Otra Unión Europea…
Por Eduardo Fernández Luiña
La Unión Europea (UE) sienta sus raíces en el mítico Tratado de París firmado en el año 1951. Aquel documento, que dio inicio a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) tenía un doble objetivo. De un lado, abrir un espacio de diálogo entre adversarios políticos. Vencedores y vencidos en la Segunda Guerra Mundial podrían ser capaces de cooperar si se lo proponían, edificando una comunidad de intereses que les uniese ad futurum. De otro, y complementando lo anterior, se buscaba la consecución de la paz en un continente asediado por el conflicto bélico durante más de cuarenta años.
En el ADN de la UE está muy presente el libre comercio como elemento pacificador y unificador. La libertad comercial representaba para los padres fundadores un ingrediente básico a la hora de instalar pilares estables de cooperación que ayudasen a generar una comunidad de intereses con objeto de asegurar la paz en el largo plazo. Sin duda, la UE estaba en aquella época comprometida con la libertad, siendo consciente de que el comercio libre pacifica, civiliza y genera prosperidad.
¿Qué le ha pasado entonces a la UE? Phillip Bagus lo señaló muy bien en su trabajo La Tragedia del Euro (2010). Independientemente de la opinión que tengamos alrededor de la moneda única –el que escribe la prefiere a la antigua peseta-, los socialdemócratas ganaron la batalla política y de las ideas frente a los liberal-conservadores. No es que gracias a su victoria se edificase una administración supranacional inmensa y oxidada. Lo anterior es totalmente falso. Actualmente, el presupuesto de la UE no llega siquiera al 2% del PIB comunitario. La administración supranacional es muy pequeña en relación con la de cualquier –y digo cualquier- estado miembro de la unión.
Sin embargo, los eurocrats sí han logrado diseñar una estructura política cuasi sin obligaciones respecto a la rendición de cuentas y con una capacidad hiperreguladora que se entromete en los asuntos nacionales de manera arbitraria y desigual en función del ámbito de política pública que estemos tratando. Existen, por lo tanto y grosso modo, dos problemas centrales asociados a la arquitectura institucional de la actual UE:
- Ausencia de transparencia y verdadera rendición de cuentas. Ningún ciudadano conoce a sus diputados supranacionales ni a los tecnócratas que inician la legislación comunitaria y toman decisiones por nosotros en la Comisión Europea –un órgano carente de legitimidad democrática-.
- Hiperregulación arbitraria fruto del alejamiento respecto a esa ciudadanía a la que se dice representar en las instituciones supranacionales.
Además de estos dos problemas, ambos de naturaleza técnica, hay uno de naturaleza política por el cual pelean paradójicamente algunos –no digo todos- defensores del BREXIT: La lucha por la libertad económica. La UE ya no parece defender el compromiso que un día tuvo con el libre comercio. Debemos combatir a nivel supranacional por recuperar esa semilla original sobre la cual se edificó este proceso de integración regional. La ciudadanía no parece entender lo importante de esta batalla y nadie desea explicárselo. Pero el libre comercio se encuentra en la esencia de esta nueva y joven forma política. Es el libre comercio a nivel interno lo que le da presencia y fuerza a nivel internacional; el mercado único representa sin duda su mayor activo y sin embargo, para muchos, es algo que debemos evitar a la hora de discutir e intentar legitimar la existencia de la unión.
Sin querer o queriendo, se ha modificado el ADN liberal que puso los primeros ladrillos en el edificio de la UE. Eso, debería ser denunciado y los liberales tendríamos que desarrollar un perfil político y de comunicación más activo y agresivo en pro de una UE concebida estrictamente como un mercado abierto, libre y realmente integrado. Un experimento regional que apueste firmemente por la expansión y promoción de la libertad económica, destruyendo las fronteras a nivel global.
Es esta batalla la que deberíamos estar llevando a cabo. Este argumento es el que debería justificar la existencia de la UE y en todo caso la salida de un país si los principios originales estuviesen, como lo están en riesgo. El BREXIT posee dos caras… Los que ven en la UE un actor hiperregulador que limita las libertades individuales para comerciar tanto a nivel intra como extra comunitario. Y aquellos que ven en el BREXIT una herramienta para satisfacer sus deseos proteccionistas –la llamada soberanía económica- e intervencionistas. La primera cara tiene sentido, la segunda, definitivamente, representa un paso atrás. Ese es el verdadero riesgo del BREXIT en la actualidad.
Si los segundos son más que los primeros y el BREXIT fomenta el proteccionismo económico y el intervencionismo sobre el libre comercio, la cosa irá mal para todos. Si por el contrario, el triunfo del BREXIT sirviese para demostrar que la apertura comercial ayuda a todas las partes y que la evolución de la actual UE se rebela contra sus principios fundacionales, la secesión británica incluso podría traer efectos positivos, abriendo un necesario debate sobre a donde se dirige la unión, para aquellos que desean permanecer en la misma.
Sin embargo, no debemos minusvalorar los logros de esta particular forma política llamada Unión Europea. Este objeto político no identificado, esta estructura a medio camino entre un estado moderno y un organismo internacional, ha pacificado el continente y abierto las fronteras dentro de lo que cabe. Sólo por eso, creo que sigue mereciendo la pena luchar políticamente por el proyecto. Pero definitivamente, es necesario devolver el mismo a sus orígenes y presionar para que la UE avance sin miedo hacia lo que debe ser: el mercado libre y abierto más grande del planeta. Esa será, sin lugar a dudas, la mejor herramienta para construir una sociedad pacífica y próspera y mejorar con ello el futuro de todos los europeos.
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