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Wednesday, June 22, 2016

El corrupto progresismo

Roberto Cachanosky explica que el problema no es el gobierno de turno, sino un Estado progresista es un caldo de cultivo para la corrupción.

Roberto Cachanosky es Profesor titular de Economía Aplicada en el Master de Economía y Administración de ESEADE, profesor titular de Teoría Macroeconómica en el Master de Economía y Administración de CEYCE, y Columnista de temas económicos en el diario La Nación (Argentina).
Seguramente los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández pasarán a la historia como uno de los más corruptos de la historia argentina. Es puro verso eso de que con Néstor hubiese sido diferente. Néstor Kirchner fue el que armó toda la arquitectura para transformar el aparato estatal en un sistema de represión y persecución de quienes pensaban diferentes, y también construyó un sistema de corrupción como nunca se había visto, al menos en la Argentina contemporánea.
Si algo tenemos que aprender los argentinos de estos 12 oprobiosos años de kirchnerismo, es a desconfiar de todos aquellos que prometan utilizar el estado para implementar planes “sociales”, y regular la economía en beneficio de la sociedad.



Tampoco es casualidad que el gasto público haya llegado a niveles récord. El gasto público fue la fuente de corrupción que permitió implementar el latrocinio más grande que pueda recordarse de la historia económica para que unos pocos jerarcas "k" engrosaran guarangamente sus bolsillos al tiempo que hundían a la población en uno de los períodos de pobreza más profundos.
Con el argumento de la solidaridad social se lograron varios objetivos simultáneamente: (1) Manejar un monumental presupuesto “social” que dio lugar a los más variados actos de corrupción (sueños compartidos, Milagro Sala, etc.). (2) Crear una gran base de clientelismo político para asegurarse un piso de votos. O me votás o perdés el subsidio. Como la democracia se transformó en una carrera populista, el reparto de subsidios sociales se transformó en una base electoral importante. (3) Crear millones de puestos de “trabajo” a nivel nacional, provincial y municipal para tener otra base de votos cautivos. O me votas o perdés el trabajo. Finalmente, (4) una economía hiper regulada por la cual para poder realizar cualquier actividad el estado exige infinidad de formularios y aprobaciones de diferentes departamentos estatales. Estas regulaciones no tienen como función defender al consumidor como suele decirse, sino que el objetivo es poner barreras burocráticas a los que producen para forzarlos a pagar coimas para poder seguir avanzando produciendo. Un ejercicio al respecto lo hizo hace años Hernando de Soto, en Perú y se plasmó en el libro El otro sendero. La idea era ver cómo la burocracia peruana iba frenando toda iniciativa privada con el fin de coimear.
Manejar miles de millones de dólares en gasto público, encima manejarlos bajo la ley de emergencia económica que permite reasignar partidas presupuestarias por Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) sin que se discuta en el Congreso el uso de los fondos públicos, es el camino perfecto para disponer de abundantes fondos para el enriquecimiento ilícito.
La clave de todo el proceso de corrupción pasa, por un lado, por denostar la libre iniciativa privada y enaltecer a los “iluminados” políticos y burócratas que dicen saber elegir mejor que la misma gente qué le conviene a cada uno de nosotros. Ellos son seres superiores que tienen que decidir por nosotros.
Establecida esa supuesta superioridad del burócrata y del político en términos de qué, cuánto y a qué precios hay que producir y establecida la “superioridad” moral de los políticos sobre el resto de los humanos auto otorgándose el monopolio de la benevolencia, se arma el combo perfecto para regular la economía y coimear, llevar el gasto público con sentido progresista hasta niveles insospechados para construir el clientelismo político y la correspondiente caja y corrupción.
Quienes de buena fe dicen aplicar política progresistas no advierten que ese supuesto progresismo es el uso indiscriminado de fondos públicos que dan lugar a todo tipo de actos de corrupción. En el fondo es como si dijeran: no es malo el modelo kirchnerista, el problema no son las políticas sociales que aplicaron, que son buenas, sino que ellos son corruptos. Esto limita el debate a simplemente decir: el país no funciona porque los kirchneristas son corruptos y nosotros somos honestos.
Mi punto es que el debate no pasa por decir, ellos son malos y nosotros somos buenos, por lo tanto, haciendo lo mismo, nosotros vamos a tener éxito y ellos no porque nosotros somos honestos. El debate pasa por mostrar que el progresismo no solo es ineficiente como manera de administrar y construir un país, sino que además crea todas las condiciones necesarias para construir grandes bolsones de corrupción. El progresismo es el caldo de cultivo para la corrupción.
Por eso no me convence el argumento que el cambio viene con una mejor administración. Eso podría ocurrir si tuviésemos un estado que utiliza el monopolio de la fuerza solo para defender el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. En ese caso, solo habría que administrar unos pocos recursos para cumplir con las funciones básicas del estado.
Ahora si el estado va usar el monopolio de la fuerza para redistribuir compulsivamente los ingresos, para declarar arbitrariamente ganadores y perdedores en la economía y para manejar monumentales presupuestos, entonces caemos en el error de creer que alguien puede administrar eficientemente un sistema corrupto e ineficiente.
En síntesis, el verdadero cambio no consiste en administrar mejor un sistema ineficiente y corrupto. El verdadero cambio pasa por terminar con ese “progresismo” con sentido “social” que es corrupto por definición y ensayar con la libertad, que al limitar el poder del estado, limita el campo de corrupción en el que pueden incurrir los políticos. Además de ser superior en términos de crecimiento económico, distribución el ingreso y calidad de vida de la población.

