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Thursday, September 22, 2016

El precio de la paz

Por Mario Vargas Llosa

El País, Madrid
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Los buenos artículos me gustan casi tanto como los buenos libros. Ya sé que no son muy frecuentes, pero ¿no ocurre lo mismo con los libros? Hay que leer muchos hasta encontrar, de pronto, aquella obra maestra que se nos quedará grabada en la memoria, donde irá creciendo con el tiempo. El artículo que Héctor Abad Faciolince publicó en EL PAÍS el 3 de septiembre (Ya no me siento víctima), explicando las razones por las que votará en el plebiscito en el que los colombianos decidirán si aceptan o rechazan el acuerdo de paz del Gobierno de Santos con las FARC, es una de esas rarezas que ayudan a ver claro donde todo parecía borroso. La impresión que me ha causado me acompañará mucho tiempo.


Abad Faciolince cuenta una trágica historia familiar. Su padre fue asesinado por los paramilitares (él ha volcado aquel drama en un libro memorable: El olvido que seremos) y el marido de su hermana fue secuestrado dos veces por las FARC, para sacarle dinero. La segunda vez, incluso, los comprensivos secuestradores le permitieron pagar su rescate en cómodas cuotas mensuales a lo largo de tres años. Comprensiblemente, este señor votará no en el plebiscito; “yo no estoy en contra de la paz”, le ha explicado a Héctor, “pero quiero que esos tipos paguen siquiera dos años de cárcel”. Le subleva que el coste de la paz sea la impunidad para quienes cometieron crímenes horrendos de los que fueron víctimas cientos de miles de familias colombianas.
Pero Héctor, en cambio, votará sí. Piensa que, por alto que parezca, hay que pagar ese precio para que, después de más de medio siglo, los colombianos puedan por fin vivir como gentes civilizadas, sin seguirse entrematando. De lo contrario, la guerra continuará de manera indefinida, ensangrentando el país, corrompiendo a sus autoridades, sembrando la inseguridad y la desesperanza en todos los hogares. Porque, luego de más de medio siglo de intentarlo, para él ha quedado demostrado que es un sueño creer que el Estado puede derrotar de manera total a los insurgentes y llevarlos a los tribunales y a la cárcel. El Gobierno de Álvaro Uribe hizo lo imposible por conseguirlo y, aunque logró reducir los efectivos de las FARC a la mitad (de 20.000 a 10.000 hombres en armas), la guerrilla sigue allí, viva y coleando, asesinando, secuestrando, alimentándose del, y alimentando el narcotráfico, y, sobre todo, frustrando el futuro del país. Hay que acabar con esto de una vez.
¿Funcionará el acuerdo de paz? La única manera de saberlo es poniéndolo en marcha, haciendo todo lo posible para que lo acordado en La Habana, por difícil que sea para las víctimas y sus familias, abra una era de paz y convivencia entre los colombianos. Así se hizo en Irlanda del Norte, por ejemplo, y los antiguos feroces enemigos de ayer, ahora, en vez de balas y bombas, intercambian razones y descubren que, gracias a esa convivencia que parecía imposible, la vida es más vivible y que, gracias a los acuerdos de paz entre católicos y protestantes, se ha abierto una era de progreso material para el país, algo que, por desgracia, el estúpido Brexit amenaza con mandar al diablo. También se hizo del mismo modo en El Salvador y en Guatemala, y desde entonces salvadoreños y guatemaltecos viven en paz.
El aire del tiempo ya no está para las aventuras guerrilleras que, en los años sesenta, solo sirvieron para llenar América Latina de dictaduras militares sanguinarias y corrompidas hasta los tuétanos. Empeñarse en imitar el modelo cubano, la romántica revolución de los barbudos, sirvió para que millares de jóvenes latinoamericanos se sacrificaran inútilmente y para que la violencia —y la pobreza, por supuesto— se extendiera y causara más estragos que la que los países latinoamericanos arrastraban desde hacía siglos. La lección nos ha ido educando poco a poco y a eso se debe que haya hoy, de un confín a otro de América Latina, unos consensos amplios en favor de la democracia, de la coexistencia pacífica y de la legalidad, es decir, un rechazo casi unánime contra las dictaduras, las rebeliones armadas y las utopías revolucionarias que hunden a los países en la corrupción, la opresión y la ruina (léase Venezuela).
La excepción es Colombia, donde las FARC han demostrado —yo creo que, sobre todo, debido al narcotráfico, fuente inagotable de recursos para proveerlas de armas— una notable capacidad de supervivencia. Se trata de un anacronismo flagrante, pues el modelo revolucionario, el paraíso marxista-leninista, es una entelequia en la que ya creen solo grupúsculos de obtusos ideológicos, ciegos y sordos ante los fracasos del colectivismo despótico, como atestiguan sus dos últimos tenaces supérstites, Cuba y Corea del Norte. Lo sorprendente es que, pese a la violencia política, Colombia sea uno de los países que tiene una de las economías más prósperas en América Latina y donde la guerra civil no ha desmantelado el Estado de derecho y la legalidad, pues las instituciones civiles, mal que mal, siguen funcionando. Y es seguro que un incentivo importante para que operen los acuerdos de paz es el desarrollo económico que, sin duda, traerán consigo, seguramente a corto plazo.
Héctor Abad dice que esa perspectiva estimulante justifica que se deje de mirar atrás y se renuncie a una justicia retrospectiva, pues, en caso contrario, la inseguridad y la sangría continuarán sin término. Basta que se sepa la verdad, que los criminales reconozcan sus crímenes, de modo que el horror del pasado no vuelva a repetirse y quede allí, como una pesadilla que el tiempo irá disolviendo hasta desaparecerla. No hay duda que hay un riesgo, pero, ¿cuál es la alternativa? Y, a su excuñado, le hace la siguiente pregunta: “¿No es mejor un país donde tus mismos secuestradores estén libres haciendo política, en vez de un país en que esos mismos tipos estén cerca de tu finca, amenazando a tus hijos, mis sobrinos, y a los hijos de tus hijos, a tus nietos?”.
La respuesta es sí. Yo no lo tenía tan claro antes de leer el artículo de Héctor Abad Faciolince y muchas veces me dije en estas últimas semanas: qué suerte no tener que votar en este plebiscito, pues, la verdad, me sentía tironeado entre el y el no. Pero las razones de este magnífico escritor que es, también, un ciudadano sensato y cabal, me han convencido. Si fuera colombiano y pudiera votar, yo también votaría por el sí.

