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Friday, March 3, 2017

Por el bien de los menos afortunados, repensemos el Estado de bienestar

Por el bien de los menos afortunados, repensemos el Estado de bienestar

(Juan Rubiano) estado de bienestar
Si el gobierno va a aportar algo, necesita el dinero para hacerlo, y en un Estado de bienestar el gobierno se posiciona él mismo como mecanismo de transferencia de riquezas. (Juan Rubiano)
El término “estado de bienestar” se ha convertido en piltrafa política; retórica insubstancial utilizada para alimentar un electorado dócil a favor o en contra de determinados clichés. El tema es críticamente importante para la democracia y merece un análisis más razonado.
El concepto “Estado de bienestar” cubre una variedad de formas significativamente diferentes de organización social y económica. Pero, esencialmente, un Estado de bienestar es una teoría de gobierno en la cual el Estado transfiere fondos de unos individuos a otros, buscando mejorar el bienestar de los segundos a expensas de los primeros. Si el gobierno va a aportar algo, necesita el dinero para hacerlo, y en un Estado de bienestar el gobierno se posiciona él mismo como mecanismo de transferencia de riquezas.


El Estado de Bienestar, el Leviatán del siglo XXI

El Estado de Bienestar, el Leviatán del siglo XXI

leviatann
Como solución, Hobbes propone la creación de un Estado omnipotente encargado de solucionar los conflictos entre sus ciudadanos. (Refugio Liberal)
El Leviatán, del filósofo inglés Thomas Hobbes, es quizá una de las obras más importantes y que mayor influencia ha tenido en la historia occidental de la sociología y la ciencia política.
Su obra es indiscriminadamente citada como una justificación del nacimiento del Estado y como validación del concepto del “contrato social”.
En esta, Hobbes afirma que los hombres somos por naturaleza iguales y tenemos las mismas necesidades, por lo que naturalmente vemos a nuestros semejantes como obstáculos para la consecución de nuestras metas.


Sunday, September 11, 2016

Crisis europea y el modelo del Estado de bienestar: Lecciones de un modelo a evitar

Mauricio Rojas indica en este estudio cómo el creciente tamaño y envergadura del Estado en varios países europeos derivó en la crisis que hoy los aqueja. Rojas indica, por ejemplo, cómo evolucionó la carga tributaria en los primeros 15 países miembros de la Unión Europea: "subió de un promedio de 25,8% del PIB en 1965 a un 39,2% en 1990".
Mauricio Rojas es profesor adjunto en la Universidad de Lund en Suecia y miembro de la Junta Académica de la Fundación para el Progreso (Chile).
Mauricio Rojas es profesor adjunto de Historia Económica de la Universidad de Lund en Suecia. Fue parlamentario por el Partido Liberal de Suecia desde 2002 hasta 2008. Este texto está basado en el discurso realizado en la cena aniversario del Instituto Libertad y Desarrollo en Santiago de Chile el 22 de octubre de 2012 y en una conferencia dictada en ESEADE de Buenos Aires el 17 de octubre de 2012. Aquí puede descargar este ensayo en formato PDF.

Me han encomendado una tarea difícil, porque hablar de Europa es hablar de muchas cosas, Europa tiene muchos rostros, es muy diversa y hay que decir, en primer lugar, que no todo es crisis en Europa. Existe también una Europa emergente, aquella que algún día formó parte de la Unión Soviética y algunos de sus ex satélites. De hecho, según el Informe de Perspectivas Económicas Mundiales del FMI de octubre de 2012, los nueve países europeos que formaban la Unión Soviética encabezan el pronóstico de crecimiento para Europa en 2013, con tasas de aumento del PIB que van del 3 al 5,5%. Esto es lo que se muestra en el Gráfico 1, que permite además observar las dramáticas diferencias que existen hoy en Europa a ese respecto.



