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Thursday, October 20, 2016

El fracaso de Ortega y Gasset

El fracaso de Ortega y Gasset

El fracaso de Ortega y GassetPor Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Me hubiera gustado escuchar una conferencia de Ortega y Gasset, o, mejor todavía, seguir alguno de sus cursos. Todos quienes lo oyeron dicen que hablaba con la misma elegancia e inteligencia que escribía, en un español rico y fluido, muy seguro de sí mismo, con ciertos desplantes vanidosos que no ofendían a nadie por la enorme cultura que exhibía y la claridad con que era capaz de desarrollar los temas más complejos. La doctora Margot Arce, que fue su alumna, me contaba en Puerto Rico, medio siglo después de haberlo oído, el silencio reverencial y extático que su palabra imponía a su auditorio. Me lo imagino muy bien; incluso cuando uno lo lee —y yo lo he leído bastante, siempre con placer— tiene la sensación de estarlo oyendo, porque en su prosa clara y frondosa hay siempre algo de oral.
La biografía que acaba de publicar Jordi Gracia (Taurus), muestra un Ortega y Gasset mucho menos recio y firme en sus ideas y convicciones de lo que se creía, un intelectual que de tanto en tanto experimenta crisis profundas de desánimo que paralizan esa energía que, en otras épocas, parece inagotable, y lo lleva a escribir, estudiar y meditar sin tregua, durante semanas y meses, produciendo artículos, ensayos, una correspondencia ingente, dando clases y conferencias y desarrollando al mismo tiempo una labor editorial que dejaba una huella importante en la cultura de su tiempo. 

