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Monday, June 27, 2016

España: ¿Y si gana Podemos?

España: ¿Y si gana Podemos?


Por Ignacio Camacho
No va a suceder. No ahora, o no todavía. La ventaja del PP sobre Podemos no se ha estrechado como para entrar en el margen de error de los sondeos, aunque es lo bastante corta para que los radicales puedan acceder al poder sin ganar las elecciones. Nadie debe soñar con que el PSOE lo impida: si hay mayoría de izquierdas habrá Gobierno de izquierdas. Pero el viento de la política ofrece barruntos de un cambio de ciclo más profundo. La cuenta atrás del «momento populista» ha comenzado.


Podemos no ganará –probablemente– el domingo. Sin embargo, está en condiciones sociológicas de hacerlo porque se ha asentado en la estructura del electorado español. Datos del CIS: primera fuerza entre los menores de 40 años y entre estudiantes, parados y jóvenes en busca de primer empleo. Líder entre quienes se consideran de izquierdas. Al alza entre profesionales y funcionarios del sector sanitario y educativo. Eso no es un partido marginal ni minoritario –ay, los frikis de Arriola–, sino la organización con más futuro biológico del país. Y con la más eficaz maquinaria de guerra electoral, dueña de la hegemonía propagandística, perfecta en el manejo de las redes sociales. La campaña ha discurrido a su compás: sobre sus ideas, sus eslóganes, sus propuestas. Incluso sobre sus imposturas, salidas de tono y contradicciones. Pero siempre bajo su pauta.
El éxito de Podemos es el fracaso del sistema y de todos los que minimizaron su irrupción. Muy en especial del marianismo, que nunca ha detectado ni entendido el cambio de mentalidad de la sociedad española. Que ha permitido –quizá creyendo que su apoyo nunca pasaría de lo justo para debilitar al PSOE– el relato nihilista del apocalipsis que presentaba a España como una nación hundida y a la democracia como un modelo amortizado. También de los socialistas, incapaces de levantar un proyecto de alternativa moderada. De las élites que trataron de contrarrestar –demasiado tarde– el auge extremista con el apresurado patrocinio de Ciudadanos. Y por supuesto es la consecuencia del devastador impacto moral de la corrupción, que ha acabado convertida por el discurso demagógico en la hoguera perfecta para abrasar a un régimen colapsado.
Las huestes de Iglesias no necesitan ganar esta vez para salir vencedoras en términos estratégicos. Porque su objetivo del asalto al Estado quedará reforzado tanto si entran a gobernar en coalición como si se enfrentan a un Gabinete frágil, minoritario y breve. Su cohesión es consistente; su convicción, iluminada, y sus adversarios, débiles. Ante un país moral e intelectualmente desarmado han levantado una distopía embaucadora y planteado una catarsis emocional que seduce con la mitología rupturista de la destrucción. Y no encuentran a nadie que les oponga un proyecto de esperanza sin conformismo. Podemos ganará más pronto que tarde porque es el partido que mejor interpreta a esta España.

España: ¿Y si gana Podemos?

España: ¿Y si gana Podemos?


Por Ignacio Camacho
No va a suceder. No ahora, o no todavía. La ventaja del PP sobre Podemos no se ha estrechado como para entrar en el margen de error de los sondeos, aunque es lo bastante corta para que los radicales puedan acceder al poder sin ganar las elecciones. Nadie debe soñar con que el PSOE lo impida: si hay mayoría de izquierdas habrá Gobierno de izquierdas. Pero el viento de la política ofrece barruntos de un cambio de ciclo más profundo. La cuenta atrás del «momento populista» ha comenzado.

Thursday, June 23, 2016

Argentina: De corrupción, bolsas de dólares y platos voladores


“Es muy difícil cambiar la opinión de un hombre convencido. Dile que no estás de acuerdo con ella, se da vuelta y se va. Muéstrale hechos o datos que la refuten y cuestionará tus fuentes. Si apelas a la lógica no podrá entender tu conclusión.” Así comienza, When Prophecy Fails, un libro escrito por el psicólogo norteamericano Leon Festinger y dos colegas. Este libro, publicado por primera vez en 1956 y luego convertido en best-seller, describe un experimento que echa luz sobre la reacción de varios dirigentes, periodistas, intelectuales y artistas K al bochornoso episodio que sacudió a la sociedad argentina la semana pasada.
EMILIO OCAMPO