El corrupto progresismo

Roberto Cachanosky explica que el problema no es el gobierno de turno, sino un Estado progresista es un caldo de cultivo para la corrupción.

Roberto Cachanosky es Profesor titular de Economía Aplicada en el Master de Economía y Administración de ESEADE, profesor titular de Teoría Macroeconómica en el Master de Economía y Administración de CEYCE, y Columnista de temas económicos en el diario La Nación (Argentina).
Seguramente los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández pasarán a la historia como uno de los más corruptos de la historia argentina. Es puro verso eso de que con Néstor hubiese sido diferente. Néstor Kirchner fue el que armó toda la arquitectura para transformar el aparato estatal en un sistema de represión y persecución de quienes pensaban diferentes, y también construyó un sistema de corrupción como nunca se había visto, al menos en la Argentina contemporánea.
Si algo tenemos que aprender los argentinos de estos 12 oprobiosos años de kirchnerismo, es a desconfiar de todos aquellos que prometan utilizar el estado para implementar planes “sociales”, y regular la economía en beneficio de la sociedad.


El hombre que salvó a Colombia

El hombre que salvó a Colombia

Por Mary Anastasia O'Grady
The Wall Street Journal
Bogotá. - Todavía no son ni las 7:30 de la mañana de un sábado cuando la todo terreno en el que voy se aproxima al Comando Aéreo de Transporte Militar (CATAM) en el sur de la capital. Un avión de transporte gris Lockheed C-130 avanza pesadamente por una pista, se eleva y gana altitud lentamente. En la garita de entrada a las instalaciones, un pastor alemán adiestrado para detectar explosivos permanece en posición de firme mientras mi conductor espera permiso para entrar.
En poco más de dos meses, el presidente colombiano Álvaro Uribe volverá a la vida civil después de ocho años al frente del país. He venido para hablar con él sobre lo que aprendió durante su histórico mandato y la dirección a la que cree se encamina Colombia. Su oficina me pidió que me reuniera aquí con Uribe, y sospecho cuál es la razón detrás de la cita este día y en este lugar: después de nuestra reunión subirá al avión presidencial y viajará, como es habitual varias veces a la semana, a alguna localidad fuera de la capital donde tomará el pulso de la nación y saludará y estrechará una multitud de manos. Uribe es un populista conservador, y el contacto con los ciudadanos es su especialidad.


