el gobierno, sino de colaboración en la lucha contra la crisis y reflexión autocrítica, entendiendo que para salvar el Estado del bienestar era menester revertir sus excesos y reformular su fundamento estructural, abandonando el dogmatismo estatizante y anti empresarial que el partido había seguido desde fines de los años 60. Este redireccionamiento del partido implicó, de hecho, una vuelta a las tradiciones de moderación, pragmatismo, colaboración con el sector empresarial y consenso nacional propias de las primeras décadas de gobierno socialdemócrata que van desde los años 30 hasta los 60.
En contraste, parece que los socialistas españoles, usando la célebre frase de Talleyrand sobre los Borbones, "no han aprendido nada, ni han olvidado nada". Su incapacidad para hacer frente a la crisis sólo ha sido superada por su falta de sentido autocrítico y de responsabilidad frente a una situación de la que, en gran parte, son responsables. En vez de ello, se han dedicado a atizar las tensiones que necesariamente se generan en un contexto de crisis. El resultado está a la vista: han alentado los vientos del descontento y están cosechando una tormenta de la que están siendo sus primeras víctimas.
En estas condiciones es entendible que el gobierno actual no haya podido plantear una agenda de reformas que vaya mucho más allá de lo más urgente para que el país no naufrague. Ello es particularmente cierto respecto de las áreas más necesitadas de reformas de gran calado, como el mercado laboral, los servicios públicos, la educación y la estructura misma del Estado.
Una agenda de reformas a la luz de la experiencia sueca
Las reformas que España necesita para poder emprender una senda segura de progreso son muchas y tocan aspectos muy diversos. La experiencia sueca da muchas luces al respecto y el lector ya habrá sacado sus propias conclusiones leyendo las páginas precedentes. Sin embargo, no quisiera dejar pasar la oportunidad para subrayar aquellas que, a mi juicio, son las más relevantes. Por ello, y partiendo siempre de la experiencia de Suecia, he resumido en seis puntos aquellas reformas que me parecen absolutamente decisivas para el futuro de España.
1. Estructura del Estado
El éxito de las reformas suecas tuvo su fundamento en una estructura del Estado que combina altos niveles de descentralización con una repartición clara de las competencias entre las distintas administraciones públicas. Es el parlamento unicameral (Riksdag) el que define por ley esta división de funciones y atribuciones, dándole al nivel central o Estado propiamente tal, conducido por el gobierno nacional, la responsabilidad privativa de dirigir la política general del país mediante sus directivas y entes especializados en diversas áreas con tareas de supervisión y control. Por su parte, las administraciones provinciales y municipales disponen de considerables grados de autonomía en la gestión de las áreas de actividad que les son propias. Esta estructura está respaldada por un sistema fiscal simétrico, es decir, donde cada nivel administrativo dispone de ingresos tributarios propios con los cuales solventa gran parte de la realización de sus tareas. Ello se complementa con una cierta redistribución compensatoria a cargo del gobierno nacional a fin de asegurar un nivel relativamente parejo de los servicios públicos y garantizar el funcionamiento de la infraestructura básica de todo el país.
El supuesto fundamental de un sistema así es la aceptación general de las reglas del juego y, sobre todo, de la división competencial existente. Es decir, los tres niveles administrativos suecos no están en lucha unos con otros tratando de expandir sus competencias y tendiendo, por ello, a duplicar las funciones de los otros niveles. Nadie cuestiona el derecho del gobierno central a guiar la marcha general del país en todas las áreas de relevancia, ni éste cuestiona el derecho de los gobiernos locales a gestionar con autonomía la aplicación de sus directivas así como de las leyes que aprueba el parlamento. Además, las diversas administraciones se caracterizan por grados muy altos de profesionalidad, probidad y transparencia.
