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Friday, July 8, 2016

Obama y Peña Nieto, dos formas de populismo

 (México) populismo
Está claro que hay diferencias marcadas entre las dos visiones de populismo de ambos mandatarios. (México)
Bastante se ha estado hablando sobre lo acontecido en la Cumbre de Líderes de Estado de Norteamérica. El intercambio de opiniones ente el mandatario mexicano, Enrique Peña Nieto, y el estadounidense, Barack Obama, sobre el término “populismo” acabó por acaparar las notas principales en medios, redes sociales y conversaciones de pasillo en México.
Ante la opinión pública generalizada, el mandatario mexicano fue el que salió peor librado. En este sentido, Peña Nieto trató de criticar y atacar al populismo y el mandatario de la nación más poderosa del mundo le contestó de manera sutil que, no sólo el populismo no es malo, sino que él mismo se definía como populista.



Imaginando lo que pasaba por la mente de Peña Nieto, me atrevo a afirmar que vio una oportunidad única y pensó que hablar de demagogia y populismo sería una manera de atacar a los virtuales candidatos opositores a la presidencia de México y Estados Unidos respectivamente: Andrés Manuel López Obrador y Donald Trump.
“Destruyen todo lo que ha costado décadas construir. Son liderazgos que venden respuestas fáciles a los problemas del mundo. Pero nada es así de simple y sencillo: gobernar es complejo y difícil”, afirmó el presidente mexicano.
Peña Nieto hablaba del populismo como generalmente se entiende en América Latina, es decir, una estrategia política indisociable de la demagogia.
Hablaba de ese populismo que consiste en basar éxitos políticos en carisma y personalidades bonachonas y en vender soluciones que parecen atractivas y que entusiasman a las masas, pero que en la práctica son inoperantes y sólo conducen a los terrenos de corrupción, crisis de Estado de Derecho y una notable dependencia gubernamental de los ciudadanos. Hablaba no sólo del populismo que abanderan Trump y AMLO, sino también del de Evo, Maduro, Kirchner, Dilma, Bachelet, Iglesias y Castro.
Peña Nieto tiene razón en algo: gobernar no es sencillo porque no existen soluciones mágicas. Aquellos gobernantes que dicen tener la receta para generar bienestar social, generalmente basan sus propuestas en falacias tanto económicas como políticas, por lo que tienen que recurrir a su carisma, la promesa siempre incumplida de un futuro inmediato mucho más alentador, represión, sistemas de movilización masiva artificial y simulación, para poder mantenerse en el poder.
Sin embargo, la reciente bandera antipopulista de Peña Nieto no termina de cuadrar a los ojos de los ciudadanos, quienes no olvidamos que la campaña mediática que lo catapultó a la presidencia se basó principalmente en su apariencia física, su peinado de moda o su romance con una conocida actriz de telenovelas, así como tampoco podemos ignorar que el partido del que forma parte, el PRI, es históricamente el padre institucional del populismo en México.
Pareciera ser que su cruzada contra el populismo es fruto más de una coyuntura política y parte de una estrategia mediática que realmente de su convicción o creencias socioeconómicas.
Todo parecía indicar que el escenario era perfecto para que Obama secundara las declaraciones del presidente mexicano, sin embargo, para sorpresa de todos, afirmó que no estaba de acuerdo con el uso del término “populismo” que Peña Nieto estaba proponiendo.
“No estoy de acuerdo en que la retórica a la que se refieren sea populista. Las personas siempre me han importado. Quiero que todos en Estados Unidos tengan las mismas oportunidades que yo disfruté. Me preocupo por los pobres que trabajan duro y no tienen oportunidades de progresar. Me preocupo por los trabajadores para que tengan una voz colectiva: de que los niños reciban una buena educación, de que haya un sistema tributario justo y de que los beneficiados por esta sociedad, como yo, paguen más para que otros puedan tener esas oportunidades. Con eso se podría decir que yo soy populista”, afirmó Barack Obama.
Está claro que hay diferencias marcadas entre las dos visiones de populismo. Obama piensa en un populista como una persona que vela por los pobres, que ha dedicado su vida a causas populares, que tiene empatía ante los más desfavorecidos y que busca la manera de mejorar sus condiciones de vida. Sin embargo, cuando habla de posibles soluciones y cuando analizamos sus políticas, nos damos cuenta de que efectivamente Obama entra en el campo del populismo en cualquiera de sus definiciones.
Pretender combatir la pobreza mediante redistribución de riqueza en vez de su creación, proponer impuestos progresivos que eventualmente desincentivarían la inversión y la actividad empresarial, hablar de voces “colectivas” que son objetivamente imposibles y básicamente proponer al Gobierno como solución a la mayoría de los problemas de sus individuos son medidas simplistas y, efectivamente, populistas bajo cualquier óptica.
Por lo tanto, se podría concluir que este intercambio de ideas no fue más que una discusión semántica entre populistas sobre cuál debería ser la connotación que se le debe dar al polémico concepto. La gran diferencia entre Obama y Peña Nieto es que el primero es popular (diferente a populista) mientras que el segundo atraviesa por un momento en el que su imagen está muy dañada y goza de poca aceptación; es por esto que casi automáticamente la mayoría tiende a valorar más la opinión del primero.
Si entendemos el populismo como lo hace Obama, entonces es verdad que necesitamos gente involucrada en política sensible a los problemas de los más pobres, gente que se preocupe por ellos y que busque la forma de generar condiciones de igualdad de oportunidades. El problema surge cuando venimos a la cuestión de las soluciones, allí entonces habría que darle la razón a Peña Nieto, la cuestión no es sencilla ni podemos seguir comprando soluciones mágicas, mucho menos si provienen del Estado, como las que propone Obama.
En estos tiempos debemos tener cuidado con la retórica y el lenguaje que utilizamos. El populismo y la demagogia han tenido resultados desastrosos en las sociedades y economías latinoamericanas y no podemos cerrar los ojos ante esta realidad sólo porque Obama, que es popular, se ostenta de ser un “orgulloso populista”.
Celebrar estas declaraciones en México es empoderar mediáticamente a personajes populistas y altamente peligrosos para nuestro desarrollo y progreso como individuos y como nación.

