Juan Ramón Ralloadvierte sobre la amenaza que constituye el populismo nacionalista para la Unión Europea.
La Unión Europea constituye el germen de un mega Estado continental: un nuevo nivel administrativo conducente a cartelizar a los actuales gobiernos nacionales para articular una política económica de carácter intervencionista aún más intrusiva que la actual. Cuanto más avance la UE, más sencillo les resultará a las administraciones europeas coordinar las subidas de impuestos, centralizar la planificación del sector educativo, perseguir a grandes empresas por el mero hecho de ser grandes o armonizar las regulaciones laborales y mercantiles impidiendo el descuelgue liberalizador unilateral de algún país miembro. La centralización burocratizadora de la UE constituye, por consiguiente, un grave peligro para las libertades y la prosperidad de las distintas sociedades que componen Europa.
Al igual que el juez de la Suprema Corte de EU Potter Stewart cuando afirmó en una decisión emitida en 1964 que no podía definir la pornografía pero que “la reconocería en cuanto la viera,” a mí me sucede lo mismo con el populismo: me resulta difícil, categorizarlo, pero lo identifico de inmediato al verlo.
Esta laguna la intentan llenar varios textos de reciente hechura que emprenden la tarea de definir el populismo, esfuerzo oportuno ahora que el director del FBI ha revivido, por causas incomprensibles y justo en las vísperas de nuestro Día de Muertos, la abominable candidatura de DonaldTrump.
What Is Populism de Jan Werner-Müller y The Populist Explosion: How the Great Recession Transformed American and European Politics de John Judis surgen al mismo tiempo, mientras que la revista Foreign Affairs (FA) le dedica al “poder del populismo” la portada y siete sugestivos ensayos de su último número del año.
Los economistas hemos estudiado el populismo en Latinoamérica de tiempo atrás porque su potente y letal embrujo sedujo a nuestra región desde que nos liberamos de la tutela de las potencias coloniales, culminando recientemente con los trabajos de Rudi Dornbush y Sebastián Edwards.
Las aportaciones analíticas que aparecenahora, lo hacen desde una perspectiva conceptual política e histórica y con un amplio espectro geográfico, incluyendo una entrevista con Marine Le-Pen, líder del Frente Nacional francés que apoya la salida de su país de la UE siguiendo el ejemplo de Brexit, y la candidatura de Trumpen EU.
Müller identifica tres características del populismo: primero, su anti-elitismo y su tajante crítica a los liderazgos establecidos en política, economía y cultura; segundo, su anti-pluralismo, al detentar exclusividad en representar al “pueblo;” finalmente, es excluyente, pues el “pueblo” es sólo quienes apoyan al líder, la orwelliana noción a la que recurrió AMLO en su reciente alusión a la Rebelión en la Granja.
Judis, como yo, se tropieza al especificar con precisión el populismo, y afirma que “no hay un conjunto de características que defina exclusivamente a los movimientos, partidos y personas a los que llamamos populistas,” y agrega que el “populismo no es una ideología sino una lógica política, una forma de pensar sobre la política.”
De esta manera y como yo ilustré en una serie de artículos publicados en septiembre de 2010 sobre la larga historia del populismo en EU, empezando por su tercer Presidente Thomas Jefferson(1801-09), Müller concluye que hay populismo de izquierda que enfrenta a “la gente” contra las élites.
Pero también lo hay de derecha, en el que “la gente” acusa a las instituciones vigentes de favorecer ilegítimamente a un tercer grupo, ya sea de extranjeros o de minorías étnicas o económicas, como “Wall Street.” Este es el tipo de populismo que Trump despliega desde el inicio con sus diatribas contra los inmigrantes mexicanos.
Judis explica cómo el populismo surge originalmente en EU al mero inicio de su vida como nación independiente y a diferencia de lo que cree Trump, que su país ha sido objeto de abuso en su relación comercial con el resto del mundo, fue una exitosa exportación, primero a América Latina y eventualmente también a Europa.
La tradición populista de EU renace de tiempo en tiempo pues nunca se extinguió, como lo muestran la aparición en los ’30s del demagogo de Luisiana Huey P. Long –a quien comparé con AMLO en una nota publicada en el Washington Post[2]-, el racista George Wallace en los ’60s, y Ross Perot y Patrick Buchanan en los ’90s.
Ambos libros son lectura útil aunque pierda Trumppues el corrosivo populismo que ha invocado no se evaporará con su derrota. Pero en caso de que gane, son lectura obligada pues muestran cual sería la partitura con la que gobernaría el obsceno y populista demagogo.
[1]El autor es consultor en economía y finanzas en Washington DC, y ha sido catedrático en varias universidades de México y Estados Unidos. Correo: aquelarre.economico@gmail.com
Al igual
que el juez de la Suprema Corte de EU Potter
Stewart cuando afirmó en una decisión emitida en 1964 que no podía definir
la pornografía pero que “la reconocería en cuanto la viera,” a mí me sucede lo
mismo con el populismo: me resulta difícil, categorizarlo, pero lo identifico
de inmediato al verlo.
Esta
laguna la intentan llenar varios textos de reciente hechura que emprenden la tarea
de definir el populismo, esfuerzo oportuno ahora que el director del FBI ha
revivido, por causas incomprensibles y justo en las vísperas de nuestro Día de
Muertos, la abominable candidatura de DonaldTrump.
“La división entre cosmopolitas y nacionalistas definirá el siglo XXI”. Lo decía Michael Ignatieff en una entrevista dos semanas después del voto a favor del Brexit, en la que trataba de dar las claves tanto de la decisión de los británicos como del auge de líderes y movimientos políticos que se nutren -a la vez que alimentan- un rechazo a los inmigrantes y se posicionan, de una u otra forma, contra diversos efectos de la globalización. Pero, ¿son el Brexit, el ascenso deDonald Trump o los avances de partidos populistas en Europa los síntomas de una “revuelta popular contra la globalización”, como escribía hace poco el economista Dani Rodrik? ¿Y es el nacionalismo, como sostiene Ignatieff, lo que está resurgiendo y nucleando a los perdedoresde la globalización, a los que no son cosmopolitas?
