El estatismo de la FAO
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Desde su creación, la Food and
Agriculture Organization (FAO) en 1945 ha mostrado su marcada
inclinación a la adopción de medidas socialistas y una aversión al
sistema de libre empresa y la propiedad privada. Hay infinidad de
documentaciones que ponen de manifiesto lo dicho en el contexto de las
Naciones Unidas como son las obras de Edward Griffin, Orval Watts y la
experiencia personal de William Buckley, Jr. como delegado en aquella
organización internacional, pero uno de los trabajos críticos de la FAO
de mayor calado aun es el preparado por la Heritage Foundation de
Washington D.C a través de la pluma de Juliana Geran quien se doctoró en
la Universidad de Chicago y enseñó en las Universidades de Stanford y
Johns Hopkins y dirigió el Institute of World Politics de la Universidad
de Boston, trabajo aquél publicado con el sugestivo título de “The UN´s
Food and Agriculture Organization: Becoming Part of the Problem”.
Con estos antecedentes de la FAO puede
entenderse hoy, por ejemplo, el chiste de pésimo gusto que esa entidad
haya premiado en este 2015 a los gobiernos de Venezuela y Argentina por
la eficaz tarea para aliviar el hambre en esos países (sic).
En el muy extenso documento mencionado
se destacan muchos puntos que no pueden cubrirse en una nota
periodística, de modo que solo mencionaremos algunos que dividimos en
doce secciones al correr de la pluma. Primero, se ha politizado la
FAO en grado creciente al tiempo que se ha incrementado en grado
exponencial su presupuesto y la cantidad de funcionarios contratados y
“cada vez más hostil a la libre empresa. Suscribe la ideología
colectivista patrocinada por las naciones más radicalizadas”.
Segundo, en la misma línea argumental la
“FAO fracasa con sus consejos a los gobiernos cuyos políticas impiden
el progreso agrícola […] y establece Programas de Cooperación Técnica
que básicamente consiste en un centro político que es usado
discrecionalmente por la dirección que provee estadísticas erróneas y
engañosas, junto a medidas que desalientan a que trabajen allí
profesionales calificados”.
Tercero, el caso más resonante del
fracaso de la FAO fue el de la hambruna en Etiopía “en el que la FAO
participó sin declarar nunca que las causas del problema eran las
políticas económicas socialistas que condujeron a la catástrofe […], en
aquel momento, además [de los malos consejos], quien dirigía la FAO
apuntaba a sacarse de encima al representante de Etiopía al efecto de
posibilitar su reelección en el cargo, lo cual logró por tres períodos
de seis años cada uno”.
Cuatro, el presupuesto de la FAO
constituye “una fuente de controversias permanentes porque no permite la
información que permitiría una idea clara de donde se asignan los
recursos proporcionados por los gobiernos con los recursos de los
contribuyentes, lo cual hace que la correspondiente evaluación resulte
imposible”.
Quinto, los casos de distintas naciones
africanas respecto al apoyo a políticas estatistas respecto al agro, así
como el caso de Tailandia en la misma dirección también en el área
rural y lo mismo en China, políticas fallidas que se extienden a otras
naciones como Guatemala, India y Costa Rica “todo contrario a los
abordajes de la empresa privada en lo que respecta al freno al progreso
agrícola”.
Sexto, en muchos sectores la FAO ha
suspendido incluso la cooperación con el sector privado puesto que sus
autoridades declaran que “los gobiernos pueden mejorar la planificación
del área agrícola […] lo cual ha sido hoy abandonado incluso en algunos
sectores de la economía china”.
Séptimo, la FAO “estimula el
establecimiento del control estatal de precios como en los casos de
Egipto, Tanzania, Ghana y Malí […] a lo que frecuentemente se añade el
consejo de acumular granos operado por los gobiernos que naturalmente
afecta al sector privado”.
Octavo, reiteradamente la administración
de la FAO “reclama una redistribución de ingresos a nivel mundial […]
situación que sugiere se haga a través de gobiernos o sus organismos
internacionales desde los países desarrollados a los subdesarrollados
que como es sabido ha producido graves problemas”.
Noveno, la FAO apunta al crecimiento
poblacional, “la mentalidad maltusiana” como una de las causas de los
problemas económicos en lugar de “concentrarse en el deterioro de los
marcos institucionales”.
Décimo, también los consejos de la FAO
respecto a plagicidas, fertilizantes y enfoques errados sobre la
ecología en general han conducido a desajustes y crisis “en casos como
los de Mozambique, Somalia, Nigeria y Libia en el contexto, como ha
dicho una fuente de un funcionario que quiso quedar en el anonimato, que
se han desdibujado cifras respecto al retorno sobre la inversión para
hacer aparecer como atractiva la política aconsejada”.
Décimo primera, no solo se consignan
las políticas contraproducentes de la FAO en su campo de acción sino que
“interviene en otros sectores como son sus consejos en cuanto a la
estatización del transporte”.
Y, por último, décimo segundo en este
resumen, como conclusión la autora de este largo y documentado trabajo
sostiene que “la FAO debe dejarse morir, que sería una justificada y
buena muerte”.
La FAO ha insistido a poco de su
instalación en la conveniencia del impuesto a la renta potencial y la
reforma agraria (1955) sobre lo cual hemos escrito en otra oportunidad,
conceptos que ahora parcialmente reiteramos en el contexto de la
organización internacional de marras.
