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Wednesday, July 6, 2016

Rusia: la relación entre Keynes y el rublo

Steve Hanke
 
Steve H. Hanke es profesor de economía aplicada en la Johns Hopkins University en Baltimore. Hanke se desempeña como presidente del Toronto Trust Argentina en Buenos Aires, el fondo mutual con el mejor desempeño en el mundo en 1995. Ha sido asesor de varios gobiernos en un diverso conjunto de temas políticos. Actualmente es consejero estatal y asesor del presidente de Montenegro y asesor del ministro de economía y finanzas de Ecuador. En 1998. Hanke fue nombrado una de las 25 personas más influyentes en el mundo por la revista World Trade, y un Asociado Distinguido de la International Atlantic Economic Society.
El 3 de marzo de 2014 EE.UU. inició una guerra contra Rusia. Esto sucedió cuando EE.UU. impuso sanciones por primera vez. Y si, las sanciones no son nada más que guerra a través de medios no militares. Dicho esto, el 11 de noviembre Rusia cometió un gran error. Dejó que el rublo flote. Desde ese entonces, el rublo no ha flotado en un mar de tranquilidad. Ha caído marcadamente junto con el petróleo —en alrededor de 25% y su volatilidad se ha disparado a alrededor de 65%.
La caída del rublo significa que las importaciones rusas serán más caras y sus exportaciones más competitivas. Esta combinación ayudará a mantener positivo el saldo de la cuenta corriente de Rusia, lo cual compensará en algo la masiva fuga de capitales.



Es hora de que Putin aprenda una lección de Keynes y haga lo que ya hacen la mayoría de los grandes productores de petróleo: atar el rublo al dólar.
Además, las cuentas fiscales de Rusia están denominadas en rublos que se están depreciando y sus exportaciones se cobran en dólares que se están apreciando. Siendo así las cosas, el impacto fiscal debido a los precios más bajos del petróleo será amortiguado por un rublo débil.
Pero hay límites a cualquier beneficio temporal de una devaluación del rublo. Cuando una moneda se devalúa, el fantasma de la inflación siempre está a la vuelta de la esquina. ¿Cómo puede Rusia evitar un mayor daño y corregir su error del 11 de noviembre? Rusia debería abandonar su régimen de tipo de cambio flotante, que adoptó el 10 de noviembre. El petróleo y otras materias primas que Rusia exporta están denominadas en dólares. Al adoptar un régimen de tipo de cambio flotante, Rusia está invitando la inestabilidad. El tipo de cambio nominal del rublo fluctuará junto con el petróleo y otras materias primas. Cuando el precio del petróleo aumenta (cae) el rublo se apreciará (depreciará), y Rusia experimentará un paseo en montaña rusa distinguido por bajos deflacionarios y altos inflacionarios. Para evitar estos paseos salvajes, la mayoría de los grandes productores de petróleo —Arabia Saudita, Kuwait, Qatar, y Emiratos Árabes Unidos— atan sus monedas al dólar. Rusia debería hacer lo mismo.
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Para hacer las cosas bien, Rusia debería aprender de la estrategia que John Maynard Keynes utilizó en Rusia y establecer una caja de convertibilidad.
Bajo una caja de convertibilidad el banco central emite billetes y monedas. Estos son convertibles a moneda extranjera de reserva a un tipo de cambio fijo y a libre demanda. Como reservas, la autoridad monetaria tiene títulos y valores de alta calidad denominados en la moneda de reserva. Sus reservas son iguales al 100 por ciento, o más, de sus notas y billetes en circulación, conforme lo determine la ley. Un banco central que opera bajo las normas de una caja de convertibilidad no acepta depósitos y genera ingresos por la diferencia entre el interés pagado por los títulos y valores y el gasto de mantener sus notas y billetes en circulación. No tiene política monetaria discrecional. En cambio, las fuerzas del mercado por sí solas determinan la oferta del dinero.
Hay un precedente histórico en Rusia de una caja de convertibilidad. Luego de la Revolución Bolchevique, cuando las tropas de Gran Bretaña y otras naciones aliadas invadieron el norte de Rusia, la moneda estaba en caos. La guerra civil de Rusia había empezado, y cada parte involucrada en el conflicto estaba emitiendo una moneda que valía casi nada. Hubo más de 2.000 emisores distintos de rublos fiduciarios.
Para facilitar el comercio, los británicos establecieron la Caja Nacional de Emisión para el norte de Rusia en 1918. La Caja emitía notas de “rublos británicos”. Estos estaban respaldados por libras esterlinas y eran convertibles a libras a un tipo de cambio fijo. Kurt Schuler y yo descubrimos documentos en los archivos de la Oficina Británica de Asuntos Exteriores que demuestran que el padre del rublo británico fue John Maynard Keynes, quien era en ese entonces funcionario de la Tesorería Británica.
A pesar de la guerra civil, el rublo británico fue un gran éxito. La moneda nunca se desvió de su tipo de cambio fijo en relación a la libra británica. A diferencia de otros rublos rusos, el rublo británico fue un depósito de valor confiable. Naturalmente, el rublo británico sacó de circulación a los demás rublos.
Desafortunadamente, la vida del rublo británico fue breve: la Caja Nacional de Emisión cesó sus operaciones en la década de 1920, luego de que las tropas de los aliados se retiraran de Rusia.
Siendo esto así, es hora de que Putin aprenda una lección de Keynes y haga lo que ya hacen la mayoría de los grandes productores de petróleo: atar el rublo al dólar.

