Artículo de Hans-Hermann Hoppe.
Murray Rothbard una vez describió al Estado como
una banda de ladrones en grande. Y si se mira de cerca, verás que hay un esfuerzo propagandístico enorme hecho por el Estado y los que están a su sueldo -o los que les gustaría estar a su sueldo- para convencernos de que es perfectamente legítimo que una organización esencialmente parasitaria viva a costa nuestra manteniendo un alto nivel de vida, que nos mate (con su policía poco preparada), que nos robe con sus impuestos, que nos obligue a hacer el servicio militar y que controle totalmente nuestra forma de vida.
La motivación fundamental de los que defienden el Estado es saber que, una vez en la máquina pública, ellos tendrán acceso a abultados salarios, puestos de trabajo estables y una pensión integral y completa. Los que están fuera del servicio público abogan por el Estado por saber que éste les dará ventajas en cualquier negociación sindical. Además de estas personas, también hay empresarios que defienden al Estado. Estos están pensando en los subsidios y garantías gubernamentales, jugosos contratos para obras públicas y en el uso general del gobierno para alimentar a sus amigos y debilitar a sus competidores. El Estado, para ellos, es una garantía de riqueza.
En todo lugar, el Estado siempre trata de ganar a costa de los demás. No se ha registrado ningún avance en esta realidad. Podemos cambiar las definiciones y afirmar que, debido a que votamos, nos estamos gobernando a nosotros mismos. Pero eso no cambia la esencia del problema moral del Estado: todo lo que tiene lo ha conseguido a través del robo. Ni un centavo de su presupuesto multimillonario (trillonario, en el caso de EE.UU.) se adquiere mediante el intercambio voluntario.
Los gobiernos dividen la sociedad en dos castas: los que dan obligatoriamente su dinero al Estado y los que ganan dinero del Estado. Para mantener el sistema en funcionamiento, los que dan dinero debe ser numéricamente mucho mayores que los que reciben. Fue así en los primeros días de las naciones-estado y así sigue siendo hoy en día. La existencia de elecciones no cambia la esencia de esta operación.
En los EE.UU., cuando leemos los escritos de los padres fundadores, notamos una gran preocupación acerca de las facciones. Por facciones, los padres fundadores se referían a grupos de personas en guerra entre sí para decidir quién tendría el control sobre el bolsillo de la población. La solución a este problema no fue abolir las diferencias de opinión, sino, más bien, mantener el gobierno en un tamaño mínimo, por lo que las ventajas de ganar el poder eran pequeñas. Puedes limitar el poder de una facción limitando el tamaño del gobierno. Todos los mecanismos creados por los padres fundadores -separación de poderes, el colegio electoral, la Declaración de Derechos- se instituyeron como un medio para lograr este objetivo.
Pero, ¿cómo se produjo toda la distorsión? ¿Cómo pasó que los seres humanos permitiesen que el Estado actual exista? ¿Cómo pasamos a permitir que ellos nos gobernasen de esta manera déspota? ¿Y por qué hay algunos que lo aman, e incluso se inclinan hacia él, tomados por un sentimiento casi religioso en relación al Estado?
Bueno, si piensas en el argumento central a favor del Estado verás que es muy fácil ver un error fundamental en su concepción; y verás que es realmente un milagro que el Estado haya surgido. El argumento a favor de la existencia del Estado es simplemente este: hay una escasez de recursos en el mundo, y debido a esta escasez existe la posibilidad de conflictos entre los diferentes grupos de personas. ¿Qué hay que hacer con los conflictos que puedan surgir? ¿Cómo garantizar la paz entre las personas?
La propuesta hecha por los estatistas, desde Thomas Hobbes hasta la actualidad, es la siguiente: ya que hay conflictos constantes produciéndose, los contratos hechos entre varios individuos no serán suficientes. Por lo tanto, necesitamos un tomador de decisiones supremo que sea capaz de decidir quién tiene razón y quién está equivocado en cada conflicto. Y este tomador de decisiones supremo en un determinado territorio, esta institución que tiene el monopolio de la decisión en un territorio determinado se define como el Estado.
La falacia de este argumento se hace evidente cuando te das cuenta de que, si hay una institución que tiene el monopolio de la última toma de decisiones en todos los casos de conflicto, entonces esta institución también dirá quién tiene razón y quién está equivocado en los casos de conflicto en el que esta misma institución está involucrada. Es decir, no es sólo una institución que decide quién tiene razón o no en los conflictos que tenemos con terceros, sino también es la institución que decidirá quién tiene razón o no en los casos en que esta institución está envuelta en conflictos con otros.
Una vez que te das cuenta de esto, entonces se hace inmediatamente evidente que esta institución puede por sí misma provocar conflictos para, entonces, decidir a su favor quién tiene razón y quién está equivocado. Esto se puede ejemplificar en particular por instituciones como la Corte Suprema de Justicia. Si una persona tiene un conflicto con una entidad gubernamental, el tomador supremo de decisiones -el que decidirá quién tiene la razón, si el Estado o el individuo- es la Corte Suprema de Justicia, que no es más que el núcleo de la misma institución con que ese individuo está en conflicto. Así que, por supuesto, será fácil de predecir cuál será el resultado del arbitraje de este conflicto: el Estado tiene razón y el individuo acusado es culpable.
Esa es la receta para aumentar continuamente el poder de esta institución: provocar conflictos para, a continuación, decidir a favor de sí misma, y luego decirle a la gente que se queja del Estado cuánto deben pagar por estos juicios emitidos por el Estado. Es fácil, entonces, entender esta falacia fundamental presente en la construcción de una institución como el Estado.