Cuando Uribe asumió la presidencia en 2002, Colombia estaba sumida en la violencia de la guerrilla y los paramilitares. La clase política parecía no encontrar soluciones. El país vivía una situación que bien podría haber dado lugar a una dictadura, como ocurrió en Argentina en 1976.
En la actualidad, Colombia es la democracia más antigua de América Latina, y en la mayoría del país —si bien no en toda la nación— reina una extraordinaria paz. La tasa de homicidios cayó 45% entre 2002-2009, y los secuestros bajaron 90% durante el mismo período, según el Ministerio de Defensa colombiano.
Esta situación se debe, en opinión de la mayoría de los colombianos, a las políticas el presidente. Una encuesta publicada en el diario El Tiempo en diciembre mostró que el 83% de los ciudadanos pensaba que Uribe debería tener la oportunidad de presentarse a un tercer mandato (la Corte Suprema rechazó un intento del Congreso para celebrar un referéndum que eliminase el límite actual), el 68% tenía una imagen favorable de Uribe, y el 73% aprobaba su gestión. Es difícil encontrar a otro político que deje el cargo con niveles de popularidad tan elevados.
Cuando me saluda en su oficina, su tono es pesimista. En pocos minutos sé porqué. "Esta mañana estoy muy triste", me dice tras finalizar una conversación telefónica con uno de sus generales, "porque me acabo de enterar de dos casos de secuestro, uno en [el departamento] de Antioquia y otro en[el departamento] de Santander". Éstas son "regiones donde considerábamos derrotados a los secuestradores".
En cierta forma, este es el lugar ideal para comenzar la entrevista. La seguridad ha sido la prioridad número uno del presidente.
Cuando le pregunto por qué, Uribe no menciona a su padre, asesinado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 1983. En su lugar, habla de la prolongada historia de la violencia colombiana. "Este año es el bicentenario de nuestra independencia y durante estos 200 años, este país sólo ha vivido 46 ó 47 años de paz relativa".
Además, señala, desde la década de los años 40 "no ha habido un único día de paz total". Sus comentarios traen recuerdos de las numerosas guerras civiles del siglo XIX, la sangrienta "Época de la Violencia" entre los liberales y los conservadores de la década de 1950, y especialmente la larga lucha con la guerrilla izquierdista de las FARC, apoyadas por Cuba desde hace más de medio siglo.
Este derramamiento de sangre le ha costado al país vidas y riqueza. "La falta de paz, la falta de seguridad" es, según Uribe, lo que mejor explica la "pobreza, desempleo, miseria y desigualdad" en Colombia. Esta amarga realidad le llevó a manejar su campaña bajo la "promesa" de cimentar la confianza "sobre tres pilares: seguridad, fomento de la inversión y cohesión social".
El gobierno de Uribe ha tenido cierto éxito en atraer inversión, y la tasa de pobreza ha caído al 46% —una cifra aún extremadamente alta— frente al 54% en 2002. El desempleo urbano era en aquel entonces del 19% y ahora se ubica en el 12,3%. Pero Uribe se ha labrado su reputación con la seguridad.
¿Cómo lo logró? "Para lograr la seguridad se necesitan más soldados, se necesitan más policías, se necesitan más vehículos, se necesitan más aviones, se necesitan más armas, se necesitan más comunicaciones". Uribe continuó con la letanía: "Se necesitan personas, se necesitan servicios de inteligencia, se necesitan equipos, se necesita logística. Pero lo que más se necesita es determinación", articulando lentamente esta última palabra. "Se puede estar convencido pero si no hay determinación —y la determinación significa la voluntad— y la participación…".
¿Y el sacrificio?, añadió. "No hablo de sacrificio porque éste es mi deber", responde. "Pero participación, dedicación, a todas horas. No basta con dar órdenes a las fuerzas armadas, hay que hacer seguimiento. Hay que ir con ellos a las regiones, a cada lugar del país". Si quiere entender porqué las FARC y sus partidarios de izquierdas odian a Uribe, ésta es la clave: el presidente se despierta cada día con la intención de ganar esta guerra.
¿Cuán cerca se encuentra el país de la victoria? Uribe se mantiene en silencio un buen rato. "Hemos mejorado, pero nuestra mejora aún no es irreversible. Los grupos terroristas tienen expectativas para el nuevo gobierno". Si el nuevo gobierno "no es lo suficientemente fuerte para combatirlos, y si continúan encontrando refugio en otros países", seguirán manteniendo las esperanzas de "volver a Colombia y fortalecer su capacidad para matar a nuestra gente".
Se rumorea que el presidente dedica la mitad de cada viernes a llamar a sus comandantes de batallón de todo el país. ¿Es cierto? "No exactamente", me corrige, y comienza a explicarme cómo sus reuniones semanales del Consejo de Seguridad se dividen en dos partes.
Una parte es un micrófono abierto para que cualquier colombiano pueda mostrar sus quejas. Uribe dice que, inicialmente, la gente se mostraba reservada usando esta vía, si bien ahora son muy "francos", y su participación es útil. El segundo segmento es con funcionarios del gobierno y miembros de las fuerzas armadas. "Mi seguimiento con los batallones no es el viernes, es todos los días. Depende mucho más de las circunstancias", dice. "Cuando recibo el reporte matutino sobre seguridad, llamo a los batallones en las regiones donde hay problemas".