Obama y Peña Nieto, dos formas de populismo

 (México) populismo
Está claro que hay diferencias marcadas entre las dos visiones de populismo de ambos mandatarios. (México)
Bastante se ha estado hablando sobre lo acontecido en la Cumbre de Líderes de Estado de Norteamérica. El intercambio de opiniones ente el mandatario mexicano, Enrique Peña Nieto, y el estadounidense, Barack Obama, sobre el término “populismo” acabó por acaparar las notas principales en medios, redes sociales y conversaciones de pasillo en México.
Ante la opinión pública generalizada, el mandatario mexicano fue el que salió peor librado. En este sentido, Peña Nieto trató de criticar y atacar al populismo y el mandatario de la nación más poderosa del mundo le contestó de manera sutil que, no sólo el populismo no es malo, sino que él mismo se definía como populista.


Wednesday, June 22, 2016

El terror fiscal

Alberto Benegas Lynch (h) considera que para devolver la carga tributaria a un nivel sensato es necesario comprender el rol del aparato estatal --que es limitado-- y partir de un presupuesto de base cero.

Alberto Benegas Lynch (h) es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.
A veces nos preguntamos que ha pasado en el mundo para que hayamos retrocedido tanto en algunos aspectos. Uno de estos aspectos muestra un evidente retroceso a la época de los faraones, los sátrapas, emperadores y reyes que trataban a sus súbditos como meros medios para succionarles el fruto de sus trabajos, lo cual fue rectificado con el tiempo.Tal vez el mayor apogeo de las libertades de las personas fue desde el Congreso de Viena a la Primera Guerra Mundial en Europa y a partir de fines del siglo xviii en Estados Unidos.



