Juan Ramón Rallo
| La última de las encíclicas económicas de Juan Pablo II: Centesimus Annus, es sin lugar a dudas una de las más controvertidas. Cien años después de la Rerum Novarum, muchos han visto en esta encíclica una encendida reafirmación del capitalismo, pese a las constantes críticas que se vierten en ella contra éste. |
En realidad, podemos decir que Juan Pablo II critica nominalmente el capitalismo y el liberalismo pero defiende un sistema político y económico sin nombre (en la Sollicitudo Rei Socialis afirma expresamente que no se trata de una tercera vía) que viene a coincidir, grosso modo, con nuestra idea de capitalismo.
El problema proviene de la errónea equiparación que ha hecho la Iglesia entre liberalismo y Revolución Francesa. No debemos olvidar que quienes se denominaron a sí mismos "liberales" en el siglo XIX fueron profundamente anticlericales; de modo que la Iglesia condena de igual manera el comunismo y el liberalismo jacobino, en tanto ambos la han atacado históricamente.
Sin embargo, la mayoría de los liberales actuales no tienen ningún sesgo antieclesiástico; de hecho, muchos reconocen su papel fundamental como institución social coordinadora. Asimismo, muchos de los valores de la Iglesia, en particular su defensa de los derechos naturales, integran el corpus teórico y ético de buena parte del movimiento liberal actual. Murray Rothbard, por ejemplo, uno de los mayores liberales del siglo XX, fue denominado "tomista agnóstico".
Otro punto de confusión aparece por la nomenclatura empleada en la encíclica. Las críticas al capitalismo se dirigen, en realidad, contra un capitalismo desbocado y sin normas. Así parece inferirse de este párrafo:
"Si por 'capitalismo' se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva (…) Pero si por 'capitalismo' se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral (…) entonces la respuesta es absolutamente negativa".
Hay que resaltar, de la misma manera, los elevados conocimientos económicos que el Papa fue adquiriendo desde la Laborem Exercens. Parece ser que las conversaciones que mantuvo con Friedrich Hayek poco antes de la muerte de éste dieron su provechoso fruto. En muchas partes de la encíclica queda patente la influencia hayekiana, incluso en cuestiones meramente léxicas.
Es desde esta perspectiva desde la que tenemos que proceder a la lectura de la Centessimus Annus.
Socialismo antinatural
Juan Pablo II tiene claro que el problema del socialismo es fundamentalmente "antropológico". No encaja en la naturaleza humana, es del todo ajena a ella. "El hombre, en efecto, cuando carece de algo que pueda llamar suyo y no tiene posibilidad de ganar para vivir por su propia iniciativa, pasa a depende de la máquina social y de quienes la controlan, lo cual le crea dificultades mayores pare conocer su dignidad como persona". La propiedad es un eje fundamental en la existencia y en la dignidad humana.
Pero, además del problema antropológico, Juan Pablo II también encuentra un problema económico en el socialismo; problema que entronca con la imposibilidad del cálculo económico que ya anticipara Mises (y posteriormente desarrollaran Hayek y Rothbard) a principios de siglo.
Juan Pablo II asegura, en contra de lo que afirmaban teóricos socialistas como Oskar Lange, que el problema del socialismo no es "puramente técnico", sino que proviene de "la violación de los derechos humanas a la iniciativa, a la propiedad y al sector de la economía".
Es decir, el socialismo es imposible en tanto que bloquea la función coordinadora empresarial e impide la formación de precios de mercado. Y es que, "cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta que haga imposible el mal, piensan también que pueden usar todos los medios, incluso la violencia o la mentira, para realizarla". Para ello, se suprime el interés individual, que "queda sustituido por un oneroso y opresivo sistema de control burocrático que esteriliza toda iniciativa y creatividad".
El constructivismo social de corte cartesiano es, como también considerara Hayek, el germen de todos los totalitarismos. La organización social perfecta no puede ser planificada, sino que emerge evolutivamente en forma de orden espontáneo, sin que nadie la hubiera previsto ni diseñado.
La división del trabajo, fundamento del progreso
En la línea de las anteriores encíclicas, Juan Pablo II pone de manifiesto uno de los mayores rasgos del sistema capitalista, la división del trabajo: "Hoy más que nunca, trabajar es trabajar con otros y para otros: es hacer algo para alguien. El trabajo es tanto más fecundo y productivo cuanto el hombre se hace más capaz de conocer las potencialidades productivas de la tierra y ver en profundidad las necesidades de los otros hombres, para quienes se trabaja".
Juan Pablo II, por tanto, vio que la dirección empresarial de los trabajadores ("trabajar con otros") al servicio de los consumidores ("trabajo para otros") no sólo es acorde con la naturaleza humana, sino con el progreso económico.
De la misma manera, en contra de lo que afirman los marxistas, la división del trabajo permite al ser humano especializarse tanto en aquello para lo que está más capacitado como en aquello que más le agrada. "La experiencia histórica de los países socialistas ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino que más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la ineficiencia económica".