Y como hemos visto una expansión imparable del poder del Estado en absolutamente todos los países del mundo, cabe preguntarse: ¿hay alguna esperanza? ¿El Estado es, de hecho, una institución tan poderosa contra la que nada se puede hacer? ¿Hay alguna manera de oponerse a él?
Lo primero que hay que hacer para oponerse al Estado debe ser, por supuesto, entender su naturaleza interior. Por ejemplo, es curioso que los economistas, en todas las otras áreas de la economía, se opongan a los monopolios y estén a favor de la competencia. (Se oponen a los monopolios ya que, desde el punto de vista del consumidor, las instituciones monopólicas producen a costos más altos que el costo mínimo y ofrecen un producto más caro cuya calidad es más baja de lo que sería en un entorno competitivo. Consideran la competencia como algo bueno para los consumidores porque los competidores están constantemente tratando de reducir sus costos de producción con el fin de trasladar estos costos más bajos en forma de menores precios para los consumidores y, por lo tanto, superar a sus competidores. Además, por supuesto, de tener que producir productos con la mayor calidad posible en estas circunstancias). Sin embargo, cuando se trata de la cuestión más importante para la vida humana -es decir, la protección de la vida y la propiedad- casi todos los economistas están a favor de que haya un monopolista prestando estos servicios. Parece que piensan que el argumento de la competencia ya no es válido. Parecen no entender que el monopolio de estos servicios requerirá gastos mucho mayores y, de la misma manera, la calidad del producto -en este caso la ley, el orden y la justicia- será menor.
Así que, para iniciar cualquier tipo de retirada del Estado tenemos que entender claramente su naturaleza íntima monopolística y discernir los efectos negativos que tienen monopolios sobre todos los ámbitos de la vida, especialmente en el área de la ley y el orden. Lo que podemos desear, en la mejor de las hipótesis -en caso que no consigamos abolir el Estado-, es que el número de estados competitivos sea lo suficientemente grande. Un gran número de estados no permite fácilmente a cada estado en particular aumentar los impuestos y las regulaciones porque la gente, en este caso, “votan con sus pies”, es decir, cambiarían de Estado (cambiando de país). La situación más peligrosa concebible es aquella en que un gobierno mundial impondría los mismos impuestos y las regulaciones a nivel mundial, eliminando todos los incentivos para que las personas se muevan de un país a otro, debido a que la estructura de los impuestos y las regulaciones serían las mismas en todas partes.
Por otro lado, imagina una situación en la que hubiese decenas de miles de Suizas, Liechtensteines, Monacos, Hong Kongs y Singapures. En este caso, aunque cada Estado quisiese aumentar los impuestos y las regulaciones, simplemente no tendría éxito porque habría repercusiones inmediatas -es decir, la gente pasaría de los sitios menos favorables a los lugares más favorables.
Cuando pensamos en pensadores como Étienne de La Boétie, Hume,
Mises,
Rothbard, etc, vemos que todos ellos dijeron que, por más inexpugnable que el Estado parezca, con todo su ejército, con su gran número de empleados y con su vasto aparato de propaganda, en realidad es vulnerable debido a que el Estado es una minoría que vive parasitariamente a expensas de la mayoría, que depende del consentimiento de los gobernados. Incluso los Estados más poderosos -como, por ejemplo, aquellos que vimos en la Unión Soviética (URSS), Irán bajo el Shah, y la India bajo el dominio británico- pueden desmoronarse. Y esto sigue siendo una esperanza.
Una vez más, la idea es la siguiente: el presidente puede dar una orden, pero la orden debe ser aceptada y ejecutada por un general; el general puede emitir una orden, pero la orden ha de ser ejecutada por el teniente; el teniente puede dar una orden, pero la orden debe ser ejecutada en última instancia por los soldados, que son los que tendrán que disparar. Y si ellos no disparan, entonces todo lo que el presidente -o el comandante supremo- ordenan pasa a no tener efecto alguno. Por lo tanto, el Estado sólo puede efectuar sus políticas si la gente le da su consentimiento voluntario. Ellos pueden no estar de acuerdo con todo lo que hace el Estado y/o ordena que otros hagan, pero, mientras colaboran, obviamente tendrán la opinión de que el Estado es una institución necesaria, y los pequeños errores que esta institución cometa serán a penas el precio necesario a pagar para mantener la excelencia de lo que produce. Cuando esta ilusión desaparece, cuando la gente entiende que el Estado no es más que una institución parasitaria, cuando ellos ya no obedecen las órdenes dadas por esta institución, todos los poderes del Estado, incluso el déspota más poderoso, desaparecen inmediatamente.
Pero para que eso sea posible, es necesario en primer lugar que las personas desarrollen lo que llamamos “conciencia de clase”, no en el sentido marxista -que dice que hay un conflicto entre empresarios y trabajadores-, sino en el sentido de una lucha de clases que se opone, por un lado, a los regentes del Estado, o a la clase dominante, y por el otro lado, los que están bajo el dominio del Estado. Por lo tanto, el Estado debe ser visto como un explotador, una institución parásita. Sólo cuando hemos desarrollado una conciencia de clase de este tipo hay esperanzas de que el Estado, precisamente a causa de la difusión general de este concepto, pueda derrumbarse.
Por último, el punto de vista de Hobbes es interesante. Una de las cosas que más amenaza al Estado es el humor y la risa. El Estado asume que debes respetarlo, que lo debes tomar muy en serio. Hobbes decía que era algo muy peligroso el hecho de que las personas se rieran del gobierno. Así que, trata de seguir siempre la siguiente regla: riéte y búrlate del gobierno tanto como te sea posible.