 Muestra, también, que ese trabajador infatigable era, como un Isaiah Berlin, prácticamente incapaz de planear y terminar un libro orgánico, pese a tener la intuición premonitoria de tantos, que nunca llegaría a escribir, porque la dispersión lo ganaba. Por eso fue, sobre todo, un escritor de artículos y pequeños ensayos, y, sus libros, todos ellos con excepción del primero —las Meditaciones del Quijote— recopilaciones o inconclusos. Nada de eso empobrece ni resta originalidad a su pensamiento; por el contrario, como ocurre con los textos casi siempre breves de Isaiah Berlin, los artículos de Ortega son generalmente algo mucho más rico y profundo que lo que suele ser un artículo periodístico, planteamientos, exposiciones o críticas que a menudo abordan temas de muy alto nivel intelectual y cargados de sugestiones a veces deslumbrantes y, sin embargo, siempre asequibles al lector no especializado.
Por eso ha hecho muy bien Jordi Gracia rastreando como un sabueso toda la trayectoria de los artículos de Ortega y Gasset ; es la más segura manera de acercarse a su intimidad de pensador y de escritor, de averiguar cómo discurría en él su vocación de filósofo y de literato. Todo comenzaba por una idea o una intuición que volcaba en un artículo (a veces en varios). De allí, ese embrión pasaba la prueba de una clase o una charla pública y, enriquecido, cuajaba en un ensayo. Aunque muchas veces tenía la idea de prolongarlo en un libro, por lo general no pasaba de allí, porque otra intuición, hallazgo o invención genial lo desviaba a otro artículo, que, luego, siguiendo el mismo itinerario, terminaba desembocando en uno de esos ensayos —con frecuencia excelentes y a menudo soberbios— que son la columna vertebral de su obra y que ocuparon gran parte de su vida.
Jordi Gracia muestra también que la vocación política fue tan importante en Ortega como la intelectual. En su juventud, en su temprana y media madurez, ambas vocaciones se fundían en una sola ; quería ser un gran pensador y un gran escritor para cambiar a España de raíz, volverla europea, modernizarla, democratizarla, lo que para él —como para los intelectuales que atrajo a la Agrupación al Servicio de la República— significaba llevar a gobernar el país a sus hijos más cultos, inteligentes y decentes, en vez de esa clase política que desprecia por mediocre, falta de ideas y de creatividad, acomodaticia y cínica. A tratar de formar un movimiento que materialice ese proyecto dedica buena parte de su tiempo, pues él está convencido que se trata de una acción cultural, de diseminación de ideas nuevas y fértiles, y eso explica que se vuelque de ese modo a una tarea periodística, en diarios y revistas, convencido de que esa es la mejor manera de cambiar la política en uso, contagiando entusiasmo por unas ideas y unos valores que deben llegar al gran público de la misma manera que llegaban a sus estudiantes: a través de la persuasión. En eso consistía lo que él llamaba su “liberalismo”, aunque, muchas veces, le añadiera la palabra socialismo, para indicar que aquella revolución cultural de la vida política no estaría exenta de un fuerte contenido social. La República le pareció que era el régimen más propicio para aquella transformación política de España.
Sin embargo, aquellos no eran tiempos para la sana controversia de las ideas como quería Ortega, sino la de los fanatismos encontrados en la que los insultos y las pistolas reemplazaban rápidamente los debates y los diálogos entre los adversarios. Este será el gran fracaso de Ortega, la absoluta inoperancia de aquella pacífica revolución cultural que proponía y que, primero la violenta experiencia republicana y luego la sublevación fascista y la guerra enterrarían por más de medio siglo.
El libro de Jordi Gracia da cuenta pormenorizada y con admirable objetividad de la traumática experiencia que significó para Ortega el desmoronamiento de todos sus anhelos políticos. Primero, la desilusión que tuvo con la República que no se parecía en nada a aquella ilustrada coexistencia en la diversidad que había previsto, y, luego, la sublevación militar y la Guerra Civil. La impotencia lo condujo al silencio. Pero nunca traicionó su propio ideal, aunque admitiera que, en esa circunstancia, era simplemente impracticable, desprovisto de toda realidad. El silencio que guardó en tantos años de exilio, en Francia, en Portugal, en Argentina, desprestigió a Ortega a los ojos de muchos. Yo creo que fue un acto de gran coraje tratar de mantenerse al margen, sin tomar partido, por dos opciones que le parecían igualmente inaceptables: el fascismo y una república muy poco democrática, dominada por los extremismos sectarios.
Creo que fue un gran error de su parte volver a España en plena dictadura, creyendo ingenuamente que con la posguerra el régimen se abriría; y la verdad es que lo pagó caro, pues, como muestra con lujo de detalles Jordi Gracia, a la vez que seguía siendo atacado (y silenciado) con ferocidad por el nacional catolicismo, ciertos sectores falangistas trataban de apropiárselo, sembrando la confusión en torno de él, al extremo de que seguidores suyos tan fieles como María Zambrano llegaran a creer que había traicionado sus viejos ideales. Nunca los traicionó; hasta el fin de sus días fue laico y ateo y defensor de una democracia liberal signada por la tolerancia. Al mismo tiempo, pese a la incomodidad política permanente en la que pasó sus últimos años, su vitalidad intelectual nunca cesó de manifestarse, en ensayos y artículos que recobraban a veces el vigor expresivo y la riqueza creativa de antaño. El reconocimiento que tuvo en los últimos años fue en el extranjero, en Alemania sobre todo, pero también en Inglaterra y en Estados Unidos. En España, en cambio, y hasta hoy día, nunca se le ha reivindicado del todo, porque, para unos, es una figura ambigua y reticente, que mantuvo durante la Guerra Civil y la inmediata posguerra un silencio cobarde que constituía una discreta complicidad con los fascistas, o un conservador de viejo cuño, inadaptado e irremisiblemente enemistado con la modernidad.
Uno de los grandes méritos del libro de Jordi Gracia es que, sin excusarle ninguna de sus equivocaciones y errores políticos, ni dejar de señalar cómo a veces la vanidad lo cegaba y lo llevaba a exagerar sus exabruptos, hecho el balance, Ortega y Gasset es uno de los grandes pensadores de nuestra época, y que, precisamente en el tiempo en que vivimos —no en el que él vivió— sus ideas políticas han sido en buena medida confirmadas por la realidad. Leerlo ahora no es un quehacer arqueológico, sino una inmersión en un pensamiento candente, muy provechoso para encarar la problemática actual, a la vez que disfrutar del placer exquisito que produce un escritor que pensaba con gran libertad y originalidad y expresaba sus ideas con la belleza y la precisión de los mejores prosistas de nuestra lengua.