Rusia: la relación entre Keynes y el rublo

Steve Hanke
 
Steve H. Hanke es profesor de economía aplicada en la Johns Hopkins University en Baltimore. Hanke se desempeña como presidente del Toronto Trust Argentina en Buenos Aires, el fondo mutual con el mejor desempeño en el mundo en 1995. Ha sido asesor de varios gobiernos en un diverso conjunto de temas políticos. Actualmente es consejero estatal y asesor del presidente de Montenegro y asesor del ministro de economía y finanzas de Ecuador. En 1998. Hanke fue nombrado una de las 25 personas más influyentes en el mundo por la revista World Trade, y un Asociado Distinguido de la International Atlantic Economic Society.
El 3 de marzo de 2014 EE.UU. inició una guerra contra Rusia. Esto sucedió cuando EE.UU. impuso sanciones por primera vez. Y si, las sanciones no son nada más que guerra a través de medios no militares. Dicho esto, el 11 de noviembre Rusia cometió un gran error. Dejó que el rublo flote. Desde ese entonces, el rublo no ha flotado en un mar de tranquilidad. Ha caído marcadamente junto con el petróleo —en alrededor de 25% y su volatilidad se ha disparado a alrededor de 65%.
La caída del rublo significa que las importaciones rusas serán más caras y sus exportaciones más competitivas. Esta combinación ayudará a mantener positivo el saldo de la cuenta corriente de Rusia, lo cual compensará en algo la masiva fuga de capitales.


Saturday, June 18, 2016

Socialistas de derechas


Es muy conocida la frase con la que comienza Camino de servidumbre, la obra maestra del Nobel de Economía Friedrich von Hayek. El autor lo dedica “a los socialistas de todos los partidos”. En las décadas que han transcurrido desde 1944, cuando se publicó el libro, la historia no ha hecho más que confirmar tozudamente la intuición del economista austriaco. Le tocó vivir la conflagración entre dos totalitarismos oficialmente opuestos entre sí, pero en la práctica casi idénticos. Lo que Hayek o Ludwig von Mises supieron ver era, en realidad, muy simple: que todas las formas de colectivización forzosa y centralización de los planes económicos son en realidad muy similares y conducen a la tiranía. Yo suelo utilizar “colectivismo” más que “socialismo” al explicar estas cosas porque la gente no suele entender que llame “socialista” al PP, o a los democristianos alemanes, o a los tories británicos, o a los fascistas. Para retener su atención y evitar que cierren los oídos y me tomen por extremista, no tengo más remedio que renunciar, al menos inicialmente, a calificar de socialistas a personajes como Mariano Rajoy o Albert Rivera o incluso Santiago Abascal, aunque eso es justamente lo que son y ni siquiera se dan cuenta.



