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Wednesday, November 2, 2016

La ley de control de fusiones

Iván Alonso considera que la ley propuesta pretende evitar posiciones dominantes de mercado sin conocer si se va a abusar de ella.

Iván Alonso obtuvo su PhD. en Economía de la Universidad de California en Los Ángeles y es miembro de la Mont Pelerin Society.
El proyecto de ley de control previo de fusiones, adquisiciones y concentraciones empresariales, presentado por el congresista Lescano y su bancada, ha sido criticado —justamente, a nuestro entender— por innecesario. Diversos especialistas han señalado que en nuestro país existe ya una ley que sanciona el abuso de posición de dominio en el mercado. La iniciativa legislativa que comentamos pretende ir un paso más atrás, dándole a la Comisión de Libre Competencia (CLC) de Indecopi la potestad de desautorizar una fusión, como quien trata de evitar que se configure una posición de dominio antes de saber si se va a abusar de ella.



Dejemos de lado las disquisiciones teóricas y veamos cómo opera el control de fusiones en la práctica. Desde hace casi veinte años las fusiones empresariales en el sector eléctrico están sujetas a un control previo por parte de la misma CLC. El criterio es aún más exigente que en el proyecto de Lescano: si las empresas que quieren fusionarse tienen, individual o conjuntamente, una participación de 15% o más de las ventas del mercado, necesitan autorización. (El umbral en el proyecto es 51%.)
¿Cómo se resuelven estos casos? La decisión gira en torno a una variable llamada el índice de Herfindahl (o Herfindahl-Hirschman), que mide la concentración del mercado. Calcule usted la participación de cada una de las empresas del mercado y multiplíquela por cien: la primera tiene, digamos, 20 por ciento; la segunda, 15; la tercera, 10; etcétera. Eleve estas cifras al cuadrado y súmelas. Esto le dará un índice entre cero y 10.000 (donde cero representa un mercado “atomizado”, y 10,000, un monopolio). Primera parte del plan cumplida. La segunda parte es calcular el índice antes y después de la hipotética fusión. Si no aumenta significativamente, la fusión es aprobada; caso contrario, es rechazada.
La línea divisoria entre lo que es y lo que no es significativo es esencialmente arbitraria. Hay parámetros establecidos en los Horizontal Merger Guidelines (Guía de Fusiones Horizontales) del Departamento de Justicia y la Comisión Federal de Comercio norteamericanos; pero siguen siendo parámetros arbitrarios.
Supuestamente, un cambio en la concentración del mercado es significativo cuando le da a la empresa fusionada el poder de subir los precios o imponer otras condiciones en perjuicio del consumidor. En el sector eléctrico, una empresa fusionada puede jugar a sacar de operación una central para hacer subir el precio.
Pero sólo le conviene hacerlo si el aumento es suficientemente grande y duradero como para compensar la menor cantidad de energía que genera. Eso no depende de la concentración del mercado, sino de los costos de sus competidores. El análisis de la concentración es irrelevante.
¿Qué clase de análisis podrá hacer la CLC cuando se enfrente a una fusión en otro sector? Ni siquiera va a disponer de información tan precisa sobre participaciones de mercado como la que existe en el sector eléctrico. Tendrá que basarse en suposiciones sobre el número de potenciales competidores, la capacidad ociosa, los costos de ponerla en operación. En un extremo, la Comisión, consciente de esas limitaciones, puede aprobar todas las fusiones; y como sociedad habremos incurrido un costo por las puras. En el otro, puede rechazarlas todas, privándonos de aquellas que hacen sentido económico.

La ley de control de fusiones

Iván Alonso considera que la ley propuesta pretende evitar posiciones dominantes de mercado sin conocer si se va a abusar de ella.

Iván Alonso obtuvo su PhD. en Economía de la Universidad de California en Los Ángeles y es miembro de la Mont Pelerin Society.
El proyecto de ley de control previo de fusiones, adquisiciones y concentraciones empresariales, presentado por el congresista Lescano y su bancada, ha sido criticado —justamente, a nuestro entender— por innecesario. Diversos especialistas han señalado que en nuestro país existe ya una ley que sanciona el abuso de posición de dominio en el mercado. La iniciativa legislativa que comentamos pretende ir un paso más atrás, dándole a la Comisión de Libre Competencia (CLC) de Indecopi la potestad de desautorizar una fusión, como quien trata de evitar que se configure una posición de dominio antes de saber si se va a abusar de ella.


Thursday, July 7, 2016

Liberales y liberales

Liberales y liberales

Liberales y liberales









Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Como los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y el lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces, como ocurre con el vocablo “liberal”, semejante averiguación puede extraviarnos en un laberinto de dudas.
En el Quijote y la literatura de su época la palabra aparece varias veces. ¿Qué quiere decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante, comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En ella no hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas en el sentido más ancho de ambas palabras.
A fines del siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los pensadores británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke, Hume, Adam Smith, Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el intervencionismo del Estado, defienden la propiedad privada, el comercio libre, la competencia, el individualismo y se declaran enemigos de los dogmas y el absolutismo.