Este sistema ha permitido, por una parte, darle una conducción unificada a la marcha del país y, por otra, abrir un significativo espacio a la experimentación local. Esto ha dado pie a una diferenciación institucional muy saludable que, como hemos visto, ha sido clave para el desarrollo de la mayoría de las reformas aquí estudiadas. Lo que se ha desarrollado en un sistema o método de innovación de "prueba y error", donde los experimentos se hacen primero a escala local generalizándose luego al probar su eficacia y ganar adhesión en otras partes de Suecia. El resultado ha sido, por una parte, la maximización de la cantidad de los experimentos realizados y, por otra, la limitación de los costes de los eventuales fracasos.
La estructura del Estado español es, como se sabe, radicalmente distinta, siendo el resultado de un largo proceso de "competencia por las competencias" y, en muchos casos, de cuestionamiento más o menos abierto de la unidad del país. Esto ha dado origen a una diferenciación institucional caótica, conflictiva y altamente dispendiosa, donde han primado la duplicación de funciones y un particularismo que hace que nadie aprenda de nadie y todos se empeñen en repetir los mismos errores. Por ello, poner fin al desorden competencial es vital para el futuro de España. Ello requiere de reformas de nivel constitucional que van mucho más allá de las medidas, en sí loables, propuestas por la Comisión para la Reforma de la Administraciones Públicas (CORA). Sin embargo, para que ello sea posible se requiere de algo mucho más importante: la voluntad de unirse y sacrificar los intereses particularistas en aras del bien común de España. Y es allí donde aprieta el zapato, ya sea por motivos regionalistas o identitarios, que hoy alcanzan expresiones directamente separatistas, o, simplemente, por el deseo de mantener cuotas de poder que permiten crear feudos personales con sus respectivas clientelas locales.
La base de una reestructuración constitucional debiera ser el cierre definitivo del proceso de disgregación competencial, estableciendo una división clara y definitiva de las atribuciones y funciones de cada nivel administrativo que reconozca, sin ambigüedad, la preeminencia del nivel central en la orientación general del país pero también la autonomía de gestión de las administraciones locales. Además, y esto es absolutamente fundamental, este ordenamiento debiera tener como piedra angular los derechos del ciudadano y no de diversas entidades colectivas –llámense estas culturas, lenguas o identidades–, asegurando por medio de disposiciones de carácter general que efectivamente se garantice lo que establece la actual Constitución en su artículo 139: "Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado".
2. Estabilidad fiscal
El camino hacia la superación de la crisis pasó en Suecia por una decidida política de eliminación del déficit fiscal y reducción de la deuda pública en paralelo con una disminución de la carga tributaria total que era de vital importancia para incentivar el trabajo y restablecer el dinamismo de la economía sueca. Para lograr estos objetivos fue esencial aplicar una política de reducción del gasto público que lo llevase a niveles no sólo inferiores a los alcanzados en plena crisis sino claramente por debajo de aquellos anteriores a la misma. De esta manera se buscaba remediar las causas estructurales de la crisis y no sólo paliar sus efectos. La crisis había demostrado la alta vulnerabilidad de los niveles de gasto público previos a la crisis en base a las condiciones suecas, que por cierto no son las españolas, y obligaba a una fuerte corrección a la baja de ese gasto.
Ahora bien, comparando el nivel de vulnerabilidad pre crisis de Suecia y España se constatan niveles parecidos a pesar de la diferencia del peso específico del gasto fiscal en cada caso. De hecho, el gasto público sube un 21,3 por ciento en Suecia (de 1989 a 1993) a causa de la crisis mientras que en España lo hace con 23,1 por ciento (entre 2007 y 2012), y en ambos casos se llega a niveles de déficit que superan el 11 por ciento del PIB. Esto indica que España, para reducir su vulnerabilidad estructural, debería emprender un programa de reducción proporcional del gasto fiscal al menos similar al de Suecia. El otro camino, que es intentar restablecer el equilibrio vía alza de impuestos, debería estar excluido ya que, como lo vimos, la tributación española ha alcanzado niveles contraproducentes, especialmente en lo que respecta al trabajo. Una eventual subida del impuesto al valor añadido (IVA), como se le recomienda hoy al gobierno español, o de otros impuestos debería, en todo caso, servir para bajar los impuestos al trabajo y el emprendimiento y no para mantener el nivel actual de gasto fiscal.