En realidad, el mundo de las ideas políticas no se divide en izquierda y derecha, dos términos tan manidos como vacíos de contenido práctico, sino en estatistas (es decir, colectivizadores de la sociedad, de la cultura y de la economía) e individualistas. El noventa por ciento, y me quedo corto, de los políticos actuales son estatistas, son colectivistas en diverso grado, es decir, son, en palabras de Hayek, socialistas. A los socialistas de izquierdas los conocemos bien, sabemos cuál es su plan de control social absoluto, así que no hace falta explayarse demasiado sobre ellos. Va siendo hora, en cambio, de desenmascarar y señalar el socialismo situado a la derecha del centro —en ese absurdo dial unidimensional que se nos sigue haciendo tragar como único sistema de plasmación espacial de las ideas políticas—. Es necesario hacerlo porque los socialistas de derechas han convencido a mucha gente de que son liberales. Y no, no son liberales ni mucho menos liberal-libertarios. Son conservadores, o neocon, y por lo tanto promueven una forma más de colectivismo o de socialismo, como queramos llamarlo.
Los conservadores circunscriben su liberalismo al ámbito económico, e incluso en éste son de una tibieza irritante
Ya oigo las voces acusándome de repartir carnés, pero lejos de mí semejante crimen nefando: dejaré que lo haga Hayek, a quien supongo aceptado por todos como autoridad en la materia. Hace poco porfiaba en Twitter un conocido economista liberal-conservador, mientras pedía tan tranquilo el voto para el PP, que “Hayek apoyó a Thatcher”. Hombre, Hayek apoyó su política económica a falta de algo mejor, pero fue también quien escribió una obra magistral titulada Por qué no soy conservador, libro que deberían leer todos los partidarios del PP (sector Aguirre) y de Vox, y cuantos desde aquí miraron con delectación al impresentable UKIP británico. Todos ellos circunscriben su liberalismo al ámbito económico, e incluso en éste son de una tibieza irritante. A lo mejor si leyeran ese libro de Hayek hablarían con propiedad y dejarían de usar términos como “liberal”, “libertario” o cualquier otro derivado de “Libertad”, ya que, en puridad, el valor superior para ellos no es la Libertad sino el orden, acompañado de un fuerte nacionalismo y de una visión jerárquica, estamental y tradicionalista de las sociedades. Nos dice Hayek:
“Encierra indudables peligros la asociación de los partidarios de la libertad con los conservadores (…) Conviene, pues, trazar una clara línea de separación entre la filosofía que propugno y la que tradicionalmente defienden los conservadores. Califico de liberal mi postura, que difiere en la misma medida del conservadurismo y del socialismo”.
“Lo típico del conservador es conceder siempre el máximo grado de confianza a la autoridad constituida y procurar invariablemente que su poder, lejos de debilitarse, se refuerce. Y en esas circunstancias resulta ciertamente difícil preservar la libertad. El conservador generalmente no se opone a la arbitrariedad ni a la coacción estatales cuando se ejercen en pos de objetivos que él comparte. (…) El conservador, esencialmente oportunista, carece de principios generales y se limita al final a desear que la jefatura de gobierno se encargue a una persona buena y sabia (…). Al conservador, como al socialista, sólo le preocupa quién gobierne, no le preocupa limitar el poder del gobernante. Y, como el marxista, considera natural imponer a los demás sus valoraciones. (…) Los conservadores suelen sumarse a los liberales contra el dirigismo económico (…) pero ello no les impide ser estatistas (…). Muchos políticos conservadores no son inferiores a los socialistas en sus esfuerzos por desacreditar a la libre empresa”.
“El conservador teme a las nuevas ideas porque sabe que carece de pensamiento propio que oponerles. (…) Se encuentra maniatado por los idearios que ha heredado. (…) Lo digo claramente: lo que más me molesta del conservador es su oscurantismo. (…) La predisposición de los conservadores al nacionalismo les lleva con frecuencia a emprender la vía colectivista. (…) Los conservadores han aceptado gran parte del credo colectivista (…) siendo muchas instituciones colectivistas hasta motivo de orgullo para los conservadores. En estas circunstancias, el partido de la libertad no puede menos de sentirse radicalmente opuesto al conservadurismo”.
Debemos combatir tanto el socialismo de izquierdas como el socialismo de derechas: el odioso conservadurismo que pretende utilizar espuriamente a liberales y libertarios
Leyendo esta radiografía tan certera y tan actual de los conservadores, comprende uno bastantes cosas, bastantes apoyos incomprensibles de algunos maestros del postureo liberal a políticos antiliberales, y bastantes ataques injustificados —supuestamente pragmáticos— a quienes teóricamente representan sus ideas, al menos en economía. Creo que hoy, más que nunca, la batalla de las ideas debe llevar a los liberales y libertarios a combatir con la misma determinación el socialismo de izquierdas y el socialismo de derechas: el odioso conservadurismo que siempre intenta distorsionar la causa de la Libertad y utilizar espuriamente a sus defensores.

Socialistas de derechas


Es muy conocida la frase con la que comienza Camino de servidumbre, la obra maestra del Nobel de Economía Friedrich von Hayek. El autor lo dedica “a los socialistas de todos los partidos”. En las décadas que han transcurrido desde 1944, cuando se publicó el libro, la historia no ha hecho más que confirmar tozudamente la intuición del economista austriaco. Le tocó vivir la conflagración entre dos totalitarismos oficialmente opuestos entre sí, pero en la práctica casi idénticos. Lo que Hayek o Ludwig von Mises supieron ver era, en realidad, muy simple: que todas las formas de colectivización forzosa y centralización de los planes económicos son en realidad muy similares y conducen a la tiranía. Yo suelo utilizar “colectivismo” más que “socialismo” al explicar estas cosas porque la gente no suele entender que llame “socialista” al PP, o a los democristianos alemanes, o a los tories británicos, o a los fascistas. Para retener su atención y evitar que cierren los oídos y me tomen por extremista, no tengo más remedio que renunciar, al menos inicialmente, a calificar de socialistas a personajes como Mariano Rajoy o Albert Rivera o incluso Santiago Abascal, aunque eso es justamente lo que son y ni siquiera se dan cuenta.


