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Thursday, July 7, 2016

Liberales y liberales

Liberales y liberales

Liberales y liberales









Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Como los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y el lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces, como ocurre con el vocablo “liberal”, semejante averiguación puede extraviarnos en un laberinto de dudas.
En el Quijote y la literatura de su época la palabra aparece varias veces. ¿Qué quiere decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante, comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En ella no hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas en el sentido más ancho de ambas palabras.
A fines del siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los pensadores británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke, Hume, Adam Smith, Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el intervencionismo del Estado, defienden la propiedad privada, el comercio libre, la competencia, el individualismo y se declaran enemigos de los dogmas y el absolutismo.


En el siglo XIX un liberal es sobre todo un librepensador: defiende el Estado laico, quiere separar la Iglesia del Estado, emancipar a la sociedad del oscurantismo religioso. Sus diferencias con los conservadores y los regímenes autoritarios generan a menudo guerras civiles y revoluciones. El liberal de entonces es lo que hoy llamaríamos un progresista, defensor de los derechos humanos (desde la Revolución Francesa se les conocía como los Derechos del Hombre) y la democracia.
Con la aparición del marxismo y la difusión de las ideas socialistas, el liberalismo va siendo desplazado de la vanguardia a una retaguardia, por defender un sistema económico y político —el capitalismo— que el socialismo y el comunismo quieren abolir en nombre de una justicia social que identifican con el colectivismo y el estatismo. (No en todas partes ocurre esta transformación de la palabra liberal. En Estados Unidos un liberal es todavía un radical, un socialdemócrata o un socialista a secas). La conversión de la vertiente comunista del socialismo al autoritarismo empuja al socialismo democrático al centro político y lo acerca —sin juntarlo— al liberalismo.
En nuestros días, liberal y liberalismo quieren decir, según las culturas y los países, cosas distintas y a veces contradictorias. El partido del tiranuelo nicaragüense Somoza se llamaba liberal y así se denomina, en Austria, un partido neofascista. La confusión es tan extrema que regímenes dictatoriales como los de Pinochet en Chile y de Fujimori en Perú son llamados a veces “liberales” o “neoliberales” porque privatizaron algunas empresas y abrieron mercados. De esta desnaturalización de lo que es la doctrina liberal no son del todo inocentes algunos liberales convencidos de que el liberalismo es una doctrina esencialmente económica, que gira en torno del mercado como una panacea mágica para la resolución de todos los problemas sociales. Esos logaritmos vivientes llegan a formas extremas de dogmatismo y están dispuestos a hacer tales concesiones en el campo político a la extrema derecha y al neofascismo que han contribuido a desprestigiar las ideas liberales y a que se las vea como una máscara de la reacción y la explotación.
Dicho esto, es verdad que algunos gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido, llevaron a cabo reformas económicas y sociales de inequívoca raíz liberal, impulsando la cultura de la libertad de manera extraordinaria, aunque en otros campos la hicieran retroceder. Lo mismo podría decirse de algunos gobiernos socialistas, como el de Felipe González en España o el de José Mujica en Uruguay, que, en la esfera de los derechos humanos, han hecho progresar a sus países reduciendo injusticias inveteradas y creando oportunidades para los ciudadanos de menores ingresos.
Una de las características del liberalismo en nuestros días es que se le encuentra en los lugares menos pensados y a veces brilla por su ausencia donde ciertos ingenuos creen que está. A las personas y partidos hay que juzgarlos no por lo que dicen y predican sino por lo que hacen. En el debate que hay en estos días en el Perú sobre la concentración de los medios de prensa, algunos valedores de la adquisición por el grupo El Comercio de la mayoría de las acciones de Epensa, que le confiere casi el 80% del mercado de la prensa, son periodistas que callaron o aplaudieron cuando la dictadura de Fujimori y Montesinos cometía sus crímenes más abominables y manipulaba toda la información, comprando a dueños y redactores de diarios o intimidándolos. ¿Cómo tomaríamos en serio a esos novísimos catecúmenos de la libertad? Un filósofo y economista liberal de la llamada escuela austríaca, Ludwig von Mises, se oponía a que hubiera partidos políticos liberales, porque, a su juicio, el liberalismo debía ser una cultura que irrigara a un arco muy amplio de formaciones y movimientos que, aunque tuvieran importantes discrepancias, compartieran un denominador común sobre ciertos principios liberales básicos.