El precio de la paz

Por Mario Vargas Llosa

El País, Madrid
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Los buenos artículos me gustan casi tanto como los buenos libros. Ya sé que no son muy frecuentes, pero ¿no ocurre lo mismo con los libros? Hay que leer muchos hasta encontrar, de pronto, aquella obra maestra que se nos quedará grabada en la memoria, donde irá creciendo con el tiempo. El artículo que Héctor Abad Faciolince publicó en EL PAÍS el 3 de septiembre (Ya no me siento víctima), explicando las razones por las que votará en el plebiscito en el que los colombianos decidirán si aceptan o rechazan el acuerdo de paz del Gobierno de Santos con las FARC, es una de esas rarezas que ayudan a ver claro donde todo parecía borroso. La impresión que me ha causado me acompañará mucho tiempo.

Wednesday, August 3, 2016

La paz y el libre comercio

Juan Ramón Rallo

Introducción
Desde el primer establecimiento del [intercambio] que servía intereses recíprocos pero no comunes, se inicia un proceso que lleva ya varios milenios y que ha permitido, al crear normas de conducta independientes de los propósitos de las partes interesadas, extender dichas normas a círculos cada vez más amplios de personas indeterminadas y que eventualmente podría hacer posible un orden mundial de paz universal.
F. A. von HAYEK, Studies in Philosophy, Politics and Economics, Chicago University Press, 1967, p. 168.
La frase de Hayek abre un interesante debate en torno al modo de alcanzar la paz universal. Muchos economistas liberales han pensado que el libre comercio y la división internacional del trabajo tenderían a disminuir y eliminar los conflictos y la violencia. Sin embargo, tal tesis merece ser objeto de revisión y clarificación. Por lo general, los beneficios del libre comercio para la paz suelen presentarse de manera muy intuitiva, sin profundizar en las verdaderas causas. Pero además, esta ausencia de un análisis sólido lleva a que muchos economistas sostengan la tesis de que la consecuencia del libre comercio sería la de eliminar la violencia para siempre.