Ignatieff ya apuntaba ese choque entre cosmopolitas y nacionalistas en un libro de los años 90 que recogía sus viajes por países donde las pasiones nacionalistas estaban en el origen de guerras (la antigua Yugoslavia), terrorismo (Irlanda del Norte) o conflictos como el de Quebec, entre otros. Sangre y pertenencia. Viajes al nuevo nacionalismo, se titulaba la obra. En su prólogo el autor confesaba que durante muchos años había pensado que la corriente favorecía a los cosmopolitas como él, pero que luego concluyó que “el globalismo […] sólo permite una conciencia posnacional a aquellos cosmopolitas que tienen la fortuna de vivir en el opulento Occidente.” Y añadía: “El cosmopolitismo es un privilegio de aquellos que pueden dar por garantizado un estado nación seguro. […] un espíritu cosmopolita y posnacional siempre va a depender en última instancia de la capacidad de los estados nación de proporcionar protección y orden a sus ciudadanos.” El eco de aquella idea resuena en su opinión sobre el Brexit, cuando dice que la globalización y el mundo sin fronteras “han sido geniales para las personas educadas y los jóvenes que se mueven de un lugar a otro, hablan varios idiomas y son multiculturales”, pero muy difíciles para la gente “cuyos trabajos están atados a una comunidad, cuya movilidad se limita por su nivel de educación o también para aquellos que son leales y apegados a su comunidad, su localidad y su lugar de nacimiento.” Los cosmopolitas, continuaba, se sorprenden de que la mayoría no piense como ellos, y “es por eso que tampoco entienden por qué las personas que viven en el norte de Inglaterra, en ciudades como Sunderland y Wigan, dicen: ‘No quiero defender a Stuttgart o a Düsseldorf. Quiero defender a Wigan’.” En Wigan, un 64 por ciento votó a favor del Brexit. Era una zona industrial, que decayó antes de que el Reino Unido entrara en la Comunidad Europea, y ahora es un área deprimida. No es nada raro, por tanto, que si alguien les dice, como en efecto ocurriódurante la campaña, que sus intereses son los mismos que los de los trabajadores de Stuttgart, repliquen que lo único que les interesa es Wigan. Pero, ¿son nacionalistas por ello? Y más allá de Wigan, el de El camino a Wigan Pier, de George Orwell, ¿son nacionalistas ingleses los que votaron a favor del Brexit? No hay duda de que la campaña del Brexit pulsó los resortes del orgullo nacional. Pero, ¿hubiera tenido éxito sin el trasfondo de deterioro económico que sufren desde hace años ciertas zonas y la concurrencia de otros elementos, incluidos los errores de los partidarios de quedarse en la Unión? Lo que sí sabemos, lo sabemos bien en España, es que el nacionalismo, en épocas de crisis, puede congregar un voto de protesta más amplio que el de los nacionalistas strictu sensu. Igual sucede en otros lugares: los nacionalistas ponen el tren al que se suben muchos descontentos, aunque no compartan la ideología nacionalista, marcada por su ferocidad identitaria y su voluntad de exclusión del Otro. A mí, al contrario que a los de Wigan, me interesa Stuttgart. Y hoy me interesa para exponer una paradoja que anida en la oposición cosmopolitismo-nacionalismo como forma de explicar los seísmos políticos que vive Europa desde la Gran Recesión. Porque los de Stuttgart, en realidad, se han defendido muy bien. Eso es parte del problema. La idea de que la Unión Europea, y Bruselas en concreto, son agentes de la globalización, dominados por unas elites cosmopolitas distantes e indiferentes a las antiguas lealtades nacionales, no se compadece con lo sucedido. Los intereses nacionales han estado tan presentes como siempre, o más presentes que nunca, en la política europea para encarar la crisis. Alemania ha defendido los suyos y todos los demás han hecho lo mismo. Cierto que esa defensa del interés nacional no se ha llevado tan lejos como para provocar la implosión de la Eurozona y de la Unión, pero la historia de estos últimos años ha sido un constante y tenso tira y afloja entre ambas tendencias. Los denostados burócratas de Bruselas puede que compongan una élite cosmopolita y posnacional, pero los que toman las decisiones importantes no son ellos: son los gobiernos de los Estados miembros. Ni las élites europeas son todas cosmopolitas ni los contrarios a la UE son todos nacionalistas. Querer un Estado más protector no es sinónimo de nacionalismo, como tampoco lo es, necesariamente, la demanda de mayor control de las fronteras. Es tentador y sugerente sintetizar los conflictos actuales, en Europa o en EEUU, como un choque entre cosmopolitas y nacionalistas, pero visto más de cerca ese enfrentamiento tiende a difuminarse como un espejismo. Habrá que seguir explorando, admitir que aún no sabemos qué pasa. No sabemos siquiera si estamos ante un fenómeno global provocado por las mismas causas o si las élites intelectuales, esas sí muy cosmopolitas, están globalizando fenómenos que tienen motores distintos.
“La división entre cosmopolitas y nacionalistas definirá el siglo XXI”. Lo decía Michael Ignatieff en una entrevista dos semanas después del voto a favor del Brexit,
en la que trataba de dar las claves tanto de la decisión de los
británicos como del auge de líderes y movimientos políticos que se
nutren -a la vez que alimentan- un rechazo a los inmigrantes y se
posicionan, de una u otra forma, contra diversos efectos de la
globalización. Pero, ¿son el Brexit, el ascenso deDonald Trump o los
avances de partidos populistas en Europa los síntomas de una “revuelta
popular contra la globalización”, como escribía hace poco el
economista Dani Rodrik? ¿Y es el nacionalismo, como sostiene Ignatieff,
lo que está resurgiendo y nucleando a los perdedoresde la globalización, a los que no son cosmopolitas?
