Andrés Velasco
Andrés Velasco, a former presidential
candidate and finance minister of Chile, is Professor of Professional
Practice in International Development at Columbia University's School of
International and Public Affairs. He has taught at Harvard University
and New York University, and is the author of num… read more
SANTIAGO
– Desde Austria, Francia y Estados Unidos, hasta Polonia, Las Filipinas
y Perú, los populistas iliberales van en aumento. Algunos culpan a la
globalización arrolladora, otros a la desigualdad de ingresos, y otros a
elites desconectadas que simplemente no entienden.
Pero
estas explicaciones –por muy plausibles que sean– dejan de lado el
punto más importante. El problema no es simplemente económico, sino
político. El mayor logro político de la humanidad es la democracia
liberal. Sin embargo, en todas partes del mundo, los liberales
demócratas son reacios a abogar por ella. No sorprende, entonces, que
estén perdiendo la batalla por conquistar los corazones y las mentes de
los ciudadanos.
El
problema dista de ser nuevo. En realidad, se encuentra en la propia
raíz del liberalismo. Temerosos de la censura o la opresión, los
pensadores liberales más a menudo han optado por la neutralidad moral:
no abogan por un conjunto único de valores, ni por una definición en
particular de lo que constituye una vida buena. Una sociedad liberal
–casi por definición– permite que sus ciudadanos lleven la vida que
desean, siempre que no perjudiquen a los demás.
El
problema es que en todas partes la política es aristotélica: le importa
la virtud. En Estados Unidos, con buena razón, se suele decir que la
presidencia es el "púlpito exhortador". Cuando los políticos abogan por
un conjunto de valores –o de virtudes– claros y definidos, los
ciudadanos escuchan.
Esto
se puede hacer de manera torpe, como cuando en 2004, John Kerry aceptó
la nominación a candidato del Partido Demócrata a la presidencia del
país con un discurso
en que la palabra "valor" o "valores" se repitió 32 veces. Pero también
se puede hacer de manera magistral, como cuando Robert F. Kennedy Jr. regañó a los estadounidenses
por rendir "los valores de excelencia personal y comunidad a la mera
acumulación de bienes materiales". Y, memorablemente, añadió: "El PIB lo
mide todo (...) excepto lo que hace que la vida valga la pena".
Filósofos
que van de John Stuart Mill a John Rawls y Martha Nussbaum, han buscado
una salida a este dilema del liberalismo. Sería discriminatorio e
iliberal promover, y peor aún imponer, los valores de un grupo en
particular, sea religioso o de otra índole. Sin embargo, los gobiernos y
los líderes políticos pueden y deben promover los valores compartidos
–lo que Rawls llama
"el consenso coincidente"– que definen a una sociedad liberal. Por
ejemplo, al conmemorar el nacimiento de Martin Luther King Jr., Estados
Unidos subraya así como renueva su compromiso con el ideal compartido de
la igualdad racial.
Posiblemente
sea el propio King quien dio el mejor ejemplo de la pasión con la que
se puede (y se debe) defender tales ideales. Existen pocos a su altura.
Los populistas como Donald Trump y Marine Le Pen, líder del Frente
Nacional de Francia, emplean la pasión para servir la política del temor
y del odio. En contraste, los liberales demócratas, todos producto de
la Ilustración, defienden sus ideales políticos –que valoran la razón
humana por sobre las emociones– en un tono que es más apropiado para
reuniones pequeñas y corteses.
Ello constituye un problema grave. "Ceder el terreno de la conformación de las emociones a las fuerzas antiliberales", escribe Nussbaum,
"les da a estas una gran ventaja en el corazón de la gente y hace que
se corra el riesgo de que las ideas liberales parezcan tibias y
aburridas".
Según afirman
neurocientistas como Steven Pinker, la razón y la emoción son dos lados
de la misma moneda mental. De modo similar, el lingüista cognitivo
George Lakoff, basándose en el trabajo del psicólogo Drew Westen, llega a la conclusión
de que "la emoción es tanto central como legítima en la persuasión
política. Su utilización no apela ilícitamente a la irracionalidad, como
lo consideraría el pensamiento de la Ilustración. Las emociones
adecuadas son racionales".
King dio muestras de entender esto claramente cuando proclamó su "sueño" de una sociedad en la que sus hijos "no serían juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter".
Hoy
día, el único líder liberal demócrata que habla con el lenguaje de los
valores y de la virtud es Barack Obama, el presidente de Estados Unidos.
A menudo se lo critica por ser frío y distante, sin embargo, no hay
nada de esto en la forma en que Obama promueve la capacidad de vivir
juntos en paz y con respeto mutuo como la virtud liberal más admirable
de todas.
"Cada uno de nosotros tiene creencias profundas", afirma en el discurso que pronunció luego de ser reelegido
en 2012. "Y al pasar por momentos difíciles, cuando tomamos decisiones
importantes como país, ello necesariamente despierta pasiones, da origen
a controversias", lo que llamó "un distintivo de nuestra libertad". Sin
embargo, "a pesar de todas nuestras diferencias, la mayor parte de
nosotros comparte ciertas esperanzas para el futuro de Estados Unidos...
Creemos en unos Estados Unidos generosos, en unos Estados Unidos
compasivos, en unos Estados Unidos tolerantes, abiertos a los sueños de
la hija de un inmigrante que estudia en nuestras escuelas y jura ante
nuestra bandera".
Esta
última línea revela que Obama también está consciente del otro desafío
que deben superar las democracias liberales: conformar un nosotros
que sea creíble. En esto, el ejemplo de los populistas vuelve a ser
revelador. Los de derecha, como Trump, hacen política en torno a la
identidad racial; los populistas de izquierda, como Bernie Sanders, en
torno a los ingresos. Se trate ya sea de exportadores chinos,
inmigrantes mexicanos, supuestos terroristas islámicos o codiciosos
banqueros de Wall Street, "existe un 'otro' claro, al cual se puede
dirigir la ira", según recalcó no hace mucho Dani Rodrik, de Harvard.
Es
necesario que los demócratas liberales dejen en claro que culpando a
otros no se llega a ninguna parte, y que asumir una responsabilidad compartida es la única forma de construir un mejor futuro compartido.
Desde luego, las reformas económicas y políticas que reducen la
desigualdad de poder y de ingresos son indispensables, tanto por su
mérito propio como también para hacer creíbles los llamados a un
sacrificio compartido. Pero igualmente indispensable es la convicción
moral, expresada con pasión, de que "la hija de un inmigrante que
estudia en nuestras escuelas" es un miembro genuino, con plenos
derechos, de ese nosotros común.
No
existe en la historia de la humanidad una organización social o
política que se haya acercado más a la realización del ideal de igualdad
de oportunidades para todos que la democracia liberal. Todavía no lo
alcanzamos plenamente. Pero hemos avanzando un largo trecho, y
ciñéndonos a los valores liberales y democráticos avanzaremos aún más.
No debemos permitir que un jihadista o un fanático, que un Trump o una
Le Pen, como tampoco que un Chávez, un Maduro o un Putin, destruya este
sueño posible.
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