Si este razonamiento es válido, entonces España estaría frente a una necesidad de reducción del gasto público equivalente en porcentaje al que realizó Suecia para llegar a restablecer su equilibrio fiscal en 1998, es decir, de un 17,8 por ciento (que luego siguió aumentando hasta llegar al 28,7 por ciento en 2007). Esto implicaría reducir su gasto público del 48 por ciento del PIB alcanzado en 2012 a menos del 40 por ciento en un plazo de unos cinco años para estabilizarse más a largo plazo en torno al 35 por ciento.
Un esfuerzo semejante va, sin duda, mucho más allá de lo que el actual gobierno se ha propuesto y, qué duda cabe, de lo que el clima español de confrontación permite. Sin embargo, es difícil ver otra alternativa, en especial si se quiere empezar a reducir el peso de la deuda pública y cumplir con las ambiciosas metas propuestas por la Ley de Estabilidad Presupuestaria de 2012, que en gran medida replica la institucionalidad financiera fiscal creada en Suecia a mediados de los años 90.
3. Servicios públicos
Las reformas que Suecia emprendió a fin de no sólo restablecer sus equilibrios básicos sino transformar el uso mismo de los recursos fiscales abrieron la mayoría de los servicios públicos a la libertad de elección y empresa. Este fue el camino tanto para aumentar el poder ciudadano como para efectivizar un gasto público que, a pesar de su significativo recorte, seguía teniendo un peso sustancial en la economía sueca y que, además, cubría áreas vitales para el desarrollo conjunto del país como la educación y la sanidad.
Es en este terreno donde las reformas suecas han sido más innovadoras, dando paso a un nuevo tipo de Estado del Bienestar que pone al ciudadano y su libertad en el centro, brindándoles a todos una igualdad básica de oportunidades para poder ejercerla. El cambio básico fue la separación entre responsabilidad y gestión pública, entendiendo que el compromiso esencial del Estado del Bienestar es que a nadie le falten ciertos servicios y seguridades sin los cuales se puede caer en una situación social y moralmente inaceptable de privación y exclusión. La gestión de los mismos es una cuestión completamente distinta, que tiene que ver con las preferencias de los usuarios y la eficiencia de los proveedores. Es decir, el Estado del Bienestar no tiene un compromiso con la gestión de lo público, sino con el acceso de todos los ciudadanos a todo aquello que consideramos imprescindible para una vida digna. Además, y este es otro de los pilares del cambio emprendido en Suecia, se entendió que ese compromiso debe basarse en el mayor respeto posible por la voluntad de cada ciudadano acerca de las formas concretas que el mismo debe asumir. Así, las opciones específicas que garantiza el Estado del Bienestar dejaron de estar decididas desde arriba, es decir, desde las administraciones públicas, para pasar a ser decididas desde abajo, esto es, directamente por los ciudadanos. La forma de lograr este empoderamiento fue creando distintos tipos de subsidio a la demanda, entre los cuales el más eficiente ha sido el sistema de vales o vouchers del bienestar.
En este terreno, España tiene todo por hacer, desde la discusión de principios acerca de cuál es el verdadero compromiso y función del Estado del Bienestar hasta la organización concreta de un sistema general de libertad de elección y empresa en ámbitos como la educación, la sanidad y otros servicios sociales. Y digo general en la medida en que se trata de asegurar derechos –a decidir y elegir– que todos los españoles deben poder ejercer "en cualquier parte del territorio del Estado", como dice el ya citado artículo 139 de la Constitución. En este sentido, la ley de libre elección actualmente en vigor en Suecia es un modelo interesante a seguir, especialmente porque este tipo de legislación de aplicación general en todo el país se combina con altos niveles de autogestión de los servicios básicos del bienestar a nivel regional y local.