Donald Trump no ha sido buen empresario, pues redujo el capital que heredó; sin embargo, ha resultado uno de los mejores difusores de su imagen en la campaña para presidente. Trump era conocido sólo como un rico más en la ciudad de Nueva York y por algunos programas de televisión. Su principal objetivo, como lo sabe cualquiera que aspira a un puesto público de elección popular, es darse a conocer. Usted puede ser honesto, preparado y saber qué hacer para sacar a un país de la miseria y corrupción, pero si no es conocido, difícilmente ganará una elección. Por ello, algunos candidatos dicen: “que hablen de mí, aunque sea mal, lo importante es que la gente me conozca”.
El primer paso para seleccionar a un candidato en un partido es el porcentaje de electores que lo conocen, después ven sus cualidades, personalidad y otras atribuciones que les exige cada grupo político.
Trump adoptó la estrategia de expresar afirmaciones que causan controversia para darse a conocer: “Voy a construir un muro entre México y Estados Unidos y que los mexicanos lo paguen”, es una estupidez, y lo sabe Trump, pero le ha dado muchos votos, y no de los que quieren se construya el muro, sino de quienes lo criticaron, se manifestaron en su contra y le dieron mucha exposición en los medios masivos de comunicación.
Cuando Donald Trump dijo que va a terminar con el Tratado de Libre Comercio, es para engañar a obreros y sindicatos del partido demócrata, que consideran que el Tratado de Libre Comercio les quitó empleos. Trump olvida que el TLCAN le dio poder adquisitivo a los mexicanos, que es el país del mundo que gasta el mayor porcentaje de los dólares que recibe por las exportaciones a Estados Unidos en importaciones de Estados Unidos. Pero a Trump no le importa decir mentiras, sólo darse a conocer, que hablen de él y ganar las elecciones, eso es el populismo electoral.
Si no queremos ayudar a los populistas electorales, que los hay en casi todos los partidos y paises, no los critiquemos a ellos sino a las políticas que proponen, pues aunque no lo busquemos, cada vez que los insultamos o nos manifestamos contra ellos aumenta su popularidad y muy probablemente sus votos, y los acercamos al triunfo electoral.
Donald Trump no ha sido buen empresario, pues redujo
el capital que heredó; sin embargo, ha resultado uno de los mejores
difusores de su imagen en la campaña para presidente. Trump era conocido
sólo como un rico más en la ciudad de Nueva York y por algunos
programas de televisión. Su principal objetivo, como lo sabe cualquiera
que aspira a un puesto público de elección popular, es darse a conocer.
Bastante se ha estado hablando sobre lo acontecido en la Cumbre de Líderes de Estado de Norteamérica. El intercambio de opiniones ente el mandatario mexicano, Enrique Peña Nieto, y el estadounidense, Barack Obama, sobre el término “populismo” acabó por acaparar las notas principales en medios, redes sociales y conversaciones de pasillo en México. Ante la opinión pública generalizada, el mandatario mexicano fue el que salió peor librado. En este sentido, Peña Nieto trató de criticar y atacar al populismo y el mandatario de la nación más poderosa del mundo le contestó de manera sutil que, no sólo el populismo no es malo, sino que él mismo se definía como populista.
Imaginando lo que pasaba por la mente de Peña Nieto, me atrevo a afirmar que vio una oportunidad única y pensó que hablar de demagogia y populismo sería una manera de atacar a los virtuales candidatos opositores a la presidencia de México y Estados Unidos respectivamente: Andrés Manuel López Obrador y Donald Trump. “Destruyen todo lo que ha costado décadas construir. Son liderazgos que venden respuestas fáciles a los problemas del mundo. Pero nada es así de simple y sencillo: gobernar es complejo y difícil”, afirmó el presidente mexicano. Peña Nieto hablaba del populismo como generalmente se entiende en América Latina, es decir, una estrategia política indisociable de la demagogia. Hablaba de ese populismo que consiste en basar éxitos políticos en carisma y personalidades bonachonas y en vender soluciones que parecen atractivas y que entusiasman a las masas, pero que en la práctica son inoperantes y sólo conducen a los terrenos de corrupción, crisis de Estado de Derecho y una notable dependencia gubernamental de los ciudadanos. Hablaba no sólo del populismo que abanderan Trump y AMLO, sino también del de Evo, Maduro, Kirchner, Dilma, Bachelet, Iglesias y Castro. Peña Nieto tiene razón en algo: gobernar no es sencillo porque no existen soluciones mágicas. Aquellos gobernantes que dicen tener la receta para generar bienestar social, generalmente basan sus propuestas en falacias tanto económicas como políticas, por lo que tienen que recurrir a su carisma, la promesa siempre incumplida de un futuro inmediato mucho más alentador, represión, sistemas de movilización masiva artificial y simulación, para poder mantenerse en el poder. Sin embargo, la reciente bandera antipopulista de Peña Nieto no termina de cuadrar a los ojos de los ciudadanos, quienes no olvidamos que la campaña mediática que lo catapultó a la presidencia se basó principalmente en su apariencia física, su