Uribe ha rescatado la democracia en una parte del mundo donde la criminalidad está en aumento. Me pregunto en voz alta su impresión sobre Sudamérica. "Cuando se repasan las guerras en Centroamérica u otras guerras en América Latina, uno ve que había dictadores y había insurgentes". Pero en Colombia, dice, los dos lados son "la democracia y el narcotráfico".
Ésta es la razón por la que Uribe considera que en Colombia no hay guerra civil, sino más bien una lucha contra "terroristas patrocinados por el narcotráfico". El presidente añadió que le preocupan en especial "los países que, teniendo el problema, no reconocen el problema, lo ignoran, y no lo combaten". Si bien Uribe no da nombres, inmediatamente pienso en Venezuela.
Esto me recuerda a las ambiciones de Hugo Chávez para convertir toda Sudamérica en una utopía colectivista bajo el estandarte de su revolución bolivariana. Ecuador y Bolivia ya se han apuntado. Ellos llaman a su ideología "socialismo del siglo XXI", y le pregunto si cree que es una amenaza para la región. El mandatario elige las palabras con cuidado: "Si significa la eliminación gradual de la democracia, entonces sí es una amenaza. Si significa la gradual eliminación de la independencia de las instituciones, entonces sí es una amenaza. Si significa la gradual eliminación de la iniciativa privada, entonces es una amenaza".
Su queja real con el socialismo es completamente práctica. En relación al "viejo modelo socialista", dice que "aportó más problemas que soluciones". El tema principal fue la forma en que destruyó "la iniciativa privada, haciendo perezosa a la gente y eliminando la creatividad".
Algunos analistas dicen que fue la creatividad y el esmero de los colombianos lo que convirtió a este país en el centro del negocio de la cocaína. Como una persona que ha sido testigo de tanta adversidad debido a la plaga del narcotráfico ¿cuál es su opinión sobre la guerra contra las drogas?
Hace muchos años, dice Uribe, la gente pensaba que Colombia no sería ni un país productor ni consumidor, y que seguiría siendo un punto de tránsito para los narcotraficantes. Sin embargo, afirma, "Colombia comenzó a producir y en la actualidad tenemos más de 300.000 adictos. Por lo tanto, ya no podemos dividir nuestro mundo en países industrializados consumidores y países sureños productores".
¿Nos dice eso algo sobre la ineficacia de la guerra contra las drogas como forma de reducir la demanda? Uribe percibe hacia dónde me encamino con este argumento contra la actual política estadounidense de prohibición e intercepción y se apresura a pararme. "Mucha gente ha mencionado la necesidad de legalizar el negocio como forma de reducir la criminalidad". Pero Uribe sostiene que el consumo en "dosis personales" lleva despenalizado 15 años en Colombia y la criminalidad ha empeorado. El presidente se muestra orgulloso de que su gobierno esté abogando por un proyecto, en la actualidad en el Congreso, para penalizar el consumo de drogas incluso en dosis pequeñas para uso personal.
¿No es cierto que la criminalidad se mantuvo porque, mientras el lado de la oferta seguía siendo ilegal, el dinero procedente del consumo de drogas seguía yendo a los traficantes? Aquí encontramos puntos de acuerdo. "Lo que averiguamos es que es bastante difícil tener éxito en combatir la producción y el tráfico cuando se legaliza el consumo".
Pero continúa defendiendo la guerra contra la oferta, explicando cómo el cultivo de coca es ahora la mitad de lo que sería si no hubiera liderado una campaña de erradicación. Uribe dice que su éxito demuestra que "es posible ganar esta guerra". El presidente coincide conmigo en que el cultivo se podría haber trasladado a otros países, si bien es la razón por la que, afirma, "esto necesita ser una batalla internacional, en la que todos los gobiernos estén comprometidos".
Tanta conversación sobre consumo de drogas me recuerda a Estados Unidos. Cambio de tema. La administración Obama y los legisladores demócratas del Congreso han bloqueado una de las iniciativas más importantes de Uribe —el tratado bilateral de libre comercio— y le pregunto sobre su relación con Washington estos días. Uribe comienza su respuesta subrayando la importancia de la alianza para ambas partes. Estados Unidos, afirma, necesita un fuerte aliado en la región. Y para Colombia, que necesita "apoyo práctico" contra el narcotráfico, la ayuda estadounidense es crucial.
Sin embargo, tras alabar al gran amigo de su país, Uribe no puede ocultar su decepción sobre el trato recibido por Colombia sobre el comercio: "Evidentemente, no puedo entender el retraso del Congreso estadounidense para ratificar nuestro tratado de libre comercio", dice, mirando por encima de mi hombro hacia la pista. Y deja en este punto la conversación sobre este tema.
En cuanto a si es optimista sobre el futuro de Colombia, responde: "Por supuesto. Tengo que serlo". Pero su respuesta viene con un condición: los colombianos deben acordarse dónde se encontraba el país hace ocho años. "Estamos mejor", pero "este país sólo ha tenido 47 años de paz en 200 años de vida independiente". La nueva generación sólo prosperará, advierte, si se consolida la paz. Con este objetivo, se dirige a Florencia, una ciudad de 150.000 personas, para llevar su mensaje en persona, tal y como lo ha hecho en los últimos ocho años.