4. Funcionarios
Como se habrá entendido, el punto anterior es irrealizable de mantenerse el actual sistema funcionarial español que le da a ciertas categorías laborales el derecho a gestionar de manera monopólica los servicios públicos bajo un régimen laboral especial que de hecho les confiere la inamovilidad en sus cargos. La apertura de los servicios públicamente garantizados a un sistema como el de los vales o cheques del bienestar suecos basados en la libertad de elección y empresa, comporta una situación de competencia donde es evidente que una parte de los proveedores de gestión pública pueden verse forzados, tal como ha ocurrido en Suecia, a cerrar sus puertas por falta de usuarios interesados en sus servicios. Ello implica que una cierta cantidad de trabajadores debe abandonar el empleo público para pasar a desempeñarse en el sector privado, ya sea como emprendedores o empleados. Esto no tuvo ningún dramatismo ni mayor oposición en el caso sueco debido a la estructura homogénea de su mercado laboral, donde pasar del sector público al privado no comporta un cambio de estatus ni menos aún dejar un empleo asegurado de por vida para pasar a uno dependiente del desempeño propio y la viabilidad de la empresa o entidad en que uno trabaja.
El asunto es radicalmente distinto en España, donde ni la existencia ni el estatus de excepción de los funcionarios conocen hoy cuestionamiento serio alguno dentro del ámbito político, considerándose ese estatus como la garantía más sólida contra una politización de los servicios públicos que podría terminar transformándolos –como alguna vez lo fueron– en cotos de caza de los políticos de turno y sus clientelas.
Esta no es, por cierto, una objeción baladí en el contexto español, con sus rampantes problemas de caciquismo, corrupción y amiguismo. Más de alguien podrá decir, no sin razón, que una cosa es no tener funcionarios en una sociedad caracterizada por la probidad, la transparencia y el respeto al mérito, como la sueca, y otra muy distinta es hacerlo en una sociedad que como la española tiende, lamentablemente, a destacarse justamente por lo contrario. El argumento sería entonces que estamos condenados a optar por el mal menor, que en este caso sería mantener el estatus funcionarial mayoritario de una serie de categorías laborales del sector público que en Suecia no lo tienen como, por ejemplo, los trabajadores de la sanidad y la educación.
Ahora bien, más allá de la eventual validez de este argumento tenemos el hecho puro y duro de que, por razones claramente corporativas, ni los actuales funcionarios ni quienes esperan serlo parecen estar dispuestos a permitir que se cuestione el estatus funcionarial. La experiencia del gobierno de la Comunidad de Madrid es aleccionadora al respecto. Los planes de externalizar la gestión de seis hospitales y una serie de centros públicos de salud dieron pie a una prolongada batalla –que fue desde la calle y los platós de televisión hasta los tribunales de justicia– que dejó muy en claro lo difícil que es avanzar por la senda de la desfuncionarización de los servicios públicos.
Es en esta perspectiva que uno aprecia en toda su magnitud la ventaja que desde el punto de vista de la realización de las reformas brindó en Suecia la ausencia de una clase funcionarial semejante a la española. Esta misma constatación nos obliga a pensar, por una parte, en soluciones de transición que vayan desfuncionarizando paulatinamente el sector público y, por otra parte, en formas de evitar que el clientelismo y la amigocracia devasten los servicios de gestión pública. En el apartado siguiente, dedicado a la educación, se propondrán algunas medidas concretas para avanzar en ese sentido
5. Educación
Entre las reformas más urgentes y decisivas que España tiene por delante está, sin duda, la de su educación en todos sus niveles. Los resultados comparativos del sistema educativo español, desde la enseñanza básica a la superior, son muy poco satisfactorios a pesar de que los recursos destinados al mismo superan o igualan los de países como Finlandia o Corea del Sur, con rendimientos educativos muy superiores a los españoles (OCDE 2013).