Este dinamismo de los países de la ex Unión Soviética1 no es cosa de un año aislado sino que viene produciéndose desde hace algún tiempo, indicando el gran potencial que esos países están desplegando al entrar en la órbita de las economías de mercado. Factores como su abundancia de recursos naturales, la calidad de su fuerza de trabajo así como salarios fuertemente competitivos y niveles comparativamente bajos de regulación corporativa ayudan a explicar estos notables índices de dinamismo económico a pesar de las deficiencias institucionales y políticas bien conocidas que caracterizan a muchos de esos países.
También existe un interesante y prometedor “polo báltico de crecimiento”, que reúne a los países bálticos, Polonia, la región rusa de San Petersburgo, la parte norte de Alemania, Dinamarca, Suecia y Finlandia. Aquí se da una combinación muy dinámica de capital abundante y tecnología de punta, provistos por países como Alemania, Suecia o Finlandia, y sociedades enormemente abiertas a la inversión y al cambio como las bálticas. Esto forma parte de uno de los hechos de mayor trascendencia futura que están ocurriendo en Europa: una notable reorientación del área germano-nórdica hacia el este europeo, volviendo así hacia lo que podríamos llamar su destino secular, pero ahora no bajo formas de expansionismo militar sino por medio de la cooperación económica.2 Ello viene a poner fin al sustrato geopolítico de la anomalía histórica que en cierto modo fue la Unión Europea original, producto de una Europa dividida por la Cortina de Hierro y una Alemania Federal volcada hacia el oeste. Esta reordenación de la Europa poscomunista es el tema más interesante acerca del futuro del Viejo Continente pero en este contexto no podemos adentrarnos en el mismo.
Ahora bien, junto a esta Europa emergente existe también aquella Europa que acapara nuestra atención por las sorprendentes y deprimentes noticias que de allí emanan, una Europa decadente que podemos equiparar a la Unión Europea de los 15 (UE-15) o, en términos latos, a Europa Occidental. Allí también encontramos matices e incluso algunos países de éxito relativo como Suecia, pero lo que predomina es la tendencia al estancamiento y, en algunos casos connotados, a soportar profundas crisis económicas, sociales y políticas. El Gráfico 2 pone en evidencia estas diferencias mostrando el crecimiento acumulado según los resultados económicos y los pronósticos para 2011-2013.
La zona euro, hoy en recesión, es el epicentro evidente de esta tendencia, con sus crecientes problemas que se han ido extendiendo con fuerza desde países periféricos pequeños y de una importancia económica limitada, como Grecia, Irlanda o Portugal, a naciones de un peso económico considerable, como España o Italia. Incluso Alemania y Francia, es decir, los pilares mismos de la Unión Europea muestran hoy signos claros de contagio con la “euroepidemia” que arrecia en Europa.
Crisis europea y progreso global
Entender las razones de fondo de estas turbulencias en una zona que parecía predestinada a la prosperidad y que hasta hace no mucho se autoproclamaba como ejemplo encomiable de estabilidad y progreso es un ejercicio importante para todos aquellos que no quieran que sus países se vean abocados a un futuro semejante. A este respecto, lo primero que hay que decir es que lo que allí ha ocurrido no ocurrió de repente. Crisis tan profundas como la que se está viviendo en gran parte de Europa Occidental son producto de un largo periodo de acumulación de problemas y debilidades que finalmente, cuando se produce algún acontecimiento puntual desencadenante como lo sería la crisis financiera del 2008, dan origen a una situación de crisis profunda y generalizada.
Esto es importante recalcarlo, ya que existe la tendencia, no menos en Europa, a explicar lo acontecido por causas ya sea externas ya sea coyunturales. En términos demagógicos, y lamentablemente con un profundo impacto entre amplios sectores sociales, se habla de “los mercados”, el “capitalismo salvaje” o el “neoliberalismo” como causantes de los problemas de Europa. Sin embargo, si algo así fuese cierto prácticamente todo el mundo debería estar sufriendo problemas mucho más serios que los que caracterizan a Europa Occidental con sus economías altamente reguladas y sus grandes Estados que gastan en torno al 50% del PIB de sus respectivos países. Pero esto no es así. La crisis actual coincide con las sociedades democráticas menos “neoliberales” que puedan imaginarse, es decir, más reguladas y con Estados más abultados.3 En suma, se trata de una crisis del modelo europeo-occidental de sociedad, si bien su punto de arranque fue la crisis financiera iniciada en EE.UU. en 2007-2008.
Esto se hace más evidente aún al constatar la vitalidad económica del así llamado mundo en vías de desarrollo, con niveles de crecimiento realmente notables para zonas tradicionalmente tan problemáticas como, por ejemplo, el África subsahariana. El pronóstico del informe del FMI ya mencionado es muy claro al respecto. Todas las regiones en desarrollo crecerán más del 3,5% en 2013, llegando algunas, como África subsahariana, la India o los países del este y sudeste asiático a superar el 5%. El Gráfico 3 ilustra las notables disparidades de crecimiento que actualmente se observan a nivel global.
Estas cifras ponen de manifiesto un cambio de escena extraordinariamente significativo a nivel global: se ha roto aquella cadena de transmisión que hacía que las crisis europeas o europeo-estadounidenses tuviesen devastadoras consecuencias en el resto del mundo. Basta comparar los efectos globales de la crisis reciente con la de 1929-33 para aquilatar el cambio acontecido. Entonces, las periferias del sistema global sufrieron un impacto de mucha mayor envergadura que sus centros. Hoy esto no es así, lo que se debe a la existencia de nuevos y muy dinámicos centros económicos, como China, que han tomado el relevo como motores de la economía mundial. En suma, el mundo no solo no está en crisis sino que, muy por el contrario, está viviendo uno de sus períodos más notables de progreso, lo que no hace sino acentuar la peculiaridad de Europa y la necesidad de buscar en su propio desarrollo y estructuras las causas de sus males presentes.
Con este cambio global se viene a poner fin definitivo a una era de la historia universal caracterizada por una hegemonía europea sin precedentes. Se cierran así cerca de cinco de siglos que vieron como una periferia poco poblada del mundo, Europa Occidental, se elevó al rango de potencia mundial indiscutida, conquistando, transformando y haciendo, en cierta medida, “a su imagen y semejanza” al resto del mundo. Hoy se cierra ese sorprendente paréntesis en la marcha de la historia universal, volviendo sus ejes a estar en las grandes naciones asiáticas que en razón de sus notables concentraciones poblacionales habían sido los centros naturales del mundo tradicional. Por ello, lo que hoy ocurre, que no es otra cosa que la marginalización creciente de Europa Occidental en la escena mundial, es un cambio que afecta mucho más que la economía de esa región llegando a conmover las bases mismas de una identidad europea concebida a partir de su indisputada primacía global. Europa debe hoy volver a asumir su pequeñez y ello no es tarea fácil para quien durante siglos fue la gran prima donna de la escena global.
De la euroesclerosis a la crisis
Para entender lo ocurrido hay que recorrer unas cuantas décadas de desarrollo europeo o, para ser más concretos, al menos aquellas posteriores al primer shock del petróleo de mediados de los años 70, que puso fin al pleno empleo en Europa Occidental e inició una larga era de crecimiento lento en la región. Tal vez el lector recuerde que ya a fines de los años 70 se acuñó el concepto de euroesclerosis,4 que apuntaba a las dificultades de Europa Occidental para adaptarse dinámicamente a un nuevo entorno global en rápida transformación. Europa reaccionaba lenta y, sobre todo, defensivamente frente a los cambios, tratando más bien de defender lo que se tenía, que de buscar lo que se puede llegar a tener. Sus grupos de poder, entre los cuales los sindicatos así como las asociaciones profesionales y empresariales jugaban un rol destacado, optaron por la protección de sus intereses y sus así llamados derechos, incluso al precio de altas tasas permanentes de desempleo y un crecimiento comparativamente deficitario. De esta manera se confirmaban una vez más las tesis de Mancur Olson, autor del clásico Auge y decadencia de las naciones (1982), acerca del impacto decisivo de las coaliciones defensivas formadas para defender intereses creados en la decadencia de naciones previamente exitosas.
Esta actitud defensiva y conservadora se plasmó en una extensa maraña regulatoria y, sobre todo, en el desarrollo acelerado de grandes Estados intervencionistas, cuya función fundamental era la de garantizar el status quo y, en especial, una serie de derechos que la población europea supuestamente ya había adquirido de una vez y para siempre. Este fue el así llamado Estado de bienestar, benefactor o social, que creció desmesuradamente desde la década del 70 hasta transformarse en el corazón de lo que se conoció como Modelo Social Europeo.
El gran Estado tuvo una serie de características: una enorme capacidad de intervención, regulación y protección de lo existente, pero también se distinguió por los altísimos impuestos que imponía a fin de ampliar su poder sobre la sociedad y su papel de garantizador de una creciente cantidad de derechos y privilegios. De hecho, la carga tributaria en la UE-15 subió de un promedio de 25,8% del PIB en 1965 a un 39,2% en 1990. En 1965, el peso total de los impuestos iba de un modesto 14,7% del PIB en España a un máximo de 35% en Suecia, el país líder en lo que respecta a la expansión del Estado benefactor. En 1990, el peso de la tributación se había más que doblado en España, alcanzando el 33,2%, mientras que en Suecia llegaba al 53,6%. En buenas cuentas, el Estado había pasado a ser el eje de los procesos económicos y sociales de Europa Occidental.
Todo ello llevó a una serie de problemas que se hicieron cada vez más sensibles con el paso del tiempo, como ser la pérdida del incentivo a trabajar o a invertir en educación que se genera cuando los impuestos castigan fuertemente y de manera progresiva a los réditos del trabajo. Pero aún más decisivo en el largo plazo es que las regulaciones defensivas, en particular las relativas al mercado laboral, así como los altos impuestos y la conformación de los mismos, dificultaban y penalizaban severamente el esfuerzo emprendedor de la población europea, su voluntad de crear cosas nuevas, particularmente en el terreno de la nueva economía del conocimiento y la información.5
Así, la política económica europea se orientó más a defender y distribuir la riqueza ya creada que a fomentar la creación de nueva riqueza. Se hizo por ello conservadora y plasmó una fuerte aversión al riego. Esta forma de actuar terminó transformándose en una verdadera cultura de la “seguridad ante todo” y de los derechos adquiridos, derechos universales sin una relación directa con el deber o el esfuerzo, donde se pierde el vínculo entre lo que se hace y lo que se logra, entre la responsabilidad individual y lo que se puede obtener de la vida. Todas esas relaciones fundamentales, y los valores sobre los que se fundan, se fueron diluyendo en Europa. Así, el “Viejo Mundo” se hizo realmente viejo y cada vez más incapaz de brindar aquella seguridad que prometía como premio al inmovilismo económico y social.
De esta manera, las nuevas generaciones de europeo-occidentales crecieron dentro de la “cultura de los derechos” y fueron a una escuela que les enseñó que la vida era un juego y que no tenían que preocuparse mucho por el futuro porque existía alguien, el Estado de bienestar, que a fin de cuentas se responsabilizaba de su prosperidad. Estos son los “indignados” que hoy vemos en las plazas de Europa Occidental, pidiendo derechos que ya nadie puede darles. Son las grandes víctimas de las promesas vanas del Estado de bienestar y su desilusión es manifiesta, así como también lo es su creciente frustración frente a lo ocurrido. Nacieron bajo el síndrome del “almuerzo gratis” y el progreso asegurado (por otros), y su embotamiento mental les impide hoy comprender cosas tan evidentes como que todo derecho tiene un costo y aún menos que ese costo se llama deber, esfuerzo duro y cotidiano, responsabilidad personal y voluntad innovadora. Por ello buscan chivos expiatorios, como los mercados, el neoliberalismo o, cada vez más, los malos alemanes, personificados por Angela Merkel.6
Ahora bien, para ilustrar más concretamente lo que el desarrollo europeo ha significado en pérdida de capacidad generadora de riqueza bastan dos cifras: 26 y 1. Veintiséis son las empresas que se han creado en California desde el año 1975 en adelante y que están hoy dentro de las 500 mayores del mundo. Por su parte, en toda la zona euro, con más de 300 millones de habitantes, se ha creado apenas una empresa desde el año 75 que esté en esta categoría. Ese es el resultado condensado de estructuras y una cultura que no premia el esfuerzo, que no premia el emprendimiento, que no aplaude el enriquecimiento legítimo y que hace de la defensa del status quo y la redistribución igualitarista su principal afán. Al respecto quisiera recomendar encarecidamente la lectura del notable reportaje publicado en The Economist del 28 de julio de 2012 bajo el significativo título de "Les misérables", que no son otros que los nuevos emprendedores europeos. Su pregunta clave es “¿Por qué Google no fue creada en Alemania?”, tal como solía ocurrir hace un siglo con las empresas líderes a nivel mundial. La respuesta es simple: Europa lo ha impedido con su enjambre de regulaciones y sus altos impuestos así como con su cultura igualitarista que tanto contrasta con la estadounidense y que estigmatiza el éxito económico legítimo y condena socialmente a quienes lo representan.7
Hay muchos ejemplos similares, como el cerca de medio millón de científicos, técnicos y emprendedores europeos de primera línea que han buscado en EE.UU. el lugar donde realizar sus sueños. El artículo citado de The Economist cita los 50.000 alemanes residentes en Silicon Valley o las 500 nuevas iniciativas empresariales de franceses en la Bahía de San Francisco. Este exilio empresarial y creativo de muchos de sus mejores talentos no solo le cuesta a Europa una pérdida significativa de prosperidad (evaluada anteriormente por The Economist en un 0,5% de su PIB al año) sino que en gran medida explica, lisa y llanamente, su lugar cada vez más alejado del liderato mundial. Este es el precio que Europa se autoimpone en aras de la creencia vana de que puede mantener su bienestar impidiendo en vez de fomentando el cambio.