Ante este escenario, hemos dividido el presente trabajo en dos partes. En la primera analizaremos la verosimilitud de lo que podríamos denominar "interpretación ingenua" del párrafo de Hayek. En efecto, la extensión universal de la paz a la que se refiere nuestro autor, puede ser entendida por muchos como una reelaboración capitalista de la paz perpetua kantiana. ¿Realmente el libre comercio es capaz de instaurar una paz perpetua? Como veremos, tal conclusión es del todo acientífica y no puede ser aceptada como una de las ventajas del libre comercio.
En la segunda parte, en cambio, nos centraremos en la "interpretación realista" del párrafo propuesto. Veremos cómo el libre comercio y el orden institucional espontáneo sí generan instrumentos que facilitan la instauración de la paz, sin que ello implique ni mucho menos su inexorabilidad ni perpetuidad.
1. La irrelevancia praxeológica de la paz perpetua
La violencia como elección
Desde un punto de vista praxeológico la paz vendría a coincidir con la ausencia de violencia en una relación social. En este sentido, diremos que una relación es violenta cuando una de las partes no desea el resultado de la misma pero se ve compelido a aceptarlo. Esto es, la violencia consiste en una acción exterior destinada a eliminar la teleología de la acción ajena, a sustituir la acción por dirección[1].
La paz perpetua, por consiguiente, coincidiría con el irreversible predominio de la paz, esto es, de las relaciones sociales voluntarias y no basadas en la violencia. En una sociedad donde prevaleciera esta paz perpetua, reinaría una completa armonía de intereses, ya que los individuos interactuarían en la medida en que sus fines fueran compatibles.
Además, en esta sociedad la única fuente de insatisfacción vendría dada por el error de los actores: o bien porque la estructura de medios no es capaz de alcanzar el fin (error tecnológico) o porque el fin, una vez alcanzado, no satisface realmente al actor (error praxeológico).
Lo que nos interesa analizar en este punto es si un fenómeno como la paz perpetua es realmente alcanzable y tiene algún sentido desde un punto de vista económico, es decir, si podemos prever algún conjunto de circunstancias que al concurrir imposibiliten la subsiguiente utilización de la violencia en las relaciones sociales.
Para ello debemos tener presente que la violencia puede ser tanto un medio como un fin de la acción humana. Como medio tratará de facilitar la consecución del fin; como fin le reportará utilidad directamente al actor.
En cuanto a medio, la violencia se empleará siempre que el beneficio de utilizarla sea mayor que su coste. Contrario sensu, la violencia dejará de utilizarse cuando su coste sea superior al beneficio; y esto último puede lograrse a través de incrementos del coste o reducciones del beneficio de carácter permanente.
Así, por ejemplo, una mejora de la defensa reduce el beneficio esperado del uso de la violencia al hacer más improbable su éxito; un aumento de la eficiencia en la lucha contra la delincuencia y de la severidad de los castigos, o una modificación de los valores morales de los individuos hacia posturas contrarias a la violencia, incrementan el coste esperado.
En principio, pues, si lográramos una situación donde incidiéramos sobre los beneficios para que fueran constantemente inferiores a los costes (por ejemplo, una sociedad con imponentes sistemas defensivos) o sobre los costes para que fueran permanentemente superiores a los beneficios (por ejemplo, una organización policial muy eficiente combinada con un sistema retributivo caracterizado por el "dos ojos por ojo") la violencia debería desaparecer como medio.
Sin embargo, este análisis reviste un error estático fundamental. Aun cuando fuera posible que en un momento dado todos los individuos consideraran la violencia como un medio inadecuado para lograr sus fines, estos juicios de valor están sujetos a continua revisión. Los individuos pueden descubrir nuevos mecanismos que les permitan burlar los sistemas de defensa o esquivar la captura policial, de modo que la antigua reducción de beneficios o el incremento de costes desaparezcan. El futuro es una creación de la acción humana y, por tanto, confrontamos una incertidumbre relativa que no puede erradicarse.
No podemos predecir hoy, con nuestro conocimiento actual, cuál será el nivel de conocimientos de mañana; la información va generándose a través del proceso empresarial y no puede conocerse ex ante. Nada nos permite concluir que una eliminación temporal de la violencia se convierta en un estado final de reposo pacífico y así en una paz perpetua.
Por tanto, desde un punto de vista praxeológico es imposible predecir que los individuos no vayan a encontrar nuevas oportunidades de beneficio para el uso de la violencia, lo que significa que no puede descartarse a priori como un medio de la acción.
En cuanto a fin, la violencia queda fuera del dominio praxeológico. La ciencia económica toma los fines como datos últimos de su análisis; no pretende explicar cómo llegan a formarse o como puede obstaculizarse su formación, simplemente acepta la subjetividad del valor como determinante y movilizador de la acción.
Y dado que la praxeología debe aceptar la posibilidad de que uno de los fines de la acción humana sea la violencia, tampoco en este punto podemos descartar que la violencia siga existiendo.
En definitiva, desde un punto praxeológico no puede afirmarse que la violencia vaya a desaparecer de manera permanente de las relaciones sociales. Tanto como medio, cuanto como fin, el proceso social le permite volver a emerger. No se trata de un resultado inexorable, sino tan sólo posible, pero suficiente para quitarle cualquier carácter apodíctico a la desaparición de la violencia.
Todo esto significa, por tanto, que la paz perpetua es un ideal imposible de alcanzar desde un punto de vista praxeológico, pues forma parte del núcleo irreductible de la elección en la estructura de la acción, y por tanto no es predeterminable[2]. La paz será más o menos duradera, pero nunca perpetua o, al menos, nunca necesariamente perpetua.
La violencia como evento no asegurable
Si bien no es posible evitar que el ser humano recurra a la violencia, podría pensarse que existe otro modo de alcanzar una paz perpetua de facto: los seguros. En efecto, aunque un determinado acontecimiento no sea evitable, sí podemos eliminar su peligrosidad recurriendo a la institución de los seguros. Por ejemplo, no podemos eliminar la sucesión de terremotos pero sí podemos eliminar su incidencia; basta con acumular un pool de recursos destinado a restituir los daños causados por los terremotos.
Para constituir un seguro basta con calcular la probabilidad de que suceda el evento y estimar el daño causado para así obtener la prima de riesgo. Si de cada mil unidades del bien X sabemos que una será defectuosa (probabilidad), sólo tenemos que reservar una milésima parte del valor de cada bien (prima de riesgo) para eliminar la incidencia dañina de la unidad defectuosa.
En otras palabras, tenemos que estudiar si podemos constituir un pool de recursos entre todos los medios de la sociedad que permita eliminar la incidencia de los daños de la violencia y, de esta manera, alcanzar la paz perpetua.
Para ello, debemos recurrir a la famosa distinción de Ludwig von Mises entre "probabilidad de clase" y "probabilidad de caso". Según el economista austriaco, en el primer tipo de probabilidad sólo podemos saber en relación con un elemento singular que forma parte de una clase de la que sí conoces su comportamiento. En el segundo tipo, sin embargo, sólo conocemos que la existencia o ausencia de ciertos factores dará lugar a que se produzca o no el evento, pero desconocemos la configuración de esos elementos por ser únicos e irrepetibles.
En la probabilidad de caso no podemos recurrir ni a la comprensión causal ni a la frecuencia histórica del evento. Cada resultado depende de un conjunto de circunstancias históricas que afectan a cada suceso de forma distinta. En una probabilidad de caso sólo podemos tratar de estimar o comprender el futuro a través de nuestra intuición y conocimiento del pasado, pero no podemos asignarle una probabilidad al suceso porque no forma parte de ninguna clase con idénticas características y regularidades.