En cuanto a la educación superior, es conocida, entre otros indicadores preocupantes, la ausencia de universidades españolas entre las mejores del mundo y también lo son las causas de una situación tan problemática para el desarrollo del país. La Comisión de Expertos para la Reforma del Sistema Universitario Español (2013), convocada por el ministro José Ignacio Wert, apuntó con toda razón a la endogamia académica como una causa fundamental del fracaso comparativo de la educación superior española. Este factor está indudablemente asociado al estatus funcionarial de más de la mitad del personal académico de las universidades públicas, incluyendo al de más alto rango. A lo que hay que sumarle las trabas del sistema de acreditación vigente, que más parecen expresar una defensa corporativa de los insiders o grupos establecidos que otra cosa. El mismo informe de la comisión citada indica una serie de medidas para avanzar hacia universidades más acordes con las necesidades del país, entre las que destacan aquellas destinadas a impedir la endogamia y desfuncionarizar la educación superior. Este es sin duda el camino a seguir pero poco o nada ha pasado en este terreno reflejando claramente la fuerza intimidatoria que tiene el establishment universitario español.
Aquí hay mucho que aprender de la universidad sueca en la que, por cierto, no existe la clase funcionarial y donde una estrecha colaboración con el sector empresarial ha permitido alcanzar altísimos niveles de excelencia, particularmente en el terreno de la investigación y, no menos, de la innovación, tal como queda reflejado en los rankings internacionales sobre patentes. Así, según la estadística de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) sobre familias de patentes tríadicas, en 2011 Suecia ocupaba, en términos per cápita, el tercer lugar después de Japón y Suiza, superando nada menos que en 20 veces el nivel de España.
Dejando ahora de lado la educación universitaria tenemos, como se sabe, una serie de indicadores comparativos muy preocupantes sobre la situación escolar española, entre ellos, por ejemplo, el alto porcentaje de jóvenes que abandonan la enseñanza sin completarla, que en 2013 era el más elevado de la Unión Europea y triplicaba al de Suecia (23,6 por ciento en España contra 7,1 por ciento en Suecia, según los datos de Eurostat). A su vez, constatamos que de acuerdo al estudio PISA 2012 los resultados tanto de España como de Suecia dejaban mucho que desear, haciendo evidente que ambos países han estado afectados por un mal similar: la escuela progre. Esto ya ha sido analizado anteriormente y la lección de Suecia en este sentido trata, fundamentalmente, de lo difícil que es revertir la fuerza destructiva de aquellas ideas y modelos pedagógicos que casi sin contrapeso reinaron durante varias décadas en ambos países. Ello pone en claro que se requerirá mucho más que una LOMCE (nueva Ley Orgánica de Educación), por más loable que esta sea, para enrumbar a la educación española hacia un puerto que no sea el de la mediocridad. Se trata, nada menos, que de un cambio cultural de gran magnitud sobre la escuela como institución social que debe impregnar la formación misma del profesorado así como su función docente.
Lo dicho no obsta para emprender reformas del tipo realizado en Suecia destinadas a incrementar la libertad de elección, la diversidad, la competitividad y la equidad del sistema educacional. De esta manera se pondría, finalmente, en manos de los padres y los educandos la tarea de ir reformando, desde abajo y mediante su decisión soberana, la escuela española.
Una reforma integral del sistema español de enseñanza inspirada en las reformas suecas debería, a mi juicio, hacer hincapié en los siguientes puntos:
  • Dar a los usuarios plena libertad de elección del centro educativo, sea este de gestión pública o privada, mediante la creación de un vale escolar que sea igual para todas las escuelas tomando eso sí en consideración las condiciones y necesidades específicas de los educandos.
  • Establecer la libertad de creación de centros de enseñanza autorizados con o sin fines de lucro que compitan, en igualdad de condiciones, por la demanda ciudadana respaldada por los vales o vouchers educacionales.
  • Conceder libertad a todas las escuelas para perfilar su oferta educacional, con independencia de quién sea su gestor, sin por ello dejar de cumplir con los requisitos mínimos del programa educacional vigente para todo el país.