Hillary Sánchez y Mariano Trump


Los cambios políticos profundos, los que afectan al sistema en su conjunto, siempre son lentos. Aunque nuestro país haya sido en determinados momentos históricos un laboratorio de lo que luego sucedería en el resto del mundo occidental, no cabe duda de que en general no estamos a la cabeza de la innovación en materia política ni ideológica. De hecho, es hasta comprensible que este revival absurdo del estalinismo de hace casi un siglo se haya cebado sobre todo con países como Grecia y España. No es precisamente un rasgo de modernidad de esas dos sociedades, sino de su lamentable casposidad a prueba de champúes, como lo ejemplifica también el acompañamiento que le ha salido a Syriza por el lado nazi. En la zona septentrional de nuestro continente, gran parte de la joven vanguardia antisistema adora a Anonymous o a los piratas, tiene por héroe a Edward Snowden, comercia en bitcoins, pasa del Estado al que considera con razón como un lastre pesado y un controlador tan insolente como innecesario, y promueve —incluso sin saberlo ni llamarlo así— un capitalismo auténtico, de base, de freelancers en red.



 En cambio aquí, sus coetáneos, que hace cinco años llenaron las plazas para pedir más Estado, son la cabeza de puente del chavismo en Europa. Vestirán parecido, pero no tienen nada que ver. Da bastante pena que, mientras en otras latitudes la gente se está sacudiendo el síndrome de Estocolmo inducido por el Estado-papá y empieza a pensar en soluciones alternativas de conjunto, no ensayadas hasta hoy, aquí volvamos a las viejas barricadas de siempre.
El supuesto bienestar aducido por los estatistas ha resultado ser puro endeudamiento temerario
En el mundo de las ideas políticas, el último medio siglo estuvo condicionado por una novedad ideológica nacida y desarrollada en la parte noroccidental del Viejo Continente: la socialdemocracia. Mientras tanto, pensadores como Rand o Rothbard retomaban las ideas de la Libertad desde donde se habían detenido por la guerra mundial y las actualizaban al nuevo contexto. En 1971 se fundó en los Estados Unidos el primer partido libertario del mundo, y hoy ya somos cerca de cuarenta en todo el planeta. Mientras el ciclo vital de la socialdemocracia se desarrollaba en Europa —donde había prendido principalmente a causa del contexto de la Guerra Fría, como una especie de vía intermedia— y se exportaba con éxito al mundo en desarrollo, en los Estados Unidos iba madurando el libertarismo, ganando posiciones incluso en los dos grandes partidos convencionales, sobre todo en el republicano, y alumbrando infinidad de institutos y organizaciones cada vez más influyentes. Ahora que el hiperpaternalismo se ha revelado como un peligroso opiáceo y el supuesto bienestar aducido por los estatistas ha resultado ser puro endeudamiento temerario, ahora que la socialdemocracia está herida de muerte en términos históricos, adquiere una renovada importancia la paciente evolución paralela del libertarismo norteamericano durante las últimas décadas.
Ahora muchos conservadores de libro tratan de apropiarse del término “libertarian”, como si no se les viera el plumero a la legua
El próximo paradigma no lo vamos a importar de la famosa Suecia, que ya ha derribado las estatuas teóricas a Olof Palme aunque aquí se siga hablando con atrevida ignorancia de una socialdemocracia escandinava cuyo desmontaje comenzó hace más de una década. Esta vez vendrá de Norteamérica, pero no de la Norteamérica oficialista, no del establishment pseudocapitalista de Washington, no de las élites anquilosadas del bipartidismo viejuno que, como nuestra socialdemocracia, está sometido al mayor cuestionamiento de su historia. Vendrá de la nueva Norteamérica, la que rechaza tanto el casposo conservadurismo del mainstream republicano como el insidioso intervencionismo económico y dirigismo cultural de los demócratas. Esa Norteamérica, la que tan bien encarna Silicon Valley, representa según una reciente encuesta el 27% de la población, y, atención, ya es la mayor corriente ideológica del país. Prueba de ese auge es que ahora muchos conservadores de libro tratan de apropiarse del término “libertarian”, como si no se les viera el plumero a la legua. Pero, por supuesto, con los conservadores ni a la vuelta de la esquina, porque sólo son “socialistas de derechas”, tan estatistas como el que más.
Un sondeo de hace unos días ya daba una intención de voto del 11% al más que probable candidato del Partido Libertario, el ex gobernador de Nuevo México, Gary Johnson. En su anterior candidatura a la Casa Blanca cosechó más de un millón doscientos mil votos. Si los pronósticos se cumplen, podrá multiplicar por diez o más su apoyo popular. Tan alto es el apoyo a Johnson que, con un poco de suerte, los guardianes de la ortodoxia bipartidista van a tener que tragar con su presencia en los debates de Trump y Clinton, cosa que no pasaba desde los tiempos de Ross Perot. Se verá así la diferencia entre Johnson, representante de la América de hoy, y los dos grandes dinosaurios que proyectan lo más arcaico de la sociedad americana. Se verá que el camino de la renovación pasa para todos, indefectiblemente, por mucho menos Estado y mucha más Libertad. Es un fenómeno inevitable, como inevitable es el fin de la socialdemocracia generalizada y transpartita, que aquí representan Albert Clinton y Mariano Trump, o Donald Rajoy y Hillary Sánchez. Tanto da.
Los libertarios españoles trabajamos para ofrecer una contrapolítica directa y desacomplejada, una enmienda a la totalidad del sistema socialdemócrata
Sí, aquí tardaremos un poco más en recibir la ola de libertarismo que se está formando al otro lado del Atlántico y que, inexorablemente, va a llegar a Europa. Pero en nuestro continente cada vez hay más libertarios preparados para combatir por igual el estatismo de izquierdas y el de derechas, y para asegurarnos de que la nueva “centralidad” política, como le gusta decir a Pablo Iglesias, no sea precisamente la de los bolcheviques sacados de los libros de Historia, sino la que afirma la soberanía individual de cada ser humano. Entre tanto, y pese a las trabas y zancadillas del sistema, los libertarios españoles estamos trabajando para volver a ofrecer el próximo 26 de junio una contrapolítica directa y desacomplejada, una enmienda a la totalidad del sistema socialdemócrata, esa costosa antigualla de la que debemos prescindir cuanto antes.