En otras palabras, el socialismo no "libera" al ser humano, sino que lo esclaviza. Destruye el sistema de división del trabajo, basado en los precios de mercado, e implanta una organización social arbitraria en que la libertad de cada cual para seleccionar su posición en la estructura productiva es nula. Caemos en un concepto de "trabajo objetivo" (en referencia a la Laborem Exercens) donde el ser humano no interpone el trabajo en el camino hacia sus fines ("trabajo subjetivo"), sino que es considerado parte de un engranaje social que el planificador social cartesiano ha creído descubrir.
La justa voluntariedad
Uno de los grandes méritos de Juan Pablo II es desterrar del pensamiento de la Iglesia uno de los errores en que había caído incluso el muy liberal León XIII: la teoría del precio justo. Para León XIII, el precio justo del salario era aquel que permitía mantener a la familia (si bien se mostró contrario a que el Estado lo determinara).
Juan Pablo II dio un paso adelante en la teoría económica moderna y calificó de justo el precio "establecido de común acuerdo después de una libre negociación". De esta manera, se reintegra en la doctrina social de la Iglesia las ideas de la Escuela de Salamanca (en concreto, de teólogos tan relevantes como Luis de Molina o Domingo de Soto) y se elimina esa especie de pecado moral intrínseco a los contratos aparentemente subvalorados. Y es que todo acuerdo libre necesariamente debe ser beneficioso para ambas partes; especialmente, si ha tenido lugar en la faceta subjetiva del trabajo, esto es, cuando forma parte de la trayectoria vital del sujeto hacia sus fines morales.
El Estado como sereno subsidiario
Juan Pablo II percibe con nitidez cómo la democracia puede devenir en una cruel tiranía si no queda limitada por los derechos naturales del hombre: "Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia".
Además, en muchos casos la democracia tiene graves problemas para conciliar los intereses sociales. La democracia no es más que otra forma de socialismo planificador: es el Parlamento quien determina los nuevos planes quinquenales, y no el mercado. Un Parlamento que desconoce las necesidades de las personas y, sobre todo, el modo adecuado para satisfacerlas: "Éste [el bien común], en efecto, no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización".
Sólo el mercado, a través de su sistema de precios y de la libre iniciativa empresarial, es capaz de conjugar estos intereses en principio discrepantes. Podemos elaborar una lista exacta de qué necesidades tiene cada persona, pero probablemente nos daremos cuenta de que no pueden ser satisfechas todas en este momento. De ahí la necesidad apremiante de incurrir en el cálculo económico capitalista para determinar cuáles son las prioridades.
El papel del Estado, como creían los liberales clásicos, es, en todo caso, el de guardián nocturno, vigilante de la propiedad y de los derechos individuales.
El Estado no debe intervenir en la economía, pues "la primera responsabilidad no es del Estado (…) El Estado no podría asegurar directamente el derecho a un puesto de trabajo de todos los ciudadanos sin estructurar rígidamente toda la vida económica y sofocar la libre iniciativa de los ciudadanos". La planificación pública es imposible e ineficiente, de ahí que sólo en situaciones excepcionales (siguiendo la estela de León XIII) quede parcialmente justificada: "El Estado puede ejercer funciones de suplencia en situaciones excepcionales"; si bien "deben ser limitadas temporalmente, para no privar establemente de sus competencia a dichos sectores sociales y sistemas de empresas".
Y es que la intervención del Estado debe respetar, según Juan Pablo II, "el principio de subsidiariedad". Como lógico corolario, el Estado de Bienestar, la joya de la corona socialdemócrata, carece de justificación, pues "al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas".
Conclusión
La Centesimus Annus dibuja, grosso modo, el esquema político de un liberal clásico. Aunque irregular en algunas partes, deja suficientemente claro que el único sistema compatible con la naturaleza humana es el capitalismo. Además, como ha indicado el reverendo Robert Sirico, constituye una gran fuente de educación económica.
En conjunto, podemos decir que las tres encíclicas económicas de Juan Pablo II muestran una trayectoria ascendente hacia el liberalismo. No es que ésta sea la única lectura posible; en realidad, el catolicismo concede una abrumadora libertad política (hasta el punto de que Juan Pablo II asegura que la Iglesia no se pronuncia en este sentido).
A lo largo de esta serie sólo he querido hacer notar que, en contra de lo que sostienen muchas corrientes tremendamente socialdemócratas, cabe una interpretación liberal de las encíclicas papales.
Juan Pablo II fue un valiente y coherente defensor de la libertad frente al totalitarismo. Espero sinceramente que esta serie de artículos haya servido como cumplido homenaje a su extraordinario pontificado; un pontificado durante el que el poder del Estado totalitario se ha marchitado y la libertad ha vuelto a florecer en numerosas regiones del mundo.