  • Desfuncionarizar la educación de gestión pública, elaborando para ello vías de transición donde el abandono del estatus de funcionario sea optativo y se ofrezcan importantes estímulos económicos para ello. La creación, por ejemplo, de escuelas gestionadas por los mismos docentes que abandonen el estatus funcionarial debería ser potenciada, brindando un fuerte apoyo financiero y profesional a la creación de ese tipo de centros. También se debería apostar por una especie de charter schools, en las que, a condición de abandonar la calidad de funcionarios, se delega la gestión del centro a su personal con amplia autonomía y posibilidades de retener, para beneficio propio, el excedente económico generado por una buena gestión.
  • Establecer un sistema general de certificación y control de calidad de los centros educativos, con independencia de quién los gestione y de la parte del territorio español en que se ubiquen. Este sistema debería estipular niveles mínimos de rendimiento para que el centro educativo, de gestión pública o privada, mantenga su autorización. Simultáneamente, debieran establecerse premios de excelencia para aquellas escuelas o institutos que, ponderando las características de su alumnado, sobrepasen notablemente los niveles medios de rendimiento.
  • Liberar la enseñanza del intervencionismo y el localismo políticos. Para lograrlo es esencial que el sistema educacional esté regulado a nivel de todo el país por normas comunes básicas que dejen un amplio margen de libertad a los centros para darse un perfil educativo propio. Fuera de estas normas comunes no debe haber más intervención política en los contenidos y formas de la enseñanza. Esta liberación de la injerencia política sería, en las condiciones españolas, una de las vigas maestras para poner la educación al servicio de los ciudadanos y no de las elites políticas.
6. Mercado laboral
A nadie le cabe duda de que uno de los elementos más disfuncionales de la economía española es su mercado de trabajo. Se trata de fallas estructurales, como bien lo ponen de manifiesto sus tasas de paro que son excepcionalmente altas con independencia de la coyuntura económica. En este sentido, y dada la magnitud del problema, si bien la reforma de 2012 y sus complementos posteriores dieron algunos pasos significativos en la dirección correcta, quedaron muy lejos de dar una respuesta satisfactoria a los grandes retos que España tiene en este terreno.
Estos retos hacen, en lo fundamental, a cuatro aspectos que resaltan claramente al contrastarlos con la experiencia de Suecia y su batalla por mejorar el funcionamiento de un mercado laboral que, sin ser ideal, está a años luz del español.
El primero de ellos es la dualidad estructural del mercado de trabajo de España, entre sectores con fuerte regulación y protección del empleo (situación que abarca desde el empleo de hecho vitalicio de los funcionarios hasta los trabajadores con contrato indefinido) y aquellos altamente desregulados y desprotegidos (que van desde el trabajador contratado temporalmente al informal). Es decir, el mercado laboral español tiene un núcleo muy rígido y una amplia periferia muy flexible, a lo que se debe sumar una alta rigidez salarial determinada por la primacía del núcleo organizado en la fijación de los niveles salariales. Esta dualidad explica, entre otros rasgos, la altísima tasa española de empleo temporal, ya que de esta manera se ha buscado compensar la rigidez laboral del núcleo de insiders. Si además se incluyese, como se debe, la tasa de informalidad o trabajo en la economía sumergida, la realidad dual del mercado de trabajo español se haría aún más patente.
El segundo aspecto problemático, ya tocado tangencialmente en el punto anterior, es la asimetría existente entre la limitada extensión de la organización sindical y la amplia cobertura de sus negociaciones. Según Marín y Bote (2014) la "densidad sindical" llegaba en 1996-2010 al 15,6 por ciento de la fuerza laboral legal, mientras que sus negociaciones salariales cubrían al 81,3 por ciento de la misma. Esta asimetría le permite al núcleo organizado dictar condiciones laborales a su conveniencia, pero que pueden ir en detrimento del conjunto de la fuerza laboral y de las empresas incapaces de sostener los niveles salariales establecidos, encarecidos además por un coste tributario que, como ya lo vimos, ha aumentado sensiblemente durante los últimos años. Esto, tomado en su conjunto, constituye el motor más poderoso que propulsa tanto la alta tasa de paro como de informalidad reinante en España.