Hillary Sánchez y Mariano Trump


Los cambios políticos profundos, los que afectan al sistema en su conjunto, siempre son lentos. Aunque nuestro país haya sido en determinados momentos históricos un laboratorio de lo que luego sucedería en el resto del mundo occidental, no cabe duda de que en general no estamos a la cabeza de la innovación en materia política ni ideológica. De hecho, es hasta comprensible que este revival absurdo del estalinismo de hace casi un siglo se haya cebado sobre todo con países como Grecia y España. No es precisamente un rasgo de modernidad de esas dos sociedades, sino de su lamentable casposidad a prueba de champúes, como lo ejemplifica también el acompañamiento que le ha salido a Syriza por el lado nazi. En la zona septentrional de nuestro continente, gran parte de la joven vanguardia antisistema adora a Anonymous o a los piratas, tiene por héroe a Edward Snowden, comercia en bitcoins, pasa del Estado al que considera con razón como un lastre pesado y un controlador tan insolente como innecesario, y promueve —incluso sin saberlo ni llamarlo así— un capitalismo auténtico, de base, de freelancers en red.


La Gran Familia Liberal

SANTIAGO NAVAJAS
 

La etiqueta de “liberalismo social” que reivindica Albert Rivera se ha consolidado con el ingreso de Ciudadanos en la Alianza de Liberales y Demócratas por Europa (ALDE), liderada por Guy Verhofstadt (el primer ministro liberal en Bélgica desde el siglo XIX). No sólo se convierte en una de las fuerzas más importantes de la “tribu” liberal europea sino que lo ha hecho superando las maquinaciones en contra de Convergencia, el partido español catalanista que desde su nacionalismo étnico se enfrenta al patriotismo cívico de Ciudadanos. Dentro de ALDE también hay “liberal-centristas”, “social-liberales” y similares, para recoger tanto medidas pro-mercado, que se asocian mayoritariamente con el centro derecha, como a favor del federalismo europeo y la promoción y asentamiento de los derechos fundamentales, más relacionados con posicionamientos sociales del centro izquierda.