No pocos son los historiadores que atestiguan este último aserto. Por ejemplo, respecto de Europa, A. J. Taylor en su English History: 1914-1945 nos dice que “hasta agosto de 1914 un inglés podía pasar toda su vida sin notar la existencia del estado más allá del correo y de algún policía. Podía vivir donde quisiera y como quisiera. No tenía ningún número oficial ni cédula de identidad. Podía viajar y dejar su país sin permiso oficial y sin pasaportes. Podía intercambiar su moneda por cualquier otra divisa sin restricción o límite alguno. Podía comprar bienes de cualquier otro país en los mismos términos que lo hacía en el suyo […] A diferencia de otros países del continente, no tenía que pasar por el servicio militar […] Los ingleses pagaban en concepto de impuestos el 8% de la renta nacional”.
En Estados Unidos, las máximas generalizadas se basaban en el precepto jeffersionano en cuanto a que “el mejor gobierno es el que menos gobierna” y la participación estatal en el producto bruto interno se estimaba entre el 3 y el 6% hasta bien entrado el siglo xx, aunque ya en 1913 hubo un serio desbarranque con el establecimiento del impuesto progresivo y la banca central que requirieron sendas reformas constitucionales.
En el territorio argentino, en gran medida se siguieron los consejos de Juan Bautista Alberdi desde la Constitución liberal de 1853 hasta los años treinta del siglo siguiente. Consejos que consistían en que debía abandonarse la idea de las “máquinas fiscales” de la época colonial e igual que en el mundo estadounidense de la época eran inconstitucionales los impuestos directos, es decir los que percutían sobre las manifestaciones directas de la capacidad contributiva como las rentas, las ganancias y los bienes personales que afectan con más fuerza las tasas de capitalización y, en cambio, limitarse a los impuestos indirectos como a las ventas, al valor agregado y similares.
¿Qué ocurrió después en el mundo en general para que en esta materia se cambiaran los principios y valores en 180 grados? Ocurrió que las bases de la educación trocaron del liberalismo al colectivismo y, a su debido tiempo, eso se puso de manifiesto en la arena política.
Ahora resulta que el llamado contribuyente se ha convertido en un ser asustado y perseguido por los aparatos de recaudación tributaria. Se las pasa haciendo cálculos si podrá sobrevivir a los embates contra el fruto de su trabajo. Hay lugares en los que el contribuyente trabaja seis, siete o más meses del año para satisfacer las demandas del fisco. En lugar de alabar a los paraísos fiscales en cuanto a impuestos bajos, se ponderan los infiernos fiscales con una maraña de cargas tributarias y dobles imposiciones que ningún ciudadano normal puede entender, por lo que se ve obligado a recurrir a los “expertos fiscales”, lo cual no sería en absoluto necesario si se hubieran seguido los consejos originales de quienes abrieron las puertas de la libertad en las regiones mencionadas.
Se ha olvidado por completo que los gobiernos son empleados de la gente al efecto de proteger sus derechos y no súbditos como lo eran durante las épocas más oscuras en las que vivió el ser humano. Recordemos que el inicio de la experiencia más exitosa de la historia de la humanidad tuvo lugar con motivo de la rebelión fiscal respecto a los impuestos al té que Jorge iii intentó implantar a los colonos estadounidenses.
En esta instancia del proceso de evolución cultural, como queda dicho, los aparatos de la fuerza que denominamos gobierno son para proteger los derechos de los gobernados, muy especialmente a través de la justicia y la seguridad, dos aspectos clave que habitualmente los gobiernos no atienden ni remotamente con la suficiente eficacia, mientras se ocupan de una serie de reglones que no son para nada compatibles con una sociedad abierta.
Como también queda dicho, al gravar las ganancias y las inversiones éstas naturalmente se contraen lo cual necesariamente reduce salarios e ingresos en términos reales, es decir, perjudican muy especialmente a los más pobres puesto que son impuestos regresivos.
Claro que si el gasto público aumenta a pasos agigantados, la voracidad fiscal no tiene límites y recae con fuerza sobre cualquier objeto imponible. En este sentido, la curva Laffer ha sido mal interpretada y peor empleada ya que inmediatamente antes del punto de inflexión donde a una mayor presión tributaria la recaudación resulta menor debido a la destrucción del aparato productivo, se lo ha considerado como el punto óptimo de mayor eficiencia fiscal, cuando a lo que apuntaba Laffer —además del significado del recorrido de la curva— es al punto de menor presión impositiva para cumplir con las misiones específicas del gobierno.