En este aspecto, el contraste con Suecia en muy notable, ya que en ese país existe una gran simetría entre densidad sindical y cobertura de los acuerdos colectivos. Según Marín y Bote (2014) la sindicalización abarcaba al 75,8 por ciento de la fuerza de trabajo sueca entre 1996 y 2012 (la más alta registrada en un país democrático) y los convenios colectivos regulaban el 92,2 por ciento de los salarios. Esta estructura simétrica reduce el riesgo de que el sector organizado adopte conductas irresponsables ya que ello, de llegar a dañar la marcha general de la economía, afectaría inevitablemente a sus propios miembros. Esto se ajusta perfectamente a las reflexiones teóricas sobre esta materia, donde los dos modelos óptimos son simétricos, es decir, con una baja tasa de sindicalización y negociaciones a nivel de empresa (modelo descentralizado) o con un alto nivel de sindicalización y negociaciones de cobertura nacional (modelo centralizado). España vive, en este sentido, en "el peor de los mundos posibles", con un sistema asimétrico que ha demostrado ser altamente dañino para el conjunto de la sociedad.
Los aspectos recién mencionados determinan el tercer aspecto problemático que caracteriza al mercado de trabajo español, que no es otro que su rigidez, tanto en lo salarial como en lo referente a la estabilidad y condiciones laborales de su núcleo. Esta rigidez está determinada, como se mencionó, por la amplitud de la validez de las negociaciones colectivas pero también por la fijación legal del salario mínimo interprofesional y, sobre todo, por los altos niveles de indemnización en caso de despido. En este sentido, cabe destacar que en Suecia ni existe el salario mínimo legal ni se paga indemnización alguna por el despido justificado.
Los principales efectos de este conjunto de elementos que conforman la estructura dual, asimétrica y rígida del mercado laboral español son una alta tasa estructural de paro y una dinámica de ajuste coyuntural mediante la destrucción masiva de empleo desprotegido o, en general, de corta duración, que afecta sobremanera a los jóvenes y a los inmigrantes, es decir, a los grupos más vulnerables de la fuerza laboral.
Por último, tenemos un cuarto aspecto en el que España y Suecia contrastan fuertemente: el sistema de prestaciones y apoyo al desempleado. A partir de la crisis de los 90 Suecia reestructuró drásticamente este sistema, incrementando el grado de exigencias y controles para el acceso y uso tanto de las prestaciones de paro y enfermedad como de la pensión anticipada. También se reorientó la prestación por desempleo de formas preferentemente pasivas a aquellas ligadas a programas de reinserción laboral. Todo ello, junto con fuertes incentivos económicos dados por las rebajas tributarias al trabajo, condujo a una dramática reducción del uso de los diversos tipos de subsidios y prestaciones así como a un vigoroso incremento del empleo. En este terreno es indudable que queda mucho por hacer en una España caracterizada por la laxitud de sus sistemas de prestaciones y la carencia de apoyos eficientes a la activación y reincorporación laboral.
Estos razonamientos comparativos sugieren la necesidad de evolucionar hacia un sistema laboral caracterizado por los siguientes rasgos:
  • Régimen laboral homogéneo y formas contractuales unificadas.
  • Descentralización de la negociación colectiva a nivel de la empresa.
  • Eliminación de la indemnización en caso de despido justificado y mejoramiento compensatorio de la prestación por desempleo.
  • Prestaciones por enfermedad y desempleo con controles rigurosos y ligadas, desde el primer momento, a medidas de rehabilitación y reactivación laboral así como, de prolongarse el desempleo, a tareas de utilidad social.
