Edmund S. Phelps
Edmund S. Phelps, the 2006 Nobel laureate in economics, is Director of the Center on Capitalism and Society at Columbia University and author of Mass Flourishing.
Saifedean Ammous
Saifedean Ammous is a lecturer in economics at the Lebanese American University.
NUEVA YORK – Se vuelve a preguntar por el futuro del capitalismo. ¿Sobrevivirá a la presente crisis en su forma actual? En caso de que no, ¿se transformará o tomará la iniciativa el Estado?
El término “capitalismo” solía significar un sistema económico en el que el capital y su comercio eran de propiedad privada; correspondía a los propietarios del capital decidir la forma mejor de usarlo y podían recurrir a las previsiones y las ideas creativas de los empresarios y de los pensadores innovadores. Dicho sistema de libertad y responsabilidad individuales daba poco margen para que el Estado influyera en la adopción de decisiones económicas: el éxito significaba beneficios; el fracaso; pérdidas. Las empresas podían existir sólo mientras los individuos libres accedieran a comprar sus productos y, de lo contrario, habían de cerrar rápidamente.
El capitalismo llegó a ser un triunfador mundial en el siglo XIX, cuando desarrolló capacidades para la innovación endémica. Las sociedades que adoptaron el sistema capitalista obtuvieron una prosperidad inigualada, gozaron de una generalizada satisfacción laboral, consiguieron un aumento de la productividad que maravilló al mundo y acabaron con la privación en masa.
Ahora el sistema capitalista se ha corrompido. El Estado gestor ha asumido el cometido de ocuparse de todo: desde los ingresos de la clase media hasta los beneficios de las grandes empresas y el progreso industrial. Sin embargo, el sistema no es capitalismo, sino un orden económico que se remonta a Bismark, al final del siglo XIX, y a Mussolini, en el siglo XX: el corporativismo.
En sus diversas formas, el corporativismo ahoga el dinamismo que contribuye al trabajo atractivo, un crecimiento económico más rápido, mayores oportunidades y menos exclusión. Mantiene empresas letárgicas, despilfarradoras, improductivas y bien relacionadas con el poder a expensas de emprendedores dinámicos y ajenos a él y prefiere objetivos declarados, como, por ejemplo, la industrialización, el desarrollo económico y la grandeza nacional, a la libertad económica y la responsabilidad de los individuos. En la actualidad, se ha llegado a considerar que compañías aéreas, fabricantes de automóviles, empresas agrarias, medios de comunicación, bancos de inversión, fondos de cobertura y muchos más eran demasiado importantes para afrontar por sí solos el mercado libre, por lo que han recibido ayudas del Estado en nombre del “bien público”.
Los costos del corporativismo resultan aparentes a nuestro alrededor: empresas disfuncionales que sobreviven pese a su flagrante incapacidad para servir a sus clientes; economías escleróticas con un lento aumento de la producción; escasez de trabajo atractivo y de oportunidades para los jóvenes; Estados en quiebra por las medidas adoptadas para paliar esos problemas y una concentración en aumento de la riqueza en manos de quienes están lo suficientemente bien relacionados para beneficiarse del pacto corporativista.
Esa substitución del poder de los propietarios y los innovadores por el de los funcionarios estatales es la antítesis del capitalismo y, sin embargo, los defensores y los beneficiarios de este sistema tienen la temeridad de reprochar todos esos fracasos al “imprudente capitalismo” y a la “falta de regulación”, que, según sostienen, necesita mayor supervisión y reglamentación, lo que significa, en realidad, más corporativismo y favoritismo estatal.
Parece improbable que un sistema tan desastroso sea sostenible. El modelo corporativista carece de sentido para las generaciones jóvenes que se han criado usando Internet, el mercado de mercancías e ideas más libre del mundo. El éxito y el fracaso de las empresas en Internet es la mejor publicidad para el mercado libre: los sitios web de redes sociales, por ejemplo, ascienden y caen casi instantáneamente, según sirvan bien o no a sus clientes.
Sitios como, por ejemplo, Friendster y MySpace intentaron conseguir beneficios suplementarios comprometiendo la intimidad de sus usuarios y fueron castigados instantáneamente con el abandono de los usuarios, que optaron por competidores más seguros como Facebook y Twitter. No hizo falta reglamentación estatal alguna para llevar a cabo esa transición; de hecho, si los modernos Estados corporativistas hubieran intentado hacerlo, actualmente estarían apoyando a MySpace con dólares de los contribuyentes y haciendo campaña con la promesa de “reformar” sus características en materia de intimidad.
Internet, como mercado de ideas en gran medida libre, no ha tenido piedad con el corporativismo. Las personas que se criaron con su descentralización y libre competencia de ideas han de considerar ajena a ellas la idea del apoyo estatal a las grandes empresas e industrias. Muchos son los que en los medios de comunicación tradicionales repiten la antigua consigna de que “lo que es bueno para la empresa X es bueno para los Estados Unidos”, pero no es probable que semejante consigna tenga demasiados seguidores en Twitter.
La legitimidad del corporativismo se está erosionando, junto con la salud fiscal de los gobiernos que han contado con él. Si los políticos no pueden revocarlo, el corporativismo se destruirá a sí mismo y quedará enterrado bajo las deudas y las suspensiones de pagos y de los desacreditados escombros corporativistas podría resurgir un sistema capitalista. Entonces “capitalismo” tendría de nuevo su significado verdadero, en lugar del que le han atribuido los corporativistas que procuraban ocultarse tras él y los socialistas que deseaban denigrarlo.
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