En el siglo XIX un liberal es sobre todo un librepensador: defiende el Estado laico, quiere separar la Iglesia del Estado, emancipar a la sociedad del oscurantismo religioso. Sus diferencias con los conservadores y los regímenes autoritarios generan a menudo guerras civiles y revoluciones. El liberal de entonces es lo que hoy llamaríamos un progresista, defensor de los derechos humanos (desde la Revolución Francesa se les conocía como los Derechos del Hombre) y la democracia.
Con la aparición del marxismo y la difusión de las ideas socialistas, el liberalismo va siendo desplazado de la vanguardia a una retaguardia, por defender un sistema económico y político —el capitalismo— que el socialismo y el comunismo quieren abolir en nombre de una justicia social que identifican con el colectivismo y el estatismo. (No en todas partes ocurre esta transformación de la palabra liberal. En Estados Unidos un liberal es todavía un radical, un socialdemócrata o un socialista a secas). La conversión de la vertiente comunista del socialismo al autoritarismo empuja al socialismo democrático al centro político y lo acerca —sin juntarlo— al liberalismo.
En nuestros días, liberal y liberalismo quieren decir, según las culturas y los países, cosas distintas y a veces contradictorias. El partido del tiranuelo nicaragüense Somoza se llamaba liberal y así se denomina, en Austria, un partido neofascista. La confusión es tan extrema que regímenes dictatoriales como los de Pinochet en Chile y de Fujimori en Perú son llamados a veces “liberales” o “neoliberales” porque privatizaron algunas empresas y abrieron mercados. De esta desnaturalización de lo que es la doctrina liberal no son del todo inocentes algunos liberales convencidos de que el liberalismo es una doctrina esencialmente económica, que gira en torno del mercado como una panacea mágica para la resolución de todos los problemas sociales. Esos logaritmos vivientes llegan a formas extremas de dogmatismo y están dispuestos a hacer tales concesiones en el campo político a la extrema derecha y al neofascismo que han contribuido a desprestigiar las ideas liberales y a que se las vea como una máscara de la reacción y la explotación.
Dicho esto, es verdad que algunos gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido, llevaron a cabo reformas económicas y sociales de inequívoca raíz liberal, impulsando la cultura de la libertad de manera extraordinaria, aunque en otros campos la hicieran retroceder. Lo mismo podría decirse de algunos gobiernos socialistas, como el de Felipe González en España o el de José Mujica en Uruguay, que, en la esfera de los derechos humanos, han hecho progresar a sus países reduciendo injusticias inveteradas y creando oportunidades para los ciudadanos de menores ingresos.
Una de las características del liberalismo en nuestros días es que se le encuentra en los lugares menos pensados y a veces brilla por su ausencia donde ciertos ingenuos creen que está. A las personas y partidos hay que juzgarlos no por lo que dicen y predican sino por lo que hacen. En el debate que hay en estos días en el Perú sobre la concentración de los medios de prensa, algunos valedores de la adquisición por el grupo El Comercio de la mayoría de las acciones de Epensa, que le confiere casi el 80% del mercado de la prensa, son periodistas que callaron o aplaudieron cuando la dictadura de Fujimori y Montesinos cometía sus crímenes más abominables y manipulaba toda la información, comprando a dueños y redactores de diarios o intimidándolos. ¿Cómo tomaríamos en serio a esos novísimos catecúmenos de la libertad? Un filósofo y economista liberal de la llamada escuela austríaca, Ludwig von Mises, se oponía a que hubiera partidos políticos liberales, porque, a su juicio, el liberalismo debía ser una cultura que irrigara a un arco muy amplio de formaciones y movimientos que, aunque tuvieran importantes discrepancias, compartieran un denominador común sobre ciertos principios liberales básicos.
Algo de eso ocurre desde hace buen tiempo en las democracias más avanzadas, donde, con diferencias más de matiz que de esencia, entre democristianos y socialdemócratas y socialistas, liberales y conservadores, republicanos y demócratas, hay unos consensos que dan estabilidad a las instituciones y continuidad a las políticas sociales y económicas, un sistema que sólo se ve amenazado por sus extremos, el neofascismo del Frente Nacional en Francia, por ejemplo, o La Liga Lombarda en Italia, y grupos y grupúsculos ultra comunistas y anarquistas.
En América Latina este proceso se da de manera más pausada y con más riesgo de retroceso que en otras partes del mundo, por lo débil que es todavía la cultura democrática, que sólo tiene tradición en países como Chile, Uruguay y Costa Rica, en tanto que en los demás es más bien precaria. Pero ha comenzado a suceder y la mejor prueba de ello es que las dictaduras militares prácticamente se han extinguido y de los movimientos armados revolucionarios sobrevive a duras penas las FARC colombianas, con un apoyo popular decreciente. Es verdad que hay gobiernos populistas y demagógicos, aparte del anacronismo que es Cuba, pero Venezuela, por ejemplo, que aspiraba a ser el gran fermento del socialismo revolucionario latinoamericano, vive una crisis económica, política y social tan profunda, con el desplome de su moneda, la carestía demencial —todo falta, la comida, el agua, hasta el papel higiénico— y las iniquidades de la delincuencia, que difícilmente podría ser ahora el modelo continental en que quería convertirla el comandante Chávez.
Hay ciertas ideas básicas que definen a un liberal. Que la libertad, valor supremo, es una e indivisible y que ella debe operar en todos los campos para garantizar el verdadero progreso. La libertad política, económica, social, cultural, son una sola y todas ellas hacen avanzar la justicia, la riqueza, los derechos humanos, las oportunidades y la coexistencia pacífica en una sociedad. Si en uno solo de esos campos la libertad se eclipsa, en todos los otros se encuentra amenazada.
Los liberales creen que el Estado pequeño es más eficiente que el que crece demasiado, y que, cuando esto último ocurre, no sólo la economía se resiente, también el conjunto de las libertades públicas. Creen asimismo que la función del Estado no es producir riqueza, sino que esta función la lleva a cabo mejor la sociedad civil, en un régimen de mercado libre, en que se prohíben los privilegios y se respeta la propiedad privada. La seguridad, el orden público, la legalidad, la educación y la salud competen al Estado, desde luego, pero no de manera monopólica sino en estrecha colaboración con la sociedad civil.
Estas y otras convicciones generales de un liberal tienen, a la hora de su aplicación, fórmulas y matices muy diversos relacionados con el nivel de desarrollo de una sociedad, de su cultura y sus tradiciones. No hay fórmulas rígidas y recetas únicas para ponerlas en práctica. Forzar reformas liberales de manera abrupta, sin consenso, puede provocar frustración, desórdenes y crisis políticas que pongan en peligro el sistema democrático. Este es tan esencial al pensamiento liberal como el de la libertad económica y el respeto a los derechos humanos. Por eso, la difícil tolerancia —para quienes, como nosotros, españoles y latinoamericanos, tenemos una tradición dogmática e intransigente tan fuerte— debería ser la virtud más apreciada entre los liberales. Tolerancia quiere decir, simplemente, aceptar la posibilidad del error en las convicciones propias y de verdad en las ajenas.
Es natural, por eso, que haya entre los liberales discrepancias, y a veces muy serias, sobre temas como el aborto, los matrimonios gay, la descriminalización de las drogas y otros. Sobre ninguno de estos temas existe una verdad revelada liberal, porque para los liberales no hay verdades reveladas. La verdad es, como estableció Karl Popper, siempre provisional, sólo válida mientras no surja otra que la califique o refute. Los congresos y encuentros liberales suelen ser, a menudo, parecidos a los de los trotskistas (cuando el trotskismo existía): batallas intelectuales en defensa de ideas contrapuestas. Algunos ven en ello un rasgo de inoperancia e irrealismo. Yo creo que esas controversias entre lo que Isaías Berlin llamaba “las verdades contradictorias” han hecho que el liberalismo siga siendo la doctrina que más ha contribuido a mejorar la coexistencia social, haciendo avanzar la libertad humana.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2014.
© Mario Vargas Llosa, 2014.