Palabras finales
Más allá de las reformas concretas realizadas en Suecia y de lo que de ellas se pueda aprender existen ciertas lecciones fundamentales de la experiencia de ese país que quisiera, cortamente, resaltar a manera de conclusión.
La primera trata del sentido general de las reformas emprendidas. Su norte no fue desmontar el Estado del bienestar sino, muy por el contrario, darle formas más sostenibles reduciendo su tamaño excesivo, rompiendo sus monopolios de gestión de "lo público" e invirtiendo la relación Estado-sociedad civil, de manera tal que sea el Estado el que esté al servicio de los ciudadanos y no al revés.
La segunda hace a la definición misma del Estado del Bienestar, cuya responsabilidad esencial no es hacer ni financiar todo aquello que asegura nuestro bienestar, sino velar porque a nadie le falte el acceso a ciertos servicios y seguridades imprescindibles para poder vivir dignamente y participar en el desarrollo social.
La tercera lección es que el ejercicio de esta responsabilidad solidaria nada tiene que ver con una forma determinada de gestión de los servicios del bienestar. El compromiso público es con los ciudadanos y su bienestar, no con la gestión pública de determinados servicios.
La cuarta lección tiene que ver con la conformación concreta de los servicios públicamente garantizados y la gestión de los mismos, pero toca la relación misma entre Estado y sociedad civil. El cómo se cumple con la responsabilidad pública debe ser determinado desde abajo, mediante las decisiones soberanas de los ciudadanos y no desde arriba, es decir, desde las cúpulas políticas y tecnocráticas.
La quinta lección es que la forma más eficaz de empoderar al ciudadano que no tiene recursos se logra mediante vales del bienestar, es decir, cubriendo, total o parcialmente, el coste de su demanda de servicios básicos pero sin por ello coartar su libertad de elección.
La sexta lección es que la libertad de elección ciudadana encuentra su mejor aliado en la libertad de empresa, que amplía la oferta de alternativas entre las que el ciudadano empoderado puede optar. Ello implica superar los supuestos antagonismos del pasado entre Estado, mercado y sociedad civil para, en su lugar, pasar a instaurar una relación colaborativa entre los mismos con el fin de potenciar la libertad ciudadana.
La séptima lección hace a la necesidad de volver a entender la importancia vital de una serie de relaciones que han sido enturbiadas por ese tipo de retórica populista que tanto daño le ha hecho a la sostenibilidad de nuestro bienestar común. Se trata de la relación entre trabajo y bienestar, deberes y derechos, responsabilidad y libertad. Suecia cayó en la trampa de las promesas irresponsables sobre un bienestar, unos derechos y unas libertades que parecían fluir de la varita mágica del político de turno y no del trabajo, los deberes y la responsabilidad de los ciudadanos. Para volver a la senda del progreso hubo que restablecer la relación causal que existe entre unos y otros, fomentando no sólo la cultura del deber y el esfuerzo sino creando también sistemas que claramente los incentivan.
Finalmente, pero no por ello menos importante, tenemos la gran lección de unidad y realismo que fue la base de todo el proceso que hizo nuevamente de Suecia un país admirado internacionalmente. Izquierdas y derechas hicieron un notable esfuerzo por encontrar las bases de un nuevo consenso en torno a la creación de un Estado solidario del bienestar que actualmente se destaca en el contexto europeo como una alternativa pujante y esperanzadora frente a los Estados benefactores de viejo cuño.
Ojalá que España sea capaz de seguir una senda de unidad y realismo similar a la de Suecia. Lo hizo hace ya casi cuarenta años, dándole así un cauce de estabilidad a la transición a la democracia. Hoy hay que afrontar una nueva transición, hacia una sociedad sostenible del bienestar, y derrotar nuevas amenazas a la unidad de los españoles. Es un momento que exige coraje y generosidad, pero no para quedarse en el pasado sino para avanzar hacia un futuro que será todo lo grande y promisorio que los españoles sepan hacerlo.