Frank Knight denominó a la probabilidad clase "riesgo" y lo caracterizó por la posibilidad de asignar probabilidades a cada uno de los resultados acerca de su futuro acaecimiento. Al pertenecer a una clase de fenómenos que presenta una inexorable regularidad, podemos calcular la regularidad con la que deben suceder (probabilidad a priori) o la frecuencia relativa con la que históricamente han sucedido (probabilidad a posteriori).
Por otra parte, el economista estadounidense llamó "incertidumbre pura" a lo que Mises denominó "probabilidad de caso". En estos casos era imposible asignar una probabilidad a un resultado porque depende esencialmente de la volición humana. Ni puede determinarse la elección a través de leyes a priori (ya que tomamos los fines de los individuos como punto de partida de la acción)[3] ni cabe calcular frecuencias a posteriori (pues cada acción humana es única, basada en un conocimiento y unas circunstancias espaciales, temporales y teleológicas irrepetibles).
Por consiguiente, dado que en los casos de incertidumbre pura no existe manera de obtener una la probabilidad de que el evento suceda, no es posible calcular la prima de riesgo y, de este modo, asegurar a los participantes frente a la incidencia negativa del evento.
La violencia, como ya hemos visto, constituye o un medio o fin para el individuo, pero en todo caso una acción humana. Y en cuanto a tal no se le puede asignar una clase sobre la que calcular la recurrencia y, con ella, la probabilidad.
De hecho conocemos los elementos que provocan la aparición de la violencia, en concreto, un beneficio esperado superior al coste de oportunidad; también conocemos elementos que refrenan el uso de la violencia (incrementos en la defensa, mayor eficiencia policial, cambio de las actitudes morales...), pero ni sabemos el modo en que cada uno de esos elementos influye en la decisión de los actores, ni cabe asumir que esa influencia vaya a mantenerse a lo largo del tiempo.
Es más, también hemos visto como la violencia puede ser un fin en sí mismo, en cuyo caso depende de la libérrima voluntad del individuo[4].
En definitiva, el evento "violencia" es un suceso no asegurable, por lo que su riesgo no puede reducirse, ni mucho menos eliminarse, a través de la constitución de un pool de recursos que, en todo caso, tendrá un carácter puramente arbitrario[5].
Conclusión
La paz perpetua, entendida como el necesario predominio de las relaciones sociales no violentas, representa un objetivo inasequible para la ciencia económica.
La violencia no puede eliminarse de manera permanente –porque constituye una elección humana siempre posible- ni sus efectos pueden desaparecer a través de la institución de los seguros –ya que es un evento no asegurable.
La interpretación ingenua de Hayek, según la cual el libre comercio necesariamente traerá la paz universal debe ser rechazada de plano por acientífica. Ningún razonamiento económico nos permite alcanzar tal conclusión. Aun cuando el libre comercio y el orden internacional espontáneo medren, la violencia podrá seguir emergiendo, poniendo fin a cualquier situación pacífica.
2. Cómo el libre comercio promociona la paz
El hecho de que la paz perpetua sea imposible no significa, sin embargo, que no podamos adquirir ningún tipo de conocimiento económico acerca de la promoción de la paz.
Ya hemos visto que todo acto violento comienza cuando sus beneficios esperados exceden a sus costes, ya sea por constituir un medio adecuado para el fin del actor o, en última instancia, por ser el fin mismo. Por tanto, todos aquellos instrumentos que permitan reducir los beneficios o aumentar los costes de la violencia promocionarán la paz.
Ahora bien, desde un punto de vista económico no nos interesa estudiar los instrumentos que hipotéticamente puedan surgir en el libre mercado. El análisis de los progresos tecnológicos concretos es tarea de los historiadores y los empresarios, pero no de los economistas.
Nuestro cometido, por consiguiente, es buscar los instrumentos pacificadores que surjan a modo de implicaciones necesarias de la acción y, en este caso, de la acción interpersonal que permite la libertad internacional.
Entramos, de esta forma, en el análisis de cómo las instituciones sociales que se derivan del libre comercio inciden sobre la violencia. Para ello comenzaremos examinando el papel genérico que juegan las instituciones a través de su génesis y evolución, y luego desarrollaremos la influencia específica de las tres instituciones por excelencia: el lenguaje, el derecho y la moneda.
Instituciones y violencia
Las instituciones sociales, como decía Ferguson, son fruto de la acción humana pero no del diseño humano; emergen como consecuencia no intencionada de la interacción humana. Aun cuando nadie las ha planificado conscientemente son útiles para todos los individuos que de manera voluntaria deciden emplearlas.
La participación en la institución, de hecho, da paso a un proceso descentralizado de prueba y error que permite purgar los defectos y extender por mimetismo los rasgos más favorables de las instituciones. De este modo se produce un proceso de realimentación: la interacción da paso a la institución que a su vez constituye un medio para la acción que permite perseguir fines superiores, lo que provocará una evolución institucional más eficiente. Las instituciones facilitan la compatibilidad de los diversos fines de los individuos, de manera que sus acciones se aúnan y coordinan.
El libre comercio expande el ámbito de estas interacciones, ya que permite que se incorporen a la institución un mayor número de personas, lo que significa un incremento en las posibilidades de interrelación[6] y un aumento del número de experimentos descentralizados. En otras palabras, la libertad internacional permite que las instituciones se vuelvan más eficientes y útiles para los individuos.
De la misma manera, cada individuo puede acceder de forma pacífica a los recursos y capacidades de otros individuos. No es necesario someter al vecino para utilizar sus características especiales en beneficio propio; a través de los intercambios los recursos exclusivos de unos y otros pueden ponerse en común de acuerdo con sus distintas valoraciones[7].
Sin embargo, todo este proceso depende de forma crucial de que las interacciones sociales continúen siendo voluntarias. En caso contrario, la institución se convierte en una estructura de dominación violenta que no evoluciona para generar instrumentos que beneficien a los usuarios, sino a los violentos que dirigen el comportamiento de los individuos.
Dado que la violencia consiste en disociar las acciones de los individuos de sus fines y dado que la acción tiene como consecuencia no intencionada el surgimiento de instituciones útiles para los fines a los que se encamina, la dirección violenta del comportamiento humano dará lugar a estructuras de servidumbre que serán útiles para quienes hayan impuesto los fines.
La violencia, por consiguiente, destruye las instituciones y las sustituye por estructuras de poder[8]. El uso de la violencia implica detener parcialmente el proceso de cooperación social del que todos los usuarios salían beneficiados.
Esto significa que el uso de la violencia padece el coste de oportunidad de renunciar a todos o parte de esos beneficios derivados de la cooperación pacífica. Por ello, cuanto mayores sean estos beneficios, mayor será el coste de oportunidad de transgredir la cooperación pacífica[9].
El libre comercio favorece el desarrollo institucional y, por tanto, incrementa el coste de ejercer la violencia. Una mayor intensidad de las relaciones internacionales significa una mejora y expansión más rápida de las instituciones y esto, a su vez, un nuevo incremento en la intensidad de las relaciones.