Para poder observar con más precisión como la Europa estatista frustra sus propias posibilidades de desarrollo podemos hacer notar la discrepancia notable que existe entre los altos niveles de innovación, particularmente en los países germano-nórdicos, y su escaso éxito emprendedor en relación a su potencial. Mirando la estadística internacional de familias de patentes triádicas8 vemos que países como Suecia, Finlandia, Dinamarca, Alemania u Holanda aventajan a EE.UU. en patentes registradas per cápita, situándose en niveles muy altos en perspectiva comparativa (véase el Gráfico 4 más adelante). A su vez, Francia o Bélgica no están muy lejos del nivel estadounidense. Esto muestra que existe un potencial innovador que no se realiza en la propia Europa o que, de realizarse, no lleva a éxitos empresariales comparables con los de Estados Unidos o de algunos países asiáticos. Ese diferencial es un índice claro de lo que la Europa del gran Estado, el intervencionismo y la sobrerregulación pierde en razón de una organización institucional cada vez más adversa al cambio y el emprendimiento.
La Europa decadente y la Europa en crisis
Ahora bien, este es un resumen muy breve del panorama general de Europa Occidental, pero existen también, como es hoy evidente, grandes diferencias entre los países que la conforman. Simplificando, vemos una Europa del Norte, con sus componentes germano-nórdicos y anglosajones, que sigue manteniéndose a flote y una Europa del Sur en profunda crisis. Hay muchas maneras posibles de explicar esta diferencia. Se trata de culturas e historias que distan mucho unas de otras, pero en este apartado me limitaré a apuntar dos diferencias de fondo absolutamente decisivas: la base productiva y la calidad de las instituciones. En el apartado siguiente destacaré una tercera diferencia de gran importancia que hace al desarrollo del Estado de bienestar y sus tendencias populistas.
La diferencia en cuanto a la base productiva puede resumirse diciendo que existe una Europa — la germano-nórdica y, en parte, la anglosajona— que participa y puede seguir participando en una especialización internacional marcada por la excelencia productiva, el conocimiento de punta y niveles relativamente altos de innovación. Llamaremos a esta especialización intensiva en conocimiento, para distinguirla tanto de aquella especialización basada en la intensidad del factor trabajo (propia, por ejemplo, de Asia del Sur y del Este) como de aquella intensiva en recursos naturales (bien ejemplificada por América Latina, África y gran parte del Oriente Medio). Por su parte, Europa del Sur ni participa ni tiene posibilidades realistas de llegar a participar en esa especialización intensiva en el conocimiento y la innovación que caracteriza a las naciones del norte europeo. Se trata de economías semidesarrolladas que han llegado, por diversas circunstancias entre las que se cuenta una notable burbuja de endeudamiento, a gozar de niveles de consumo propios de sociedades más avanzadas que hoy se hacen insostenibles al no poseer una base productiva correspondiente. Su éxito se debió, en gran medida, al desplazamiento de capitales, tecnologías y empresas de Europa del Norte hacia un Sur aún competitivo por sus costos laborales y las ventajas que le daba su participación en el mercado común europeo. Basaron por ello su crecimiento en industrias ya maduras tecnológicamente, como la automovilística o la del calzado y confecciones, y en un desarrollo extensivo de los sectores tradicionales y de baja productividad asociados al turismo y la construcción. Hoy, la posibilidad de profundizar o de siquiera defender en el mediano plazo esta inserción en la división internacional del trabajo se hace cada vez más difícil por la aparición de grandes competidores dentro y fuera de Europa combinada con el aumento absolutamente autodestructivo de los costos salariales, las regalías laborales y los niveles impositivos en las naciones del sur de la UE. A ello debe sumársele una carga regulatoria que ha combinado la herencia fascista-corporativista de estos Estados con las nuevas regulaciones propias del Estado de bienestar. Las regulaciones del mercado laboral español son características en este sentido, combinando de manera desastrosa la herencia franquista con la deriva prebendaria del sindicalismo socialista hoy dominante.
Demos algunos ejemplos acerca de las notables diferencias que existen dentro de la EU-15 respecto de su potencial como economías del conocimiento y la innovación. Miremos primero el indicador que resume todos los demás en esta materia: la cantidad per cápita de patentes internacionales relevantes o, como se las llama, familias de patentes triádicas. Esto es lo que se exhibe en el Gráfico 4.
Según estas cifras, en 2009 los alemanes9 registraban 6 veces más patentes per cápita que los italianos, 14 veces más que los españoles, 35 veces más que los portugueses y 70 veces más que los griegos. La comparación con Suecia era aún más chocante: los suecos registraban 8 veces más patentes per cápita que los italianos, 19 veces más que los españoles, 48 veces más que los portugueses y 97 veces más que los griegos. Países como Francia o Reino Unido ocupaban, a su vez, una posición intermedia en este sentido.10
Podemos profundizar en esta materia utilizando otro de los indicadores más relevantes al respecto: la excelencia comparativa de las universidades. Según el QS World University Ranking para 2012-2013 no había ni una sola universidad italiana, española, portuguesa o griega entre las 150 mejores del mundo, cosa única entre los países desarrollados que pone en evidencia la debilidad fundamental de los países del sur europeo para sostener sus abultados niveles de bienestar. Basándonos en otro ranking sobre excelencia académica, el World University Ranking 2011-2012 de Times Higher Education, llegamos al siguiente Gráfico que nos muestra la puntuación total de las universidades de cada país que se cuentan entre las 200 mejores del mundo en relación a la población del país.
Finalmente, si miramos The Global Competitiveness Report 2012-2013 realizado por el Foro Económico Mundial constatamos que la posición de los países del sur de Europa en cuanto a la calidad de su sistema educacional secundario, superior y de formación profesional es la siguiente dentro de un ranking que abarca un total de 144 países: Portugal 61, España 81, Italia 87 y Grecia 115. Se trata de niveles que ubican a los países del sur de la Unión Europea en una posición muy por detrás incluso de muchas economías emergentes.
La segunda diferencia de fondo que quisiera destacar se refiere a las instituciones, aspecto clave de todo desarrollo económico y social sostenible tal como desde hace décadas lo viene señalando la investigación histórico-económica. Aquí encontramos nuevamente a las sociedades del sur de la UE en una situación que guarda poca relación con el resto de la Unión. Esto puede ser constatado mirando diversos rankings internacionales, como el de corrupción percibida de las instituciones públicas realizado anualmente por Transparency International o el ya citado Competitiveness Report donde la medición de la calidad institucional ubica a Portugal en el lugar 46, a España en el 48, a Italia en el 97 y a Grecia en el 111 entre los 144 países estudiados (Suecia ocupa el lugar 6 y Alemania el 16; Chile está en el lugar 28).
Estas deficiencias institucionales alcanzan niveles simplemente escandalosos cuando se refieren al sector público, mostrando el enorme daño potencial agregado que una expansión estatal puede implicar en países donde lo público y lo corrupto muchas veces son vistos como sinónimos. Me limito a dar dos ejemplos del Competitiveness Report. En malversación de fondos públicos, de 144 países Portugal ocupa el lugar 45, España el 53, Italia el 85 y Grecia el 119. En despilfarro de los recursos públicos tenemos los siguientes resultados: España lugar 106, Italia 126, Portugal 133 y Grecia 137. Es decir, mucho más cerca de países como Venezuela (143) y Argentina (136) que de Suecia (lugar 8), Finlandia (9), Holanda (13) u otros países del norte de la UE. Al respecto no está demás indicar que Chile ocupa un notable décimo lugar, resumiendo lo que es, junto a su economía abierta, su ejemplar manejo macroeconómico y sus multifacéticos recursos naturales, su gran ventaja comparativa: su excelente calidad institucional. El Gráfico 6 ilustra esta debilidad institucional mediante una comparación entre España (que en esta materia muestra un desempeño mucho mejor que el de Italia o Grecia) y un país serio europeo, Suecia. Como puntos de comparación se muestran también los resultados de Chile y Argentina.
Estos datos nos muestran con claridad que más allá de las políticas públicas, los aspectos coyunturales o los monetarios existen al menos dos Europas dentro de la UE-15, separadas por un abismo estructural e institucional que es decisivo para entender las enormes disparidades respecto de las perspectivas futuras existentes en el seno de la UE y las inevitables tensiones que ello genera.
Sobre este tema se han venido desarrollando diversas investigaciones, siendo una de las más novedosas la de los españoles Victor Pérez-Díaz y Juan Carlos Rodríguez,11 que trata de medir lo que llaman virtudes cívicas, es decir, las instituciones informales o contexto cultural-valorativo que regula las relaciones sociales, estableciendo diversos niveles de confianza, apertura, tolerancia y otros que facilitan o dificultan la fluidez de las relaciones interhumanas en una sociedad lo que, a su vez, tiene consecuencias decisivas para el desempeño socio-económico. Apoyándome en los diversos índices presentados por los autores señalados he construido el índice de virtudes cívicas que se presenta en el Gráfico 7, mostrando una vez más la significativa diferencia que separa a diversas regiones de Europa Occidental.
La crisis y el populismo del Estado de bienestar
Las diferencias estructurales ya apuntadas no obstan para constatar, como ya se destacó, la existencia de un elemento común en la UE-15: el gran Estado intervencionista y garantizador de una multitud de derechos. Tanto la dinámica como el timing de la crisis europea están directamente asociados al auge y caída del Estado de bienestar. Esto también explica la intensidad de los problemas en los Estados del sur de Europa, que son aquellos que han llegado más recientemente y con un ímpetu desbocado al gran Estado benefactor. Sin embargo, lo que estas sociedades están viviendo no es, en el fondo, más que una repetición, concentrada y dramática, de las situaciones críticas que ya anteriormente habían golpeado a las sociedades del norte europeo que fueron pioneras en cuanto a la expansión de las funciones y el peso del Estado.12
Por ello mismo, las sociedades del norte europeo fueron forzadas a emprender importantes procesos de reforma de sus grandes Estados y de flexibilización de sus estructuras económicas que hoy las hacen relativamente más resistentes a los problemas que afectan al conjunto de Europa Occidental. Esto se hace especialmente notorio al analizar la carga regulatoria gubernamental que afecta a las diversas economías de la EU-15, donde de acuerdo al Competitiveness Report países como Finlandia (6) o Suecia (31) están en la tercera parte de países con menor carga mientras que España (120) o Italia (142) se ubican claramente en la tercera parte con mayor carga regulatoria de las 144 naciones estudiadas, mientras que Alemania (72) se sitúa en una posición intermedia.
Veamos un poco más en detalle este proceso de desarrollo del Estado de bienestar dada su gran importancia para entender la dinámica subyacente a y el timing de la crisis europea. Para ello tomaremos el caso de Suecia, país que aventajó a todos los demás en expansión estatal y que, justamente por ello, se vio abocado hace ya unos veinte años a una seria crisis muy similar en muchos aspectos a la que hoy viven España, Italia o Portugal.
Suecia experimentó, a partir de los años 60, un crecimiento sin precedentes de su sector público. En apenas dos décadas, entre 1960 y 1980, el gasto público se duplicó, pasando del 30% del PIB al 60%. A su vez, el empleo público casi se triplicó y la carga tributaria pasó del 28 al 46% del PIB. El impuesto marginal para las rentas más altas llegó en 1979 al 87%, para estabilizarse en los años 80 en torno al 85%. Al mismo tiempo, aumentaban los subsidios de todo tipo, llegándose a situaciones donde trabajar podía implicar un detrimento económico.13 Este desarrollo tuvo una serie de consecuencias inevitables, particularmente manifestadas en un fuerte deterioro del incentivo a trabajar y al emprendimiento. Sin embargo, lo más sensible de este desarrollo fue la vulnerabilidad creciente de un sistema fiscal que hacía promesas cada vez más generosas a su población basado en aquello que en sueco se llama glädjekalkyl, es decir, “cálculos alegres”, basados en la premisa de que los buenos tiempos y el pleno empleo durarían eternamente. Esto creó una dinámica populista, donde gobernantes y gobernados se dejaban llevar por el sendero de las promesas fáciles, creando una ilusión de seguridad frente a la indefensión o la falta de trabajo que solo podía ser mantenida mientras las situaciones de indefensión o carencia laboral fuesen excepcionales.
Este populismo del Estado de bienestar —que embriaga naturalmente a gobernantes encantados de poder ofrecer siempre más y mejores regalos y a los gobernados que encantados votan por gentes tan ilimitadamente generosas— está en la base de los excesos que llevan a las sociedades que viven bajo los grandes Estados benefactores de la decadencia paulatina a la crisis súbita. Esto pasó primero en Suecia, luego en otras sociedades del norte europeo y ahora está pasando en las del sur der Europa, que han sido las últimas en llegar al ilusionismo del Estado de bienestar y que se lo han creído con un entusiasmo propio del carácter latino-mediterráneo.
En Suecia la ilusión populista se quebró dramáticamente a comienzos de los 90, cuando el pleno empleo, que había durado casi cinco décadas, se transformó en un alto nivel de desempleo. Este cambio fue producto, como acostumbra a ser en estos casos, de una recesión internacional que puso en evidencia las debilidades acumuladas de las viejas industrias suecas de exportación ante la presencia de nuevos competidores. Esto desencadenó un brusco aumento de la cesantía — que pasó del 2 al 12% en tres años— que llevó el gasto público a sobrepasar el 70% del PIB en 1973 mientras la recaudación fiscal caía. Ello puso en evidencia el bluff del Estado de bienestar: sus promesas de seguridad frente a eventuales situaciones de carencia o indefensión no pudieron cumplirse justamente cuando más se necesitaban. La seguridad prometida se esfumó cuando el exceso de gasto dio origen a un insostenible déficit fiscal que llegó a superar el 10% del PIB conduciendo a la caída estrepitosa del viejo y tan afamado “modelo sueco”.
A partir de entonces se abre un notable proceso de reducción del tamaño del Estado, desregulación, cooperación público-privada y privatización que ha transformado a Suecia en la economía de la UE-15 que mejor ha resistido a los problemas actuales. Así, el país que encabezó la marcha hacia la debacle del Estado de bienestar tradicional encabeza hoy el camino hacia su modernización, disminuyendo su tamaño y con ello su vulnerabilidad, rompiendo los monopolios públicos a través de la libertad de empresa y de elección ciudadana, limitando y condicionando los subsidios de todo tipo, y tratando de restablecer, mediante rebajas tributarias, los incentivos al trabajo y al emprendimiento.14