En septiembre de 1954, Festinger era profesor de psicología en la Universidad de Minnesota. Un domingo, mientras leía tranquilamente el diario en su casa, un título capturó su atención: “Profecía del espacio: Se acerca el fin del mundo.” Se trataba de un artículo que describía una secta que seguía fielmente las profecías apocalípticas de una ama de casa de Chicago llamada Dorothy Martin. Esta buena señora aseguraba tener contacto directo y fluido con extraterrestres provenientes de un planeta llamado Clarion. Estos extraterrestres le habían comunicado que el 21 de diciembre de 1954 el planeta tierra dejaría de existir. Los no pocos seguidores de la señora Martin estaban absoluta y fanáticamente convencidos de que se salvarían de semejante destino y serían rescatados por un plato volador.
Junto a dos de sus colegas de la universidad, Festinger decidió infiltrarse en la secta. Su objetivo era observar como reaccionarían sus miembros cuando el apocalipsis no ocurriera. Modificar sus creencias sería difícil dado que muchos estaban “jugados” con la profecía y habían vendido sus casas y pertenencias. Otra opción, según Festinger la más probable, era modificar el relato y reclutar más seguidores y de esta manera reducir el golpe a la autoestima provocado por la realidad. Así efectivamente ocurrió. El 21 de diciembre la sibila y sus discípulos esperaban reunidos al plato volador que vendría a rescatarlos. La tensión y la ansiedad fueron en aumento con el paso de las horas. Pasada la medianoche Martin anunció que Dios había decidido posponer el apocalipsis debido a la energía positiva que había recibido de ella y sus incondicionales seguidores. De inmediato, llamó a los diarios e inició una campaña para diseminar su nuevo mensaje.
A raíz de este experimento Festinger desarrolló el concepto de disonancia cognitiva. Este término describe un estado de tensión mental que surge cuando hay una inconsistencia entre lo que una persona cree o piensa y lo que hace (o la realidad). La disonancia provoca un malestar y por lo tanto la persona que la sufre busca minimizarla lo mas posible. Esto se logra de cuatro maneras: a) modificando las creencias, b) alterando la conducta, c) racionalizando la conducta, y d) negando cualquier evidencia que genere disonancia. La primera es la más fácil pero poco probable. La segunda es difícil y rara vez ocurre. Según Festinger, generalmente los seres humanos recurrimos a las últimas dos alternativas: la racionalización y la negación.
Otros experimentos realizados en los últimos años confirman que cuando la evidencia prueba la falsedad de ciertas convicciones políticas, en vez de debilitarlas, irónicamente, muchas veces contribuye a fortalecerlas. Especialmente si esa evidencia amenaza una manera de comprender la realidad que está firmemente establecida en la mente de un individuo (es decir, su cosmovisión o ideología). Dicho de otra manera, si la evidencia no cuaja con creencias pre-establecidas, estas son descartadas si son débiles, pero si son fuertes, en vez se descarta la evidencia.
Los adherentes al kirchnerismo, que se cuentan en millones, se parecen en muchos aspectos a los miembros de la secta apocalíptica que investigó Festinger. Durante años sostuvieron que sus líderes eran fieles y honestos guardianes de los intereses del pueblo argentino, a pesar de que toda la evidencia indicaba que más bien eran los jefes de una banda dedicada al saqueo más sistemático y abusivo de las arcas públicas en la historia de nuestro país. Obviamente, algunos, los más encumbrados, eran de hecho partícipes en esta actividad criminal o sus beneficiarios directos, lo cual explica su posición. Pero otros, la amplía mayoría, eran creyentes sinceros del mal llamado “modelo de acumulación de matriz diversificada e inclusión social” (en realidad era un modelo de acumulación de riqueza para la cúpula del kirchnerismo).
Es cierto que algunos funcionarios K de alto nivel no participaron en actos de corrupción (son una minoría). Pero en cualquier caso fueron cómplices. Algunos aceptaron en silencio la inmoral argumentación de que para hacer política y combatir a los “poderes hegemónicos” era necesario robar a los argentinos. Otros, hoy convenientemente argumentan que ignoraban lo que estaba pasando. En este último caso, su candor es criminal. Solo un ingenuo puede pensar que un sistema en el que todas las decisiones económicas de importancia son tomadas por un selecto grupo de funcionarios cuya mayor virtud es la obsecuencia, es viable sin un alto grado de corrupción. Es casi como pretender dejar el auto estacionado en la calle con las llaves puestas y las ventanas abiertas y pretender encontrarlo al día siguiente.
Los perpetradores del crimen naturalmente intentan echarle la culpa a “otros”. “Que nadie se haga el distraído. Ni empresarios, ni jueces, ni periodistas, ni dirigentes. Cuando alguien recibe dinero en la función pública es porque otro se lo dio desde la parte privada. Esa es una de las matrices estructurales de la corrupción”, declaró con total desparpajo la ex presidenta, como si ella no hubiera tenido nada que ver. “Indignación y bronca,” fue lo que sintió el hirsuto ex ministro de economía Kiciloff, principal apologista del “modelo”. Uno de sus secuaces, que ocupó el Directorio del Banco Central y votó a favor de vender dólares a 10 cuando valían 15, fue más allá y articuló desvergonzadamente una explicación conspirativa. El escándalo de las bolsas de López era lo que necesitaba el actual gobierno para “enceguecernos” y así dejar “que la matriz criminal del poder económico aumente el endeudamiento externo como mecanismo de financiamiento de la fuga de capitales a la par de asegurar que la pila de la rentabilidad financiera crezca obscenamente mientras las pilas de la producción y el consumo se destruyan progresivamente.” (Evidentemente, matriz es una palabra esencial para el relato K). Según este ex funcionario y militante, lo de López no es tan importante, lo importante “es la corrupción del poder económico, que siempre permanece escondida en los pliegues de las tranzas e intercambios del poder oculto conformado por procederes empresarios y corporativos.”
La reacción de los “idiotas útiles” que durante mas de una década aplaudieron y votaron a los perpetradores y cómplices del saqueo no sorprendería a Festinger. La mayoría opta por la racionalización (por ejemplo, todos los políticos son corruptos, hablar de corrupción es “construir un discurso reaccionario y elitista”, y/o la corrupción es necesaria para combatir al imperialismo) o la negación de la realidad (por ejemplo, López es un infiltrado o traidor).
De acuerdo a una encuesta reciente, un 21% de los argentinos cree que la ex Presidenta no sabía lo que pasaba. Es decir, es inocente. Otro 11% cree que lo de López fue una operación mediática o una “causa armada.” Teniendo en cuenta un padrón electoral de casi 32 millones, esto significa casi 10 millones de votantes. Estos diez millones de argentinos constituyen el núcleo duro del kirchnerismo que resiste a rajatabla el embate de la realidad. Y si la ex presidente declarara que el fin del mundo se aproxima y que los militantes K serían rescatados por una nave espacial comandada por extraterrestres, rápidamente alistarían sus pertenencias y se prepararían para el embarque. No se dan cuenta que la nave salvadora nunca podría despegar por exceso de peso. Lo mismo le pasa al país.

Argentina: De corrupción, bolsas de dólares y platos voladores


“Es muy difícil cambiar la opinión de un hombre convencido. Dile que no estás de acuerdo con ella, se da vuelta y se va. Muéstrale hechos o datos que la refuten y cuestionará tus fuentes. Si apelas a la lógica no podrá entender tu conclusión.” Así comienza, When Prophecy Fails, un libro escrito por el psicólogo norteamericano Leon Festinger y dos colegas. Este libro, publicado por primera vez en 1956 y luego convertido en best-seller, describe un experimento que echa luz sobre la reacción de varios dirigentes, periodistas, intelectuales y artistas K al bochornoso episodio que sacudió a la sociedad argentina la semana pasada.
EMILIO OCAMPO

México comparado

Luis Rubio 
Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.
El mundo antes funcionaba de manera vertical porque todo estaba concentrado: la información, el control de las fábricas, las relaciones sindicales. Las decisiones se concentraban y la sociedad sabía lo que las estructuras del poder permitían. El mundo de hoy es cada vez más horizontal, donde la información tiene una multiplicidad de fuentes (que son autónomas, como las redes sociales, y se retroalimentan); en la economía se agrega valor en puntos del proceso sobre el que ninguna autoridad centralizada tiene control; y los sindicatos han perdido capacidad de controlar hacia abajo y vender el servicio hacia arriba. Esto que ocurre en los ámbitos públicos no es distinto a lo que se observa en las escuelas, las familias y los gobiernos. El monopolio del poder desapareció, o al menos se debilitó dramáticamente, porque es incompatible con una economía moderna y una sociedad con capacidades para desarrollarse.