La globalización sienta las bases para un ejercicio más eficiente de la función empresarial y con ella un alza continuada de la utilidad de la cooperación pacífica; la división internacional del trabajo se expande y los individuos se vuelven interdependientes. De esta manera, se produce un incremento progresivo del coste de oportunidad de quebrar esa cooperación y división del trabajo, es decir, un incremento del coste de la violencia.
Esto no significa, como ya hemos visto, que los beneficios esperados de la violencia no sean sistemáticamente superiores a un coste de oportunidad creciente. Tan sólo constatamos que, salvo para aquellos individuos que tienen como fin la propia violencia, el coste de no recurrir a las instituciones sociales para satisfacer los fines propios se incrementa gracias al libre comercio.
El lenguaje
La institución del lenguaje surge de la formalización de ciertos gestos o palabras que, en principio, se dirigían a satisfacer otras necesidades. El lenguaje surge derivado de la necesidad social de transmitir información codificada. Una vez los individuos asocian determinados gestos o palabras con objetos o ideas, el lenguaje se convierte en una representación de la realidad.
Así, por ejemplo, el apretón de manos servía originariamente para mostrar que los individuos estaban desarmados y que, por tanto, ninguno de los dos transgrediría mediante la violencia los términos de un pacto. Con el paso del tiempo, el apretón sobrepasó esa intención inicial y se convirtió en un mecanismo para concluir los contratos.
La institución del lenguaje tiene una poderosa incidencia sobre la violencia. Si dos individuos son incapaces de comunicarse y de entenderse, resulta prácticamente imposible que lleguen a acuerdos pacíficos. Ante cualquier conflicto, la única vía de resolución consiste en imponer la voluntad del más poderoso.
Sin lenguaje, el coste de no ejercer la violencia viene representado por las pérdidas causadas por el conflicto. En tanto no existe posibilidad de conciliación de intereses, quien no lo emplea sufrirá las inclemencias de todos los conflictos.
El individuo, por tanto, compara el coste de oportunidad de utilizar la violencia (las consecuencias nocivas del combate) con el coste de oportunidad de no utilizarla (las pérdidas del conflicto); siempre que éste sea superior a aquél, la violencia entrará en escena.
Esto significa, claro está, que en ausencia de lenguaje prevalece siempre la ley del más fuerte. Los individuos débiles siempre tendrán un coste de batallar superior al de permanecer en paz.
El lenguaje, en cambio, permite iniciar una negociación entre las partes para solucionar el conflicto de un modo que satisfaga a ambas. Los individuos pueden ceder en determinados aspectos a cambio de otros fijando, de este modo, la regla contractual.
Una vez comienza a utilizarse el lenguaje, el coste de oportunidad de no emplear la violencia deja de coincidir inevitablemente con la asunción de las consecuencias negativas del conflicto y pasa a ser aquellos beneficios dejados de percibir por no poder obtenerse a través del diálogo; es decir, el provecho de utilizar la violencia se reduce asimismo a aquellos resultados únicamente alcanzables mediante la fuerza.
Sin embargo, hay que tener presente que el coste de alcanzar dichos resultados se reduce, ya que el lenguaje facilita la coordinación entre delincuentes. En otras palabras, el coste de no ejercer la violencia disminuye pero también el coste de ejercerla.
La aportación del lenguaje, por tanto, consiste en posibilitar la colaboración humana sin recurrir a la violencia; en proporcionar alternativas sólidas a la guerra: la negociación. Sin lenguaje existen enormes incentivos para la violencia, con lenguaje pueden existir, aunque no de manera necesaria. Más que cerrar puertas a la violencia, el lenguaje abre el camino a la no violencia.
Y en este sentido, la labor del libre comercio en unificar el lenguaje es esencial; conforme se extiendan los intercambios entre los individuos situados en diversas partes del mundo, será necesario emplear términos y expresiones comunes que den soporte a esos intercambios.
Quien quiera participar en los beneficios de la división del trabajo deberá ser capaz de transmitir y recibir información con el resto de individuos, esto es, deberá esforzarse por aprender una lengua que le permita comunicarse con sus congéneres. Este incremento del número de usuarios, a su vez, permitirá incrementar la utilidad de la institución (ya que cuantos más usuarios hablen una misma lengua más conveniente será aprenderla) y mejorar sus características gracias al mayor número de experimentos descentralizados.
El libre comercio, por consiguiente, favorece la expansión del lenguaje por todo el mundo[10] y, de esta manera, posibilita que los individuos recurran a la negociación y al diálogo en lugar de a la violencia para solucionar sus conflictos, aun cuando los delincuentes también dispongan de un mejor instrumento para cometer sus fechorías.
El derecho
La institución del derecho emerge como extensión de unos comportamientos pautados entre varios individuos que coordinan sus acciones para colaborar y alcanzar sus respectivos fines; coordinación que pasa por la correcta ordenación de la acción y de las propiedades de las partes.
Surge, por tanto, para permitir la interacción humana ordenada de acuerdo con unas reglas que respeten la libertad y la propiedad de cada una de las partes. La norma jurídica se refiere a los derechos y obligaciones que adquiere un individuo con respecto al resto; los derechos consensuales son posibilidades de acción sobre las acciones y las propiedades ajenas, y las obligaciones son tolerancias de acciones ajenas sobre las acciones y propiedades propias.
El derecho es un fenómeno social que presupone la voluntariedad de los acuerdos en relación con los medios y los fines; en otro caso no tenemos una norma jurídica, sino un mandato coactivo. Entre el dominus y el esclavo no existe derecho, ya que no hay posibilidad de que las partes fijen los derechos y obligaciones; una de ellas los impone unilateralmente.
La relación del derecho con la violencia es una de las más evidentes que podemos trazar. Ya hemos afirmado que la violencia consiste en que un individuo controla la acción ajena para dirigirla hacia unos fines que no desea. El derecho, por el contrario, permite a un individuo valerse de la acción ajena para conseguir los fines de ambos. El derecho, por tanto, vendría a ser el reverso de la violencia.
El derecho crea instrumentos jurídicos de colaboración para permitir que los individuos alcancen sus diversos fines de manera pacífica. En ausencia de derecho, aun cuando la negociación sea posible merced al lenguaje, los individuos tienen que incurrir en un largo proceso de discusión para fijar en cada caso la regla contractual. Las partes deben prever todas las posibles contingencias del contrato –acerca del cumplimiento de la otra parte, del método de solución de discrepancias interpretativas o de la inclusión de cláusulas que pudieran utilizarse más adelante en su contra– y sólo entonces estarán dispuestas a perfeccionarlo.
Una negociación jurídica ad casum significa un poderoso obstáculo a la colaboración, en tanto requiere de un tiempo y de unas habilidades de las que no todos los sujetos disponen.
La aparición del derecho como institución espontánea –esto es, la difusión y extensión de contratos típicos para las distintas operaciones del tráfico jurídico– permite una continua revisión y mejora de los contratos y su progresiva estandarización voluntaria. Los sujetos negocian tomando como partida unos instrumentos jurídicos que ya se han acreditado eficientes; pero será además un punto de partida en continuo perfeccionamiento gracias al experimento descentralizado que supone toda institución.
El derecho, así mismo, también desarrolla mecanismos para lograr que los contratos sean autoejecutables. Así, como medidas preventivas, las partes pueden recurrir al establecimiento de prendas o hipotecas[11] y, como medidas represivas, a la exclusión social del incumplidor[12].
En otras palabras, las personas violentas e incumplidoras se pueden ver forzadas a afianzar sus compromisos, renunciar a los instrumentos de crédito, o incluso ser expulsados del ámbito jurídico.