Crisis de alguna manera parecidas, si bien menos severas, a la de Suecia afectaron a Alemania, Dinamarca, Finlandia u Holanda, obligando a estos países a moderar y hacer algo más dinámicos sus grandes Estados así como a alivianar su carga regulatoria (especialmente en lo referente al mercado de trabajo) y tributaria. No fueron en sí mismas reformas de suficiente calado como para poder revertir las tendencias al estancamiento anteriormente señaladas, pero les han permitido a estas sociedades enfrentar la actual situación de crisis en condiciones mucho mejores que las del sur de Europa.
De la euroeuforia a la eurocrisis
La desgracia de los países del sur de Europa es que llegaron al gran Estado benefactor y a la sociedad de los derechos hace no mucho y bajo condiciones que invitaban al desenfreno. En ello, el euro jugó un papel clave ya que generó una apariencia de solidez financiera y seriedad fiscal en sociedades que nunca la habían tenido por sí mismas. Ello se conjugó con un momento de recesión en Alemania que presionó las tasas de interés a la baja y creó excedentes de capital invertibles que se orientaron hacia las periferias del sur (e Irlanda) creando una serie de burbujas —crediticia, inmobiliaria, salarial, migratoria, política y de derechos— que terminó llevando a la bancarrota generalizada que hoy observamos.
De esto se pueden aprender varias lecciones interesantes no solo sobre los peligros del dinero barato o del populismo del Estado de bienestar sino más esencialmente sobre las letales consecuencias del voluntarismo o “constructivismo” político, como diría Hayek. El proyecto del euro fue, de comienzo a fin, un designio político que finalmente se impuso contra toda racionalidad económica y, lo que es peor aún, violando los criterios que los propios creadores del proyecto habían diseñado para que esta creación monetaria pudiese existir duraderamente. Al final, el prestigio de algunos así llamados grandes estadistas, como Kohl, Mitterrand o Chirac, forzaron una unión monetaria que hoy está inquinando la convivencia entre los pueblos de Europa y poniendo en riesgo la existencia misma de la UE. Milton Friedman resumió muy bien este destino contraproducente del euro en un artículo señero de agosto de 1997, titulado The Euro: Monetary Unity To Political Disunity?, que por su clarividencia me permito citar:
“El impulso hacia el euro no ha tenido motivos económicos sino políticos. Su finalidad ha sido atar a Alemania y Francia de una manera tan estrecha que haga una futura guerra europea imposible. Yo creo que la adopción del euro tendrá el efecto opuesto. Exacerbará las tensiones políticas al convertir los shocks divergentes, que fácilmente podrían haber sido manejados mediante ajustes en la tasa de cambio, en materias de desunión política. La unidad política puede pavimentar el camino de una unidad monetaria. La unión monetaria impuesta bajo condiciones desfavorables demostrará ser una barrera para alcanzar la unidad política”.15
De hecho, en mayo de 1998, cuando los países del futuro euro debían demostrar que cumplían las condiciones fijadas por el Pacto de estabilidad y crecimiento, solo un país, Luxemburgo, lo hacía. Hoy en día, el único país que lo hace es Finlandia. Estas condiciones se referían, entre otras cosas, al déficit fiscal (que no debía superar el 3% del PIB) y la deuda pública (no superior al 60% del PIB) así como a la tasa de inflación (con una variación máxima de un par de puntos porcentuales respecto de los países de menor inflación). En buenas cuentas, se trataba de exigencias alemanas y holandesas cuyo propósito era asegurarse de que el euro no se convirtiese en un paragua de confianza que permitiese la irresponsabilidad fiscal que se suponía vendría de las economías del sur europeo. Así sería en el futuro, pero hay que señalar que los primeros que rompieron con la regla del déficit fueron nada menos que Alemania y Francia, países que además impidieron que se aplicasen las penalizaciones consideradas para estos casos. Con ello sentaron un precedente simplemente desastroso para el futuro de la unión monetaria, cuyas reglas no han sido desde entonces más que “papel mojado”, relajándose o incumpliéndose cada vez que han sido puestas a prueba.
Para las sociedades del sur de Europa el euro significó, ya desde mediados de los 90 cuando se definió concretamente su introducción, el poder disponer de dinero abundante y barato, con tasas de interés muy por debajo de las que tradicionalmente debían pagar (11-12% para España, Italia y Portugal y cerca del 20% en el caso de Grecia en 1995) y que en ciertos casos hacían de facto insignificante o incluso negativo el costo real del crédito. Esto desató un espiral de endeudamiento, en especial de las familias, empresas y otros actores privados, que elevó el endeudamiento total a niveles récord. En el caso de España, la deuda total privada y pública pasó de representar un 150% del PIB a mediados de los 90 al 400% en torno a 2010 (siendo una tercera parte deuda externa). Ello posibilitó una expansión sin precedentes del consumo en general y del sector inmobiliario en particular. Lo que conllevó no solo un aumento notable del precio de los inmuebles sino también una caída muy significativa de la tasa de desempleo y un aumento vertiginoso de la inmigración. A su vez, el gasto público y las promesas del Estado de bienestar aumentaron exponencialmente gracias a una recaudación fiscal que crecía rápidamente de año en año. Todo parecía ir de maravillas, pero con credibilidad y dinero ajenos.
Lo más notable del crecimiento así inducido fue su carácter extensivo, es decir, basado en una incorporación de mayores cantidades de factores productivos (capital y trabajo) y no en mejoras de productividad. De hecho, Italia y España registran entre 1995 y 2010 algo tan sorprendente en la historia económica moderna como un crecimiento económico sostenido coincidente con una evolución negativa de la productividad total de los factores. Esto fue acompañado de un alza constante de los salarios y los costos laborales, lo que fue minando la capacidad competitiva de las economías del sur, en particular respecto de la economía alemana donde se había aplicado una vigorosa política de contención salarial y mejoramiento de la eficiencia productiva desde el gobierno del Canciller socialdemócrata Gerhard Schröder (1998-2005). De hecho, según los datos de la OCDE los costos laborales unitarios en Alemania eran inferiores en 2008 al nivel alcanzado en el 2000. Por su parte, entre 1995 y 2007 ese costo se había incrementado un 30% en Italia, un 40% en España, un 42% en Portugal y un 61% en Grecia.
Este desarrollo llevó a una balanza comercial fuertemente deficitaria en los países del sur de Europa a la vez que se producían significativos superávits comerciales en los del norte. En 2007 España tenía un déficit comercial correspondiente al 10% de su PIB, y en Grecia el déficit llegaba a más del 14%. Por su parte, ese mismo año Alemania exhibía un superávit del 7,4% y Suecia del 9,2%.
En suma, todos estaban encantados: españoles, griegos, italianos y portugueses consumían como nunca antes, mientras que, entre otros, alemanes y suecos exportaban como nunca. Todo parecía ir tan bien que la Comisión Europea se permitió decir en mayo de 2008 que “Europa se ha convertido en un oasis de estabilidad macroeconómica”. Y el jefe del Banco Central Europeo (BCE), Jean-Claude Trichet, no pudo contener su entusiasmo el 2 de junio de ese mismo año, en su discurso conmemorando la primera década del BCE, haciendo mofa de los euroescépticos y llamando a celebrar “el éxito extraordinario” de la nueva divisa.16
Sin embargo, a pesar de las palabras eufóricas de los dirigentes europeos el momento de la verdad ya había llegado para el euro. Pronto la zona euro se transformaría en ese hervidero de bancarrotas y conmoción social que ha asombrado y preocupado al mundo entero. Por cierto que la misma construcción del euro, la falta de seriedad para aplicar sus propias reglas, el desarrollo dispar de economías estructuralmente muy diferentes que debían ser regidas por la misma política monetaria y los desequilibrios macroeconómicos ya mencionados han jugado un papel de primera línea en la debacle de la zona euro. Ahora bien, más allá de ello observamos una evolución de la crisis misma que nos obliga a volver una vez más nuestra atención hacia ese gran factor de vulnerabilidad que es el gran Estado benefactor. Lo que definitivamente separa el desarrollo de la crisis europeo-occidental de aquella que con intensidad variable afectó a muchas otras partes del mundo en 2008-2009 es el posterior desencadenamiento de una profunda crisis fiscal, que hoy es el epicentro de los problemas europeos más agudos.
Esta crisis fiscal no es otra cosa que una réplica de lo acontecido en Suecia veinte años antes y sus causas son, en esencia, las mismas. La expansión del Estado y, en especial, de sus promesas transformadas por la retórica populista en “derechos” crean las condiciones del inevitable descalabro de las finanzas públicas en tiempos de recesión económica.17 Los “cálculos alegres” que llevaron al Estado de bienestar sueco a la bancarrota fueron sobrepasados con creces por los Estados del sur europeo, espoleados por políticos aún menos escrupulosos y votantes deseosos de recibir más y más derechos y prebendas. Así se construyeron generosos sistemas de protección social y pensiones que luego se derrumbaron como un castillo de naipes. Así se ampliaron también las nóminas funcionariales y los partidos políticos —de izquierdas o derechas— vieron a sus castas dirigentes dotarse de privilegios realmente exuberantes. El sobrio populismo del Estado de bienestar nórdico fue remplazado por una verdadera rebatiña por los derechos y las prebendas. Y aquí no hubo inocentes: todos jugaron a ser vivos y les fue exactamente como al país de la viveza por definición, Argentina.
La evolución de la crisis nos deja una lección más. El gran Estado pierde toda capacidad de actuar contracíclicamente, de acuerdo a la receta keynesiana clásica, cuando se sobreexpande convirtiéndose en un factor clave de vulnerabilidad económica. Los fuertes déficits que se disparan apenas cambia de signo la coyuntura —especialmente en países con tendencias estructurales a generar altísimas tasas de cesantía, como España— lo obligan rápidamente a seguir una política fiscal restrictiva, algo que hoy se ha transformado en el punto focal de la crisis europea y que genera fuertes reacciones sociales y corporativas. A su vez, cualquier eventual política fiscal expansiva choca con las altas tasas de interés que los mercados exigen hoy a países de bajísima credibilidad crediticia. Actualmente, países como España se debaten en una difícil encrucijada entre el creciente descontento social y la necesidad de combatir el déficit fiscal a fin de no endeudarse más y parar así el aumento dramático del costo de la deuda. De hecho, cerca de una tercera parte del presupuesto del Estado central español —lo que equivale a unos 38 mil millones de euros— se destinará en 2013 a cubrir el costo de su deuda.
Palabras finales: De la unión a la desunión europea
Hoy en día Europa del Sur está viviendo el despertar traumático del sueño del bienestar garantizado por el Estado y con dinero prestado, pero su despertar manifiesta una diferencia fundamental con lo ocurrido anteriormente en Europa del Norte, donde predominó una tendencia a la unidad, a entender que o estamos juntos y trabajamos juntos o nos hundimos juntos. Ese espíritu, lamentablemente, brilla por su ausencia en los países del sur, donde parece que todos luchan por defender sus autoproclamados derechos aunque ello implique la ruina del país. Esta tendencia a la desunión alcanza ribetes extremos en un país como España, donde la amenaza del secesionismo catalán se ha actualizado de una manera que ha trastocado toda la escena política nacional, transformado la crisis económica en una crisis en que está en juego la existencia misma de España.
Pero la desunión no solo es interna. Lo más lamentable del escenario europeo actual es que se está confirmando plenamente la advertencia premonitoria de Milton Friedman: ese gran proyecto de paz y amistad entre los pueblos de Europa que fue la UE está siendo minado por una crisis donde todos culpabilizan a otros y quieren que el vecino pague, donde los del sur quieren que paguen los ricos del norte y los del norte ven a sus socios del sur como desvergonzados derrochadores. Esto es una verdadera tragedia porque se está generando una agresividad entre los europeos que es directamente lo opuesto a lo que se perseguía, y en gran parte se había logrado, con la UE. Sin embargo, esto es un resultado lógico de las grandes ilusiones hoy frustradas que creó el populismo del Estado de bienestar y de haber forzado la Unión más allá de lo que era razonable.
En este contexto, la respuesta de las dirigencias europeas ha sido apostar por lo que se denomina “más Europa”, lo que es un eufemismo para decir más “Bruselas”, más euroburocracia y superestructuras alejadas del sentir de los pueblos de Europa. Si esta deriva se concreta a costa de la soberanía popular y nacional la desunión europea no hará sino potenciarse al profundizarse aquel sentimiento, ya tan extendido, de que todo se decide en un lugar distante y fuera de todo control democrático. De ser así, se abrirían las puertas para nuevos populismos y nacionalismos cada vez más agresivos y xenófobos. De esa manera, Europa volvería a ver renacer sus viejos fantasmas, aquellos que se creía ya bien sepultados en un pasado que parecía más remoto de lo que realmente estaba.
Este es el sabor amargo y tremendamente preocupante que nos deja la saga europea del gran Estado y el voluntarismo político. Ojalá que Europa sepa reaccionar antes de que sea demasiado tarde volviendo a lo básico: la libertad con responsabilidad, el deber que crea los derechos, el individuo y la sociedad civil como protagonistas insustituibles del progreso social duradero, el emprendimiento como soporte del bienestar. A su vez, la Unión Europea solo encontrará su salvación retornando a aquellas cuatro libertades básicas que en su mejor momento definieron a gran parte de Europa Occidental como un ámbito de libertad y movilidad. Para ello, debe desmontar gran parte de las superestructuras políticas y regulatorias que han terminado sofocando al proyecto europeo. El euro también está entre aquello que, con toda probabilidad, deberá desaparecer para que Europa no naufrague, aunque ello cueste un elevadísimo precio inicial. Como dicen los alemanes y los nórdicos, más vale un final de horror que un horror sin final. Así, lamentablemente, están las cosas por la vieja Europa y es de esperar que otros no se embarquen en el camino que la ha llevado a sus males presentes.