El fenómeno es mundial y nadie puede quedar exento, excepto si opta por empobrecerse al abstraerse del mundo exterior, como ocurre con algunos sistemas ermitaños. Aunque, por supuesto, cada país tiene características propias que emanan de su historia y circunstancias, muchos de nuestros retos no son, al menos en concepto, radicalmente a los de otras naciones.
La dinámica político-económica de México y China es radicalmente distinta, pero el desafío es sumamente parecido.
Lo que sigue es una evaluación de China* que podría parecer absolutamente mexicana:
·       “Los regímenes autoritarios contemporáneos que carecen de legitimidad derivada de un proceso político competitivo tienen esencialmente tres medios para mantenerse en el poder. Uno es el soborno de sus poblaciones por medio de beneficios materiales; el segundo es la represión a través de violencia y el miedo. El tercero consiste en apelar a sus sentimientos nacionalistas. [El gobierno] ha empleado los tres instrumentos, pero ha dependido principalmente de los resultados económicos y ha recurrido a la represión (selectiva) y el nacionalismo sólo como un medio secundario.”
·       “Las autocracias, que se han visto obligadas a realizar un pacto faustiano con el diablo para mantener su legitimidad con base en su desempeño, están destinadas a perder la apuesta porque los cambios socioeconómicos resultantes del crecimiento económico fortalecen las capacidades autónomas de las fuerzas sociales de base urbana, como son los empresarios, intelectuales, profesionales, creyentes religiosos, y los trabajadores ordinarios, todo esto a través de mayores niveles más altos de alfabetización, mayor acceso a la información, acumulación de riqueza privada, y una mejor capacidad para organizar la acciones colectivas.”
·       “Si las dificultades económicas de largo plazo fuesen puramente estructurales, las perspectivas del país no serían necesariamente graves. Un conjunto de reformas eficaces podría asignar recursos de manera más eficiente para hacer la economía más productiva.”
·       “Sin duda alguna, las reformas económicas de las últimas décadas han cambiado radicalmente al país. Sin embargo, el [sistema] aún preserva sus instintos e instituciones depredadoras.”
·       “El rechazo a cualquier límite significativo al poder del [gobierno] implica, en términos prácticos, que [el país] no puede desarrollar instituciones judiciales verdaderamente independientes o agencias reguladoras capaces de hacer cumplir las leyes y las normas.”
·       “En tanto [el partido y el gobierno] se mantengan por encima de la ley, es imposible implementar reformas económicas”.
·       “Lo que mantiene atorado a la economía no es su dinámico sector privado sino las ineficientes empresas estatales, que continúan recibiendo subsidios y desperdician un escaso capital.”
·       “Una serie de reformas económicas genuinas y completas, si realmente fuesen adoptadas, amenazarían los cimientos del sistema prevaleciente.”
·       “La preservación de instituciones depredadoras y extractivas impide que funcionen las reformas económicas radicales… haciendo imposible la construcción de una economía genuina de mercado sustentada en el Estado de derecho.”
·       “Ahora que termina la era de rápido crecimiento producto de reformas parciales, así como de factores o eventos excepcionales, lograr un crecimiento sostenido requerirá una revisión radical de sus instituciones económicas y políticas con el fin de lograr una mayor eficiencia. Pero dar un paso de esta naturaleza sería fatal para [el sistema] porque destruiría las bases económicas de su poder; así, es difícil imaginar que [el sistema] de hecho cometiera suicidio económico y, por lo tanto, político.”
·       “Quienes no sean persuadidos por este razonamiento deberían contar el número de dictaduras en la historia que voluntariamente cedieron sus privilegios y el control de la economía con el fin de garantizar la prosperidad del país en el largo plazo.”
·       “La fuente más importante de cambio en los regímenes autoritarios es el colapso de la unidad de las élites gobernantes… Esto ocurre principalmente por la intensificación del conflicto dentro de las élites respecto a la mejor estrategia de supervivencia y distribución del poder y régimen clientelar… La experiencia de las transiciones democráticas desde los 70 muestra que el asunto más polémico que enfrentan las élites es cómo responder al reclamo de cambio político por parte de las fuerzas sociales: recurrir a la represión para apaciguar a esas fuerzas a través de una escalada violenta o recurrir a la liberalización para darles cabida.”
La dinámica político-económica de México y China es radicalmente distinta, pero el desafío es sumamente parecido.

México comparado

Luis Rubio 
Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.
El mundo antes funcionaba de manera vertical porque todo estaba concentrado: la información, el control de las fábricas, las relaciones sindicales. Las decisiones se concentraban y la sociedad sabía lo que las estructuras del poder permitían. El mundo de hoy es cada vez más horizontal, donde la información tiene una multiplicidad de fuentes (que son autónomas, como las redes sociales, y se retroalimentan); en la economía se agrega valor en puntos del proceso sobre el que ninguna autoridad centralizada tiene control; y los sindicatos han perdido capacidad de controlar hacia abajo y vender el servicio hacia arriba. Esto que ocurre en los ámbitos públicos no es distinto a lo que se observa en las escuelas, las familias y los gobiernos. El monopolio del poder desapareció, o al menos se debilitó dramáticamente, porque es incompatible con una economía moderna y una sociedad con capacidades para desarrollarse.


Wednesday, June 22, 2016

El corrupto progresismo

Roberto Cachanosky explica que el problema no es el gobierno de turno, sino un Estado progresista es un caldo de cultivo para la corrupción.

Roberto Cachanosky es Profesor titular de Economía Aplicada en el Master de Economía y Administración de ESEADE, profesor titular de Teoría Macroeconómica en el Master de Economía y Administración de CEYCE, y Columnista de temas económicos en el diario La Nación (Argentina).
Seguramente los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández pasarán a la historia como uno de los más corruptos de la historia argentina. Es puro verso eso de que con Néstor hubiese sido diferente. Néstor Kirchner fue el que armó toda la arquitectura para transformar el aparato estatal en un sistema de represión y persecución de quienes pensaban diferentes, y también construyó un sistema de corrupción como nunca se había visto, al menos en la Argentina contemporánea.
Si algo tenemos que aprender los argentinos de estos 12 oprobiosos años de kirchnerismo, es a desconfiar de todos aquellos que prometan utilizar el estado para implementar planes “sociales”, y regular la economía en beneficio de la sociedad.