Algo de eso ocurre desde hace buen tiempo en las democracias más avanzadas, donde, con diferencias más de matiz que de esencia, entre democristianos y socialdemócratas y socialistas, liberales y conservadores, republicanos y demócratas, hay unos consensos que dan estabilidad a las instituciones y continuidad a las políticas sociales y económicas, un sistema que sólo se ve amenazado por sus extremos, el neofascismo del Frente Nacional en Francia, por ejemplo, o La Liga Lombarda en Italia, y grupos y grupúsculos ultra comunistas y anarquistas.
En América Latina este proceso se da de manera más pausada y con más riesgo de retroceso que en otras partes del mundo, por lo débil que es todavía la cultura democrática, que sólo tiene tradición en países como Chile, Uruguay y Costa Rica, en tanto que en los demás es más bien precaria. Pero ha comenzado a suceder y la mejor prueba de ello es que las dictaduras militares prácticamente se han extinguido y de los movimientos armados revolucionarios sobrevive a duras penas las FARC colombianas, con un apoyo popular decreciente. Es verdad que hay gobiernos populistas y demagógicos, aparte del anacronismo que es Cuba, pero Venezuela, por ejemplo, que aspiraba a ser el gran fermento del socialismo revolucionario latinoamericano, vive una crisis económica, política y social tan profunda, con el desplome de su moneda, la carestía demencial —todo falta, la comida, el agua, hasta el papel higiénico— y las iniquidades de la delincuencia, que difícilmente podría ser ahora el modelo continental en que quería convertirla el comandante Chávez.
Hay ciertas ideas básicas que definen a un liberal. Que la libertad, valor supremo, es una e indivisible y que ella debe operar en todos los campos para garantizar el verdadero progreso. La libertad política, económica, social, cultural, son una sola y todas ellas hacen avanzar la justicia, la riqueza, los derechos humanos, las oportunidades y la coexistencia pacífica en una sociedad. Si en uno solo de esos campos la libertad se eclipsa, en todos los otros se encuentra amenazada.
Los liberales creen que el Estado pequeño es más eficiente que el que crece demasiado, y que, cuando esto último ocurre, no sólo la economía se resiente, también el conjunto de las libertades públicas. Creen asimismo que la función del Estado no es producir riqueza, sino que esta función la lleva a cabo mejor la sociedad civil, en un régimen de mercado libre, en que se prohíben los privilegios y se respeta la propiedad privada. La seguridad, el orden público, la legalidad, la educación y la salud competen al Estado, desde luego, pero no de manera monopólica sino en estrecha colaboración con la sociedad civil.
Estas y otras convicciones generales de un liberal tienen, a la hora de su aplicación, fórmulas y matices muy diversos relacionados con el nivel de desarrollo de una sociedad, de su cultura y sus tradiciones. No hay fórmulas rígidas y recetas únicas para ponerlas en práctica. Forzar reformas liberales de manera abrupta, sin consenso, puede provocar frustración, desórdenes y crisis políticas que pongan en peligro el sistema democrático. Este es tan esencial al pensamiento liberal como el de la libertad económica y el respeto a los derechos humanos. Por eso, la difícil tolerancia —para quienes, como nosotros, españoles y latinoamericanos, tenemos una tradición dogmática e intransigente tan fuerte— debería ser la virtud más apreciada entre los liberales. Tolerancia quiere decir, simplemente, aceptar la posibilidad del error en las convicciones propias y de verdad en las ajenas.
Es natural, por eso, que haya entre los liberales discrepancias, y a veces muy serias, sobre temas como el aborto, los matrimonios gay, la descriminalización de las drogas y otros. Sobre ninguno de estos temas existe una verdad revelada liberal, porque para los liberales no hay verdades reveladas. La verdad es, como estableció Karl Popper, siempre provisional, sólo válida mientras no surja otra que la califique o refute. Los congresos y encuentros liberales suelen ser, a menudo, parecidos a los de los trotskistas (cuando el trotskismo existía): batallas intelectuales en defensa de ideas contrapuestas. Algunos ven en ello un rasgo de inoperancia e irrealismo. Yo creo que esas controversias entre lo que Isaías Berlin llamaba “las verdades contradictorias” han hecho que el liberalismo siga siendo la doctrina que más ha contribuido a mejorar la coexistencia social, haciendo avanzar la libertad humana.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2014.
© Mario Vargas Llosa, 2014.