El fracaso de Ortega y Gasset

El fracaso de Ortega y Gasset

El fracaso de Ortega y GassetPor Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Me hubiera gustado escuchar una conferencia de Ortega y Gasset, o, mejor todavía, seguir alguno de sus cursos. Todos quienes lo oyeron dicen que hablaba con la misma elegancia e inteligencia que escribía, en un español rico y fluido, muy seguro de sí mismo, con ciertos desplantes vanidosos que no ofendían a nadie por la enorme cultura que exhibía y la claridad con que era capaz de desarrollar los temas más complejos. La doctora Margot Arce, que fue su alumna, me contaba en Puerto Rico, medio siglo después de haberlo oído, el silencio reverencial y extático que su palabra imponía a su auditorio. Me lo imagino muy bien; incluso cuando uno lo lee —y yo lo he leído bastante, siempre con placer— tiene la sensación de estarlo oyendo, porque en su prosa clara y frondosa hay siempre algo de oral.
La biografía que acaba de publicar Jordi Gracia (Taurus), muestra un Ortega y Gasset mucho menos recio y firme en sus ideas y convicciones de lo que se creía, un intelectual que de tanto en tanto experimenta crisis profundas de desánimo que paralizan esa energía que, en otras épocas, parece inagotable, y lo lleva a escribir, estudiar y meditar sin tregua, durante semanas y meses, produciendo artículos, ensayos, una correspondencia ingente, dando clases y conferencias y desarrollando al mismo tiempo una labor editorial que dejaba una huella importante en la cultura de su tiempo. 

Friday, July 8, 2016

Stephen Hicks: El populismo triunfa donde falla la educación

El filósofo canadiense apunta a los intelectuales como los mayores responsables del fracaso o éxito de un país a largo plazo

El filósofo canadoestadounidense Stephen Hicks visitó el centro de Buenos Aires el jueves 5 de noviembre para participar del lanzamiento de su libro recientemente traducido al castellano, Explicando el posmodernismo. En el transcurso de una hora y media, el profesor de la Universidad de Rockford presentó un panorama general de las diversas cuestiones planteadas en el libro, y estableció las diferencias entre la filosofía continental y la angloamericana.
Para Hicks, estas escuelas de pensamiento están en constante conflicto. Por un lado, se encuentran los ídolos del sistema educativo de América Latina: Rousseau, Marx, Hegel, Heidegger, Foucault, Sartre, Kant, Nietzsche y Derrida. Por el otro, tenemos a Bacon, Locke, Newton, Smith, Hume y Stuart Mill.
Hicks insiste en la importancia de la educación para luchar contra regímenes populistas disfuncionales.
Al final de su discurso, no era difícil entender por qué, por ejemplo, los estadounidenses tienen como modelos a seguir a individuos como Steve Jobs, mientras que en Argentina son más como el Che Guevara.
Hicks ofreció sus perspectivas al PanAm Post, y habló sobre las relaciones entre filosofía y temas como la corrupción, la política y la educación.
Stephen Hicks explaining the main differences between the Anglo-American and the Continental  philosophy. (PanAm Post)
Stephen Hicks explicando las principales diferencias entre la filosofía angloamericana y la continental. (PanAm Post)