Tampoco es casualidad que el gasto público haya llegado a niveles récord. El gasto público fue la fuente de corrupción que permitió implementar el latrocinio más grande que pueda recordarse de la historia económica para que unos pocos jerarcas "k" engrosaran guarangamente sus bolsillos al tiempo que hundían a la población en uno de los períodos de pobreza más profundos.
Con el argumento de la solidaridad social se lograron varios objetivos simultáneamente: (1) Manejar un monumental presupuesto “social” que dio lugar a los más variados actos de corrupción (sueños compartidos, Milagro Sala, etc.). (2) Crear una gran base de clientelismo político para asegurarse un piso de votos. O me votás o perdés el subsidio. Como la democracia se transformó en una carrera populista, el reparto de subsidios sociales se transformó en una base electoral importante. (3) Crear millones de puestos de “trabajo” a nivel nacional, provincial y municipal para tener otra base de votos cautivos. O me votas o perdés el trabajo. Finalmente, (4) una economía hiper regulada por la cual para poder realizar cualquier actividad el estado exige infinidad de formularios y aprobaciones de diferentes departamentos estatales. Estas regulaciones no tienen como función defender al consumidor como suele decirse, sino que el objetivo es poner barreras burocráticas a los que producen para forzarlos a pagar coimas para poder seguir avanzando produciendo. Un ejercicio al respecto lo hizo hace años Hernando de Soto, en Perú y se plasmó en el libro El otro sendero. La idea era ver cómo la burocracia peruana iba frenando toda iniciativa privada con el fin de coimear.
Manejar miles de millones de dólares en gasto público, encima manejarlos bajo la ley de emergencia económica que permite reasignar partidas presupuestarias por Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) sin que se discuta en el Congreso el uso de los fondos públicos, es el camino perfecto para disponer de abundantes fondos para el enriquecimiento ilícito.
La clave de todo el proceso de corrupción pasa, por un lado, por denostar la libre iniciativa privada y enaltecer a los “iluminados” políticos y burócratas que dicen saber elegir mejor que la misma gente qué le conviene a cada uno de nosotros. Ellos son seres superiores que tienen que decidir por nosotros.
Establecida esa supuesta superioridad del burócrata y del político en términos de qué, cuánto y a qué precios hay que producir y establecida la “superioridad” moral de los políticos sobre el resto de los humanos auto otorgándose el monopolio de la benevolencia, se arma el combo perfecto para regular la economía y coimear, llevar el gasto público con sentido progresista hasta niveles insospechados para construir el clientelismo político y la correspondiente caja y corrupción.
Quienes de buena fe dicen aplicar política progresistas no advierten que ese supuesto progresismo es el uso indiscriminado de fondos públicos que dan lugar a todo tipo de actos de corrupción. En el fondo es como si dijeran: no es malo el modelo kirchnerista, el problema no son las políticas sociales que aplicaron, que son buenas, sino que ellos son corruptos. Esto limita el debate a simplemente decir: el país no funciona porque los kirchneristas son corruptos y nosotros somos honestos.
Mi punto es que el debate no pasa por decir, ellos son malos y nosotros somos buenos, por lo tanto, haciendo lo mismo, nosotros vamos a tener éxito y ellos no porque nosotros somos honestos. El debate pasa por mostrar que el progresismo no solo es ineficiente como manera de administrar y construir un país, sino que además crea todas las condiciones necesarias para construir grandes bolsones de corrupción. El progresismo es el caldo de cultivo para la corrupción.
Por eso no me convence el argumento que el cambio viene con una mejor administración. Eso podría ocurrir si tuviésemos un estado que utiliza el monopolio de la fuerza solo para defender el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. En ese caso, solo habría que administrar unos pocos recursos para cumplir con las funciones básicas del estado.
Ahora si el estado va usar el monopolio de la fuerza para redistribuir compulsivamente los ingresos, para declarar arbitrariamente ganadores y perdedores en la economía y para manejar monumentales presupuestos, entonces caemos en el error de creer que alguien puede administrar eficientemente un sistema corrupto e ineficiente.
En síntesis, el verdadero cambio no consiste en administrar mejor un sistema ineficiente y corrupto. El verdadero cambio pasa por terminar con ese “progresismo” con sentido “social” que es corrupto por definición y ensayar con la libertad, que al limitar el poder del estado, limita el campo de corrupción en el que pueden incurrir los políticos. Además de ser superior en términos de crecimiento económico, distribución el ingreso y calidad de vida de la población.

El corrupto progresismo

Roberto Cachanosky explica que el problema no es el gobierno de turno, sino un Estado progresista es un caldo de cultivo para la corrupción.

Roberto Cachanosky es Profesor titular de Economía Aplicada en el Master de Economía y Administración de ESEADE, profesor titular de Teoría Macroeconómica en el Master de Economía y Administración de CEYCE, y Columnista de temas económicos en el diario La Nación (Argentina).
Seguramente los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández pasarán a la historia como uno de los más corruptos de la historia argentina. Es puro verso eso de que con Néstor hubiese sido diferente. Néstor Kirchner fue el que armó toda la arquitectura para transformar el aparato estatal en un sistema de represión y persecución de quienes pensaban diferentes, y también construyó un sistema de corrupción como nunca se había visto, al menos en la Argentina contemporánea.
Si algo tenemos que aprender los argentinos de estos 12 oprobiosos años de kirchnerismo, es a desconfiar de todos aquellos que prometan utilizar el estado para implementar planes “sociales”, y regular la economía en beneficio de la sociedad.


El problema de la burocracia


Se sostiene comúnmente que la naturaleza “anárquica” no planeada de la producción capitalista necesita una regulación burocrática para impedir el caos económico. Así, el eminente marxista húngaro Andras Hegedus, argumenta que la burocracia es meramente “el subproducto de una estructura administrativa” que separa los trabajadores del la gestión real de la economía. Como los propietarios toman las decisiones, todos los demás deben en último término recibir sus órdenes de este pequeño grupo. Como eso sería impracticable en una economía industrial, el problema debe gestionarse mediante una división de responsabilidad que a su vez conlleva capas de burocracia. Los capitalistas toman las decisiones que luego se filtran hacia abajo en la pirámide burocrática. Esto significa que los trabajadores deben esperar a que se les diga qué hacer por parte de sus superiores inmediatos, que a su vez deben esperar a las instrucciones de sus superiores y así sucesivamente.



Es importante darse cuenta de que Hegedus cree que estas características de la burocracia son un producto del propio capitalismo, en lugar de la naturaleza de la producción a gran escala. “Cuando prevalecen las relaciones de la propiedad capitalista”, dice, “es inútil luchar contra la burocracia (…). Para cambiar la situación es necesario eliminar primero la propiedad privada de los medios de producción”. La burocracia, continúa, es la
Consecuencia inevitable del desarrollo de las relaciones de propiedad en una etapa concreta en la división del trabajo y en la integración económica. En consecuencia, es también inevitable (…) que en algún momento no haya necesidad de un aparato administrativo distinto de la sociedad, porque las condiciones subjetivas y objetivas estarán maduras para una autoadministración directa.
En román paladino, Hegedus está diciendo que, como el capitalismo separa al trabajador del control de al industria, la producción sería descoordinada y caótica si no hubiera ninguna agencia de transmisión del conocimiento. Ésa es la función que realiza la burocracia bajo el capitalismo. Como bajo el socialismo los trabajadores tomarían todas las decisiones industriales, no habría problemas de coordinación en dicha sociedad. La burocracia ya no sería necesaria y se descartaría. Pero salvo meras apelaciones a “democratizar el aparato administrativo” y pedir una “saludable movilidad en todas las áreas de la administración”, es vago en cómo el socialismo lograría esto. Como las opiniones de Hegedus, particularmente respecto de la naturaleza burocrática del capitalismo, no son raras, es tiempo de que sean examinadas críticamente.

Tres problemas de coordinación

Israel Kirzner apunta que hay tres problemas de coordinación que deben resolverse en cualquier sistema socioeconómico:
  1. El problema de las prioridades, es decir, qué bienes y servicios deberían producirse;
  2. El problema de la eficiencia, es decir, qué combinación de recursos usados en la producción un producto concreto dejará la mayor cantidad de recursos libres para la producción de otros bienes y servicios y
  3. El problema de la distribución, es decir, cómo compensar a cada participante en el sistema por su contribución al proceso productivo.
El papel de la gestión burocrática puede analizarse mejor viendo cómo tanto el capitalismo como el socialismo se aproximan a estos problemas así como lo bien que pueden resolverlos.

