El fracaso de Ortega y Gasset
El País, Madrid
Me hubiera gustado escuchar una
conferencia de Ortega y Gasset, o, mejor todavía, seguir alguno de sus
cursos. Todos quienes lo oyeron dicen que hablaba con la misma elegancia
e inteligencia que escribía, en un español rico y fluido, muy seguro de
sí mismo, con ciertos desplantes vanidosos que no ofendían a nadie por
la enorme cultura que exhibía y la claridad con que era capaz de
desarrollar los temas más complejos. La doctora Margot Arce, que fue su
alumna, me contaba en Puerto Rico, medio siglo después de haberlo oído,
el silencio reverencial y extático que su palabra imponía a su
auditorio. Me lo imagino muy bien; incluso cuando uno lo lee —y yo lo he
leído bastante, siempre con placer— tiene la sensación de estarlo
oyendo, porque en su prosa clara y frondosa hay siempre algo de oral.
La biografía que acaba de publicar Jordi
Gracia (Taurus), muestra un Ortega y Gasset mucho menos recio y firme
en sus ideas y convicciones de lo que se creía, un intelectual que de
tanto en tanto experimenta crisis profundas de desánimo que paralizan
esa energía que, en otras épocas, parece inagotable, y lo lleva a
escribir, estudiar y meditar sin tregua, durante semanas y meses,
produciendo artículos, ensayos, una correspondencia ingente, dando
clases y conferencias y desarrollando al mismo tiempo una labor
editorial que dejaba una huella importante en la cultura de su tiempo.
Muestra, también, que ese trabajador infatigable era, como un Isaiah
Berlin, prácticamente incapaz de planear y terminar un libro orgánico,
pese a tener la intuición premonitoria de tantos, que nunca llegaría a
escribir, porque la dispersión lo ganaba. Por eso fue, sobre todo, un
escritor de artículos y pequeños ensayos, y, sus libros, todos ellos con
excepción del primero —las Meditaciones del Quijote— recopilaciones o
inconclusos. Nada de eso empobrece ni resta originalidad a su
pensamiento; por el contrario, como ocurre con los textos casi siempre
breves de Isaiah Berlin, los artículos de Ortega son generalmente algo
mucho más rico y profundo que lo que suele ser un artículo periodístico,
planteamientos, exposiciones o críticas que a menudo abordan temas de
muy alto nivel intelectual y cargados de sugestiones a veces
deslumbrantes y, sin embargo, siempre asequibles al lector no
especializado.
Por eso ha hecho muy bien Jordi Gracia
rastreando como un sabueso toda la trayectoria de los artículos de
Ortega y Gasset ; es la más segura manera de acercarse a su intimidad de
pensador y de escritor, de averiguar cómo discurría en él su vocación
de filósofo y de literato. Todo comenzaba por una idea o una intuición
que volcaba en un artículo (a veces en varios). De allí, ese embrión
pasaba la prueba de una clase o una charla pública y, enriquecido,
cuajaba en un ensayo. Aunque muchas veces tenía la idea de prolongarlo
en un libro, por lo general no pasaba de allí, porque otra intuición,
hallazgo o invención genial lo desviaba a otro artículo, que, luego,
siguiendo el mismo itinerario, terminaba desembocando en uno de esos
ensayos —con frecuencia excelentes y a menudo soberbios— que son la
columna vertebral de su obra y que ocuparon gran parte de su vida.
Jordi Gracia muestra también que la
vocación política fue tan importante en Ortega como la intelectual. En
su juventud, en su temprana y media madurez, ambas vocaciones se fundían
en una sola ; quería ser un gran pensador y un gran escritor para
cambiar a España de raíz, volverla europea, modernizarla,
democratizarla, lo que para él —como para los intelectuales que atrajo a
la Agrupación al Servicio de la República— significaba llevar a
gobernar el país a sus hijos más cultos, inteligentes y decentes, en vez
de esa clase política que desprecia por mediocre, falta de ideas y de
creatividad, acomodaticia y cínica. A tratar de formar un movimiento que
materialice ese proyecto dedica buena parte de su tiempo, pues él está
convencido que se trata de una acción cultural, de diseminación de ideas
nuevas y fértiles, y eso explica que se vuelque de ese modo a una tarea
periodística, en diarios y revistas, convencido de que esa es la mejor
manera de cambiar la política en uso, contagiando entusiasmo por unas
ideas y unos valores que deben llegar al gran público de la misma manera
que llegaban a sus estudiantes: a través de la persuasión. En eso
consistía lo que él llamaba su “liberalismo”, aunque, muchas veces, le
añadiera la palabra socialismo, para indicar que aquella revolución
cultural de la vida política no estaría exenta de un fuerte contenido
social. La República le pareció que era el régimen más propicio para
aquella transformación política de España.