peinado de moda o su romance con una conocida actriz de telenovelas, así como tampoco podemos ignorar que el partido del que forma parte, el PRI, es históricamente el padre institucional del populismo en México. Pareciera ser que su cruzada contra el populismo es fruto más de una coyuntura política y parte de una estrategia mediática que realmente de su convicción o creencias socioeconómicas. Todo parecía indicar que el escenario era perfecto para que Obama secundara las declaraciones del presidente mexicano, sin embargo, para sorpresa de todos, afirmó que no estaba de acuerdo con el uso del término “populismo” que Peña Nieto estaba proponiendo. “No estoy de acuerdo en que la retórica a la que se refieren sea populista. Las personas siempre me han importado. Quiero que todos en Estados Unidos tengan las mismas oportunidades que yo disfruté. Me preocupo por los pobres que trabajan duro y no tienen oportunidades de progresar. Me preocupo por los trabajadores para que tengan una voz colectiva: de que los niños reciban una buena educación, de que haya un sistema tributario justo y de que los beneficiados por esta sociedad, como yo, paguen más para que otros puedan tener esas oportunidades. Con eso se podría decir que yo soy populista”, afirmó Barack Obama. Está claro que hay diferencias marcadas entre las dos visiones de populismo. Obama piensa en un populista como una persona que vela por los pobres, que ha dedicado su vida a causas populares, que tiene empatía ante los más desfavorecidos y que busca la manera de mejorar sus condiciones de vida. Sin embargo, cuando habla de posibles soluciones y cuando analizamos sus políticas, nos damos cuenta de que efectivamente Obama entra en el campo del populismo en cualquiera de sus definiciones. Pretender combatir la pobreza mediante redistribución de riqueza en vez de su creación, proponer impuestos progresivos que eventualmente desincentivarían la inversión y la actividad empresarial, hablar de voces “colectivas” que son objetivamente imposibles y básicamente proponer al Gobierno como solución a la mayoría de los problemas de sus individuos son medidas simplistas y, efectivamente, populistas bajo cualquier óptica. Por lo tanto, se podría concluir que este intercambio de ideas no fue más que una discusión semántica entre populistas sobre cuál debería ser la connotación que se le debe dar al polémico concepto. La gran diferencia entre Obama y Peña Nieto es que el primero es popular (diferente a populista) mientras que el segundo atraviesa por un momento en el que su imagen está muy dañada y goza de poca aceptación; es por esto que casi automáticamente la mayoría tiende a valorar más la opinión del primero. Si entendemos el populismo como lo hace Obama, entonces es verdad que necesitamos gente involucrada en política sensible a los problemas de los más pobres, gente que se preocupe por ellos y que busque la forma de generar condiciones de igualdad de oportunidades. El problema surge cuando venimos a la cuestión de las soluciones, allí entonces habría que darle la razón a Peña Nieto, la cuestión no es sencilla ni podemos seguir comprando soluciones mágicas, mucho menos si provienen del Estado, como las que propone Obama. En estos tiempos debemos tener cuidado con la retórica y el lenguaje que utilizamos. El populismo y la demagogia han tenido resultados desastrosos en las sociedades y economías latinoamericanas y no podemos cerrar los ojos ante esta realidad sólo porque Obama, que es popular, se ostenta de ser un “orgulloso populista”. Celebrar estas declaraciones en México es empoderar mediáticamente a personajes populistas y altamente peligrosos para nuestro desarrollo y progreso como individuos y como nación.
Bastante se ha estado hablando sobre lo acontecido en la Cumbre de
Líderes de Estado de Norteamérica. El intercambio de opiniones ente el
mandatario mexicano, Enrique Peña Nieto, y el estadounidense, Barack Obama, sobre el término “populismo” acabó por acaparar las notas principales en medios, redes sociales y conversaciones de pasillo en México.
Ante la opinión pública generalizada, el mandatario mexicano fue el
que salió peor librado. En este sentido, Peña Nieto trató de criticar y
atacar al populismo y el mandatario de la nación más poderosa del mundo
le contestó de manera sutil que, no sólo el populismo no es malo, sino
que él mismo se definía como populista.
“La división entre cosmopolitas y nacionalistas definirá el siglo XXI”. Lo decía Michael Ignatieff en una entrevista dos semanas después del voto a favor del Brexit, en la que trataba de dar las claves tanto de la decisión de los británicos como del auge de líderes y movimientos políticos que se nutren -a la vez que alimentan- un rechazo a los inmigrantes y se posicionan, de una u otra forma, contra diversos efectos de la globalización. Pero, ¿son el Brexit, el ascenso deDonald Trump o los avances de partidos populistas en Europa los síntomas de una “revuelta popular contra la globalización”, como escribía hace poco el economista Dani Rodrik? ¿Y es el nacionalismo, como sostiene Ignatieff, lo que está resurgiendo y nucleando a los perdedoresde la globalización, a los que no son cosmopolitas?