El problema de las prioridades

Dentro de un sistema de mercado, las prioridades las establecen los consumidores comprando y absteniéndose de comprar. Los empresarios, ansiosos por maximizar sus beneficios, tenderán a producir aquellos bines con la mayor discrepancia entre precio y coste. Como los consumidores están dispuestos a pagar más por bienes que deseen más intensamente, los precios de estos bienes, en igualdad de circunstancias, tienden a ser mayores que los de los bienes menos intensamente deseados. Así que los bienes que los miembros de la sociedad consideran más importantes son los que, sin necesidad de ninguna dirección burocrática consciente, se producen en un sistema capitalista antes y en más cantidad.
Una crítica habitual a este modo de razonar es que hay muchos ejemplos en los que no puede decirse que el mercado refleje las prioridades de los consumidores. Por ejemplo, se supone que el pan es más importante que los diamantes, aunque se advierte que el precio de los diamantes es mucho mayor que en del pan. El error de esta crítica es que los individuos nunca afrontan una elección entre diamantes en abstracto y pan en abstracto. En su lugar, escogen entre unidades individuales de pan y diamantes.
Como bajo condiciones normales la cantidad de pan excede con mucho la de diamantes, la satisfacción o disatisfacción causadas por la adición o pérdida de cualquier unidad concreta de pan, es decir, su utilidad marginal, es relativamente baja comparada con la de una unidad de diamantes. Si por alguna singularidad del destino la cantidad de pan disminuyera grandemente o la de diamantes aumentara significativamente, la utilidad marginal de las unidades de pan y diamantes se alterarían causando que el precio del pan aumente y el de los diamantes disminuya. Por tanto puede verse que el mercado sí refleja realmente las prioridades de los consumidores y lo hace sin la necesidad de ninguna dirección burocrática. De hecho, la burocracia solo puede impedir la satisfacción del consumidor, pues, como apunta Kirzner: “cualesquiera obstáculos que no sean del mercado colocados en el camino del proceso de precios interfieres así necesariamente con el sistema de prioridades que han establecido los consumidores”.
Como el socialismo conlleva la eliminación del mercado, no hay mecanismo por el que se establezcan las prioridades sin una dirección y control conscientes. Así que es  precisamente el socialismo el que no puede funcionar sin una burocracia floreciente. Una rápida mirada al proceso de planificación en la Unión Soviética destacará claramente el endémico laberinto burocrático incluso para una economía moderadamente socialista.

Planificación en la Unión Soviética

Con el fin de crear el plan para el año que viene los planificadores deben tener tantos datos como sea posible del estado de la economía en el presente año. Este trabajo lo realiza la Administración Estadística Central, que, solo ella, emplea a varios millones de personas. Esta información se traslada luego al Comité Estatal de Planificación o Gosplan. Se establecen las prioridades para el siguiente año por parte del Consejo de Ministros junto con varias otras agencias políticas y se comunica al Gosplan, que intenta coordinar todas las prioridades, así como equilibrar los objetivos de producción para cada sector en la economía con su estimación de entradas requeridas para la fabricación.
El plan baja luego por la jerarquía planificadora yendo primero a los ministros industriales, luego a los subministros y así sucesivamente a las empresas individuales. De esta forma, se informa a cada empresa de los niveles de productividad que se han establecido para ella y el plan empieza a ascender en la jerarquía planificadora con cada empresa ahora en disposición de calcular por sí misma las entradas necesarias para fabricar el nivel establecido de producción.
A medida que el plan viaja hacia arriba, tanto la entrada como la producción se ajustan de acuerdo con un proceso de negociación entre el gestor de la empresa y los planificadores centrales. Los primeros tratan de infraestimar su capacidad productiva y sobreestimar sus requisitos de recursos para facilitar el cumplimiento de su parte, mientras que los últimos hacen justamente lo contrario.
Después de que finalmente se alcanza el Gosplan, el plan es supervisado en su totalidad y se hacen las correcciones y ajustes necesarios. El plan de devuelve luego de nuevo bajando la jerarquía planificadora, informando a cada empresa de sus objetivos de producción finales. Y detrás de todo esto, por supuesto, hay un grupo de agencias públicas necesario para garantizar el cumplimiento con el plan.
¿Qué era capaz de conseguir esta burocracia, con números en decenas de millones? Lo primero que se advierte es que a pesar de la jerga científica, sus planes son en realidad solo pronósticos acerca de los que cada consumidor individual querrá durante el próximo año. Las estimaciones del empresario son también pronósticos; sin embargo hay una diferencia crucial: los suyos se basan en datos del mercado, mientras que los de los planificadores socialistas, al menos bajo el socialismo puro, no lo son.
Esto significa que el empresario no solo está en una posición mejor para estimar la demanda del consumidor sino que, lo que es igualmente importante, un pronóstico erróneo se refleja inmediatamente en el mercado con una bajada en las ventas. Como la pérdida de ingresos reclama ajustes rápidos, cualquier pronóstico incorrecto tenderá a corregirse por sí mismo. Pero bajo el socialismo, el director de planta no tiene que preocuparse por vender su producto sino solo de cumplir con su cuota de producción. Por consiguiente:
  1. La calidad tiene a sufrir, ya que los directores tratan de encontrar la vía más fácil y rápida de cumplir con sus cuotas y
  2. La producción continúa, independientemente de si alguien quiere el producto, hasta que el plan es alterado por el Gosplan.
Pero si la producción de bienes innecesarios ocurre en algunas áreas, las necesidades en otras deben permanecer sin cubrir. Por tanto no sorprende que La Unión Soviética esté habitualmente llena de exceso de algunas cosas y de agudas escaseces de otras. Cuando las cuotas para los sectores del calzado y clavos, por ejemplo, se fijaron de acuerdo con la cantidad, los directores de producción en el sector de los clavos descubrieron que era más fácil cumplir sus cuotas fabricando solo clavos pequeños, mientras que en el sector del calzado fabricaban solo zapatos pequeños. Pero establecer cuotas por peso significaban lo contrario: exceso de grandes clavos gruesos y zapatos para adultos. Igualmente, como los fabricantes de ropa no tienen que vender sus productos, no tienen que preocuparse acerca de las preferencias de estilo. El resultado son almacenes periódicamente llenos de ropa no deseada. Y en otro caso la Unión Soviética se encontró en la situación embarazosa de tener solo una talla de ropa interior para homb
re y solo en color azul.
Así que no sorprende que la calidad de los bienes de consumo en la Unión Soviética sea notablemente baja, el nivel de vida medio es de alrededor de un cuarto a un tercio del de Estados Unidos y haya tantos bienes con suministro tan escaso que debes pasar de tres a cuatro horas cada día solo para cubrir las necesidades básicas. Mientras que el capitalismo puede funcionar con una burocracia mínima, hemos visto que el socialismo, lejos de eliminarla, requiere una serie de agencias burocráticas. Son necesarias con el fin de (1) recoger los datos para la creación del plan, (2) formular el plan y (3) inspeccionar las plantas para asegurarse de que el plan se esta siguiendo.