En España tendrían su principal caladero de votantes entre católicos progresistas, “neoliberales” y conservadores moderados así como socialdemócratas (no en el sentido marxistoide empleado por Pablo Iglesias, obviamente), todos ellos coincidiendo en una aproximación social a la economía de mercado, con una defensa de la libertad económica acompañada por una preocupación moral por la igualdad de oportunidades y la garantía de un mínimo de supervivencia vital.
Esta combinación de lo mejor de la tradición liberal, la defensa del mercado como garantía de las libertades económicas y como presupuesto de la libertad política, con la tradición democrática, que atribuye la categoría moral de la “dignidad” a cualquier persona por el mero hecho de serlo, en cuanto que ser racional autoconsciente, se cimentó en una reunión académica que tuvo lugar en 1938 en París, organizada por el filósofo Louis Rougier y teniendo como invitados a Lippmann, Hayek, Mises, Aron, Rüstow y Röpke… que participaron en el encuentro dominado por la sensación de que el comunismo y/o el fascismo acabarían con las democracias y las economías liberales.
El “neoliberalismo” se diferenciaba del liberalismo clásico porque abandonó una visión ingenua de la relación entre mercado y Estado por otra mucho más compleja y crítica
Aunque todos ellos liberales, eran conscientes de la insuficiencia del liberalismo clásico para responder al desafío de las crisis económicas del capitalismo, cuyo último cataclismo había sido la “del 29”. La propuesta que salió del Congreso fue denominada “neoliberalismo” por Rüstow, y se diferenciaba del liberalismo clásico porque abandonó una visión ingenua de la relación entre mercado y Estado por otra mucho más compleja y crítica, en el borde de la paradoja e, incluso, de la contradicción con algunos postulados previos (Michel Foucault relató dicho Congreso en su obra Nacimiento de la biopolítica).
Este “neoliberalismo”, o “liberalismo crítico” para contraponerlo al “liberalismo ingenuo” clásico, añadía a la preeminencia del mercado como núcleo y motor de la actividad económica una serie de matices en su relación política con el Estado. Si para los “liberales ingenuos” el mercado y el Estado son dos instituciones antagónicas y de suma cero, para los liberales “críticos” o “neoliberales” el mercado y el Estado se relacionaban simbióticamente, en una dependencia mutua de imbricación que hacía que fuesen, en realidad, manifestaciones de un mismo fenómeno social. De modo que la cuestión era encontrar el mejor diseño institucional que hiciera de efecto multiplicador de la potencia productiva del Estado, así como de cierto freno a sus consecuencias más destructoras a corto plazo que pudieran afectar a los seres humanos de carne y hueso.
De lo que se trataba, por tanto, era de matizar el “laissez faire” introduciendo desde el Estado mecanismos regulatorios que, sin intervenir en el mismo proceso de mercado, lo recondujesen hacia resultados socialmente óptimos sin vulnerar la libertad de elección de los actores de económicos. Como defendió Hayek en Camino de servidumbre:
“Probablemente, nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire”
La concepción del Estado de estos “liberales críticos” es sustancialmente diferente a la de los “liberales ingenuos” en cuanto que, frente a la debilidad estructural y pasiva del Estado según estos últimos, quieren un Estado fuerte aunque “sin grasa”, vinculado con valores formales, no sustantivos, del ordenamiento social desde los que regular el mercado para que los intereses privados que operan en él se orienten hacia aquellos. La paradoja que proponen estos “neoliberales” queda resumido en el título de una ponencia de Rüstow: “Economía libre, estado fuerte”.
Derrotado definitivamente el “liberalismo clásico” o “ingenuo” a partir de la crisis del 29, de donde emergió victoriosa la alternativa keynes-rooseveltiana, y posteriormente, tras la “crisis del petróleo”, la perspectiva ingenieril de Milton Friedman y sus “Chicago boys”, lo que se plantea en el siglo XXI es la lucha entre el “neoliberalismo” y el “neomarxismo”, en el que la ideología marxista -de Alain Badiou a Giorgio Agamben pasando por Gianni Vattimo o Slavoj Zizek- trata de llevar a cabo la destrucción del capitalismo no desde el comunismo, es decir, desde fuera del mismo sistema, sino desde la “socialdemocracia”, que trata de controlar el Estado liberal para transformarlo, paulatina en lugar de radicalmente, en un Estado total(itario).
La última mutación “neoliberal” ha venido de la mano del punto de vista institucional, como el de Acemoglu y Robinson, con el peso del desarrollo puesto en el modo de organizar mediante incentivos la sociedad, o de la economía conductual, que de la mano de Dan Ariely o Daniel Kahneman, han sustituido el modelo lógico a priori del homo economicus clásico por otro psicológico a posteriori.
Este “liberalismo crítico” ha “infectado” tanto al conservadurismo como a socialdemócratas
Este “liberalismo crítico” ha “infectado” tanto al conservadurismo (Angela Merkel, David Cameron) como a socialdemócratas (Tony Blair, Barack Obama), cambiando el paternalismo conservador y socialista por uno de índole liberal, en el que la libertad individual se concilia con el bienestar general gracias a una mano invisible que, sin embargo, conseguimos “ver” gracias a que se ha enfundado en una guante de seda. Y en el que la libertad como valor supremo se concilia con la protección contra las crisis estructurales del sistema que tanto afectan a las necesidades básicas de gran parte de la población- Franklin D. Roosevelt estableció en la década de los 40 las 4 libertades que debían regir nuestra época: la libertad de expresión, la libertad religiosa, la libertad de vivir sin penuria y la libertad de vivir sin miedo (freedom of speech, freedom of religion, freedom from want and freedom from fear). En nuestras manos está que para cuando se llegue al 100 aniversario de su propuesta, esta se haya cumplido.