Liberales y liberales

Liberales y liberales

Liberales y liberales









Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Como los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y el lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces, como ocurre con el vocablo “liberal”, semejante averiguación puede extraviarnos en un laberinto de dudas.
En el Quijote y la literatura de su época la palabra aparece varias veces. ¿Qué quiere decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante, comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En ella no hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas en el sentido más ancho de ambas palabras.
A fines del siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los pensadores británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke, Hume, Adam Smith, Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el intervencionismo del Estado, defienden la propiedad privada, el comercio libre, la competencia, el individualismo y se declaran enemigos de los dogmas y el absolutismo.

Tuesday, June 21, 2016

Una buena economía para China

Edmund S. Phelps, the 2006 Nobel laureate in economics, is Director of the Center on Capitalism and Society at Columbia University and author of Mass Flourishing.
NUEVA YORK – Las décadas de arduo crecimiento junto con la crisis financiera del año 2008 han provocado un cambio sísmico en el pensamiento económico en gran parte del mundo. Se habla de desplazar recursos desde el ámbito de la inversión hacia el del consumo, de la industria pesada hacia los “servicios”, y del sector privado al sector público. Sin embargo, lo que me llama la atención es que estos argumentos se centran sólo en la mejora de la mezcla de los productos dentro de una economía, sin prestar atención a la mano de obra.