El problema de la eficiencia

Si nos ocupamos de la producción encontramos los mismos resultados. Bajo el capitalismo, el problema de la asignación eficiente de los recursos se resuelve de la misma forma que se resolvía el problema de las prioridades: el sistema de precios. Para producir sus bienes, los empresarios deben buscar los recursos necesarios. Por tanto están en la misma relación con los vendedores de recursos que los consumidores con los vendedores de bienes finales. Así que los precios de los distintos factores de producción tienden a reflejar el demanda de los mismos por los empresarios. Como lo que el empresario puede ofrecer está limitado por el rendimiento esperado por la venta final de su producto, los factores de producción se canalizan así hacia la producción de los bienes más intensamente deseados. Los que mejor sirven a los consumidores obtienen los mayores beneficios y, por tanto, pueden hacer las mejores ofertas por los recursos que necesitan.
En resumen, el mercado es un mecanismo altamente independiente que, sin ninguna dirección burocrática, es capaz de alcanzar exactamente lo que Hegedus juzga imposible: la transmisión de conocimiento a las personas relevantes. Si, por ejemplo, el acero se hiciera más escaso, ya fuera porque parte de su oferta haya mermado o se haya descubierto un nuevo uso para él, su precio subiría. Esto a la vez (1) forzaría a los usuarios de acero a recortar sus compras y (2) animaría a los proveedores a aumentar su producción.
No solo todas las acciones de todos los participantes del mercado se coordinan automáticamente por estas fluctuaciones de precios, sino que las personas implicadas ni siquiera tienen que saber por qué suben o bajan los precios. Solo necesitan observar las fluctuaciones de precios y actuar de acuerdo con ello. Como indica F.A. Hayek: “El hecho más significativo acerca de este sistema es la economía del conocimiento con la que opera (…). La maravilla es que sin que se emita ninguna orden, sin más que tal vez un puñado de personas que conozcan la causa, decenas de miles de personas cuya identidad no podía determinarse en meses de investigación, se (…) mueven en la dirección correcta”.
También es importante apuntar que incluso dentro de una empresa, la burocracia se mantiene al mínimo. Primero, si una empresa se hace pesada burocráticamente se venderá más barata y, si no se hacen reformas, se quedará fuera del negocio ante empresas estructuradas menos burocráticamente. Y segundo, Como apunta Ludwig von mises, “No hay necesidad de que el director general se preocupe por los detalles menores de la gestión de cada sección (…). La única directiva que el director general da a los hombres en los que confía para la gestión de las distintas secciones, departamentos y sucursales es: Obtengan tanto beneficio como sea posible. Y un examen de las cuentas le mostrará lo exitosos o no que fueron al ejecutar la orden”.

Otro dilema soviético

Pero en una economía socialista pura estaría ausente todo el aparato del mercado. Todas las decisiones relativas a la asignación de recursos y coordinación económica tendrían que hacerse manualmente por el consejo planificador. En una economía como la de la Unión Soviética, que tiene más de 200.000 empresas industriales, esto significa que el número de decisiones que tendría que tomar el consejo planificador cada año se cifrarían en miles de millones. Esta tarea ya hercúlea sería infinitamente más difícil por el hecho de que en ausencia de datos del mercado no tendría ninguna base para guiar sus decisiones. Este problema se hizo evidente en el único intento de establecer un socialismo puro, es decir, una economía sin mercado: el periodo de “comunismo de guerra” en la Unión Soviética de 1917 a 1921. En 1920 la productividad media era solo el 10% del volumen de 1914 con la de mineral de hierro y hierro fundido cayendo al 1,9% y 2,4% de sus totales en 1914. A principios de la década de 1920, se abandonó el “comu
nismo de guerra” y desde entonces la producción se ha guiado por medio de mercados domésticos restringidos y copiando los métodos determinados en los mercados occidentales extranjeros.
La tarea de los planificadores soviéticos se ve muy simplificada por la existencia de los mercados limitados, pero el hecho de que sean tan limitados significa que la economía aún opera ineficientemente y sufre dos problemas propios de la gestión burocrática: constantes cuellos de botella y autarquía industrial.

Constantes cuellos de botella

Como es sencillamente imposible que una agencia se familiarice con todos los detalles y peculiaridades de cada planta en toda la economía, y mucho menos posible es ser capaces de planificar toda posible contingencia para un año por adelantado, los planificadores se ven obligados a tomar decisiones basadas en informes de resumen. Además, deben establecer categorías amplias de clases que necesariamente pasan por alto incontables diferencias entre las empresas. En consecuencia, todo plan contiene numerosos desequilibrios que afloran solo cuando el plan se está poniendo en práctica.
Como no hay mercados, estos excesos y escaseces no pueden resolverse por sí mismos automáticamente sino que solo pueden alterarse mediante ajustes del plan hechos por el Gosplan. Así, una escasez del bien A no puede rectificarse salvo y hasta que lo ordene el consejo planificador. Pero el ajuste del plan en un área tendrá ramificaciones en toda la economía. Para aliviar el escasez del bien A, han de transferirse recursos de la producción del bien B. Como esto reducirá la producción prevista de B, la producción de aquellas industrias dependientes de B tendrá igualmente que reevaluarse y así sucesivamente, en círculos cada vez más amplios.
La evidencia empírica corrobora la teoría económica. Paul Craig Roberts apunta que lo que subyace a la pretenciosa declaración de planificación en la Unión Soviética es meramente “la previsión de un objetivo para los próximos meses sumando a los resultados de los meses previos un porcentaje de aumento”. Aún así, incluso este “plan” se “cambia tan a menudo que no es congruente decir que controla el desarrollo de los acontecimientos en la economía”. La burocracia planificadora, continúa diciendo, simplemente funciona como “suministro de agentes para empresas con el fin de impedir la formación libre de precios y el intercambio en el mercado”. Aunque esta apariencia de planificación centralizada “satisface a la ideología”, el “resultado ha sido señales irracionales para la interpretación gestora y la irracionalidad de la producción en la Unión Soviética ha sido la consecuencia”.
Así que la evidencia indica que las perennemente decepcionantes cosechas cerealísticas soviéticas son mucho más un resultado del sistema que del clima, pues incluso en “las temporadas principales de plantación y cosecha hasta un tercio de todas las máquinas de un distrito pueden no funcionar por causa de la falta de recambios. Los planificadores centrales son muy conscientes de la necesidad de recambios (…) aún así el sistema de gestión parece incapaz de unir las piezas con las máquinas que las necesitan”.
El problema de los cuellos de botella no es nuevo, como indicaba un informe de hace algún tiempo: “la Fábrica de Tractores Bielorrusos, que tiene 227 proveedores, ha tenido parada su línea de producción 19 veces en 1962 a causa de la falta de piezas de goma, 18 veces por rodamientos y ocho veces por componentes de transmisión”. El mismo escritor apunta que “el patrón de averías continuó en 1963”.
Tal vez el grado de absurdo al que pueden llegar los intentos de planificación central se aprecie en un incidente reportado por Joseph Berliner. Un inspector de planta, con el trabajo de ver por qué una fábrica no ha cumplido con sus envíos de maquinaria de minería, descubrió que las “máquinas estaban apiladas por todas partes”. Cuando preguntó al director por qué no las enviaba, se le dijo que de acuerdo con el plan las máquinas tenían que pintarse de rojo, pero el director solo tenía pintura verde y tenía miedo de alterar el plan. Se dio permiso para utilizar el verde, pero solo tras un considerable retraso ya que cada capa de burocracia tenía asimismo miedo de autorizar un cambio en el plan por sí misma y por tanto enviaba la solicitud a la instancia inmediatamente superior. Entretanto, las minas tenían que cerrar mientras las máquinas de acumulaban en los almacenes.