Ignatieff ya apuntaba ese choque entre cosmopolitas y nacionalistas en un libro de los años 90 que recogía sus viajes por países donde las pasiones nacionalistas estaban en el origen de guerras (la antigua Yugoslavia), terrorismo (Irlanda del Norte) o conflictos como el de Quebec, entre otros. Sangre y pertenencia. Viajes al nuevo nacionalismo, se titulaba la obra. En su prólogo el autor confesaba que durante muchos años había pensado que la corriente favorecía a los cosmopolitas como él, pero que luego concluyó que “el globalismo […] sólo permite una conciencia posnacional a aquellos cosmopolitas que tienen la fortuna de vivir en el opulento Occidente.” Y añadía: “El cosmopolitismo es un privilegio de aquellos que pueden dar por garantizado un estado nación seguro. […] un espíritu cosmopolita y posnacional siempre va a depender en última instancia de la capacidad de los estados nación de proporcionar protección y orden a sus ciudadanos.” El eco de aquella idea resuena en su opinión sobre el Brexit, cuando dice que la globalización y el mundo sin fronteras “han sido geniales para las personas educadas y los jóvenes que se mueven de un lugar a otro, hablan varios idiomas y son multiculturales”, pero muy difíciles para la gente “cuyos trabajos están atados a una comunidad, cuya movilidad se limita por su nivel de educación o también para aquellos que son leales y apegados a su comunidad, su localidad y su lugar de nacimiento.” Los cosmopolitas, continuaba, se sorprenden de que la mayoría no piense como ellos, y “es por eso que tampoco entienden por qué las personas que viven en el norte de Inglaterra, en ciudades como Sunderland y Wigan, dicen: ‘No quiero defender a Stuttgart o a Düsseldorf. Quiero defender a Wigan’.” En Wigan, un 64 por ciento votó a favor del Brexit. Era una zona industrial, que decayó antes de que el Reino Unido entrara en la Comunidad Europea, y ahora es un área deprimida. No es nada raro, por tanto, que si alguien les dice, como en efecto ocurriódurante la campaña, que sus intereses son los mismos que los de los trabajadores de Stuttgart, repliquen que lo único que les interesa es Wigan. Pero, ¿son nacionalistas por ello? Y más allá de Wigan, el de El camino a Wigan Pier, de George Orwell, ¿son nacionalistas ingleses los que votaron a favor del Brexit? No hay duda de que la campaña del Brexit pulsó los resortes del orgullo nacional. Pero, ¿hubiera tenido éxito sin el trasfondo de deterioro económico que sufren desde hace años ciertas zonas y la concurrencia de otros elementos, incluidos los errores de los partidarios de quedarse en la Unión? Lo que sí sabemos, lo sabemos bien en España, es que el nacionalismo, en épocas de crisis, puede congregar un voto de protesta más amplio que el de los nacionalistas strictu sensu. Igual sucede en otros lugares: los nacionalistas ponen el tren al que se suben muchos descontentos, aunque no compartan la ideología nacionalista, marcada por su ferocidad identitaria y su voluntad de exclusión del Otro. A mí, al contrario que a los de Wigan, me interesa Stuttgart. Y hoy me interesa para exponer una paradoja que anida en la oposición cosmopolitismo-nacionalismo como forma de explicar los seísmos políticos que vive Europa desde la Gran Recesión. Porque los de Stuttgart, en realidad, se han defendido muy bien. Eso es parte del problema. La idea de que la Unión Europea, y Bruselas en concreto, son agentes de la globalización, dominados por unas elites cosmopolitas distantes e indiferentes a las antiguas lealtades nacionales, no se compadece con lo sucedido. Los intereses nacionales han estado tan presentes como siempre, o más presentes que nunca, en la política europea para encarar la crisis. Alemania ha defendido los suyos y todos los demás han hecho lo mismo. Cierto que esa defensa del interés nacional no se ha llevado tan lejos como para provocar la implosión de la Eurozona y de la Unión, pero la historia de estos últimos años ha sido un constante y tenso tira y afloja entre ambas tendencias. Los denostados burócratas de Bruselas puede que compongan una élite cosmopolita y posnacional, pero los que toman las decisiones importantes no son ellos: son los gobiernos de los Estados miembros. Ni las élites europeas son todas cosmopolitas ni los contrarios a la UE son todos nacionalistas. Querer un Estado más protector no es sinónimo de nacionalismo, como tampoco lo es, necesariamente, la demanda de mayor control de las fronteras. Es tentador y sugerente sintetizar los conflictos actuales, en Europa o en EEUU, como un choque entre cosmopolitas y nacionalistas, pero visto más de cerca ese enfrentamiento tiende a difuminarse como un espejismo. Habrá que seguir explorando, admitir que aún no sabemos qué pasa. No sabemos siquiera si estamos ante un fenómeno global provocado por las mismas causas o si las élites intelectuales, esas sí muy cosmopolitas, están globalizando fenómenos que tienen motores distintos.
“La división entre cosmopolitas y nacionalistas definirá el siglo XXI”. Lo decía Michael Ignatieff en una entrevista dos semanas después del voto a favor del Brexit,
en la que trataba de dar las claves tanto de la decisión de los
británicos como del auge de líderes y movimientos políticos que se
nutren -a la vez que alimentan- un rechazo a los inmigrantes y se
posicionan, de una u otra forma, contra diversos efectos de la
globalización. Pero, ¿son el Brexit, el ascenso deDonald Trump o los
avances de partidos populistas en Europa los síntomas de una “revuelta
popular contra la globalización”, como escribía hace poco el
economista Dani Rodrik? ¿Y es el nacionalismo, como sostiene Ignatieff,
lo que está resurgiendo y nucleando a los perdedoresde la globalización, a los que no son cosmopolitas?
Por Alexandra Domínguez Esta es la última reflexión de este tema, espero que las siguientes respuestas no sean nefastas — Exclamó la Licenciada en la última cátedra que teníamos en jornada vespertina—. Mientras tanto, sabíamos que la clave para concluir la exhausta jornada, era responder correctamente la siguiente pregunta: ¿Qué hubiese hecho usted si hubiera vivido en la época de la revolución industrial en su país y lo hubiesen despedido injustificadamente? Los alumnos perplejos pensaban en silencio, no se atrevían a responder, pues temían a equivocarse, un error garrafal era motivo de humillación total frente toda la cátedra por ello. Algunos esquivaban la mirada, observaban el celular para contar los minutos restantes y los valientes alzaron alguna que otra voz para decir que optarían por buscar otras opciones de empleo.