Liberales y liberales

Liberales y liberales

Liberales y liberales









Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Como los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y el lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces, como ocurre con el vocablo “liberal”, semejante averiguación puede extraviarnos en un laberinto de dudas.
En el Quijote y la literatura de su época la palabra aparece varias veces. ¿Qué quiere decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante, comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En ella no hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas en el sentido más ancho de ambas palabras.
A fines del siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los pensadores británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke, Hume, Adam Smith, Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el intervencionismo del Estado, defienden la propiedad privada, el comercio libre, la competencia, el individualismo y se declaran enemigos de los dogmas y el absolutismo.

Thursday, June 23, 2016

Ese fraude llamado “Estado”, Hans-Hermann Hoppe

Estado como fraude
Artículo de Hans-Hermann Hoppe.
Murray Rothbard una vez describió al Estado como una banda de ladrones en grande. Y si se mira de cerca, verás que hay un esfuerzo propagandístico enorme hecho por el Estado y los que están a su sueldo -o los que les gustaría estar a su sueldo- para convencernos de que es perfectamente legítimo que una organización esencialmente parasitaria viva a costa nuestra manteniendo un alto nivel de vida, que nos mate (con su policía poco preparada), que nos robe con sus impuestos, que nos obligue a hacer el servicio militar y que controle totalmente nuestra forma de vida.
La motivación fundamental de los que defienden el Estado es saber que, una vez en la máquina pública, ellos tendrán acceso a abultados salarios, puestos de trabajo estables y una pensión integral y completa. Los que están fuera del servicio público abogan por el Estado por saber que éste les dará ventajas en cualquier negociación sindical. Además de estas personas, también hay empresarios que defienden al Estado. Estos están pensando en los subsidios y garantías gubernamentales, jugosos contratos para obras públicas y en el uso general del gobierno para alimentar a sus amigos y debilitar a sus competidores. El Estado, para ellos, es una garantía de riqueza.