Crisis europea y el modelo del Estado de bienestar: Lecciones de un modelo a evitar

Mauricio Rojas indica en este estudio cómo el creciente tamaño y envergadura del Estado en varios países europeos derivó en la crisis que hoy los aqueja. Rojas indica, por ejemplo, cómo evolucionó la carga tributaria en los primeros 15 países miembros de la Unión Europea: "subió de un promedio de 25,8% del PIB en 1965 a un 39,2% en 1990".
Mauricio Rojas es profesor adjunto en la Universidad de Lund en Suecia y miembro de la Junta Académica de la Fundación para el Progreso (Chile).
Mauricio Rojas es profesor adjunto de Historia Económica de la Universidad de Lund en Suecia. Fue parlamentario por el Partido Liberal de Suecia desde 2002 hasta 2008. Este texto está basado en el discurso realizado en la cena aniversario del Instituto Libertad y Desarrollo en Santiago de Chile el 22 de octubre de 2012 y en una conferencia dictada en ESEADE de Buenos Aires el 17 de octubre de 2012. Aquí puede descargar este ensayo en formato PDF.

Me han encomendado una tarea difícil, porque hablar de Europa es hablar de muchas cosas, Europa tiene muchos rostros, es muy diversa y hay que decir, en primer lugar, que no todo es crisis en Europa. Existe también una Europa emergente, aquella que algún día formó parte de la Unión Soviética y algunos de sus ex satélites. De hecho, según el Informe de Perspectivas Económicas Mundiales del FMI de octubre de 2012, los nueve países europeos que formaban la Unión Soviética encabezan el pronóstico de crecimiento para Europa en 2013, con tasas de aumento del PIB que van del 3 al 5,5%. Esto es lo que se muestra en el Gráfico 1, que permite además observar las dramáticas diferencias que existen hoy en Europa a ese respecto.