La catedrática, en son de disgusto y euforia, prorrumpió severamente hacia nosotros. Lamentó no haberse quedado dando clases en Argentina, pues a los guatemaltecos nunca se nos cruzaría en mente alguna forma de sindicato u organización para evitar abusos por las autoridades haciéndose valer nuestros derechos. La realidad y lo que nos concierne de estos grupos de “organización” para la mayoría de guatemaltecos, es que existe un rechazo inminente. Esto, porque los sindicatos en la actualidad son advertidos como una aberración política improductiva, valiéndose por la inmunidad constitucional y gozando de la reputación de corrupción. Pero para el resto de países latinoamericanos se desenvolvió de manera distinta. Los sindicatos fueron creados en principio por el interés de cambiar un sistema que no respondía las demandas de la sociedad. Los movimientos populares tuvieron un auge importante en toda la región desde 1950. El populismo fue particular en América Latina y es un fenómeno propiamente de nosotros y del movimiento sindical. Este se habría dado en el momento histórico determinado por las consecuencias inmediatas de la crisis de 1930 y la segunda Guerra Mundial. Este debe ser comprendido por el contexto del proceso de infortunio y crisis económica que pasaban los países que dependían de la economía exterior. Esta forma de hacer política fue necesaria para salir de la crisis. Con la ideología del nacionalismo, la incentivación de la compra de productos nacionales, vender a el Estado como un “estado de compromiso” y al mismo tiempo un “estado de masas”, pudieron en últimas instancias ser la expresión misma de la creciente presión popular. Nadie duda que los movimientos políticos, líderes e ideologías populistas representen una etapa fundamental en la historia de América Latina. Este fenómeno se relaciona con la comprensión de una transformación de un modo profundo de composición de la sociedad, pues la unidad nacional y el equilibrio de las diferentes fuerzas sociales dirigían la nación por encima de las oligarquías como sucedió en Brasil. Estos sucesos recrearon la estructura de clases de la sociedad latinoamericana y la configuración de un sistema que no daría lugar a radicalismos propuestos anteriormente.
Los gobiernos populistas como los de Juan Perón en la Argentina (1946-55), de Getulio Vargas (1930-45/ 1951-54) en Brasil, Lázaro Cárdenas en México (1934-40) Hernán Suazo en Bolivia (1956-60) entre otros, lograron que a partir de allí surgiera el alzamiento de voces del pueblo, los sindicatos y los modos de organización social. Con ello se crearon los Ministerios de trabajo, industria y comercio. El gobierno reglamentó los sindicatos, y se logró que existiera un salario mínimo, vacaciones, estabilidad laboral, educación gratuita, salud pública, indemnizaciones por despido, jubilaciones, pensiones, convenciones colectivas de trabajo, ampliación del sufragio universal (voto femenino) etc. Pero no todo terminó en color de rosas, los que critican el populismo están en lo cierto, en materia social se articuló al Estado perfectamente por demandas sociales correspondidas pero en materia económica. Surgió de nuevo una ruptura política financiera, pues no supieron administrar los ingresos por ofrecer y mantener la imagen de líder carismático como factores fundamentales de la comprensión del fenómeno. La diferencia del populismo actual con el de la época ya mencionada es que la manipulación de las masas de parte del líder corresponde a una satisfacción de aspiraciones largamente esperadas. Así que el líder populista de los años 50s manipula a las masas para que ellas se encuadren dentro de los límites de impuestos y también activa mecanismos de satisfacción de viejas aspiraciones como por ejemplo la legislación social. Por otro lado, el líder populista actual juega con las pasiones del pueblo, y al llegar al poder se corrompe y no existe un desarrollo de la política como tal, sino más bien un retroceso. Importante recalcar que no se debe confundir ni desinformar a la multitud de lo que fue para Latinoamérica el populismo, ya que como cualquier procesos histórico tiene sus pros y sus contras. Pues, teniendo en cuenta la pugna de la ideología marxista en Latinoamérica, los conflictos sociales eran imprescindibles, ya que se deseaba una alianza entre el capital y el trabajo. Comprendiendo este fenómeno hasta nuestros días, se debe interpretar que fue un avance hacia la democracia. Los proyectos de transformación para integrar a la sociedad, la activación de la industria nacional y una política de círculos impulsaron los procesos sociales fundamentales hasta nuestros días.
Por Alexandra Domínguez Esta es la última reflexión de este tema, espero
que las siguientes respuestas no sean nefastas — Exclamó la Licenciada
en la última cátedra que teníamos en jornada vespertina—. Mientras
tanto, sabíamos que la clave para concluir la exhausta jornada, era
responder correctamente la siguiente pregunta: ¿Qué hubiese hecho usted
si hubiera vivido en la época de la revolución industrial en su país y lo hubiesen despedido injustificadamente?
Los alumnos perplejos pensaban en silencio, no se atrevían a
responder, pues temían a equivocarse, un error garrafal era motivo de
humillación total frente toda la cátedra por ello. Algunos esquivaban la
mirada, observaban el celular para contar los minutos restantes y los
valientes alzaron alguna que otra voz para decir que optarían por buscar
otras opciones de empleo.
Las víctimas son siempre ellos, los totalitarios. Cristina Fernández afirma ser víctima de persecución judicial. La expresidenta brasileña Dilma Rousseff, por su parte, también hace uso del término “víctima”, pero en su caso la “victimaria” es la injusticia. Nicolás Maduro, con todos sus muertos, con todo su hambre, con toda su escasez, con todos sus presos políticos, con toda su represión, también es – ¡por supuesto!- víctima. ¿Quién lo pone en tal lamentable situación? No caben dudas: la derecha y el imperialismo. Similares son las acusaciones del presidente boliviano Evo Morales, que ha declarado ser víctima de Estados Unidos y sus infinitos planes macabros que buscan destruirlo a él y a toda América Latina. El vicepresidente uruguayo Raúl Sendic, que tiene el muy dudoso récord de haber fundido un monopolio estatal, es… ¡adivinan! ¡Víctima! El monstruo detrás de Sendic es una “campaña feroz”.