Si el gasto público no se pone en caja, desde luego que no resulta posible una reforma fiscal que alivie los bolsillos de la gente. Hay demasiados palacios de ministerios inútiles y demasiadas reparticiones dedicadas a contrariar los preceptos republicanos. La revisión completa del organigrama y el presupuesto de base cero se tornan indispensables para contar son una estructura impositiva civilizada que se circunscriba a contribuir al respeto recíproco entre las personas. Los megalómanos deben mantenerse alejados de la función gubernamental.
Pero es que en la cabeza de la gran mayoría de los políticos está incrustada la idea de los supuestos beneficios de “la re-distribución de ingresos”, lo cual implica volver a distribuir por la fuerza lo que ya se distribuyó libre y voluntariamente en el supermercado y afines. En realidad, como sugiere Thomas Sowell, los economistas deberíamos dejar de hablar de distribución de ingresos, “puesto que los ingresos no se distribuyen, se ganan”.
Esta peregrina idea de la re-distribución nace del error de tratar el proceso producción-distribución como si fuera un fenómeno escindible cuando es parte del mismo proceso, uno es la contracara del otro.
Los efectos negativos de los impuestos directos, además de dar pie a que el fisco formule interrogantes insolentes e impertinentes, se agravan si las alícuotas son de carácter progresivo. Esto es así porque en primer lugar altera las posiciones patrimoniales relativas, esto es, contradice las directivas de la gente al asignar sus recursos en el mercado y, por ende, se derrochan los siempre escasos factores productivos.
En segundo lugar, el impuesto progresivo, como se ha consignado, resulta inexorablemente regresivo puesto que al afectar la inversión atenta contra los salarios de los más pobres. En tercer término, afecta gravemente la tan necesaria movilidad social ya que en la medida de la progresividad se bloquea el ascenso en la pirámide patrimonial y también el descenso puesto que los de mayor patrimonio quedan “protegidos” de los que no pueden ascender.
Por último, la progresividad resulta paradójica: se articulan discursos que revelan una permanente insistencia en que debe incrementarse la productividad y los mayores rendimientos, pero simultáneamente se castiga fiscalmente el aumento en la productividad y la mejora en los rendimientos.
En el origen de la tradición constitucional desde la Carta Magna de 1215 en adelante, la idea central consistía en establecer estrictos  límites al poder. En esa etapa el Parlamento se concibió para administrar el presupuesto y, sobre todo, para gravar en base a la representación popular pero sin facultades para gastar.
Conviene a esta altura repasar las diversas formas de esclavitud. Si estamos en nuestro mundo navegando en un sistema fascista, es decir, aquel en el que el mandamás del momento autoriza que las propiedades queden registradas a nombre de particulares pero en verdad usa y dispone el gobierno en un contexto de altísima presión tributaria, en esta situación cabe preguntarse en que quedaron los ideales de libertad que identifican la condición humana. ¿No somos si acaso esclavos modernos de una maquinaria infernal que opera en nombre de la democracia pero que en realidad es pura cleptocracia? ¿No serán finalmente ciertas las antiutopías de George Orwell (Eric Blair), Aldous Huxley y Taylor Caldwell?
En esta línea argumental, recordemos aunque más no sea un pasaje de la obra más conocida de la autora referida en último término que alude al futuro Estados Unidos: “Todo comenzó tan casualmente de modo tan fácil con palabras grandilocuentes. Comenzó con el uso desaprensivo de la palabra ´seguridad´. ¿Es que sus caracteres han sido debilitados y destruidos de tal manera que han entregado sus libertades y su humanidad a manos de los gobiernos? ¿No sabían que los poderes delegados al gobierno son la base de la tiranía?”
Solo los ciudadanos podrán vivir en paz cuando se comprenda el rol del aparato estatal, muy por el contrario mientras sigamos con la cantinela de reclamar el  “estado presente” lo tendremos muy presente en todas las manifestaciones de nuestras vidas y haciendas sin dar respiro, para usufructo de las castas gobernantes. Ya bastantes problemas presenta la vida en si para que se deba cargar con la pesada mochila de aparatos estatales que en lugar de proteger atacan y persiguen a personas pacíficas, mientras los delincuentes se esparcen por doquier (bandas que en no pocas ocasiones están formadas por los propios gobernantes).