Esto es obvio en el caso de China, ahora la mayor economía del mundo según algunas mediciones. Sin duda, China debe rechazar nuevas inversiones en gigantescas fábricas de acero y edificios de apartamentos vacíos. De manera simultánea, sin embargo, debe centrarse en los trabajadores y elevar la vivencia en el trabajo que ellos tienen, aspecto que los economistas desde Adam Smith a Karl Marx y Alfred Marshall colocaron en el centro de sus preocupaciones.
No todo el mundo está de acuerdo. Cuando se trata de vivencias en el trabajo, muchos – sobre todo en Europa continental – creen que la asignación óptima (lo que implica tener instituciones que funcionen bien), en el caso que esté acompañada de inversión en educación, es todo lo que se necesita. Al fin y al cabo, los italianos, alemanes, franceses trabajan duro y bien durante un número relativamente pequeño de horas, lo que resulta en una alta productividad y altos salarios por hora – más altos que en Estados Unidos y el Reino Unido.
No obstante, los europeos continentales no parecen estar especialmente contentos con su trabajo. La evidencia circunstancial es su preferencia, que marca récords, por tomar vacaciones– y su participación relativamente baja en la fuerza de trabajo. Además, los datos sobre satisfacción en el trabajo proporcionan una evidencia directa: entre los grandes países occidentales, los trabajadores de la Europa continental reportan los niveles más bajos.
Eso no es sorprendente. Las empresas de Europa, por lo general, ya no son lugares donde se tienen nuevos estímulos y nuevos retos que ocupen las mentes de los trabajadores. Sin embargo, si el caso es que China debe evitar el modelo europeo de búsqueda de eficiencia, ¿cuál es el modelo que debe adoptar?
En mi libro Mass Flourishingargumento que el modelo correcto es el modelo de la buena economía, que es una economía que ofrece una buena vida. La asignación óptima de recursos (de la que forma parte la eficiencia) es una característica necesaria, pero no suficiente, de una buena economía. De hecho, es probable que el enfoque testarudo sobre elevar el consumo doméstico distraiga a los líderes de China, alejándoles de otras políticas necesarias para la buena economía.
En este punto, entro en desacuerdo con muchos economistas – incluyendo con mis queridos amigos Joseph Stiglitz, Jean-Paul Fitoussi y Vladimir Kvint – cuyo estándar preferido es la calidad de vida. Con esto se refieren principalmente el un vasto consumo y a un vasto tiempo de recreación, junto con bienes públicos – por ejemplo, aire limpio, alimentos seguros y seguridad en las calles – e instalaciones comunitarias, tales como parques municipales y estadios deportivos.
Esta es una versión más detallada de un ideal al cual se le puede seguir el rastro hasta la antigüedad. No me opongo a  los servicios mencionados o a su aprovisionamiento por parte del Estado; pero, no son congruentes con el concepto que tienen los filósofos sobre la “buena vida”. (Aristóteles dijo en broma que necesitamos esos servicios para recuperarnos con el fin de estar listos para el trabajo del día siguiente).
Otro querido amigo, Amartya Sen, señala que el enfoque de los economistas en el consumo deja de lado a la necesidad que tienen las personas de “hacer cosas”. Pero, él no va lo suficientemente lejos. Las personas quieren salirse de programas de trabajo en los que ellas no tienen autonomía.
Para una buena vida, las personas necesitan un grado de decisión propia en su trabajo. Ellos quieren ser capaces de tomar la iniciativa y realizar labores que sean atractivas. Las personas valoran tener un espacio para expresarse – para articular sus pensamientos o mostrar sus talentos.
En otras palabras, las personas valoran el logro a través de sus propios esfuerzos. He utilizado la palabra “prosperar” (del latín antiguo prospere, que significa “como se tenía la esperanza que ocurra, o como se esperaba que ocurra”) para referirse a la experiencia de tener éxito en el trabajo: la gratificación de un artesano cuando ve sus habilidades valoradas por los demás, la satisfacción de un comerciante cuando ve a los “barcos llegar”, o el sentimiento de validación que experimenta un académico cuando se le otorga el título de catedrático distinguido.
Las personas también valoran el crecimiento personal que puede provenir de su carrera. Yo uso la palabra “florecer” para hacer referencia a la satisfacción de un viaje hacia lo desconocido – la emoción de los retos y el atractivo de la superación de obstáculos. De hecho, todos estos aspectos, es decir alcanzar logros, prosperar y florecer, hacen referencia a recompensas vivenciales, no a dinero.
¿Qué tipo de economía podría ofrecer esta buena vida? La historia sugiere que sería una economía de personas emprendedoras (personas que están alertas frente a oportunidades inadvertidas y que ponen en acción su iniciativa para probar cosas nuevas) y de personas innovadoras (personas que imaginan cosas nuevas, desarrollan nuevos conceptos convirtiéndolos en métodos y productos comerciales, y los comercializan para que alcancen su potencial). Los participantes en una buena economía como la que se describe recaerían dentro de un rango de personas que  incluye desde ciudadanos que forman parte de los grupos de base de las sociedades hasta personas que se encuentran en los grupos más favorecidos.
Tengo la esperanza que sea este el tipo de economía que China vaya a desarrollar. Por supuesto, en un momento de dificultades, puede que un país no sea capaz de darse el lujo de adscribirse a una buena economía, su población primero demandará que se le proporcione aire limpio y alimentos seguros. El riesgo es que satisfacer plenamente todas las miles de demandas de servicios públicos requeriría de un sector público tan grande que bien podría desplazar y sacar del escenario a las actividades innovadoras en el sector privado.
China debe tener en mente que el sector privado puede igualar – o superar – al sector público en el suministro de muchos servicios que hasta ahora los presta el sector público. Los ferrocarriles subterráneos fueron, en algún momento, producto de la creatividad de los empresarios privados. Hoy en día, el paso más radical en el transporte urbano es Uber, y el cambio más radical en un futuro próximo probablemente llegue a ser el automóvil que se auto-conduce –ambos cambios surgen como resultado de la creatividad del sector privado.
Por supuesto, algunos cínicos dicen que los chinos no poseen ni la sofisticación ni el temperamento para ser innovadores. Sin embargo, las estimaciones preparadas por China y los países del G-7 sobre innovación que se forja localmente muestran que China ya ocupaba el cuarto lugar en la década de 1990; y, que en la siguiente década, cuando el Reino Unido y Canadá retrocedieron en su clasificación, China avanzó hacia el segundo lugar – ubicándose no muy por detrás de  EE.UU.
El hecho es que hay mucha menos innovación que surge de Estados Unidos de la que en algún momento surgió en el pasado – y casi no hay ninguna innovación que proviene de Europa. Por lo tanto, China podría convertirse en una importante fuente de innovación para la economía mundial, igualando o superando a EE.UU. A mi entender, esta es una oportunidad muy valiosa para China – y es un evolución de la situación que debe ser bienvenida por el resto del mundo.

Una buena economía para China

Edmund S. Phelps, the 2006 Nobel laureate in economics, is Director of the Center on Capitalism and Society at Columbia University and author of Mass Flourishing.
NUEVA YORK – Las décadas de arduo crecimiento junto con la crisis financiera del año 2008 han provocado un cambio sísmico en el pensamiento económico en gran parte del mundo. Se habla de desplazar recursos desde el ámbito de la inversión hacia el del consumo, de la industria pesada hacia los “servicios”, y del sector privado al sector público. Sin embargo, lo que me llama la atención es que estos argumentos se centran sólo en la mejora de la mezcla de los productos dentro de una economía, sin prestar atención a la mano de obra.