Queda claro que la izquierda tiene serios problemas a la hora de reconocer sus errores. A los horrores, como es de esperar, ni los nombra. Y si hubiese, por casualidad o golpe de suerte, un acierto, les será recordado a sus ciudadanos hasta el confín de los tiempos: no sea que nadie tenga la imprudencia o el descuido de olvidarse de un tino – mucho menos, viniendo de pobres víctimas. Fuera de todo lo jocoso que estas declaraciones puedan resultar en un principio, y las más que comprensibles ganas de esbozar una sonrisa al leerlas, lo cierto es que de graciosas tienen poco. Desde el momento en el que existen víctimas reales (que son, en su mayoría, anónimas, que no se defienden ante medios internacionales, ni parlamentos, ni cosa parecida) la gracia y el chiste se esfuman cual riqueza y productividad en un país socialista. En Argentina, durante la oscura “era K” más de un millón de personas vivieron en la pobreza extrema. Hay que hacer particular énfasis en el adjetivo “extrema”, ya que “simplemente pobres” hubo, naturalmente, muchos más. Ella, la voz del pueblo y los indefensos. No hablemos de la limitada libertad de expresión durante su ¿reinado? y el de su marido, ni de fiscales muertos, ni de la vergonzosa corrupción que inundó Argentina. No, no, la víctima no fue Nisman, fue Cristina. ¿Qué es Petrobrás? ¿Qué son 8.400 millones de dólares en transacciones dudosas? ¿Qué importancia tiene el enriquecimiento ilícito de medio PT, su partido? Es evidente, quizás sólo para los ojos de Lula Da Silva y de algunos puñado de fanáticos, que Dilma no estaba al tanto. Como si fuese poco, pobre mujer, fue víctima de una figura legal que ni siquiera existe en la constitución brasileña ¡el impeachment! Por supuesto que cuando el PT exigió el impeachment de Color de Mello, éste sí era válido. Cuando el PT pidió el impeachment contra Itamar Franco, nada de malo ni ilegal había en tal proceso. ¿Es que no lo saben? Ahora el impeachment es cosa de gringos, y lo que ocurrió en Brasil es un claro y llano golpe de estado. ¡Pobre Dilma! Bolivia llega a récords históricos en su deuda externa, todo de la mano de Evo Morales (a quien se lo ha llegado a describir como “autócrata bueno” como si tal cosa existiese) pero claramente la víctima es el mismísimo Evo, al que con seguridad atacan por sus pobres orígenes, por ser indígena y no ostentar títulos universitarios. El 75% de los venezolanos vive en la pobreza e incluso así, la falta de medicinas y alimentos es sólo una parte de la paupérrima situación que viven los venezolanos, amenazados por la inseguridad y la falta de libertades básicas. Pero claro, ¡pobre Maduro! ¿Quién lo manda a pelear contra el enemigo todopoderoso que es y será el imperio? Nadie lo ve, pero Nicolás Maduro es en realidad Luke Skywalker. En Uruguay, un 9.7% de sus habitantes vive debajo de la línea de pobreza. En el particular caso de la nación oriental, no hay que olvidar que hablamos de un país con poco más de tres millones de habitantes. El 9.7% cobra ahora otra fuerza, otro valor. Y no tiene nada que envidiarle a Brasil con su escándalo petrolero: Uruguay tiene a ANCAP, habiendo perdido, en su cénit, más de medio millón de dólares por día. Quien alguna vez fuera su director (ahora devenido en vicepresidente) no tuvo consecuencia política alguna. Nadie le pidió una renuncia, o una explicación siquiera. Sin embargo, él es víctima. Cuando los gobernantes fallan al reconocer a las verdaderas víctimas (que son siempre los ciudadanos) es de prever que falló ya en mucho y fallará en todo lo demás. ¿Cuántos gobernantes han hecho mea culpa? Pocos, es cierto, pero cuando la ausencia de autocrítica viene de la izquierda, del socialismo y el comunismo, que se autoproclaman defensores del pueblo y los pobres, la corrupción duele el triple. La miseria también. Cuando son ellos la causa de tales males, todo cobra otras dimensiones. Si detestan tanto el capital, habría que preguntarse, ¿entonces por qué lo roban o despilfarran? Leer a tales personajes, muchos de ellos aún en el poder, describiéndose como víctimas sólo se hace digerible a través de cierta cuota de sarcasmo. Pero reitero, para las verdaderas víctimas (que existen y son millones) no hay nada de chistoso
Las víctimas son siempre ellos, los totalitarios. Cristina Fernández afirma ser víctima de persecución judicial. La expresidenta brasileña Dilma Rousseff, por su parte, también hace uso del término “víctima”, pero en su caso la “victimaria” es la injusticia.
Nicolás Maduro, con todos sus muertos, con todo su hambre, con toda su
escasez, con todos sus presos políticos, con toda su represión, también
es – ¡por supuesto!- víctima. ¿Quién lo pone en tal lamentable
situación? No caben dudas: la derecha y el imperialismo.
Similares son las acusaciones del presidente boliviano Evo Morales, que ha declarado ser víctima de Estados Unidos y sus infinitos planes macabros que buscan destruirlo a él y a toda América Latina.
El vicepresidente uruguayo Raúl Sendic, que tiene el muy dudoso
récord de haber fundido un monopolio estatal, es… ¡adivinan! ¡Víctima!
El monstruo detrás de Sendic es una “campaña feroz”.
Resulta asombroso el parecido entre el expresidente uruguayo “Pepe” Mujica con Ellsworth Monkton Toohey, uno de los protagonistas de El Manantial. Su autora Ayn Rand pone en boca del siniestro personaje el siguiente pensamiento: “Es tan inocente, que cree que las personas se mueven principalmente por dinero”. La gente no percibe que hay una adicción más poderosa, que es la ambición de poder. Para obtenerlo, hay que realizar una “perspectiva filosófica” de los problemas que agitan al mundo. Mediante ella, se transmuta el significado de las palabras hasta el punto de desnaturalizarlas. Por ejemplo, afirmando que trabajando menos se “gana” vida.