El hombre que salvó a Colombia

El hombre que salvó a Colombia

Por Mary Anastasia O'Grady
The Wall Street Journal
Bogotá. - Todavía no son ni las 7:30 de la mañana de un sábado cuando la todo terreno en el que voy se aproxima al Comando Aéreo de Transporte Militar (CATAM) en el sur de la capital. Un avión de transporte gris Lockheed C-130 avanza pesadamente por una pista, se eleva y gana altitud lentamente. En la garita de entrada a las instalaciones, un pastor alemán adiestrado para detectar explosivos permanece en posición de firme mientras mi conductor espera permiso para entrar.
En poco más de dos meses, el presidente colombiano Álvaro Uribe volverá a la vida civil después de ocho años al frente del país. He venido para hablar con él sobre lo que aprendió durante su histórico mandato y la dirección a la que cree se encamina Colombia. Su oficina me pidió que me reuniera aquí con Uribe, y sospecho cuál es la razón detrás de la cita este día y en este lugar: después de nuestra reunión subirá al avión presidencial y viajará, como es habitual varias veces a la semana, a alguna localidad fuera de la capital donde tomará el pulso de la nación y saludará y estrechará una multitud de manos. Uribe es un populista conservador, y el contacto con los ciudadanos es su especialidad.

Tuesday, June 21, 2016

Culpar al capitalismo del corporativismo

Edmund S. Phelps

Edmund S. Phelps, the 2006 Nobel laureate in economics, is Director of the Center on Capitalism and Society at Columbia University and author of Mass Flourishing.

Saifedean Ammous is a lecturer in economics at the Lebanese American University.
 
NUEVA YORK – Se vuelve a preguntar por el futuro del capitalismo. ¿Sobrevivirá a la presente crisis en su forma actual? En caso de que no, ¿se transformará o tomará la iniciativa el Estado?
El término “capitalismo” solía significar un sistema económico en el que el capital y su comercio eran de propiedad privada; correspondía a los propietarios del capital decidir la forma mejor de usarlo y podían recurrir a las previsiones y las ideas creativas de los empresarios y de los pensadores innovadores. Dicho sistema de libertad y responsabilidad individuales daba poco margen para que el Estado influyera en la adopción de decisiones económicas: el éxito significaba beneficios; el fracaso; pérdidas. Las empresas podían existir sólo mientras los individuos libres accedieran a comprar sus productos y, de lo contrario, habían de cerrar rápidamente.