En todo lugar, el Estado siempre trata de ganar a costa de los demás. No se ha registrado ningún avance en esta realidad. Podemos cambiar las definiciones y afirmar que, debido a que votamos, nos estamos gobernando a nosotros mismos. Pero eso no cambia la esencia del problema moral del Estado: todo lo que tiene lo ha conseguido a través del robo. Ni un centavo de su presupuesto multimillonario (trillonario, en el caso de EE.UU.) se adquiere mediante el intercambio voluntario.
Los gobiernos dividen la sociedad en dos castas: los que dan obligatoriamente su dinero al Estado y los que ganan dinero del Estado. Para mantener el sistema en funcionamiento, los que dan dinero debe ser numéricamente mucho mayores que los que reciben. Fue así en los primeros días de las naciones-estado y así sigue siendo hoy en día. La existencia de elecciones no cambia la esencia de esta operación.
En los EE.UU., cuando leemos los escritos de los padres fundadores, notamos una gran preocupación acerca de las facciones. Por facciones, los padres fundadores se referían a grupos de personas en guerra entre sí para decidir quién tendría el control sobre el bolsillo de la población. La solución a este problema no fue abolir las diferencias de opinión, sino, más bien, mantener el gobierno en un tamaño mínimo, por lo que las ventajas de ganar el poder eran pequeñas. Puedes limitar el poder de una facción limitando el tamaño del gobierno. Todos los mecanismos creados por los padres fundadores -separación de poderes, el colegio electoral, la Declaración de Derechos- se instituyeron como un medio para lograr este objetivo.
Pero, ¿cómo se produjo toda la distorsión? ¿Cómo pasó que los seres humanos permitiesen que el Estado actual exista? ¿Cómo pasamos a permitir que ellos nos gobernasen de esta manera déspota? ¿Y por qué hay algunos que lo aman, e incluso se inclinan hacia él, tomados por un sentimiento casi religioso en relación al Estado?
Bueno, si piensas en el argumento central a favor del Estado verás que es muy fácil ver un error fundamental en su concepción; y verás que es realmente un milagro que el Estado haya surgido. El argumento a favor de la existencia del Estado es simplemente este: hay una escasez de recursos en el mundo, y debido a esta escasez existe la posibilidad de conflictos entre los diferentes grupos de personas. ¿Qué hay que hacer con los conflictos que puedan surgir? ¿Cómo garantizar la paz entre las personas?
La propuesta hecha por los estatistas, desde Thomas Hobbes hasta la actualidad, es la siguiente: ya que hay conflictos constantes produciéndose, los contratos hechos entre varios individuos no serán suficientes. Por lo tanto, necesitamos un tomador de decisiones supremo que sea capaz de decidir quién tiene razón y quién está equivocado en cada conflicto. Y este tomador de decisiones supremo en un determinado territorio, esta institución que tiene el monopolio de la decisión en un territorio determinado se define como el Estado.
La falacia de este argumento se hace evidente cuando te das cuenta de que, si hay una institución que tiene el monopolio de la última toma de decisiones en todos los casos de conflicto, entonces esta institución también dirá quién tiene razón y quién está equivocado en los casos de conflicto en el que esta misma institución está involucrada. Es decir, no es sólo una institución que decide quién tiene razón o no en los conflictos que tenemos con terceros, sino también es la institución que decidirá quién tiene razón o no en los casos en que esta institución está envuelta en conflictos con otros.
Una vez que te das cuenta de esto, entonces se hace inmediatamente evidente que esta institución puede por sí misma provocar conflictos para, entonces, decidir a su favor quién tiene razón y quién está equivocado. Esto se puede ejemplificar en particular por instituciones como la Corte Suprema de Justicia. Si una persona tiene un conflicto con una entidad gubernamental, el tomador supremo de decisiones -el que decidirá quién tiene la razón, si el Estado o el individuo- es la Corte Suprema de Justicia, que no es más que el núcleo de la misma institución con que ese individuo está en conflicto. Así que, por supuesto, será fácil de predecir cuál será el resultado del arbitraje de este conflicto: el Estado tiene razón y el individuo acusado es culpable.
Esa es la receta para aumentar continuamente el poder de esta institución: provocar conflictos para, a continuación, decidir a favor de sí misma, y luego decirle a la gente que se queja del Estado cuánto deben pagar por estos juicios emitidos por el Estado. Es fácil, entonces, entender esta falacia fundamental presente en la construcción de una institución como el Estado.
Y como hemos visto una expansión imparable del poder del Estado en absolutamente todos los países del mundo, cabe preguntarse: ¿hay alguna esperanza? ¿El Estado es, de hecho, una institución tan poderosa contra la que nada se puede hacer? ¿Hay alguna manera de oponerse a él?