El terror fiscal

Alberto Benegas Lynch (h) considera que para devolver la carga tributaria a un nivel sensato es necesario comprender el rol del aparato estatal --que es limitado-- y partir de un presupuesto de base cero.

Alberto Benegas Lynch (h) es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.
A veces nos preguntamos que ha pasado en el mundo para que hayamos retrocedido tanto en algunos aspectos. Uno de estos aspectos muestra un evidente retroceso a la época de los faraones, los sátrapas, emperadores y reyes que trataban a sus súbditos como meros medios para succionarles el fruto de sus trabajos, lo cual fue rectificado con el tiempo.Tal vez el mayor apogeo de las libertades de las personas fue desde el Congreso de Viena a la Primera Guerra Mundial en Europa y a partir de fines del siglo xviii en Estados Unidos.


Friday, June 17, 2016

Decálogo del populismo iberoamericano

Decálogo del populismo iberoamericano

Por Enrique Krauze
El populismo en Iberoamérica ha adoptado una desconcertante amalgama de posturas ideológicas. Izquierdas y derechas podrían reivindicar para sí la paternidad del populismo, todas al conjuro de la palabra mágica: "pueblo". Populista quintaesencial fue el general Juan Domingo Perón, quien había atestiguado directamente el ascenso del fascismo italiano y admiraba a Mussolini al grado de querer "erigirle un monumento en cada esquina". Populista posmoderno es el comandante Hugo Chávez, quien venera a Castro hasta buscar convertir a Venezuela en una colonia experimental del "nuevo socialismo". Los extremos se tocan, son cara y cruz de un mismo fenómeno político cuya caracterización, por tanto, no debe intentarse por la vía de su contenido ideológico, sino de su funcionamiento. Propongo 10 rasgos específicos.


1) El populismo exalta al líder carismático.
No hay populismo sin la figura del hombre providencial que resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del pueblo. "La entrega al carisma del profeta, del caudillo en la guerra o del gran demagogo", recuerda Max Weber, "no ocurre porque lo mande la costumbre o la norma legal, sino porque los hombres creen en él. Y él mismo, si no es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, 'vive para su obra'. Pero es a su persona y a sus cualidades a las que se entrega el discipulado, el séquito, el partido".

2) El populista no sólo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella.
La palabra es el vehículo específico de su carisma. El populista se siente el intérprete supremo de la verdad general y también la agencia de noticias del pueblo. Habla con el público de manera constante, atiza sus pasiones, "alumbra el camino", y hace todo ello sin limitaciones ni intermediarios. Weber apunta que el caudillaje político surge primero en los Estado-ciudad del Mediterráneo en la figura del "demagogo". Aristóteles (Política, V) sostiene que la demagogia es la causa principal de "las revoluciones en las democracias" y advierte una convergencia entre el poder militar y el poder de la retórica que parece una prefiguración de Perón y Chávez: "En los tiempos antiguos, cuando el demagogo era también general, la democracia se transformaba en tiranía; la mayoría de los antiguos tiranos fueron demagogos". Más tarde se desarrolló la habilidad retórica y llegó la hora de los demagogos puros: "Ahora quienes dirigen al pueblo son los que saben hablar". Hace veinticinco siglos esa distorsión de la verdad pública (tan lejana a la democracia como la sofística de la filosofía) se desplegaba en el Ágora real; en el siglo XX lo hace en el Ágora virtual de las ondas sonoras y visuales: de Mussolini (y de Goebbels) Perón aprendió la importancia política de la radio, que Evita y él utilizarían para hipnotizar a las masas. Chávez, por su parte, ha superado a su mentor Castro en utilizar hasta el paroxismo la oratoria televisiva.