Thursday, September 8, 2016

EE.UU.: El Estado de Bienestar no debería obstaculizar la reforma migratoria

Alex Nowrasteh indica que "en 2009 los inmigrantes pagaron $13.800 millones a Medicare Parte A por encima de los beneficios que recibieron. Los no-ciudadanos fueron responsables de $10.100 millones de ese superávit de $13.800 millones. En cambio, los estadounidenses nacidos en territorio estadounidense sacaron del sistema $30.900 por encima de lo que contribuyeron".

Alex Nowrasteh es analista de políticas de inmigración del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.

Hay un argumento popular: Muchos inmigrantes son pobres, y algunas personas pobres abusan de las prestaciones sociales. Por lo tanto, no deberíamos permitir que ingresen más inmigrantes legales, algunos de los cuales podrían abusar de y eventualmente quebrar al sistema estatal de bienestar.
Espere que ese continúe siendo el argumento principal de los escépticos de la inmigración conforme el debate de ese asunto crítico avanza. Pero una creciente cantidad de datos refuta esa noción y de hecho sugiere que lo opuesto es cierto: sin la inmigración, el Estado de Bienestar de EE.UU. se iría a la bancarrota más rápido.



Un estudio reciente en la publicación académica Health Affairs muestra que en 2009 los inmigrantes pagaron $13.800 millones a Medicare Parte A por encima de los beneficios que recibieron. Los no-ciudadanos fueron responsables de $10.100 millones de ese superávit de $13.800 millones. En cambio, los estadounidenses nacidos en territorio estadounidense sacaron del sistema $30.900 por encima de lo que contribuyeron.
Entre 2002 y 2009, los inmigrantes contribuyeron un superávit total de $115.200 millones al fondo fiduciario de Medicare.
Los inmigrantes, especialmente los que no son ciudadanos, contribuyen con un superávit principalmente por dos razones.
La primera es que son más jóvenes. Solamente 6,4 por ciento de los no-ciudadanos tienen 65 años de edad o más comparado con 13,4 por ciento de los nativos. 85 por ciento de los no-ciudadanos también están en edad de trabajar, comparado con solo 60 por ciento de las personas nacidas en EE.UU. Simplemente es más probable que los inmigrantes, especialmente los que no son ciudadanos, estén en la fuerza laboral pagando impuestos y menos probable que estén recibiendo beneficios actualmente.
La segunda razón es que los inmigrantes inscritos en Medicare reciben, como promedio anual, alrededor de $1.465 menos en beneficios individuales que los estadounidenses nacidos en EE.UU.
Los críticos de la inmigración dicen que una vez que los inmigrantes envejezcan, entonces ellos recibirán muchos más beneficios de Medicare de lo que contribuyeron. Eso probablemente es cierto, pero también se puede decir lo mismo de gran parte de los estadounidenses. El principal problema con Medicare es su insostenibilidad financiera —que, como describí anteriormente, la inmigración de hecho ayuda a aliviar a corto plazo.
Según las proyecciones actuales, el fondo fiduciario de Medicare se acabará en 2024, mucho antes de que los no-ciudadanos e inmigrantes califiquen para ser beneficiarios del programa. Una mayor inmigración de trabajadores jóvenes podría retardar la bancarrota, dándole al gobierno más tiempo para reformar el sistema antes de que este colapse. Lejos de arruinar a Medicare, los inmigrantes le podrían dar un alivio financiero a un sistema que está en la bancarrota. Medicare y la Seguridad Social están diseñados para los ciudadanos de tercera edad. Los profesores Leighton Ku y Brian Bruen de George Washington University recientemente descubrieron que los inmigrantes pobres generalmente utilizan programas que consideran los ingresos de los beneficiarios a una tasa más baja que los ciudadanos pobres nacidos en EE.UU.
Los pobres que no son ciudadanos tienen 25 por ciento menos probabilidad de estar inscritos en Medicaid que los ciudadanos pobres nacidos en EE.UU. Cuando están inscritos, también utilizan alrededor de $941 menos en beneficios anuales que los estadounidenses pobres nacidos en EE.UU. En promedio, un pobre que no es ciudadano le costará a Medicaid 42 por ciento menos que los nativos pobres.
La historia es similar respecto de los bonos para alimentos y la Seguridad de Ingreso Suplementario. Muchos inmigrantes no califican legalmente para estar inscritos en estos programas, pero cuando lo son, aún así los aprovechan menos que los estadounidenses pobres.
A los estadounidenses les preocupa, justamente, que sus dólares de impuestos estén siendo desperdiciados. Las encuestas frecuentemente muestran que el uso por parte de inmigrantes de servicios públicos y prestaciones sociales son importantes preocupaciones para los estadounidenses, a pesar de la evidencia de que los inmigrantes no abusan del sistema.
El miedo de que los inmigrantes sobrecarguen el Estado de Bienestar es tan grande que algunos miembros del congreso están haciendo un llamado a que se requiera que los inmigrantes tengan un seguro de salud para que no utilicen los beneficios estatales de salud. El acceso a los subsidios de Obamacare para los inmigrantes legalizados está negado en la reforma migratoria propuesta por el senado, pero las preocupaciones de que ellos podrían recibir esos beneficios ha conducido a muchos votantes y políticos a oponerse a una reforma que en gran medida es beneficiosa.
El Estado de Bienestar hace que los votantes vean a los inmigrantes como costos en lugar de verlos como capital humano que ayuda a enriquecer a EE.UU. de numerosas formas. Una solución muy superior, sin llegar a eliminar el Estado de Bienestar totalmente, es encontrar formas de negarle las prestaciones sociales a los inmigrantes mientras que se permite que más inmigrantes vengan legalmente.
Lejos de arruinar el Estado de Bienestar llevándolo a su bancarrota, los inmigrantes actualmente están ayudando a sostenerlo financieramente durante suficiente tiempo como para que se apruebe una verdadera reforma a las subvenciones estatales. El Estado de Bienestar hace que los votantes estén en contra de la inmigración de una forma que pocas otras instituciones lo pueden lograr. Superar el obstáculo del Estado de Bienestar es esencial para producir una reforma migratoria positiva.

EE.UU.: El Estado de Bienestar no debería obstaculizar la reforma migratoria

Alex Nowrasteh indica que "en 2009 los inmigrantes pagaron $13.800 millones a Medicare Parte A por encima de los beneficios que recibieron. Los no-ciudadanos fueron responsables de $10.100 millones de ese superávit de $13.800 millones. En cambio, los estadounidenses nacidos en territorio estadounidense sacaron del sistema $30.900 por encima de lo que contribuyeron".

Alex Nowrasteh es analista de políticas de inmigración del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.

Hay un argumento popular: Muchos inmigrantes son pobres, y algunas personas pobres abusan de las prestaciones sociales. Por lo tanto, no deberíamos permitir que ingresen más inmigrantes legales, algunos de los cuales podrían abusar de y eventualmente quebrar al sistema estatal de bienestar.
Espere que ese continúe siendo el argumento principal de los escépticos de la inmigración conforme el debate de ese asunto crítico avanza. Pero una creciente cantidad de datos refuta esa noción y de hecho sugiere que lo opuesto es cierto: sin la inmigración, el Estado de Bienestar de EE.UU. se iría a la bancarrota más rápido.


Tuesday, August 23, 2016

EE.UU.: Construyendo una muralla alrededor del Estado de Bienestar, no alrededor del país

Alex Nowrasteh dice que "los inmigrantes no vienen a EE.UU. para obtener beneficios del Estado, vienen a trabajar. Uno solo tiene que observar la alta tasa de iniciativa empresarial —que duplica aquella de los estadounidenses nacidos en EE.UU.— y la tasa de participación laboral que es generalmente más alta".

Alex Nowrasteh es analista de políticas de inmigración del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.

Los partidarios de la reforma migratoria continúan aguantándose la respiración conforme esperan ver qué decisión, si es que alguna, tomará el congreso. Si los analistas políticos tienen razón, los prospectos son sombríos. Una razón para esto es la preocupación de que un flujo entrante de inmigrantes sobrecargará al Estado de Bienestar.
El congresista Steve King (Republicano de Iowa) recientemente dijo que una mayor inmigración “y un sistema de bienestar desde la cuna hasta la tumba no pueden coexistir” y él no es el único que piensa así. Pero en lugar de dedicar su energía a detener la reforma migratoria, King y otros deberían enfocarse en reformar el sistema de bienestar. Mientras que la ley aprobada por el senado si excluye con algunas barreras a los inmigrantes de los programas de prestaciones sociales, como por ejemplo la prohibición de que reciban los subsidios de Obamacare, estas barreras no han bastado para calmar las preocupaciones. Aquí es donde conviene considerar un nuevo análisis de política pública del Cato Institute.