Lo primero que hay que hacer para oponerse al Estado debe ser, por supuesto, entender su naturaleza interior. Por ejemplo, es curioso que los economistas, en todas las otras áreas de la economía, se opongan a los monopolios y estén a favor de la competencia. (Se oponen a los monopolios ya que, desde el punto de vista del consumidor, las instituciones monopólicas producen a costos más altos que el costo mínimo y ofrecen un producto más caro cuya calidad es más baja de lo que sería en un entorno competitivo. Consideran la competencia como algo bueno para los consumidores porque los competidores están constantemente tratando de reducir sus costos de producción con el fin de trasladar estos costos más bajos en forma de menores precios para los consumidores y, por lo tanto, superar a sus competidores. Además, por supuesto, de tener que producir productos con la mayor calidad posible en estas circunstancias). Sin embargo, cuando se trata de la cuestión más importante para la vida humana -es decir, la protección de la vida y la propiedad- casi todos los economistas están a favor de que haya un monopolista prestando estos servicios. Parece que piensan que el argumento de la competencia ya no es válido. Parecen no entender que el monopolio de estos servicios requerirá gastos mucho mayores y, de la misma manera, la calidad del producto -en este caso la ley, el orden y la justicia- será menor.
Así que, para iniciar cualquier tipo de retirada del Estado tenemos que entender claramente su naturaleza íntima monopolística y discernir los efectos negativos que tienen monopolios sobre todos los ámbitos de la vida, especialmente en el área de la ley y el orden. Lo que podemos desear, en la mejor de las hipótesis -en caso que no consigamos abolir el Estado-, es que el número de estados competitivos sea lo suficientemente grande. Un gran número de estados no permite fácilmente a cada estado en particular aumentar los impuestos y las regulaciones porque la gente, en este caso, “votan con sus pies”, es decir, cambiarían de Estado (cambiando de país). La situación más peligrosa concebible es aquella en que un gobierno mundial impondría los mismos impuestos y las regulaciones a nivel mundial, eliminando todos los incentivos para que las personas se muevan de un país a otro, debido a que la estructura de los impuestos y las regulaciones serían las mismas en todas partes.
Por otro lado, imagina una situación en la que hubiese decenas de miles de Suizas, Liechtensteines, Monacos, Hong Kongs y Singapures. En este caso, aunque cada Estado quisiese aumentar los impuestos y las regulaciones, simplemente no tendría éxito porque habría repercusiones inmediatas -es decir, la gente pasaría de los sitios menos favorables a los lugares más favorables.
Cuando pensamos en pensadores como Étienne de La Boétie, Hume, Mises, Rothbard, etc, vemos que todos ellos dijeron que, por más inexpugnable que el Estado parezca, con todo su ejército, con su gran número de empleados y con su vasto aparato de propaganda, en realidad es vulnerable debido a que el Estado es una minoría que vive parasitariamente a expensas de la mayoría, que depende del consentimiento de los gobernados. Incluso los Estados más poderosos -como, por ejemplo, aquellos que vimos en la Unión Soviética (URSS), Irán bajo el Shah, y la India bajo el dominio británico- pueden desmoronarse. Y esto sigue siendo una esperanza.
Una vez más, la idea es la siguiente: el presidente puede dar una orden, pero la orden debe ser aceptada y ejecutada por un general; el general puede emitir una orden, pero la orden ha de ser ejecutada por el teniente; el teniente puede dar una orden, pero la orden debe ser ejecutada en última instancia por los soldados, que son los que tendrán que disparar. Y si ellos no disparan, entonces todo lo que el presidente -o el comandante supremo- ordenan pasa a no tener efecto alguno. Por lo tanto, el Estado sólo puede efectuar sus políticas si la gente le da su consentimiento voluntario. Ellos pueden no estar de acuerdo con todo lo que hace el Estado y/o ordena que otros hagan, pero, mientras colaboran, obviamente tendrán la opinión de que el Estado es una institución necesaria, y los pequeños errores que esta institución cometa serán a penas el precio necesario a pagar para mantener la excelencia de lo que produce. Cuando esta ilusión desaparece, cuando la gente entiende que el Estado no es más que una institución parasitaria, cuando ellos ya no obedecen las órdenes dadas por esta institución, todos los poderes del Estado, incluso el déspota más poderoso, desaparecen inmediatamente.
Pero para que eso sea posible, es necesario en primer lugar que las personas desarrollen lo que llamamos “conciencia de clase”, no en el sentido marxista -que dice que hay un conflicto entre empresarios y trabajadores-, sino en el sentido de una lucha de clases que se opone, por un lado, a los regentes del Estado, o a la clase dominante, y por el otro lado, los que están bajo el dominio del Estado. Por lo tanto, el Estado debe ser visto como un explotador, una institución parásita. Sólo cuando hemos desarrollado una conciencia de clase de este tipo hay esperanzas de que el Estado, precisamente a causa de la difusión general de este concepto, pueda derrumbarse.
Por último, el punto de vista de Hobbes es interesante. Una de las cosas que más amenaza al Estado es el humor y la risa. El Estado asume que debes respetarlo, que lo debes tomar muy en serio. Hobbes decía que era algo muy peligroso el hecho de que las personas se rieran del gobierno. Así que, trata de seguir siempre la siguiente regla: riéte y búrlate del gobierno tanto como te sea posible.