La Gran Familia Liberal

SANTIAGO NAVAJAS
 

La etiqueta de “liberalismo social” que reivindica Albert Rivera se ha consolidado con el ingreso de Ciudadanos en la Alianza de Liberales y Demócratas por Europa (ALDE), liderada por Guy Verhofstadt (el primer ministro liberal en Bélgica desde el siglo XIX). No sólo se convierte en una de las fuerzas más importantes de la “tribu” liberal europea sino que lo ha hecho superando las maquinaciones en contra de Convergencia, el partido español catalanista que desde su nacionalismo étnico se enfrenta al patriotismo cívico de Ciudadanos. Dentro de ALDE también hay “liberal-centristas”, “social-liberales” y similares, para recoger tanto medidas pro-mercado, que se asocian mayoritariamente con el centro derecha, como a favor del federalismo europeo y la promoción y asentamiento de los derechos fundamentales, más relacionados con posicionamientos sociales del centro izquierda.


Wednesday, June 15, 2016

¿Democracia intolerante o liberalismo no democrático?

Yascha Mounk is a lecturer in political theory at Harvard University, a fellow at New America, and the author of Stranger in my Own Country: A Jewish Family in Modern Germany.
CAMBRIDGE – ¿Cómo llegamos a esto? En unos cuantos meses, el que Donald Trump llegue la Presidencia de Estados Unidos ha pasado de ser una especulación ridícula a una posibilidad terrorífica. ¿Cómo un hombre con tan poca experiencia política y un desprecio tan evidente por los hechos podría acercarse tanto a ocupar la Casa Blanca?
En un ensayo muy debatido, Andrew Sullivan argumentó hace poco que cabe culpar el ascenso de Trump a un “exceso de democracia”. Según él, el antiintelectualismo de la extrema derecha y el antielitismo de la extrema izquierda han empujado a los costados al establishment político. Al mismo tiempo, la Internet ha servido de amplificador de la influencia de los enfadados y los ignorantes. Hoy en política no importan la sustancia ni la ideología, sino la disposición a dar voz a las quejas más desagradables de la gente, habilidad en la que Trump sin duda destaca.