Autarquía industrial

El problema de los cuellos de botella se relaciona muy de cerca con el de la autarquía organizativa. A los directores de planta se les recompensa de acuerdo con si han cumplido o no sus cuotas de producción. Para evitar ser una víctima de un cuello de botella y por tanto incumplir la cuota, apareció una tendencia en cada industria a controlar la recepción de sus propios recursos produciéndolos ella misma. “Cada industria”, dice David Granick, “estaba bastante dispuesta a pagar el precio de una producción de alto coste con el fin de alcanzar la independencia”. En 1951, solo el 47% de toda la producción de ladrillos se realizó bajo el ministerio de la Industria de Materiales de Construcción. Y en 1957 116 de las 171 fábricas de máquina-herramienta estaban fuera de la industria apropiada, a pesar del hecho de que sus costes de producción eran en algunos casos hasta un 100% mayores.
Para combatir esta tendencia, Nikita Kruschev reorganizó la economía en 1957 estableciendo 105 Consejos Económicos Regionales para reemplazar a los ministros industriales. Sin embargo, en ausencia de otras reformas,  simplemente consiguió sustituir el “departamentalismo” por el “localismo”, ya que cada región económica buscaba convertirse en autosuficiente. Para combatirlo, la economía se centralizó aún más en 1963, pero esto solo aumentó la ineficiencia haciendo aun más rígida una economía ya inflexible. Incapaces de encontrar la clave para una planificación eficiente, 1965 marcó otro paso importante hacia la vuelta a una economía de mercado. Estas reformas no solo introdujeron un sistema limitado de beneficios sino asimismo pedían un “alto grado de autonomía local para productores y suministradores. Desaparecería la planificación detallada de todo aspecto importante de la producción, para reemplazarla con una mínima guía directa desde lo alto”.
Marx postulaba la eliminación del estado. Es al menos tan significativo como paradójico que el continuo cambio de los países socialistas de la planificación burocrática al mercado (lo que William Grampp califica como las “nuevas direcciones de las economías comunistas”) indique una “eliminación” de un tipo nunca previsto por Marx.

El problema de la distribución

Al considerar el problema de la distribución, encontramos de nuevo que el capitalismo es el enemigo de la burocracia. Bajo el capitalismo, se produce para obtener beneficios. Capital y trabajo van constantemente donde  pueden obtener el mayor retorno. Como puede verse, no puede haber separación entre producción y distribución pues aquellos individuos que, a los ojos de los consumidores, ofrezcan los mayores servicios a la “sociedad” son precisamente los que obtienen mayores recompensas.
Respecto del socialismo, es difícil decir mucho en términos teóricos acerca de la forma en que se distribuye la riqueza ya que hay una serie de posibles bases de distribución: igualdad, necesidad, mérito y servicios rendidos a la sociedad. Sin embargo debería ser evidente que la implantación de cualquiera de ellas requeriría una dirección burocrática consciente. También debería apuntarse en este contexto que los intentos de establecer una igualdad estricta nunca han tenido éxito y probablemente nunca lo tendrán. Por dos razones.
Primero, por ejemplo, para estimular la producción de la Unión Soviética, siempre ha tenido que confiar mucho en el sistema de bonificaciones para sus directores de planta y el sistema de ratios por pieza para sus trabajadores. La creciente centralidad del sistema de bonificaciones se muestra en el hecho de que mientras que en 1934 éstas eran equivalentes al 4% del salario de un director, hoy llegan a menudo a la mitad, con bonificaciones a algunas industrias en las que llegan hasta el 80% de la renta.
Segundo, en cualquier sociedad en la que el estado controla todas las facetas esenciales de la economía hay una tentación natural para que los que controlan el gobierno utilicen su poder político para obtener privilegios económicos. Así, no es sorprendente que la revolución de 1917, independientemente de sus intenciones, solo generara el reemplazo de una élite privilegiada por otra.
Para este punto nos servirá un ejemplo. Hay un grupo de “tiendas especiales” en la Unión Soviética que venden de todo, de comida a joyas. Estas tiendas de las que supuestamente se benefician los turistas extranjeros, tienen productos de alta calidad a precios por debajo del coste con el fin de compensar al turista por el artificialmente alto tipo de cambio de los rublos. Sin embargo James Wallace apunta que los “cargos públicos de alto rango, oficiales del ejército y altos cargos del Partido Comunista tienen el privilegio de comprar en estas tiendas como beneficio añadido a sus trabajos”. Son por tanto capaces de comprar “bienes difíciles de encontrar por una fracción de los precios que pagan sus vecinos por mercancías habitualmente de peor calidad”.
Es una reveladora luz de posición y una que debería advertirse especialmente por parte de quienes condenan el capitalismo por su “distribución” desigual de la riqueza, el que haya una mayor desigualdad de riqueza en los países más socialistas como la Unión Soviética que en las economías relativamente más orientadas al mercado como Estados Unidos. Además de esto, no es un accidente histórico sino que es conforme a la teoría económica. Pues bajo el capitalismo hay una tendencia natural a que los capitalistas inviertan en áreas con bajo nivel salarial, forzando así al alza esos niveles hasta igualarse con otras áreas que hacen el mismo trabajo, mientras que los trabajadores en empleos con bajos salarios tienden a emigrar a áreas donde la paga es mayor. De forma similar, los empresarios invierten en áreas que muestren altos beneficios. Pero el aumento de la producción fuerza a que caigan precios y beneficios en esas áreas. En resumen, aunque el capitalismo nunca eliminará la desigualdad, sí tiende a reducir los e
xtremos de riqueza y pobreza.

Conclusión

Bajo el capitalismo el sistema de precios realiza la función crucial de transmitir el conocimiento a través de la sociedad y por tanto elimina la necesidad de burocracia. Pero, precisamente porque elimina el mercado, la gestión burocrática es indispensable para una economía socialista. Además, como hay una relación inversa entre planificación central y mercado, la gestión burocrática es en sí contradictoria. Su dilema tal vez pueda resumirse mejor en forma de dos paradojas planificadoras:
Paradoja Uno: Para que sea viable la planificación central necesita datos de mercado que guíen sus decisiones. Pero cuanto mayor sea el papel de los mercados, menor será el de la planificación central. Por el contrario, cuanto más extensa sea el áreas de la planificación central, más limitados serán los datos del mercado y por tanto más ineficiente debe ser la operación de la economía.
Paradoja Dos: Si el consejo planificador busca maximizar la satisfacción del consumidor simplemente hace manual mente lo que el mercado hace automáticamente. Luego es una entidad redundante y derrochadora. . Pero si la agencia planificadora planea operaciones que habrían sido realizadas por el mercado, esto indica que las prioridades establecidas por la agencia están en conflicto con las de los consumidores. Está claro que, independientemente de lo que haga la agencia, la posición de los consumidores debe ser peor de lo que habría sido bajo una economía de mercado.