 
¿Quién es más responsable por el fracaso o el éxito de un país: los empresarios, los políticos o los intelectuales?
Los políticos son en gran parte culpables, así también como los hombres de negocios que son amigos y coquetean inapropiadamente con los políticos. Pero la culpa más importante, sin duda, va para los intelectuales. Los intelectuales son los que capacitan a los maestros cuando estos van a la universidad. Los maestros luego se hacen cargo de los jóvenes y entonces forman la cultura de la gente para pensar de una manera determinada.
Ciertamente, los intelectuales que trabajan como profesores universitarios son los que forman a los futuros abogados, periodistas, y personas de todas las profesiones. Por lo tanto, la responsabilidad intelectual es principalmente de los profesores.
Usted mencionó la corrupción durante su discurso, sobre todo en América Latina. ¿Cómo puede la filosofía luchar contra la corrupción?
La corrupción es principalmente una cuestión de ética, y las personas aprenden diferentes tipos de sistemas éticos. Algunas personas llegan a creer, moralmente hablando, que este ya es un mundo corrupto, del que no son responsables. Que se salve quien pueda, y creen que si no practican la corrupción, entonces otras personas lo harán y ellos van a ser las víctimas. Por lo tanto, llegan a creer que la corrupción está bien.
Sin embargo, creo que la mayoría de las personas que están envueltas en actos de corrupción saben que es posible hacer las cosas en la política, o en los negocios, o en cualquier otro aspecto de la vida, sin que haya corrupción.
Ellos saben que su sistema corrupto está mal, pero aún así decidieron participar en este como un atajo y eso es una irresponsabilidad.
Los defensores del libre mercado y los derechos individuales generalmente se basan en argumentos utilitarios. ¿Es este el camino correcto para convencer a la gente sobre las ideas de libertad?
Yo creo que es absolutamente importante que la libertad conduce a buenos resultados. Una de las razones por las cuales una sociedad libre es buena es que mejora la vida de la gente. Las personas están más satisfechas, porque escogen sus propias carreras, eligen su propia familia, su propio arte; la gente se vuelve más próspera. Por lo tanto, las consecuencias son muy importantes.
Pero lo importante aquí es que la libertad es una cuestión de principios. Los seres humanos necesitan tomar sus propias decisiones en la vida. Eso es lo que significa ser humano. Así que, incluso si las decisiones que las personas toman son equivocadas, y conducen en algunos casos a malas consecuencias, hay que respetar su libertad como una cuestión de principios.
Algunos dicen que el posmodernismo está pasando de moda, y que no tiene el mismo atractivo que ha tenido en décadas anteriores. ¿Estamos saliendo de la fase de la posmodernidad?
Realmente me encantaría pensar que sí. Yo crecí en una era con un clima intelectual posmodernista y este ha sido el dominante para la última generación.
Probablemente lo más acertado sería decir que se ha abierto el debate contra el posmodernismo. Las cosas se mueven más lentamente en el mundo posmoderno.
Los pensadores posmodernos comenzaron a dominar en los años 70 y 80, y al llegar a finales de la década de los años 90, se comenzaron a ver algunas personas articuladas e inteligentes argumentando en contra del posmodernismo en la literatura, en el derecho, en la historia, y así sucesivamente. Me uní también a ese debate a finales de los 90.
En este momento, es apropiado decir que en el mundo académico todavía hay una gran cantidad de posmodernismo, pero también hay una gran cantidad de personas que se resisten y están tratando desarrollar alternativas. Nadie puede decir aún cuál de ellas va a prevalecer.
Lo que me hace un poco optimista, sin embargo, es que en el mundo intelectual a las personas les gustan los nuevos argumentos y nuevos enfoques. El posmodernismo ha estado rondando por alrededor de una generación, así que estoy empezando a sentir que se volvió un poco añejo.
Pero a menos que los argumentos de los posmodernistas se contesten a un nivel muy fundamental, estos podrían alejarse por un tiempo y luego volver a aparecer en la próxima generación en una forma ligeramente diferente.
Dado el éxito de los regímenes populistas en América Latina, ¿diría usted que la gente se deja llevar por la pasión?
Creo que la gente puede y debe ser movida por pasiones. Somos seres humanos, racionales [y] apasionados. Pero lo importante, como un proyecto filosófico personal para todos nosotros, es reflexionar sobre lo que es importante y lo que significan nuestras vidas y luego comprometerse apasionadamente a la consecución de nuestros objetivos. Y también, disfrutar con pasión todas las cosas que hacemos.
El problema, por supuesto, ocurre cuando se trata de hacer una cosa sin la otra.
El éxito del populismo solo funciona cuando se tiene un sistema educativo disfuncional. Si usted tiene un sistema en el que las personas no están educadas y no se les enseña a pensar por sí mismas entonces recurren a otras formas de liderazgo, a las que siguen ciegamente.
Esos líderes son, en muchos casos, muy hábiles en saber qué botones presionar para despertar pasiones en la gente y lograr que hagan lo que ellos quieran.
El problema del populismo disfuncional es un problema de educación. Obviamente, lo que queremos en una sociedad democrática, libre y abierta es que la población esté mejor informada y sea apasionada por la política, pero claro, en una dirección liberal.