Ese fraude llamado “Estado”, Hans-Hermann Hoppe

Estado como fraude
Artículo de Hans-Hermann Hoppe.
Murray Rothbard una vez describió al Estado como una banda de ladrones en grande. Y si se mira de cerca, verás que hay un esfuerzo propagandístico enorme hecho por el Estado y los que están a su sueldo -o los que les gustaría estar a su sueldo- para convencernos de que es perfectamente legítimo que una organización esencialmente parasitaria viva a costa nuestra manteniendo un alto nivel de vida, que nos mate (con su policía poco preparada), que nos robe con sus impuestos, que nos obligue a hacer el servicio militar y que controle totalmente nuestra forma de vida.
La motivación fundamental de los que defienden el Estado es saber que, una vez en la máquina pública, ellos tendrán acceso a abultados salarios, puestos de trabajo estables y una pensión integral y completa. Los que están fuera del servicio público abogan por el Estado por saber que éste les dará ventajas en cualquier negociación sindical. Además de estas personas, también hay empresarios que defienden al Estado. Estos están pensando en los subsidios y garantías gubernamentales, jugosos contratos para obras públicas y en el uso general del gobierno para alimentar a sus amigos y debilitar a sus competidores. El Estado, para ellos, es una garantía de riqueza.


Friday, June 17, 2016

Ese fraude llamado “Estado”, Hans-Hermann Hoppe

Estado como fraude
Artículo de Hans-Hermann Hoppe.
Murray Rothbard una vez describió al Estado como una banda de ladrones en grande. Y si se mira de cerca, verás que hay un esfuerzo propagandístico enorme hecho por el Estado y los que están a su sueldo -o los que les gustaría estar a su sueldo- para convencernos de que es perfectamente legítimo que una organización esencialmente parasitaria viva a costa nuestra manteniendo un alto nivel de vida, que nos mate (con su policía poco preparada), que nos robe con sus impuestos, que nos obligue a hacer el servicio militar y que controle totalmente nuestra forma de vida.
La motivación fundamental de los que defienden el Estado es saber que, una vez en la máquina pública, ellos tendrán acceso a abultados salarios, puestos de trabajo estables y una pensión integral y completa. Los que están fuera del servicio público abogan por el Estado por saber que éste les dará ventajas en cualquier negociación sindical. Además de estas personas, también hay empresarios que defienden al Estado. Estos están pensando en los subsidios y garantías gubernamentales, jugosos contratos para obras públicas y en el uso general del gobierno para alimentar a sus amigos y debilitar a sus competidores. El Estado, para ellos, es una garantía de riqueza.