Todo esto significa que el derecho, por un lado, reduce el coste e incrementa el beneficio de no utilizar la violencia: proporciona vías alternativas para alcanzar los fines de los individuos (coste) y favorece una cooperación social más productiva (beneficio). Por otro lado, incrementa el coste y reduce el beneficio de emplearla: añade a los inconvenientes ya estudiados, los mecanismos preventivos que pueda desarrollar el derecho (coste) y la amenaza de exclusión social y restringe las ganancias relativas de la violencia a aquellos resultados que no puedan alcanzarse mediante el derecho (beneficio).
El libre comercio favorece la extensión y mejora del derecho. Los intercambios requieren contratos que fijen cuáles son los derechos y obligaciones de cada una de las partes. La necesidad de resolver los problemas de interpretación y de cumplimiento facilita la constitución de tribunales de arbitraje cuya jurisprudencia puede incorporarse luego a los nuevos contratos para prevenir la aparición de problemas.
El libre comercio permite que un mayor número de personas pueda recurrir al derecho en lugar de a la agresión y que se practiquen un mayor número de experimentos descentralizados que permitan evolucionar las normas.
Así mismo, la generalización de la institución del derecho posibilita que las agresiones contra los pactos nacidos de ese derecho sean vistos por los agentes como agresiones a su propio derecho, de manera que los efectos nocivos de los mecanismos preventivos y represivos se ven amplificados para el violento; los comportamientos antijurídicos ya no se refieren solamente a un territorio determinado, sino al ámbito de aplicación de la norma.
En definitiva, el libre comercio promueve un derecho más amplio y eficiente como alternativa al uso de la violencia.
El dinero
La institución del dinero aparece como uso generalizado de los bienes más líquidos para facilitar los intercambios. En efecto, las limitaciones del trueque llevaron a que ciertos individuos observaran que una gran cantidad de personas solían aceptar cualquier cantidad de cierto bien en un intercambio sin que perdiera valor (liquidez), de manera que les resultaba beneficioso adquirir esos bienes líquidos por la reducción de la complejidad de las operaciones mercantiles. Cuanta más gente use y acepte un determinado bien, más líquido se vuelve éste y, por tanto, más útil para los individuos.
El dinero simplifica los mecanismos para alcanzar los fines de los individuos al reducir enormemente el proceso de obtención de los medios gracias a la liquidez.
En ausencia de dinero, si un sujeto quiere lograr un fin para el que requiere la colaboración ajena, tiene dos opciones: o esclavizarlos o descubrir qué productos concretos desean las otras personas a cambio de su trabajo. Dado que la segunda opción es muy gravosa, el coste de no utilizar la violencia es muy elevado.
El intercambio se dificulta y los instrumentos jurídicos pierden eficacia. De hecho, sin dinero, las compensaciones para resarcir los daños causados pueden ser tan difíciles de lograr que favorecen la no aceptación de las sentencias y el uso de la fuerza.
El dinero, por consiguiente, hace que las relaciones humanas sean mucho más flexibles y veloces. Los individuos pueden tanto alquilar su trabajo a cambio de una suma que les permita conseguir sus fines cuanto enajenar porciones alícuotas de su propiedad en forma de acciones (cuyo valor necesariamente debe estar expresado en dinero).
La colaboración se extiende en el espacio y en el tiempo: puedo dirigirme a otras zonas con la seguridad de que aceptarán mi dinero y puedo perder temporalmente su disponibilidad a cambio de una retribución futura en forma de interés.
En otras palabras, el dinero reduce enormemente el coste de no utilizar la violencia, ya que en conjunto con el lenguaje y el derecho conforman un sistema de colaboración social alternativo a la satisfacción de las necesidades mediante la violencia.
Sin embargo, el dinero también permite que los delincuentes ataquen de forma más sencilla la propiedad ajena. El dinero es fácilmente transportable, y, sobre todo, fungible, esto es, no resulta individualizable, lo que dificulta la reipersecutoriedad del objeto robado, en tanto hay el delincuente ya no puede identificarse por el botín, sino por las circunstancias que han rodeado la escena del crimen (pruebas e indicios). Además, la fungibilidad facilita enormemente su falsificación, lo que provoca un incremento no respaldado de la oferta monetaria y, por tanto, inflación sufrida por el resto de propietarios de la moneda.
Con todo, estos mismos defectos del dinero –la transportabilidad y la fungibilidad– poseen sus grandes virtudes como contrapartida. Que el dinero sea transportable permite depositarlo y guardarlo en los lugares más seguros. Los bienes ya no quedan vinculados a un lugar geográfico concreto, por lo que pueden protegerse con mayor facilidad.
Que el dinero sea fungible significa que las restituciones por los daños causados pueden hacerse también en dinero. En su ausencia, todos los delincuentes tendrían grandes incentivos en hacer uso de los bienes consumibles para que no cupiera restitución; en presencia de dinero, esto resulta imposible, ya que basta con devolver una suma equivalente del mismo.
No sólo eso, la fungibilidad tiene un carácter relativo, ya que las distintas casas de acuñación monetaria pueden diferenciar el dinero a través de signos distintivos, que promocionen a aquellas empresas o, en su caso, gobiernos que mejor combatan el fraude inflacionista. Es decir, la distinción entre las monedas supone un proceso competitivo que selecciona a aquellas monedas que mejor cumplan con su finalidad.
Y si el dinero modifica los incentivos de la violencia, el libre comercio promueve la difusión y la mejora del dinero, ya que los intercambios internacionales tenderán a efectuarse en una misma moneda, cuya liquidez se acrecentará conforme más gente la utilice –siempre que, al mismo tiempo, no se destruya su respaldo.
Conclusión
El libre comercio, esto es, la extensión de los intercambios voluntarios en la esfera internacional, promueve la expansión de las instituciones sociales entre un número mucho más amplio de personas. Este fenómeno facilita la cooperación social destinada a alcanzar los fines de los individuos y, por esta vía, convierte a los seres humanos en más interdependientes y les proporciona alternativas al recurso a la fuerza.
Desde perspectiva, puede decirse que el libre comercio impulsa un proceso pacificador de la sociedad al modificar los beneficios y los costes de emplear la violencia. El lenguaje, el derecho y el dinero –así como otras instituciones que no hemos tratado pero que son igualmente relevantes: la contabilidad, los mercados de capitales o la religión– conforman un poderoso mecanismo para satisfacer las necesidades humanas en comandita que además se realimenta –se vuelve más útil– conforme más gente lo vaya utilizando.
La paz no está predeterminada pues forma parte de la elección humana. Desde un punto de vista praxeológico no puede afirmarse que el libre comercio erradicará toda violencia, pero sí podemos comprobar cómo incide en la reducción de incentivos para emplear la violencia como medio.
El párrafo de Hayek, así como la famosa frase de Bastiat[13], deben interpretarse en este sentido: la eliminación del libre comercio incrementa enormemente los costes de no utilizar la violencia para satisfacer las necesidades individuales. Si un asentamiento humano no guarda ningún tipo de relación con otro asentamiento humano, si son incapaces de colaborar por el insuficiente desarrollo institucional que les permita coordinarse, la guerra aparecerá como una opción provechosa ante cualquier conflicto.
Cada uno de estos asentamientos sólo podrá extraer beneficios del otro mediante el expolio y el esclavismo; ni la negociación, ni los contratos, ni los intercambios existirán como alternativas sensatas a la violencia.
El libre comercio no es una garantía de la paz, pero sí uno de sus más leales aliados.