Stephen Hicks: El populismo triunfa donde falla la educación

El filósofo canadiense apunta a los intelectuales como los mayores responsables del fracaso o éxito de un país a largo plazo

El filósofo canadoestadounidense Stephen Hicks visitó el centro de Buenos Aires el jueves 5 de noviembre para participar del lanzamiento de su libro recientemente traducido al castellano, Explicando el posmodernismo. En el transcurso de una hora y media, el profesor de la Universidad de Rockford presentó un panorama general de las diversas cuestiones planteadas en el libro, y estableció las diferencias entre la filosofía continental y la angloamericana.
Para Hicks, estas escuelas de pensamiento están en constante conflicto. Por un lado, se encuentran los ídolos del sistema educativo de América Latina: Rousseau, Marx, Hegel, Heidegger, Foucault, Sartre, Kant, Nietzsche y Derrida. Por el otro, tenemos a Bacon, Locke, Newton, Smith, Hume y Stuart Mill.
Hicks insiste en la importancia de la educación para luchar contra regímenes populistas disfuncionales.
Al final de su discurso, no era difícil entender por qué, por ejemplo, los estadounidenses tienen como modelos a seguir a individuos como Steve Jobs, mientras que en Argentina son más como el Che Guevara.
Hicks ofreció sus perspectivas al PanAm Post, y habló sobre las relaciones entre filosofía y temas como la corrupción, la política y la educación.
Stephen Hicks explaining the main differences between the Anglo-American and the Continental  philosophy. (PanAm Post)
Stephen Hicks explicando las principales diferencias entre la filosofía angloamericana y la continental. (PanAm Post)

Thursday, June 23, 2016

El fracaso del presidencialismo

Leo Zuckermann
 
Leo Zuckermann es analista político y académico mexicano. Posee una licenciatura en administración pública en El Colegio de México y una maestría en políticas públicas en la Universidad de Oxford (Inglaterra). Asimismo, cuenta con dos maestrías de la Universidad de Columbia, Nueva York, donde es candidato a doctor en ciencia política. Trabajó para la presidencia de la República en México y en la empresa consultora McKinsey and Company. Fue secretario general del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), donde actualmente es profesor afiliado de la División de Estudios Políticos. Su columna, Juegos de Poder, se publica de lunes a viernes en Excélsior, así como en distintos periódicos de varios estados de México. En radio, es conductor del programa Imagen Electoral que se trasmite en Grupo Imagen. En 2003, recibió el Premio Nacional de Periodismo.
Ya pasaron muchos años desde que el politólogo español Juan Linz argumentó que los regímenes parlamentarios eran superiores a los presidenciales. Cuánta razón tenía. Lo estamos viendo en muchos lados.
En Brasil, un Congreso donde están representados más de una veintena de partidos, con una mayoría de legisladores comprobadamente corruptos, ha apartado de su cargo a la Presidenta. No se trata, como dicen los afectados, de un golpe de Estado porque el juicio de destitución se ha realizado conforme a las reglas establecidas en la Constitución.