El capitalismo llegó a ser un triunfador mundial en el siglo XIX, cuando desarrolló capacidades para la innovación endémica. Las sociedades que adoptaron el sistema capitalista obtuvieron una prosperidad inigualada, gozaron de una generalizada satisfacción laboral, consiguieron un aumento de la productividad que maravilló al mundo y acabaron con la privación en masa.
Ahora el sistema capitalista se ha corrompido. El Estado gestor ha asumido el cometido de ocuparse de todo: desde los ingresos de la clase media hasta los beneficios de las grandes empresas y el progreso industrial. Sin embargo, el sistema no es capitalismo, sino un orden económico que se remonta a Bismark, al final del siglo XIX, y a Mussolini, en el siglo XX: el corporativismo.
En sus diversas formas, el corporativismo ahoga el dinamismo que contribuye al trabajo atractivo, un crecimiento económico más rápido, mayores oportunidades y menos exclusión. Mantiene empresas letárgicas, despilfarradoras, improductivas y bien relacionadas con el poder a expensas de emprendedores dinámicos y ajenos a él y prefiere objetivos declarados, como, por ejemplo, la industrialización, el desarrollo económico y la grandeza nacional, a la libertad económica y la responsabilidad de los individuos. En la actualidad, se ha llegado a considerar que compañías aéreas, fabricantes de automóviles, empresas agrarias, medios de comunicación, bancos de inversión, fondos de cobertura y muchos más eran demasiado importantes para afrontar por sí solos el mercado libre, por lo que han recibido ayudas del Estado en nombre del “bien público”.
Los costos del corporativismo resultan aparentes a nuestro alrededor: empresas disfuncionales que sobreviven pese a su flagrante incapacidad para servir a sus clientes; economías escleróticas con un lento aumento de la producción; escasez de trabajo atractivo y de oportunidades para los jóvenes; Estados en quiebra por las medidas adoptadas para paliar esos problemas y una concentración en aumento de la riqueza en manos de quienes están lo suficientemente bien relacionados para beneficiarse del pacto corporativista.
Esa substitución del poder de los propietarios y los innovadores por el de los funcionarios estatales es la antítesis del capitalismo y, sin embargo, los defensores y los beneficiarios de este sistema tienen la temeridad de reprochar todos esos fracasos al “imprudente capitalismo” y a la “falta de regulación”, que, según sostienen, necesita mayor supervisión y reglamentación, lo que significa, en realidad, más corporativismo y favoritismo estatal.
Parece improbable que un sistema tan desastroso sea sostenible. El modelo corporativista carece de sentido para las generaciones jóvenes que se han criado usando Internet, el mercado de mercancías e ideas más libre del mundo. El éxito y el fracaso de las empresas en Internet es la mejor publicidad para el mercado libre: los sitios web de redes sociales, por ejemplo, ascienden y caen casi instantáneamente, según sirvan bien o no a sus clientes.
Sitios como, por ejemplo, Friendster y MySpace intentaron conseguir beneficios suplementarios comprometiendo la intimidad de sus usuarios y fueron castigados instantáneamente con el abandono de los usuarios, que optaron por competidores más seguros como Facebook y Twitter. No hizo falta reglamentación estatal alguna para llevar a cabo esa transición; de hecho, si los modernos Estados corporativistas hubieran intentado hacerlo, actualmente estarían apoyando a MySpace con dólares de los contribuyentes y haciendo campaña con la promesa de “reformar” sus características en materia de intimidad.
Internet, como mercado de ideas en gran medida libre, no ha tenido piedad con el corporativismo. Las personas que se criaron con su descentralización y libre competencia de ideas han de considerar ajena a ellas la idea del apoyo estatal a las grandes empresas e industrias. Muchos son los que en los medios de comunicación tradicionales repiten la antigua consigna de que “lo que es bueno para la empresa X es bueno para los Estados Unidos”, pero no es probable que semejante consigna tenga demasiados seguidores en Twitter.
La legitimidad del corporativismo se está erosionando, junto con la salud fiscal de los gobiernos que han contado con él. Si los políticos no pueden revocarlo, el corporativismo se destruirá a sí mismo y quedará enterrado bajo las deudas y las suspensiones de pagos y de los desacreditados escombros corporativistas podría resurgir un sistema capitalista. Entonces “capitalismo” tendría de nuevo su significado verdadero, en lugar del que le han atribuido los corporativistas que procuraban ocultarse tras él y los socialistas que deseaban denigrarlo.

Culpar al capitalismo del corporativismo

Edmund S. Phelps

Edmund S. Phelps, the 2006 Nobel laureate in economics, is Director of the Center on Capitalism and Society at Columbia University and author of Mass Flourishing.

Saifedean Ammous is a lecturer in economics at the Lebanese American University.
 
NUEVA YORK – Se vuelve a preguntar por el futuro del capitalismo. ¿Sobrevivirá a la presente crisis en su forma actual? En caso de que no, ¿se transformará o tomará la iniciativa el Estado?
El término “capitalismo” solía significar un sistema económico en el que el capital y su comercio eran de propiedad privada; correspondía a los propietarios del capital decidir la forma mejor de usarlo y podían recurrir a las previsiones y las ideas creativas de los empresarios y de los pensadores innovadores. Dicho sistema de libertad y responsabilidad individuales daba poco margen para que el Estado influyera en la adopción de decisiones económicas: el éxito significaba beneficios; el fracaso; pérdidas. Las empresas podían existir sólo mientras los individuos libres accedieran a comprar sus productos y, de lo contrario, habían de cerrar rápidamente.