La paz y el libre comercio

Juan Ramón Rallo

Introducción
Desde el primer establecimiento del [intercambio] que servía intereses recíprocos pero no comunes, se inicia un proceso que lleva ya varios milenios y que ha permitido, al crear normas de conducta independientes de los propósitos de las partes interesadas, extender dichas normas a círculos cada vez más amplios de personas indeterminadas y que eventualmente podría hacer posible un orden mundial de paz universal.
F. A. von HAYEK, Studies in Philosophy, Politics and Economics, Chicago University Press, 1967, p. 168.
La frase de Hayek abre un interesante debate en torno al modo de alcanzar la paz universal. Muchos economistas liberales han pensado que el libre comercio y la división internacional del trabajo tenderían a disminuir y eliminar los conflictos y la violencia. Sin embargo, tal tesis merece ser objeto de revisión y clarificación. Por lo general, los beneficios del libre comercio para la paz suelen presentarse de manera muy intuitiva, sin profundizar en las verdaderas causas. Pero además, esta ausencia de un análisis sólido lleva a que muchos economistas sostengan la tesis de que la consecuencia del libre comercio sería la de eliminar la violencia para siempre.


Friday, June 17, 2016

El capitalismo, la paz y el movimiento histórico de las ideas

John P. Mueller señala que "aunque la corriente de las ideas de la paz y del libre mercado han cursado trayectorias paralelas y sustancialmente superpuestas, el respaldo al capitalismo no implica por si solo la aversión a la guerra o el respaldo a la paz".
John Mueller es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Ohio y un Académico Distinguido del Cato Institute.
Este ensayo fue publicado originalmente en inglés en la publicación académica International Interactions. Aquí puede descargar este ensayo en formato PDF.

A lo largo de los últimos siglos han habido importantes cambios en muchas ideas relevantes acerca de la manera en que deberían organizarse las sociedades y el mundo. Por ejemplo, ha habido notables declives en la esclavitud formal, la pena de muerte y los castigos físicos, la tortura, las venganzas, las contiendas sangrientas, las monarquías, y cada vez menos personas fuman. También ha habido una creciente aceptación de las cárceles humanitarias, la pornografía, el aborto, la igualdad racial y de clases, los derechos de las mujeres, los sindicatos, el ambientalismo, los derechos de homosexuales y de una aplicación determinada del método científico.