En todo lugar, el Estado siempre trata de ganar a costa de los demás. No se ha registrado ningún avance en esta realidad. Podemos cambiar las definiciones y afirmar que, debido a que votamos, nos estamos gobernando a nosotros mismos. Pero eso no cambia la esencia del problema moral del Estado: todo lo que tiene lo ha conseguido a través del robo. Ni un centavo de su presupuesto multimillonario (trillonario, en el caso de EE.UU.) se adquiere mediante el intercambio voluntario.
Los gobiernos dividen la sociedad en dos castas: los que dan obligatoriamente su dinero al Estado y los que ganan dinero del Estado. Para mantener el sistema en funcionamiento, los que dan dinero debe ser numéricamente mucho mayores que los que reciben. Fue así en los primeros días de las naciones-estado y así sigue siendo hoy en día. La existencia de elecciones no cambia la esencia de esta operación.
En los EE.UU., cuando leemos los escritos de los padres fundadores, notamos una gran preocupación acerca de las facciones. Por facciones, los padres fundadores se referían a grupos de personas en guerra entre sí para decidir quién tendría el control sobre el bolsillo de la población. La solución a este problema no fue abolir las diferencias de opinión, sino, más bien, mantener el gobierno en un tamaño mínimo, por lo que las ventajas de ganar el poder eran pequeñas. Puedes limitar el poder de una facción limitando el tamaño del gobierno. Todos los mecanismos creados por los padres fundadores -separación de poderes, el colegio electoral, la Declaración de Derechos- se instituyeron como un medio para lograr este objetivo.
Pero, ¿cómo se produjo toda la distorsión? ¿Cómo pasó que los seres humanos permitiesen que el Estado actual exista? ¿Cómo pasamos a permitir que ellos nos gobernasen de esta manera déspota? ¿Y por qué hay algunos que lo aman, e incluso se inclinan hacia él, tomados por un sentimiento casi religioso en relación al Estado?
Bueno, si piensas en el argumento central a favor del Estado verás que es muy fácil ver un error fundamental en su concepción; y verás que es realmente un milagro que el Estado haya surgido. El argumento a favor de la existencia del Estado es simplemente este: hay una escasez de recursos en el mundo, y debido a esta escasez existe la posibilidad de conflictos entre los diferentes grupos de personas. ¿Qué hay que hacer con los conflictos que puedan surgir? ¿Cómo garantizar la paz entre las personas?
La propuesta hecha por los estatistas, desde Thomas Hobbes hasta la actualidad, es la siguiente: ya que hay conflictos constantes produciéndose, los contratos hechos entre varios individuos no serán suficientes. Por lo tanto, necesitamos un tomador de decisiones supremo que sea capaz de decidir quién tiene razón y quién está equivocado en cada conflicto. Y este tomador de decisiones supremo en un determinado territorio, esta institución que tiene el monopolio de la decisión en un territorio determinado se define como el Estado.
La falacia de este argumento se hace evidente cuando te das cuenta de que, si hay una institución que tiene el monopolio de la última toma de decisiones en todos los casos de conflicto, entonces esta institución también dirá quién tiene razón y quién está equivocado en los casos de conflicto en el que esta misma institución está involucrada. Es decir, no es sólo una institución que decide quién tiene razón o no en los conflictos que tenemos con terceros, sino también es la institución que decidirá quién tiene razón o no en los casos en que esta institución está envuelta en conflictos con otros.
Una vez que te das cuenta de esto, entonces se hace inmediatamente evidente que esta institución puede por sí misma provocar conflictos para, entonces, decidir a su favor quién tiene razón y quién está equivocado. Esto se puede ejemplificar en particular por instituciones como la Corte Suprema de Justicia. Si una persona tiene un conflicto con una entidad gubernamental, el tomador supremo de decisiones -el que decidirá quién tiene la razón, si el Estado o el individuo- es la Corte Suprema de Justicia, que no es más que el núcleo de la misma institución con que ese individuo está en conflicto. Así que, por supuesto, será fácil de predecir cuál será el resultado del arbitraje de este conflicto: el Estado tiene razón y el individuo acusado es culpable.
Esa es la receta para aumentar continuamente el poder de esta institución: provocar conflictos para, a continuación, decidir a favor de sí misma, y luego decirle a la gente que se queja del Estado cuánto deben pagar por estos juicios emitidos por el Estado. Es fácil, entonces, entender esta falacia fundamental presente en la construcción de una institución como el Estado.
Y como hemos visto una expansión imparable del poder del Estado en absolutamente todos los países del mundo, cabe preguntarse: ¿hay alguna esperanza? ¿El Estado es, de hecho, una institución tan poderosa contra la que nada se puede hacer? ¿Hay alguna manera de oponerse a él?
Lo primero que hay que hacer para oponerse al Estado debe ser, por supuesto, entender su naturaleza interior. Por ejemplo, es curioso que los economistas, en todas las otras áreas de la economía, se opongan a los monopolios y estén a favor de la competencia. (Se oponen a los monopolios ya que, desde el punto de vista del consumidor, las instituciones monopólicas producen a costos más altos que el costo mínimo y ofrecen un producto más caro cuya calidad es más baja de lo que sería en un entorno competitivo. Consideran la competencia como algo bueno para los consumidores porque los competidores están constantemente tratando de reducir sus costos de producción con el fin de trasladar estos costos más bajos en forma de menores precios para los consumidores y, por lo tanto, superar a sus competidores. Además, por supuesto, de tener que producir productos con la mayor calidad posible en estas circunstancias). Sin embargo, cuando se trata de la cuestión más importante para la vida humana -es decir, la protección de la vida y la propiedad- casi todos los economistas están a favor de que haya un monopolista prestando estos servicios. Parece que piensan que el argumento de la competencia ya no es válido. Parecen no entender que el monopolio de estos servicios requerirá gastos mucho mayores y, de la misma manera, la calidad del producto -en este caso la ley, el orden y la justicia- será menor.