3) El populismo fabrica la verdad.
Los populistas llevan hasta sus últimas consecuencias el proverbio latino "Vox populi, Vox dei". Pero como Dios no se manifiesta todos los días y el pueblo no tiene una sola voz, el gobierno "popular" interpreta la voz del pueblo, eleva esa versión al rango de verdad oficial, y sueña con decretar la verdad única. Como es natural, los populistas abominan de la libertad de expresión. Confunden la crítica con la enemistad militante, por eso buscan desprestigiarla, controlarla, acallarla. En la Argentina peronista, los diarios oficiales y nacionalistas -incluido un órgano nazi- contaban con generosas franquicias, pero la prensa libre estuvo a un paso de desaparecer. La situación venezolana, con la "ley mordaza" pendiendo como una espada sobre la libertad de expresión, apunta en el mismo sentido: terminará aplastándola.

4) El populista utiliza de modo discrecional los fondos públicos.
No tiene paciencia con las sutilezas de la economía y las finanzas. El erario es su patrimonio privado que puede utilizar para enriquecerse y/o para embarcarse en proyectos que considere importantes o gloriosos, sin tomar en cuenta los costos. El populista tiene un concepto mágico de la economía: para él, todo gasto es inversión. La ignorancia o incomprensión de los gobiernos populistas en materia económica se ha traducido en desastres descomunales de los que los países tardan decenios en recobrarse.

5) El populista reparte directamente la riqueza.
Lo cual no es criticable en sí mismo (sobre todo en países pobres hay argumentos sumamente serios para repartir en efectivo una parte del ingreso, al margen de las costosas burocracias estatales y previniendo efectos inflacionarios), pero el populista no reparte gratis: focaliza su ayuda, la cobra en obediencia.

"¡Ustedes tienen el deber de pedir!", exclamaba Evita a sus beneficiarios.

Se creó así una idea ficticia de la realidad económica y se entronizó una mentalidad becaria. Y al final, ¿quién pagaba la cuenta? No la propia Evita (que cobró sus servicios con creces y resguardó en Suiza sus cuentas multimillonarias), sino las reservas acumuladas en décadas, los propios obreros con sus donaciones "voluntarias" y, sobre todo, la posteridad endeudada, devorada por la inflación. En cuanto a Venezuela (cuyo caudillo parte y reparte los beneficios del petróleo), hasta las estadísticas oficiales admiten que la pobreza se ha incrementado, pero la improductividad del asistencialismo (tal como Chávez lo practica) sólo se sentirá en el futuro, cuando los precios se desplomen o el régimen lleve hasta sus últimas consecuencias su designio dictatorial.

6) El populista alienta el odio de clases.
"Las revoluciones en las democracias", explica Aristóteles, citando "multitud de casos", "son causadas sobre todo por la intemperancia de los demagogos". El contenido de esa "intemperancia" fue el odio contra los ricos: "Unas veces por su política de delaciones... y otras atacándolos como clase (los demagogos) concitan contra ellos al pueblo". Los populistas latinoamericanos corresponden a la definición clásica, con un matiz: hostigan a "los ricos" (a quienes acusan a menudo de ser "antinacionales"), pero atraen a los "empresarios patrióticos" que apoyan al régimen. El populista no busca por fuerza abolir el mercado: supedita a sus agentes y los manipula a su favor.

7) El populista moviliza permanentemente a los grupos sociales.
El populismo apela, organiza, enardece a las masas. La plaza pública es un teatro donde aparece "Su Majestad El Pueblo" para demostrar su fuerza y escuchar las invectivas contra "los malos" de dentro y fuera. "El pueblo", claro, no es la suma de voluntades individuales expresadas en un voto y representadas por un Parlamento; ni siquiera la encarnación de la "voluntad general" de Rousseau, sino una masa selectiva y vociferante que caracterizó otro clásico (Marx, no Carlos, sino Groucho): "El poder para los que gritan el poder para el pueblo".