No obstante, la razón por la que han retirado del cargo –temporalmente aunque todo indica que será de manera permanente– a Dilma Rousseff suena más a una maniobra política que a la comisión de un delito que merezca quitarle el puesto que se ganó en las urnas. Al quite ha entrado el vicepresidente, uno de los principales artífices para remover a su jefa. Más pronto que tarde, Michel Temer tendrá que tomarse una sopa de su propio chocolate al enfrentar a un Congreso hambriento y dividido. En una de ésas, el nuevo presidente termina igual que Dilma.
Ya pasaron muchos años desde que el politólogo español Juan Linz argumentó que los regímenes parlamentarios eran superiores a los presidenciales. Cuánta razón tenía. Lo estamos viendo en muchos lados...
En Venezuela, el electorado votó mayoritariamente por un Congreso opositor al Presidente. Comenzó, así, una lucha entre los dos poderes. Los opositores están tratando de revocar el mandato de Maduro juntando firmas para realizar una consulta popular al respecto. El presidente, por su parte, ha declarado un estado de emergencia que le otorga más poderes y abiertamente habla de destituir al Congreso. Mientras todo esto ocurre, la economía está al borde del colapso. No hay gobierno en Venezuela. Tampoco medicinas, electricidad, cerveza ni papel de baño.
Cuando Linz escribió su ensayo acerca de la inferioridad del presidencialismo frente al parlamentarismo, dijo que la excepción era Estados Unidos, régimen que, por muchas razones, había funcionado históricamente incluso con gobiernos divididos. Pero estos últimos lustros hemos visto una polarización que ha desincentivado los acuerdos entre la Casa Blanca y el Capitolio. Hoy la parálisis es lo que caracteriza al Washington de Obama. Lograr que el Senado ratifique a un embajador se ha convertido en un dolor de muelas para el presidente.
Extrañamente, después de varios años de parálisis gubernamental, de bloqueos entre el Presidente y el Congreso, el régimen mexicano, gracias al Pacto por México, se desatoró. Los dos primeros años del presidente Peña fueron ejemplo de que sí es posible sacar reformas estructurales trascendentales. El sueño, sin embargo, duró poco. Cada vez más existen bloqueos entre los dos poderes con todo y que el PRI tiene mayoría en una de las cámaras. En el sexenio que viene las cosas se pondrán peor si el candidato que gane la Presidencia lo hace con menos del 30% del voto y su partido no tiene mayoría en ambas cámaras.
En fin, que los presidencialismos nos han dado prueba tras prueba de disfuncionalidad. ¿Son mejores, entonces, los parlamentarismos, tal y como argumentaba Linz?
Depende. Los regímenes donde el Parlamento se forma por representación proporcional suelen ser más inestables. Italia es el caso histórico. En Israel, las coaliciones de gobierno son muy frágiles. Netanyahu ha sobrevivido mucho tiempo como primer ministro gracias a que les reparte mucho dinero a los partidos chicos que lo apoyan y el fracaso de la izquierda para enfrentarlo. Pero los gobiernos de Netanyahu no han logrado resolver el principal problema de ese país: la paz con los palestinos.
Estos casos contrastan con el parlamentarismo alemán que sí ha producido gobiernos estables y eficaces. Aquí estamos hablando de un sistema mixto de integración del Parlamento entre representación proporcional y distritos de mayoría. Pero el mejor parlamentarismo, o por lo menos el que más me gusta a mí, es el británico. Ahí todo el Parlamento se elige por distritos de mayoría. Ciertamente hay una sobrerrepresentación enorme para el partido ganador, pero cuenta con los votos legislativos para sacar adelante su agenda legislativa. Si ésta es buena, el electorado los premia reeligiéndolos. Si, en cambio, el gobierno resulta ser un desastre, los votantes le dan una patada en el trasero dándole la oportunidad a la oposición de gobernar con amplios márgenes de acción.

El fracaso del presidencialismo

Leo Zuckermann
 
Leo Zuckermann es analista político y académico mexicano. Posee una licenciatura en administración pública en El Colegio de México y una maestría en políticas públicas en la Universidad de Oxford (Inglaterra). Asimismo, cuenta con dos maestrías de la Universidad de Columbia, Nueva York, donde es candidato a doctor en ciencia política. Trabajó para la presidencia de la República en México y en la empresa consultora McKinsey and Company. Fue secretario general del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), donde actualmente es profesor afiliado de la División de Estudios Políticos. Su columna, Juegos de Poder, se publica de lunes a viernes en Excélsior, así como en distintos periódicos de varios estados de México. En radio, es conductor del programa Imagen Electoral que se trasmite en Grupo Imagen. En 2003, recibió el Premio Nacional de Periodismo.
Ya pasaron muchos años desde que el politólogo español Juan Linz argumentó que los regímenes parlamentarios eran superiores a los presidenciales. Cuánta razón tenía. Lo estamos viendo en muchos lados.
En Brasil, un Congreso donde están representados más de una veintena de partidos, con una mayoría de legisladores comprobadamente corruptos, ha apartado de su cargo a la Presidenta. No se trata, como dicen los afectados, de un golpe de Estado porque el juicio de destitución se ha realizado conforme a las reglas establecidas en la Constitución.