Así que, para iniciar cualquier tipo de retirada del Estado tenemos que entender claramente su naturaleza íntima monopolística y discernir los efectos negativos que tienen monopolios sobre todos los ámbitos de la vida, especialmente en el área de la ley y el orden. Lo que podemos desear, en la mejor de las hipótesis -en caso que no consigamos abolir el Estado-, es que el número de estados competitivos sea lo suficientemente grande. Un gran número de estados no permite fácilmente a cada estado en particular aumentar los impuestos y las regulaciones porque la gente, en este caso, “votan con sus pies”, es decir, cambiarían de Estado (cambiando de país). La situación más peligrosa concebible es aquella en que un gobierno mundial impondría los mismos impuestos y las regulaciones a nivel mundial, eliminando todos los incentivos para que las personas se muevan de un país a otro, debido a que la estructura de los impuestos y las regulaciones serían las mismas en todas partes.
Por otro lado, imagina una situación en la que hubiese decenas de miles de Suizas, Liechtensteines, Monacos, Hong Kongs y Singapures. En este caso, aunque cada Estado quisiese aumentar los impuestos y las regulaciones, simplemente no tendría éxito porque habría repercusiones inmediatas -es decir, la gente pasaría de los sitios menos favorables a los lugares más favorables.
Cuando pensamos en pensadores como Étienne de La Boétie, Hume, Mises, Rothbard, etc, vemos que todos ellos dijeron que, por más inexpugnable que el Estado parezca, con todo su ejército, con su gran número de empleados y con su vasto aparato de propaganda, en realidad es vulnerable debido a que el Estado es una minoría que vive parasitariamente a expensas de la mayoría, que depende del consentimiento de los gobernados. Incluso los Estados más poderosos -como, por ejemplo, aquellos que vimos en la Unión Soviética (URSS), Irán bajo el Shah, y la India bajo el dominio británico- pueden desmoronarse. Y esto sigue siendo una esperanza.
Una vez más, la idea es la siguiente: el presidente puede dar una orden, pero la orden debe ser aceptada y ejecutada por un general; el general puede emitir una orden, pero la orden ha de ser ejecutada por el teniente; el teniente puede dar una orden, pero la orden debe ser ejecutada en última instancia por los soldados, que son los que tendrán que disparar. Y si ellos no disparan, entonces todo lo que el presidente -o el comandante supremo- ordenan pasa a no tener efecto alguno. Por lo tanto, el Estado sólo puede efectuar sus políticas si la gente le da su consentimiento voluntario. Ellos pueden no estar de acuerdo con todo lo que hace el Estado y/o ordena que otros hagan, pero, mientras colaboran, obviamente tendrán la opinión de que el Estado es una institución necesaria, y los pequeños errores que esta institución cometa serán a penas el precio necesario a pagar para mantener la excelencia de lo que produce. Cuando esta ilusión desaparece, cuando la gente entiende que el Estado no es más que una institución parasitaria, cuando ellos ya no obedecen las órdenes dadas por esta institución, todos los poderes del Estado, incluso el déspota más poderoso, desaparecen inmediatamente.
Pero para que eso sea posible, es necesario en primer lugar que las personas desarrollen lo que llamamos “conciencia de clase”, no en el sentido marxista -que dice que hay un conflicto entre empresarios y trabajadores-, sino en el sentido de una lucha de clases que se opone, por un lado, a los regentes del Estado, o a la clase dominante, y por el otro lado, los que están bajo el dominio del Estado. Por lo tanto, el Estado debe ser visto como un explotador, una institución parásita. Sólo cuando hemos desarrollado una conciencia de clase de este tipo hay esperanzas de que el Estado, precisamente a causa de la difusión general de este concepto, pueda derrumbarse.
Por último, el punto de vista de Hobbes es interesante. Una de las cosas que más amenaza al Estado es el humor y la risa. El Estado asume que debes respetarlo, que lo debes tomar muy en serio. Hobbes decía que era algo muy peligroso el hecho de que las personas se rieran del gobierno. Así que, trata de seguir siempre la siguiente regla: riéte y búrlate del gobierno tanto como te sea posible.

Ese fraude llamado “Estado”, Hans-Hermann Hoppe

Estado como fraude
Artículo de Hans-Hermann Hoppe.
Murray Rothbard una vez describió al Estado como una banda de ladrones en grande. Y si se mira de cerca, verás que hay un esfuerzo propagandístico enorme hecho por el Estado y los que están a su sueldo -o los que les gustaría estar a su sueldo- para convencernos de que es perfectamente legítimo que una organización esencialmente parasitaria viva a costa nuestra manteniendo un alto nivel de vida, que nos mate (con su policía poco preparada), que nos robe con sus impuestos, que nos obligue a hacer el servicio militar y que controle totalmente nuestra forma de vida.
La motivación fundamental de los que defienden el Estado es saber que, una vez en la máquina pública, ellos tendrán acceso a abultados salarios, puestos de trabajo estables y una pensión integral y completa. Los que están fuera del servicio público abogan por el Estado por saber que éste les dará ventajas en cualquier negociación sindical. Además de estas personas, también hay empresarios que defienden al Estado. Estos están pensando en los subsidios y garantías gubernamentales, jugosos contratos para obras públicas y en el uso general del gobierno para alimentar a sus amigos y debilitar a sus competidores. El Estado, para ellos, es una garantía de riqueza.