8) El populismo fustiga por sistema al "enemigo exterior".
Inmune a la crítica y alérgico a la autocrítica, necesitado de señalar chivos expiatorios para los fracasos, el régimen populista (más nacionalista que patriota) requiere desviar la atención interna hacia el adversario de fuera. La Argentina peronista reavivó las viejas (y explicables) pasiones antiestadounidenses que hervían en Iberoamérica desde la guerra del 98, pero Castro convirtió esa pasión en la esencia de su régimen, un triste régimen definido por lo que odia, no por lo que ama, aspira o logra. Por su parte, Chávez ha llevado la retórica antiestadounidense a expresiones de bajeza que aun Castro consideraría (tal vez) de mal gusto. Al mismo tiempo hace representar en las calles de Caracas simulacros de defensa contra una invasión que sólo existe en su imaginación, pero que un sector importante de la población venezolana (adversa, en general, al modelo cubano) termina por creer.

9) El populismo desprecia el orden legal.
Hay en la cultura política iberoamericana un apego atávico a la "ley natural" y una desconfianza a las leyes hechas por el hombre. Por eso, una vez en el poder (como Chávez) el caudillo tiende a apoderarse del Congreso e inducir la "justicia directa" ("popular, bolivariana"), remedo de Fuenteovejuna que, para los efectos prácticos, es la justicia que el propio líder decreta. Hoy por hoy, el Congreso y la Judicatura son un apéndice de Chávez, igual que en Argentina lo eran de Perón y Evita, quienes suprimieron la inmunidad parlamentaria y depuraron, a su conveniencia, al Poder Judicial.

10) El populismo mina, domina y, en último término, domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal.
El populismo abomina de los límites a su poder, los considera aristocráticos, oligárquicos, contrarios a la "voluntad popular". En el límite de su carrera, Evita buscó la candidatura a la vicepresidencia de la República. Perón se negó a apoyarla. De haber sobrevivido, ¿es impensable imaginarla tramando el derrocamiento de su marido? No por casualidad, en sus aciagos tiempos de actriz radiofónica, había representado a Catalina la Grande. En cuanto a Chávez, ha declarado que su horizonte mínimo es el año 2020.

¿Por qué renace una y otra vez en Iberoamérica la mala yerba del populismo? Las razones son diversas y complejas, pero apunto dos. En primer lugar, porque sus raíces se hunden en una noción muy antigua de "soberanía popular" que los neoescolásticos del siglo XVI y XVII propagaron en los dominios españoles y que tuvo una influencia decisiva en las guerras de Independencia desde Buenos Aires hasta México. El populismo tiene, por añadidura, una naturaleza perversamente "moderada" o "provisional": no termina por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público.

Para calibrar los peligros que se ciernen sobre la región, los líderes iberoamericanos y sus contrapartes españolas, reunidos todos en Salamanca, harían muy bien en releer a Aristóteles, nuestro contemporáneo. Desde los griegos hasta el siglo XXI, pasando por el aterrador siglo XX, la lección es clara: el inevitable efecto de la demagogia es "subvertir a la democracia".

Enrique Krauze es escritor mexicano, director de la revista Letras Libres y autor, entre otros libros, de Travesía liberal.

Decálogo del populismo iberoamericano

Decálogo del populismo iberoamericano

Por Enrique Krauze
El populismo en Iberoamérica ha adoptado una desconcertante amalgama de posturas ideológicas. Izquierdas y derechas podrían reivindicar para sí la paternidad del populismo, todas al conjuro de la palabra mágica: "pueblo". Populista quintaesencial fue el general Juan Domingo Perón, quien había atestiguado directamente el ascenso del fascismo italiano y admiraba a Mussolini al grado de querer "erigirle un monumento en cada esquina". Populista posmoderno es el comandante Hugo Chávez, quien venera a Castro hasta buscar convertir a Venezuela en una colonia experimental del "nuevo socialismo". Los extremos se tocan, son cara y cruz de un mismo fenómeno político cuya caracterización, por tanto, no debe intentarse por la vía de su contenido ideológico, sino de su funcionamiento. Propongo 10 rasgos específicos.