En una incisiva respuesta, Michael Lind argumenta que Sullivan ve el asunto al revés: el verdadero culpable es “la falta de democracia”, señalando que a Trump le ha ido mejor entre los votantes que creen que “la gente como yo no tiene paño que cortar”.
Y existe una razón por la que cada vez más votantes se sienten así. Hoy los tecnócratas toman algunas de las decisiones políticas más importantes. Incluso en aquellas áreas donde todavía los representantes electos toman las decisiones, raramente reflejan las preferencias de los ciudadanos.
A primera vista, las explicaciones que ofrecen Sullivan y Lind parecen mutuamente contradictorias, pero debemos reconocer que son complementarias si queremos entender la creciente crisis de la democracia liberal, que además ha reforzado a los populistas de extrema derecha en toda Europa.
Dos componentes centrales definen a los sistemas políticos de América del Norte y Europa Occidental. Son liberales porque apuntan a garantizar los derechos de las personas individuales, incluidos los de las minorías marginadas. Y son democráticos porque se supone que sus instituciones traducen las opiniones del pueblo en cuanto a políticas públicas.
Sin embargo, en las últimas décadas, a medida que se han estancado los estándares de vida de los ciudadanos comunes y corrientes y aumenta la rabia contra la institucionalidad política, estos dos componentes fundamentales de la política occidental han entrado en conflicto. Como resultado, la democracia liberal se está bifurcando, dando origen a dos nuevas formas: la “democracia intolerante”, o democracia sin derechos, y el “liberalismo no democrático”, o derechos sin democracia.
En cada vez más países hay grandes áreas políticas que han quedado al margen de la competencia democrática. Los bancos centrales toman las decisiones macroeconómicas. Las políticas comerciales se consagran en acuerdos internacionales a los que se llega mediante negociaciones secretas realizadas dentro de instituciones lejanas. Muchas controversias sobre problemas sociales se deciden en tribunales constitucionales. En los escasos ámbitos, como el tributario, en que los representantes electos conservan cierta autonomía formal, las presiones de la globalización han atenuado las diferencias ideológicas entre los partidos de centroizquierda y centroderecha.
En consecuencia, poco debería sorprender el que los ciudadanos de ambos lados del Atlántico sientan que ya no son los dueños de su destino político. Para todos los efectos, viven en un régimen liberal pero no democrático, un sistema que respeta la mayor parte de sus derechos pero hace caso omiso una y otra vez de sus preferencias políticas.
Los votantes, sintiéndose abandonados por un sistema político que no les da respuesta, se dirigen en masa a los populistas que dicen encarnar la verdadera voz del pueblo. Igual que Trump, prometen hacer a un lado los obstáculos institucionales (los medios de comunicación críticos, los tribunales independientes o instituciones internacionales como la UE o la Organización Mundial de Comercio) que se interponen a la voluntad colectiva. Pero su retórica envenenada debería dejar pocas dudas sobre sus verdaderas metas: restringir los derechos individuales, en especial los de los colectivos (como los mexicanos, los musulmanes o los periodistas que sacan trapos sucios al sol) que tan eficazmente sirven de chivos expiatorios en sus discursos.
En los últimos años, el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, ha demostrado con qué facilidad un país puede caer en la democracia iliberal. Y desde el año pasado el nuevo gobierno polaco ha intentado imitar la experiencia de Orbán. Si Marine Le Pen gana la presidencia francesa el año próximo, puede que la democracia intolerante llegue al centro de Europa Occidental.
Al igual que el de los populistas de derechas en Europa, el ascenso de Trump ejemplifica la dinámica política clave de nuestra época: el espectro del exceso de democracia que Sullivan teme ha surgido de décadas de su carencia. A medida que las élites políticas se alejan de las preferencias de los votantes, han ido creando un amplio margen para los llamamientos (con frecuencia primitivos y profundamente chauvinistas) a la unidad comunal y la autodefensa popular.
Todavía queda alguna esperanza de poder evitar la desintegración de nuestros sistemas políticos en una democracia intolerante o un liberalismo no democrático. Tal vez la principal prioridad de corto plazo sea poner en práctica políticas económicas que apunten a elevar los estándares de vida de los ciudadanos comunes y corrientes, suavizando con ello la rabia generalizada hacia el sistema político.
Pero también sería sensato probar nuevas formas de participación política. En los últimos años ha habido experiencias de presupuestos participativos, encuestas de opinión deliberativas e incluso formas de “democracia líquida”, que permite a los ciudadanos escoger si votar en un tema o delegar su voto. Ninguna de ellas es la solución mágica, pero cada una ayuda a señalar el camino hacia instituciones que equilibran mejor que las formas actuales los derechos individuales y el mandato popular.
Es improbable que la democracia liberal sobreviva si estas medidas terminan siendo insuficientes o tardías, o si el sistema político se asusta tanto con los populistas que entregue a los tecnócratas un control todavía mayor de las políticas públicas. En tal caso, puede que nos veamos ante el equivalente político de la decisión de Sophie: sacrificar nuestros derechos para salvar la democracia o abandonar la democracia para preservar nuestros derechos

¿Democracia intolerante o liberalismo no democrático?

Yascha Mounk is a lecturer in political theory at Harvard University, a fellow at New America, and the author of Stranger in my Own Country: A Jewish Family in Modern Germany.
CAMBRIDGE – ¿Cómo llegamos a esto? En unos cuantos meses, el que Donald Trump llegue la Presidencia de Estados Unidos ha pasado de ser una especulación ridícula a una posibilidad terrorífica. ¿Cómo un hombre con tan poca experiencia política y un desprecio tan evidente por los hechos podría acercarse tanto a ocupar la Casa Blanca?
En un ensayo muy debatido, Andrew Sullivan argumentó hace poco que cabe culpar el ascenso de Trump a un “exceso de democracia”. Según él, el antiintelectualismo de la extrema derecha y el antielitismo de la extrema izquierda han empujado a los costados al establishment político. Al mismo tiempo, la Internet ha servido de amplificador de la influencia de los enfadados y los ignorantes. Hoy en política no importan la sustancia ni la ideología, sino la disposición a dar voz a las quejas más desagradables de la gente, habilidad en la que Trump sin duda destaca.