Este análisis, “Construyendo una muralla alrededor del Estado de Bienestar, no del país” (en inglés), muestra cómo grandes porciones del Estado de Bienestar, desde los subsidios a los alimentos hasta Medicaid, podrían ser restringidas a los ciudadanos. Esto no solo ahorraría aproximadamente $29.000 millones de dólares al año al contribuyente, también separaría a aquellos que están honestamente preocupados acerca del uso de las prestaciones sociales por parte de los inmigrantes de aquellos que lo utilizan como una excusa para oponerse a la reforma.
Observando los números, el uso de los inmigrantes de las prestaciones sociales es un problema pequeño comparado con el tamaño del Estado de Bienestar. De hecho, estudios recientes han descubierto que es menos probable que los inmigrantes pobres utilicen los programas de prestaciones sociales que los ciudadanos pobres, y cuando lo hacen, los utilizan en un menor grado. Además, cuando consideramos el costo fiscal de la reforma, la porción de las prestaciones sociales es una cantidad mínima comparada con otros costos, como aquel de militarizar nuestra frontera.
Sin importar estos datos, el uso de las prestaciones sociales por parte de los inmigrantes es una preocupación real para muchos estadounidenses. Una encuesta reciente determinó que un 77 por ciento de los estadounidenses no cree que los inmigrantes deberían calificar para recibir prestaciones sociales. Otra encuesta concluyó que 44 por ciento de los estadounidenses estaban preocupados de que los inmigrantes sobrecarguen a los servicios estatales. El plan de Cato está diseñado para abordar estas preocupaciones mostrando cómo se puede excluir de importantes programas del Estado de Bienestar a los inmigrantes que no son ciudadanos.
Algunas de las potenciales reformas son relativamente pequeñas, como hacer cumplir los requisitos de documentos para los solicitantes de Medicaid. Otras van mucho más allá, como prevenir que los que no son ciudadanos reciban beneficios en efectivo a través del programa de Ayuda Temporal para Familias Necesitadas y mediante las estampillas para alimentos, así como también reformar el Crédito por el Ingreso del Trabajo.
La legislación actual desde ya impide que los inmigrantes reciban muchas de las prestaciones sociales, pero la noción de todavía mayores limitaciones molestaría a muchos de los partidarios de la reforma. Probablemente citando las mismas investigaciones de Cato, dirán que los inmigrantes no constituyen una carga importante sobre estos programas. No están equivocados. Los no-ciudadanos constituyen 7,1 por ciento de la población, pero solamente consumen 6,7 por ciento de lo gastado por los programas importantes de prestaciones sociales.
Pero hay algo más importante que considerar: los inmigrantes no vienen a EE.UU. para obtener beneficios del Estado, vienen a trabajar. Uno solo tiene que observar la alta tasa de iniciativa empresarial —que duplica aquella de los estadounidenses nacidos en EE.UU.— y la tasa de participación laboral que es generalmente más alta. Estas no son señales de una población dependiente de las prestaciones sociales, razón por la cual excluirla de los beneficios no debería ser visto como algo negativo.
Los beneficios concedidos por el Estado son un lujo innecesario en el mejor de los casos y un costoso freno al progreso económico de los inmigrantes en el peor de los casos.
Los partidarios de la reforma migratoria deberían sacrificar el acceso a las prestaciones sociales para este grupo productivo de personas como una forma de obtener un programa de legalización más favorable. Sería una pena si a millones de personas no se les permite convertirse en ciudadanos estadounidenses por un miedo irracional de que privarlos de subsidios para los alimentos les arruinará sus vidas. Las leyes inmigratorias existentes ya lo están logrando.
Lo que los analistas políticos deberían estar diciendo es que el Estado de Bienestar y la inmigración relativamente libre no serán capaces de coexistir por razones políticas. Prevenir que los no-ciudadanos tengan acceso a las prestaciones sociales ahorraría dinero al contribuyente, calmaría las ansiedades de muchos estadounidenses y garantizaría que los inmigrantes continúen llegando a nuestro país con el propósito de lograr el sueño americano, no de obtener un cheque del Estado.
William Niskanen, quien fue un distinguido académico del Cato Institute una vez dijo, “construyan una muralla alrededor del Estado de Bienestar, no alrededor del país”. Si se lo puede hacer, todos podríamos ganar.

EE.UU.: Construyendo una muralla alrededor del Estado de Bienestar, no alrededor del país

Alex Nowrasteh dice que "los inmigrantes no vienen a EE.UU. para obtener beneficios del Estado, vienen a trabajar. Uno solo tiene que observar la alta tasa de iniciativa empresarial —que duplica aquella de los estadounidenses nacidos en EE.UU.— y la tasa de participación laboral que es generalmente más alta".

Alex Nowrasteh es analista de políticas de inmigración del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.

Los partidarios de la reforma migratoria continúan aguantándose la respiración conforme esperan ver qué decisión, si es que alguna, tomará el congreso. Si los analistas políticos tienen razón, los prospectos son sombríos. Una razón para esto es la preocupación de que un flujo entrante de inmigrantes sobrecargará al Estado de Bienestar.
El congresista Steve King (Republicano de Iowa) recientemente dijo que una mayor inmigración “y un sistema de bienestar desde la cuna hasta la tumba no pueden coexistir” y él no es el único que piensa así. Pero en lugar de dedicar su energía a detener la reforma migratoria, King y otros deberían enfocarse en reformar el sistema de bienestar. Mientras que la ley aprobada por el senado si excluye con algunas barreras a los inmigrantes de los programas de prestaciones sociales, como por ejemplo la prohibición de que reciban los subsidios de Obamacare, estas barreras no han bastado para calmar las preocupaciones. Aquí es donde conviene considerar un nuevo análisis de política pública del Cato Institute.


Thursday, July 14, 2016

El corrupto progresismo

Roberto Cachanosky explica que el problema no es el gobierno de turno, sino un Estado progresista es un caldo de cultivo para la corrupción.

Roberto Cachanosky es Profesor titular de Economía Aplicada en el Master de Economía y Administración de ESEADE, profesor titular de Teoría Macroeconómica en el Master de Economía y Administración de CEYCE, y Columnista de temas económicos en el diario La Nación (Argentina).
Seguramente los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández pasarán a la historia como uno de los más corruptos de la historia argentina. Es puro verso eso de que con Néstor hubiese sido diferente. Néstor Kirchner fue el que armó toda la arquitectura para transformar el aparato estatal en un sistema de represión y persecución de quienes pensaban diferentes, y también construyó un sistema de corrupción como nunca se había visto, al menos en la Argentina contemporánea.
Si algo tenemos que aprender los argentinos de estos 12 oprobiosos años de kirchnerismo, es a desconfiar de todos aquellos que prometan utilizar el estado para implementar planes “sociales”, y regular la economía en beneficio de la sociedad.



Tampoco es casualidad que el gasto público haya llegado a niveles récord. El gasto público fue la fuente de corrupción que permitió implementar el latrocinio más grande que pueda recordarse de la historia económica para que unos pocos jerarcas "k" engrosaran guarangamente sus bolsillos al tiempo que hundían a la población en uno de los períodos de pobreza más profundos.
Con el argumento de la solidaridad social se lograron varios objetivos simultáneamente: (1) Manejar un monumental presupuesto “social” que dio lugar a los más variados actos de corrupción (sueños compartidos, Milagro Sala, etc.). (2) Crear una gran base de clientelismo político para asegurarse un piso de votos. O me votás o perdés el subsidio. Como la democracia se transformó en una carrera populista, el reparto de subsidios sociales se transformó en una base electoral importante. (3) Crear millones de puestos de “trabajo” a nivel nacional, provincial y municipal para tener otra base de votos cautivos. O me votas o perdés el trabajo. Finalmente, (4) una economía hiper regulada por la cual para poder realizar cualquier actividad el estado exige infinidad de formularios y aprobaciones de diferentes departamentos estatales. Estas regulaciones no tienen como función defender al consumidor como suele decirse, sino que el objetivo es poner barreras burocráticas a los que producen para forzarlos a pagar coimas para poder seguir avanzando produciendo. Un ejercicio al respecto lo hizo hace años Hernando de Soto, en Perú y se plasmó en el libro El otro sendero. La idea era ver cómo la burocracia peruana iba frenando toda iniciativa privada con el fin de coimear.
Manejar miles de millones de dólares en gasto público, encima manejarlos bajo la ley de emergencia económica que permite reasignar partidas presupuestarias por Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) sin que se discuta en el Congreso el uso de los fondos públicos, es el camino perfecto para disponer de abundantes fondos para el enriquecimiento ilícito.
La clave de todo el proceso de corrupción pasa, por un lado, por denostar la libre iniciativa privada y enaltecer a los “iluminados” políticos y burócratas que dicen saber elegir mejor que la misma gente qué le conviene a cada uno de nosotros. Ellos son seres superiores que tienen que decidir por nosotros.
Establecida esa supuesta superioridad del burócrata y del político en términos de qué, cuánto y a qué precios hay que producir y establecida la “superioridad” moral de los políticos sobre el resto de los humanos auto otorgándose el monopolio de la benevolencia, se arma el combo perfecto para regular la economía y coimear, llevar el gasto público con sentido progresista hasta niveles insospechados para construir el clientelismo político y la correspondiente caja y corrupción.
Quienes de buena fe dicen aplicar política progresistas no advierten que ese supuesto progresismo es el uso indiscriminado de fondos públicos que dan lugar a todo tipo de actos de corrupción. En el fondo es como si dijeran: no es malo el modelo kirchnerista, el problema no son las políticas sociales que aplicaron, que son buenas, sino que ellos son corruptos. Esto limita el debate a simplemente decir: el país no funciona porque los kirchneristas son corruptos y nosotros somos honestos.
Mi punto es que el debate no pasa por decir, ellos son malos y nosotros somos buenos, por lo tanto, haciendo lo mismo, nosotros vamos a tener éxito y ellos no porque nosotros somos honestos. El debate pasa por mostrar que el progresismo no solo es ineficiente como manera de administrar y construir un país, sino que además crea todas las condiciones necesarias para construir grandes bolsones de corrupción. El progresismo es el caldo de cultivo para la corrupción.
Por eso no me convence el argumento que el cambio viene con una mejor administración. Eso podría ocurrir si tuviésemos un estado que utiliza el monopolio de la fuerza solo para defender el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. En ese caso, solo habría que administrar unos pocos recursos para cumplir con las funciones básicas del estado.
Ahora si el estado va usar el monopolio de la fuerza para redistribuir compulsivamente los ingresos, para declarar arbitrariamente ganadores y perdedores en la economía y para manejar monumentales presupuestos, entonces caemos en el error de creer que alguien puede administrar eficientemente un sistema corrupto e ineficiente.
En síntesis, el verdadero cambio no consiste en administrar mejor un sistema ineficiente y corrupto. El verdadero cambio pasa por terminar con ese “progresismo” con sentido “social” que es corrupto por definición y ensayar con la libertad, que al limitar el poder del estado, limita el campo de corrupción en el que pueden incurrir los políticos. Además de ser superior en términos de crecimiento económico, distribución el ingreso y calidad de vida de la población.