El problema de la burocracia


Se sostiene comúnmente que la naturaleza “anárquica” no planeada de la producción capitalista necesita una regulación burocrática para impedir el caos económico. Así, el eminente marxista húngaro Andras Hegedus, argumenta que la burocracia es meramente “el subproducto de una estructura administrativa” que separa los trabajadores del la gestión real de la economía. Como los propietarios toman las decisiones, todos los demás deben en último término recibir sus órdenes de este pequeño grupo. Como eso sería impracticable en una economía industrial, el problema debe gestionarse mediante una división de responsabilidad que a su vez conlleva capas de burocracia. Los capitalistas toman las decisiones que luego se filtran hacia abajo en la pirámide burocrática. Esto significa que los trabajadores deben esperar a que se les diga qué hacer por parte de sus superiores inmediatos, que a su vez deben esperar a las instrucciones de sus superiores y así sucesivamente.


Tuesday, June 21, 2016

Culpar al capitalismo del corporativismo

Edmund S. Phelps

Edmund S. Phelps, the 2006 Nobel laureate in economics, is Director of the Center on Capitalism and Society at Columbia University and author of Mass Flourishing.

Saifedean Ammous is a lecturer in economics at the Lebanese American University.
 
NUEVA YORK – Se vuelve a preguntar por el futuro del capitalismo. ¿Sobrevivirá a la presente crisis en su forma actual? En caso de que no, ¿se transformará o tomará la iniciativa el Estado?
El término “capitalismo” solía significar un sistema económico en el que el capital y su comercio eran de propiedad privada; correspondía a los propietarios del capital decidir la forma mejor de usarlo y podían recurrir a las previsiones y las ideas creativas de los empresarios y de los pensadores innovadores. Dicho sistema de libertad y responsabilidad individuales daba poco margen para que el Estado influyera en la adopción de decisiones económicas: el éxito significaba beneficios; el fracaso; pérdidas. Las empresas podían existir sólo mientras los individuos libres accedieran a comprar sus productos y, de lo contrario, habían de cerrar rápidamente.


El capitalismo llegó a ser un triunfador mundial en el siglo XIX, cuando desarrolló capacidades para la innovación endémica. Las sociedades que adoptaron el sistema capitalista obtuvieron una prosperidad inigualada, gozaron de una generalizada satisfacción laboral, consiguieron un aumento de la productividad que maravilló al mundo y acabaron con la privación en masa.
Ahora el sistema capitalista se ha corrompido. El Estado gestor ha asumido el cometido de ocuparse de todo: desde los ingresos de la clase media hasta los beneficios de las grandes empresas y el progreso industrial. Sin embargo, el sistema no es capitalismo, sino un orden económico que se remonta a Bismark, al final del siglo XIX, y a Mussolini, en el siglo XX: el corporativismo.
En sus diversas formas, el corporativismo ahoga el dinamismo que contribuye al trabajo atractivo, un crecimiento económico más rápido, mayores oportunidades y menos exclusión. Mantiene empresas letárgicas, despilfarradoras, improductivas y bien relacionadas con el poder a expensas de emprendedores dinámicos y ajenos a él y prefiere objetivos declarados, como, por ejemplo, la industrialización, el desarrollo económico y la grandeza nacional, a la libertad económica y la responsabilidad de los individuos. En la actualidad, se ha llegado a considerar que compañías aéreas, fabricantes de automóviles, empresas agrarias, medios de comunicación, bancos de inversión, fondos de cobertura y muchos más eran demasiado importantes para afrontar por sí solos el mercado libre, por lo que han recibido ayudas del Estado en nombre del “bien público”.
Los costos del corporativismo resultan aparentes a nuestro alrededor: empresas disfuncionales que sobreviven pese a su flagrante incapacidad para servir a sus clientes; economías escleróticas con un lento aumento de la producción; escasez de trabajo atractivo y de oportunidades para los jóvenes; Estados en quiebra por las medidas adoptadas para paliar esos problemas y una concentración en aumento de la riqueza en manos de quienes están lo suficientemente bien relacionados para beneficiarse del pacto corporativista.
Esa substitución del poder de los propietarios y los innovadores por el de los funcionarios estatales es la antítesis del capitalismo y, sin embargo, los defensores y los beneficiarios de este sistema tienen la temeridad de reprochar todos esos fracasos al “imprudente capitalismo” y a la “falta de regulación”, que, según sostienen, necesita mayor supervisión y reglamentación, lo que significa, en realidad, más corporativismo y favoritismo estatal.
Parece improbable que un sistema tan desastroso sea sostenible. El modelo corporativista carece de sentido para las generaciones jóvenes que se han criado usando Internet, el mercado de mercancías e ideas más libre del mundo. El éxito y el fracaso de las empresas en Internet es la mejor publicidad para el mercado libre: los sitios web de redes sociales, por ejemplo, ascienden y caen casi instantáneamente, según sirvan bien o no a sus clientes.
Sitios como, por ejemplo, Friendster y MySpace intentaron conseguir beneficios suplementarios comprometiendo la intimidad de sus usuarios y fueron castigados instantáneamente con el abandono de los usuarios, que optaron por competidores más seguros como Facebook y Twitter. No hizo falta reglamentación estatal alguna para llevar a cabo esa transición; de hecho, si los modernos Estados corporativistas hubieran intentado hacerlo, actualmente estarían apoyando a MySpace con dólares de los contribuyentes y haciendo campaña con la promesa de “reformar” sus características en materia de intimidad.
Internet, como mercado de ideas en gran medida libre, no ha tenido piedad con el corporativismo. Las personas que se criaron con su descentralización y libre competencia de ideas han de considerar ajena a ellas la idea del apoyo estatal a las grandes empresas e industrias. Muchos son los que en los medios de comunicación tradicionales repiten la antigua consigna de que “lo que es bueno para la empresa X es bueno para los Estados Unidos”, pero no es probable que semejante consigna tenga demasiados seguidores en Twitter.
La legitimidad del corporativismo se está erosionando, junto con la salud fiscal de los gobiernos que han contado con él. Si los políticos no pueden revocarlo, el corporativismo se destruirá a sí mismo y quedará enterrado bajo las deudas y las suspensiones de pagos y de los desacreditados escombros corporativistas podría resurgir un sistema capitalista. Entonces “capitalismo” tendría de nuevo su significado verdadero, en lugar del que le han atribuido los corporativistas que procuraban ocultarse tras él y los socialistas que deseaban denigrarlo.

Culpar al capitalismo del corporativismo

Edmund S. Phelps

Edmund S. Phelps, the 2006 Nobel laureate in economics, is Director of the Center on Capitalism and Society at Columbia University and author of Mass Flourishing.

Saifedean Ammous is a lecturer in economics at the Lebanese American University.
 
NUEVA YORK – Se vuelve a preguntar por el futuro del capitalismo. ¿Sobrevivirá a la presente crisis en su forma actual? En caso de que no, ¿se transformará o tomará la iniciativa el Estado?
El término “capitalismo” solía significar un sistema económico en el que el capital y su comercio eran de propiedad privada; correspondía a los propietarios del capital decidir la forma mejor de usarlo y podían recurrir a las previsiones y las ideas creativas de los empresarios y de los pensadores innovadores. Dicho sistema de libertad y responsabilidad individuales daba poco margen para que el Estado influyera en la adopción de decisiones económicas: el éxito significaba beneficios; el fracaso; pérdidas. Las empresas podían existir sólo mientras los individuos libres accedieran a comprar sus productos y, de lo contrario, habían de cerrar rápidamente.