Son personas vanidosas que suelen tener complejo de inferioridad. Por eso, su “arma de lucha” es desvalorizar a los más instruidos, capaces, creadores, trabajadores y emprendedores. Su objetivo es el control mental de las masas para gobernarlas en forma absoluta. Seducen mediante las palabras y es por eso que su auditorio desestima las inconsistencias, vaguedades o falacias de su discurso. Alrededor del mundo se admira a Mujica. Llena estadios enteros cada vez que da una conferencia. Muchas de las medidas que impulsó fueron noticia en los medios internacionales. Sin embargo, pocos le han prestado atención a las calamidades que produjeron una vez que se apagaron los focos y los micrófonos. Mencionaremos algunas de ellas Siendo presidente de la República, en 2010 Mujica impulsó la plantación de azúcar en Uruguay, que no es un país apto para tal cultivo. Como forma de darle rentabilidad construyó una planta generadora de energía eléctrica de Alcoholes del Uruguay (ALUR). Más tarde se edificaron dos plantas de biodisel como parte de ese proyecto. En la inauguración de una de las plantas, Mujica, agradeció a “quienes en los años de incredulidad se batieron intelectualmente por sostener la caña de azúcar en un país que apostaba a liquidarla porque estaba priorizando otras cosas que sucedían en el mundo”. Agradeció a su “querido compañero” Hugo Chávez por el apoyo económico a esta iniciativa. Mediante la aprobación de la ley de combustibles, se obligó a ANCAP –la petrolera monopólica estatal- a comprar toda la producción de ALUR. De ese modo un emprendimiento caprichoso, exhibía en sus balances unos ingresos formidables. Pero en estos días los uruguayos nos “desayunamos” con la noticia de que el negocio sucro-alcoholero ha sido ruinoso para el país. Para crear la ilusión de que era rentable, ANCAP le pagaba a ALUR por el bioetanol el triple de su cotización internacional. Asimismo se supo que sus gerentes perciben sueldos que van desde U$S 6.200 hasta U$S 10.857 mensuales. En cambio los cañeros trabajando 12 horas diarias cobran U$S 425,50 por quincena. Actualmente ANCAP y ALUR (91 % de sus acciones pertenecen a ANCAP y 9 % a Petróleos de Venezuela) están siendo investigadas en el juzgado especializado en el crimen organizado, por presuntos casos de corrupción. La jueza a cargo autorizó el levantamiento de los secretos bancario y fiscal de todos sus directores, gerentes generales, jerarcas y de las empresas que negociaron con el organismo entre el 2005 y 2015.
Por otra parte, poco antes de dejar la presidencia en marzo de 2015, Mujica impulsó la condonación de la deuda que Cuba mantenía con Uruguay, que rondaba los U$S 31,5 millones más intereses. Se aprobó tal medida con el argumento de ser “solidarios” con el régimen cubano. La administración Mujica dejó un brutal déficit fiscal. Constituye una inmoralidad perdonarle la deuda a los “camaradas” y simultáneamente, doblarle la espalda con tributos a los compatriotas; prueba palpable de por donde pasa su “solidaridad”. Los uruguayos padecen aumentos constantes de los impuestos y de las tarifas de los servicios públicos monopólicos estatales. El colmo ha sido que los combustibles han bajado pronunciadamente en todo el mundo menos en Uruguay, donde incluso han aumentado. Otro indicador revelador es la asfixia económica a la que están sometiendo al Poder Judicial. Mujica tuvo duros enfrentamientos con la Suprema Corte debido a que le declaró inconstitucionales varias leyes por él promovidas; varias atacaban a la propiedad privada. Será por casualidad, pero el Judicial no tuvo incrementos presupuestales en las últimas dos Rendiciones de Cuentas del gobierno de Mujica ni en el Presupuesto actual de Tabaré Vázquez. El presidente de la Corte Ricardo Pérez Manrique alertó: “Nos manejamos con valores de 2010 y es obvio que los fondos son absolutamente insuficientes para mantener un servicio normal”. La “perla” del collar de las iniciativas tan promocionadas ha sido la “escuela del Pepe”. Esa escuela agraria se inauguró en marzo de 2015 a instancias de Mujica que donó el terreno. En el evento de apertura confluyó una multitud de periodistas y estuvo presente el cineasta ruso Emir Kusturica, que filmaba un documental sobre Mujica. En su discurso Mujica expresó: “Ninguna de estas cosas transforma el mundo, se precisan miles de estas. Cada uno en su esfera tiene que hacer algo por los demás, esto es una invitación a la solidaridad”. Año y medio después de ser inaugurada, la escuela debió suspender sus clases porque las aguas servidas inundaron los salones de clase. Hay consenso en que buena parte de los problemas se originan en la improvisación de constituir un centro educativo en un galpón, que no reúne las condiciones para funcionar como escuela. Las instalaciones son precarias, no cuenta con saneamiento, tiene problemas eléctricos y los talleres no tienen buena iluminación. Para el lanzamiento se habían acondicionado las instalaciones en forma precaria, pero en cuanto fueron utilizadas en forma continua, los problemas de fondo comenzaron a aflorar. Entre ellos, que la materia fecal inunda los salones de clase cada vez que llueve mucho. La ideología defendida por Mujica es aquella que impulsa un mundo donde nadie pueda destacarse sobre los demás por sus virtudes y talentos. Se la presenta como una ética de elevado orden moral. Los entusiastas de la “filosofía Mujica” deberían reflexionar sobre lo que Ayn Rand alerta: “Los líderes de los movimientos colectivistas no piden nada para sí mismos. Pero miren los resultados.”
Resulta asombroso el parecido entre el expresidente uruguayo “Pepe”
Mujica con Ellsworth Monkton Toohey, uno de los protagonistas de El Manantial.
Su autora Ayn Rand pone en boca del siniestro personaje el siguiente
pensamiento: “Es tan inocente, que cree que las personas se mueven
principalmente por dinero”.
La gente no percibe que hay una adicción más poderosa, que es la
ambición de poder. Para obtenerlo, hay que realizar una “perspectiva
filosófica” de los problemas que agitan al mundo. Mediante ella, se
transmuta el significado de las palabras hasta el punto de
desnaturalizarlas. Por ejemplo, afirmando que trabajando menos se “gana” vida.