El corrupto progresismo

Roberto Cachanosky explica que el problema no es el gobierno de turno, sino un Estado progresista es un caldo de cultivo para la corrupción.

Roberto Cachanosky es Profesor titular de Economía Aplicada en el Master de Economía y Administración de ESEADE, profesor titular de Teoría Macroeconómica en el Master de Economía y Administración de CEYCE, y Columnista de temas económicos en el diario La Nación (Argentina).
Seguramente los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández pasarán a la historia como uno de los más corruptos de la historia argentina. Es puro verso eso de que con Néstor hubiese sido diferente. Néstor Kirchner fue el que armó toda la arquitectura para transformar el aparato estatal en un sistema de represión y persecución de quienes pensaban diferentes, y también construyó un sistema de corrupción como nunca se había visto, al menos en la Argentina contemporánea.
Si algo tenemos que aprender los argentinos de estos 12 oprobiosos años de kirchnerismo, es a desconfiar de todos aquellos que prometan utilizar el estado para implementar planes “sociales”, y regular la economía en beneficio de la sociedad.


Wednesday, June 15, 2016

Repensar a Robin Hood

Angus Deaton, the 2015 Nobel laureate in economics, is Professor of Economics and International Affairs at Princeton University’s Woodrow Wilson School of Public and International Affairs. He is the author of The Great Escape: Health, Wealth, and the Origins of Inequality.

Repensar a Robin Hood

MADRID – Las ayudas internacionales al desarrollo se basan en el principio de Robin Hood: quitarle al rico para darle al pobre. Es así como agencias nacionales de desarrollo, organismos multilaterales y ONG transfieren más de 135 000 millones de dólares por año de los países ricos a los pobres.
Un nombre más formal del principio de Robin Hood es “prioritarismo cosmopolita”, una regla ética según la cual debemos valorar del mismo modo a cada persona del mundo, sin importar dónde viva, y luego concentrar la ayuda donde sea más útil, dando prioridad a los que tienen menos sobre los que tienen más. Esta filosofía es el principio rector (implícito o explícito) de los programas de ayuda humanitaria, sanitaria y al desarrollo económico.


A primera vista, el prioritarismo cosmopolita parece razonable. En los países pobres, la gente tiene necesidades más apremiantes y los precios son mucho más bajos, de modo que un dólar o un euro es dos o tres veces más eficaz allí que en los países donantes. Gastar dinero en casa no solo es más costoso, sino que además el gasto beneficia a quienes ya están en buena situación (al menos en comparación con otros países), así que no hace tanto bien.
Llevo muchos años pensando en la pobreza mundial y tratando de medirla, y este principio siempre me pareció básicamente correcto. Pero últimamente no estoy tan seguro, ya que hay problemas fácticos y éticos.
Es indudable que se han hecho enormes avances en la reducción de la pobreza mundial (más por el crecimiento y la globalización que por las ayudas externas). En los últimos 40 años, la cantidad de pobres se redujo de más de dos mil millones de personas a un poco menos de mil millones; una hazaña destacable, dado el aumento de la población mundial y la desaceleración persistente del crecimiento económico global, sobre todo desde 2008.
Pero esta reducción de la pobreza, impresionante y totalmente bienvenida, no estuvo exenta de costos. La globalización que rescató a tanta gente en los países pobres perjudicó a alguna gente en los países ricos, conforme fábricas y empleos migraron a lugares donde la mano de obra es más barata. Esto parecía un precio éticamente aceptable, dado que los perdedores ya eran mucho más ricos (y sanos) que los ganadores.
Pero siempre hubo algo que no cerraba: los que emitimos esta clase de juicios no somos precisamente los más indicados para evaluar esos costos. Como muchos miembros de la academia y de la industria del desarrollo, yo pertenezco al grupo de los principales beneficiarios de la globalización: personas que ahora podemos vender nuestros servicios en mercados mucho más grandes y ricos que en el mejor sueño de nuestros padres.
La globalización no es tan espléndida para los que no solo no obtienen sus beneficios, sino que sufren sus efectos. Por ejemplo, sabemos hace rato que los estadounidenses con menos educación e ingresos casi no han tenido mejoras económicas en cuatro décadas, y que el extremo inferior del mercado laboral estadounidense puede ser un entorno brutal. ¿Cuánto perjuicio supone la globalización para esos estadounidenses? ¿Seguirán estando mucho mejor que los asiáticos que ahora trabajan en fábricas que antes estaban en Estados Unidos?
La mayoría sin duda está mejor, pero varios millones de estadounidenses (de ascendencia africana, europea o latinoamericana) hoy viven en hogares cuyo ingreso per cápita es menos de dos dólares diarios, básicamente la misma cifra que usa el Banco Mundial para definir el nivel de indigencia en India o África. Hallar refugio con ese dinero en Estados Unidos es tan difícil que ser pobres con dos dólares al día allí es casi seguro mucho peor que en India o África.
Además, esto supone una amenaza a la tan proclamada igualdad de oportunidades estadounidense. Las ciudades y los pueblos que perdieron sus fábricas a manos de la globalización también perdieron su base impositiva y tienen dificultades para mantener una educación de calidad (la vía de escape de la generación siguiente). Las instituciones educativas de élite buscan alumnos entre los ricos para pagar las cuentas y cortejan a las minorías para reparar siglos de discriminación; pero esto fomenta el resentimiento de la clase trabajadora blanca, cuyos hijos no encuentran lugar en este maravilloso nuevo mundo.
Una investigación que hice con Anne Case revela más señales de malestar. Hemos documentado una creciente oleada de “muertes de desesperación” (por suicidio, abuso de alcohol o sobredosis accidental de drogas recetadas o ilegales) entre la población blanca de ascendencia europea. La tasa de mortalidad general en Estados Unidos fue superior en 2015 respecto de 2014, y la expectativa de vida se redujo.
Se podrá discutir sobre el modo de medir el nivel material de vida, sobre si se exageran las estimaciones de inflación y se subestima el aumento de los niveles de vida, o si todas las escuelas serán realmente tan malas. Pero esas muertes son difíciles de explicar. Tal vez las necesidades más grandes no estén del otro lado del mundo después de todo.
La ciudadanía implica una serie de derechos y responsabilidades que no se comparten con personas de otros países. Pero la parte “cosmopolita” del principio ético pasa por alto las obligaciones especiales que tenemos hacia nuestros conciudadanos.
Podemos pensar esos derechos y obligaciones como una especie de contrato de seguro mutuo, por el que no toleramos ciertos tipos de desigualdad para nuestros conciudadanos y, confrontados a amenazas colectivas, tenemos cada uno de nosotros una responsabilidad de ayudar (y un derecho a esperar ayuda). Estas responsabilidades no invalidan ni anulan las que tenemos con quienes sufren en otras partes del mundo, pero sí implican que al basar nuestros juicios exclusivamente en necesidades materiales podemos estar olvidándonos de cuestiones importantes.
Cuando los ciudadanos creen que las élites se preocupan más por gente al otro lado del mar que por el vecino de al lado, el contrato mutuo se rompe, nos dividimos en facciones, y los que quedaron afuera empiezan a sentir malestar y decepción con una política que ya no hace nada por ellos. Aunque no estemos de acuerdo con los remedios que buscan, no deberíamos ignorar sus muy reales padecimientos, por el bien de ellos, y por el bien de todos.