Sin embargo, aquellos no eran tiempos
para la sana controversia de las ideas como quería Ortega, sino la de
los fanatismos encontrados en la que los insultos y las pistolas
reemplazaban rápidamente los debates y los diálogos entre los
adversarios. Este será el gran fracaso de Ortega, la absoluta
inoperancia de aquella pacífica revolución cultural que proponía y que,
primero la violenta experiencia republicana y luego la sublevación
fascista y la guerra enterrarían por más de medio siglo.
El libro de Jordi Gracia da cuenta
pormenorizada y con admirable objetividad de la traumática experiencia
que significó para Ortega el desmoronamiento de todos sus anhelos
políticos. Primero, la desilusión que tuvo con la República que no se
parecía en nada a aquella ilustrada coexistencia en la diversidad que
había previsto, y, luego, la sublevación militar y la Guerra Civil. La
impotencia lo condujo al silencio. Pero nunca traicionó su propio ideal,
aunque admitiera que, en esa circunstancia, era simplemente
impracticable, desprovisto de toda realidad. El silencio que guardó en
tantos años de exilio, en Francia, en Portugal, en Argentina,
desprestigió a Ortega a los ojos de muchos. Yo creo que fue un acto de
gran coraje tratar de mantenerse al margen, sin tomar partido, por dos
opciones que le parecían igualmente inaceptables: el fascismo y una
república muy poco democrática, dominada por los extremismos sectarios.
Creo que fue un gran error de su parte
volver a España en plena dictadura, creyendo ingenuamente que con la
posguerra el régimen se abriría; y la verdad es que lo pagó caro, pues,
como muestra con lujo de detalles Jordi Gracia, a la vez que seguía
siendo atacado (y silenciado) con ferocidad por el nacional catolicismo,
ciertos sectores falangistas trataban de apropiárselo, sembrando la
confusión en torno de él, al extremo de que seguidores suyos tan fieles
como María Zambrano llegaran a creer que había traicionado sus viejos
ideales. Nunca los traicionó; hasta el fin de sus días fue laico y ateo y
defensor de una democracia liberal signada por la tolerancia. Al mismo
tiempo, pese a la incomodidad política permanente en la que pasó sus
últimos años, su vitalidad intelectual nunca cesó de manifestarse, en
ensayos y artículos que recobraban a veces el vigor expresivo y la
riqueza creativa de antaño. El reconocimiento que tuvo en los últimos
años fue en el extranjero, en Alemania sobre todo, pero también en
Inglaterra y en Estados Unidos. En España, en cambio, y hasta hoy día,
nunca se le ha reivindicado del todo, porque, para unos, es una figura
ambigua y reticente, que mantuvo durante la Guerra Civil y la inmediata
posguerra un silencio cobarde que constituía una discreta complicidad
con los fascistas, o un conservador de viejo cuño, inadaptado e
irremisiblemente enemistado con la modernidad.
Uno de los grandes méritos del libro de
Jordi Gracia es que, sin excusarle ninguna de sus equivocaciones y
errores políticos, ni dejar de señalar cómo a veces la vanidad lo cegaba
y lo llevaba a exagerar sus exabruptos, hecho el balance, Ortega y
Gasset es uno de los grandes pensadores de nuestra época, y que,
precisamente en el tiempo en que vivimos —no en el que él vivió— sus
ideas políticas han sido en buena medida confirmadas por la realidad.
Leerlo ahora no es un quehacer arqueológico, sino una inmersión en un
pensamiento candente, muy provechoso para encarar la problemática
actual, a la vez que disfrutar del placer exquisito que produce un
escritor que pensaba con gran libertad y originalidad y expresaba sus
ideas con la belleza y la precisión de los mejores prosistas de nuestra
lengua.
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