En las truculentas lides fiscales,
desafortunadamente lo más común es la idea de lo que se ha dado en
llamar “el impuesto a la renta potencial”. El concepto básico en esta
materia es que el gobierno debería establecer mínimos de explotación de
la tierra ya que se estima que no es permisible que hayan propiedades
ociosas o de bajo rendimiento en un mundo donde existen tantas personas
con hambre. El gravámen en cuestión apunta a que los rezagados deban
hacerse cargo de un tributo penalizador, el cual no tendría efecto si
las producciones superan la antedicha marca.
En verdad este pensamiento constituye
una buena receta para aumentar el hambre y no para mitigarlo. Si
pudiéramos contar con una fotografía en detalle de todo el planeta,
observaríamos que hay muchos bienes inexplorados: recursos marítimos,
forestales, mineros, agrícola-ganaderos y de muchos otros órdenes
conocidos y desconocidos. La razón por la que no se explota todo
simultáneamente es debido a que los recursos son escasos. Ahora bien, la
decisión clave respecto a que debe explotarse y que debe dejarse de
lado puede llevarse a cabo solo de dos modos distintos. El primero es a
través de imposiciones de los aparatos estatales politizando el proceso
económico, mientras que el segundo se realiza vía los precios de
mercado. En este último caso el cuadro de resultados va indicando los
respectivos éxitos y fracasos en la producción. Quien explota aquello
que al momento resulta antieconómico es castigado con quebrantos del
mismo modo que quien deja inexplorado aquello que requiere explotación.
Solo salen airosos aquellos que asignan factores productivos a las áreas
que se demandan con mayor urgencia.
Las burocracias estatales operan al
margen de los indicadores clave del mercado y, por ende, inexorablemente
significan derroche de los siempre escasos factores de producción (si
hacen lo mismo que hubiera hecho el mercado libre y voluntariamente, no
hay razón para su intervención ni para los gastos administrativos
correspondientes y, por otra parte, la única manera de conocer que es lo
que la gente quiere en el mercado es dejarlo actuar). Este desperdicio
de capital que generan los gobiernos naturalmente conduce a una
reducción de ingresos y salarios en términos reales puesto que las tasas
de capitalización constituyen la causa de los posibles niveles de vida,
con lo que en definitiva el impuesto a la renta potencial incrementa
los faltantes alimenticios de la población.
Esta conclusión es del todo aplicable a
la tan cacareada “reforma agraria” en cuanto a las disposiciones
gubernamentales que expropian y entregan parcelas de campo a espaldas de
los cambios de manos a que conducen arreglos contractuales entre las
partes en concordancia con los reclamos de la respectiva demanda de
bienes finales, lo cual ubica a los bienes de orden superior en los
sectores necesarios para tal fin. Ese desconocimiento de los procesos de
compra-venta inherentes al mercado también perjudica gravemente las
condiciones de vida de la gente, muy especialmente de los más
necesitados.
Los procesos de mercado recogen
información dispersa y fraccionada entre millones de personas a través
de los precios, sin embargo, los agentes gubernamentales puestos en
estos menesteres invariablemente concentran ignorancia con lo que se
desarticula el mercado, lo cual genera las consiguientes contracciones
respecto a lo que se requiere y sobrantes de lo que no se demanda, dadas
las circunstancias imperantes.
En este tema de los impuesto a la tierra
hay una tradición de pensamiento que surge de los escritos de Henry
George por lo que se considera que los impuestos a la tierra se
justifican debido a que ese factor de producción se torna más escaso con
el mero transcurso del tiempo (solo puede ampliarse en grado
infinitesimal) mientras que el aumento de la población y las estructuras
de capital elevan su precio sin que el dueño de la tierra tenga el
mérito de tal situación. Por ende, se continúa diciendo, hay una “renta
no ganada” que debe ser apropiada por el gobierno para atender sus
funciones.
Este razonamiento no toma en cuenta que
todos los ingresos de todas las personas se deben a la capitalización
que generan otros y no por ello se considera que el ingreso
correspondiente no le pertenece al titular. Esto ocurre no solo con los
beneficios crematísticos (los ingresos no son los mismos del habitante
de Uganda del que vive en Canadá, precisamente debido a que las tasas de
capitalización de terceros no son las mismas) sino de beneficios de
otra naturaleza como el lenguaje que existe en el momento del nacimiento
del beneficiario y así sucesivamente con tantas otras ventajas que se
obtienen del esfuerzo acumulado de la civilización.
En alguna oportunidad se ha legislado
“para defenderse de la extranjerización de la tierra” lo cual ha hecho
también la FAO, como si los procesos abiertos y competitivos en la
asignación de los siempre escasos factores productivos fueran diferentes
según el lugar donde haya nacido el titular, y como si los lugareños
que declaman sobre nacionalismos no descendieran de extranjeros en un
proceso de continúo movimiento desde la aparición del hombre en África.
Esta visión de superlativa ceguera y de cultura alambrada es incapaz de
percatarse que las fronteras y las jurisdicciones territoriales son al
solo efecto de evitar la concentración de poder en manos de un gobierno
universal, y no porque “los buenos” son los locales y “los malos” los
extranjeros (atrabiliaria clasificación que, entre otras cosas, reniega
de nuestros ancestros).
Es de esperar que en debates abiertos se
perciba que los procesos de mercado son los más efectivos para reducir
el hambre y no la politización de un tema tan delicado que barre con las
señales para asignar recursos del modo más adecuado a las necesidades,
especialmente de los más débiles. Respecto a las peligrosas falacias que
rodean al tema específico de la ecología, las he tratado en mi trabajo
titulado “Debate sobre ecología” que puede localizarse en Internet.
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