En este proceso son importantes los esfuerzos de los empresarios de ideas. Comenzando a fines del siglo diecinueve, por ejemplo, algunos empezaron a promover la noción de que la guerra —o al menos la guerra entre las naciones desarrolladas— era una mala idea. A pesar de muchos retrocesos, sus esfuerzos parecen hacer sido al menos parcialmente responsables de la ausencia, históricamente sin precedentes, de una gran guerra desde hace ya casi un siglo. A lo largo de los dos últimos siglos otros empresarios de ideas buscaron promover las ideas de que la democracia es la forma más deseable de gobierno y que el capitalismo de libre mercado es la mejor manera de organizar la economía —lo que hoy parece haber tenido un éxito considerable.
Un enfoque en los empresarios de ideas es recomendable puesto que muchas veces es difícil encontrar razones materiales para explicar el movimiento histórico de las ideas. Por ejemplo, uno podría estar inclinado a argumentar que la marcada reducción de guerras entre los estados desarrollados se debe a los crecientes costos de dichas guerras. Pero las guerras medievales fueron muchas veces absolutamente devastadoras, mientras que dentro de unos pocos años después de una guerra terrible, la Primera Guerra Mundial, casi todas las naciones se habían recuperado económicamente. La democracia empezó a plantar sus raíces en países importantes para fines del siglo dieciocho aún cuando se había conocido como una forma de gobierno desde hace milenios y aunque pareciera que no se dieron avances tecnológicos o económicos en ese momento que impulsaran su aceptación.
Nada de esto es para sugerir que los esfuerzos de los empresarios de ideas siempre triunfan. Muchas, probablemente la mayoría, de las ideas promovidas fracasan en lugar de triunfar. De hecho, si la promoción extensiva y a propósito pudiese garantizar la aceptación, todos estaríamos manejando Edsels. O, dicho de otra forma, cualquiera que pueda predecir de manera precisa y persistente o manipular los gustos y deseos no estaría escribiendo acerca de cómo hacerlo, sino que se mudaría a Wall Street para convertirse muy pronto en la persona más rica del planeta.
Muchas de las ideas que han crecido en aceptación a lo largo de los últimos siglos se relacionan entre ellas, y algunas veces han sido promovidas por los mismos empresarios de ideas. Sin embargo, aunque las ideas han tomado trayectorias paralelas —y muchas veces superpuestas—, no queda claro que necesariamente son dependientes las unas de las otras. Es muy probable, por ejemplo, que las personas que firmemente se oponen al aborto por razones morales acepten la pena de muerte. De hecho, podrían horrorizarse de aquellos que tienen las predisposiciones opuestas.
De igual manera, aunque la corriente de las ideas de la paz y del libre mercado han cursado trayectorias paralelas y sustancialmente superpuestas, el respaldo al capitalismo no implica por si solo la aversión a la guerra o el respaldo a la paz. De hecho, para que las personas adopten el eslogan “¡Hagan dinero, no guerra!”, como lo proponía Nils Petter Gleditsch, no solo deben respaldar al capitalismo como un sistema económico, sino también aceptar, lógicamente, al menos tres ideas subyacentes. Deben considerar a la prosperidad económica como un objetivo; deben ver la paz como un mejor medio para el progreso que la guerra; y deben creer que el comercio, en vez de la conquista, es la mejor manera de lograr su principal objetivo.
La prosperidad debería ser el objetivo dominante
Para que el capitalismo tenga un efecto sobre la aversión a la guerra, es necesario , primero, convencer a la gente de que enriquecerse es un objetivo importante —para que el mundo llegue a valorar el bienestar económico por encima de pasiones que muchas veces son económicamente absurdas. En otras palabras, es necesario que la búsqueda decidida de la riqueza sea aceptada sin vergüenza como un comportamiento que es deseable, beneficioso e incluso honorable.
La aceptación generalizada del capitalismo —la noción de que la economía debería estar organizada de tal manera que permita el libre intercambio de bienes y servicios con una intervención mínima del Estado— será de poca relevancia para aquellos que no consideran que enriquecerse es un objetivo importante. Tradicionalmente, la noción de que uno debería favorecer a las personas que son codiciosas ha sido repulsiva para aquellos que aspiran a valores que considerar muy superiores —tales como el honor, el altruismo, el sacrificio, la piedad y el patriotismo. En contraste, los motivos económicos han sido sistemáticamente considerados como burdos, materialistas, cobardes y egoístas. Por lo tanto, como Simon Kuznets ha indicado, la búsqueda de la eternidad en otro mundo y el intento de mantener diferencias innatas tal como están expresadas en la estructura de las clases muchas veces han sido considerados como algo muy superior al progreso económico.
Un área importante en que la que han dominado muchas veces los valores no-económicos ha sido la guerra. Por siglos, muchos grandes pensadores han considerado que la paz es inmoral, materialista e innoble. El general de Prusia Von Moltke declaró que la “paz perpetua” era “un sueño y ni siquiera un sueño hermoso… Sin la guerra, el mundo se revolcaría en materialismo”. Aristóteles sostuvo que “un tiempo de guerra automáticamente fortalece la moderación y la justicia: un tiempo para el goce de la prosperidad, y libertinaje acompañado de paz, es más probable que haga a los hombres autoritarios”. Y cinco años antes de escribir su tratado “Paz perpetua”, Immanuel Kant sostuvo que “una paz prolongada” solía “degradar el carácter de una nación” al favorecer “el predominio de un mero espíritu comercial y con este el interés personal, la cobardía y la afeminación, todos degradantes”.
De manera que ya sea que la guerra promueva o no el bienestar económico muchas veces no ha interesado porque las personas que buscan la guerra no valoran el desarrollo económico.
Una razón importante por la que los asuntos de desarrollo económico tradicionalmente han jugado un papel tan limitado en la iniciación de una guerra es que el reconocimiento total de que el crecimiento económico es posible y de que la riqueza puede ser “creada” es relativamente reciente. A lo largo de gran parte de la historia, la riqueza usualmente ha sido considerada como un juego de suma cero: si una persona se enriquece, otra persona debe empobrecerse.
Esta falta de apreciación de la noción del crecimiento económico es comprensible porque, durante gran parte de la historia, las economías, de hecho, no han crecido. En 1750, como mejor puede ser determinado, todas las zonas del mundo eran relativamente iguales en términos económicos —igual de pobres de acuerdo a los estándares contemporáneos. El historiador económico Paul Bairoch estima que la relación en riqueza per cápita entre los países más ricos y más pobres era en ese entonces no más de 1,6 a 1. No obstante, a principios del siglo diecinueve, y acelerándose cada vez más después, una enorme brecha se creó cuando América del Norte, Europa, y, eventualmente, Japón, empezaron a crecer considerablemente. En los años más recientes, el crecimiento a partir de niveles históricos ha empezado a darse a nivel mundial.
Sin importar cuáles sean las razones de este notable desarrollo, hasta casi el fin del siglo diecinueve, la idea de que las economías en realidad podían crecer difícilmente podía ser apreciada por la gran mayoría de personas porque, de hecho, durante casi la totalidad de la historia previa del desarrollo humano, ninguna lo había hecho.
Michael Howard indica que en un momento el mundo desarrollado fue organizado en “sociedades de guerreros” en las que la guerra era vista como “el destino más noble de la humanidad”. Esto fue cambiado, él sugiere, con la industrialización, que “últimamente produce sociedades poco propensas a la guerra que se dedican al bienestar material en lugar de dedicarse a los logros heroicos”. El principal problema con esta generalización es que la industrialización habló con una lengua bifurcada. El mundo desarrollado puede que haya experimentado la Revolución Industrial, pero si esta experiencia alentó a algunas personas a abandonar el espíritu de guerra, esta aparentemente impulsó a otros a enamorarse más profundamente con la institución. El mismo Howard rastrea el auge del espíritu militar al siglo diecinueve, cuando este se unió al feroz y expansionista ímpetu nacionalista conforme la industrialización llegó a Europa. Y, por supuesto, en el próximo siglo las naciones industrializadas combatieron en dos de las guerras más importantes en la historia. Por lo tanto, la industrialización puede inspirar un espíritu de guerra así como también uno de paz.
El notable desarrollo económico del siglo diecinueve fue acompañado de un creciente movimiento anti-guerra, particularmente en su última década. Sin embargo, este grupo de emprendedores de ideas permaneció siendo parte de un esfuerzo pequeño y extraño. Se requirió del cataclismo de la Primera Guerra Mundial, tal vez dramatizado por su todavía más violenta sucesora 20 años después, para remover completamente el atractivo de las virtudes marciales. El desarrollo económico por si solo, sin importar qué tan impresionante sea, claramente no fue suficiente para lograr eso.
La paz es mejor que la guerra para promover el progreso
Aún si uno acepta al capitalismo de libre mercado y considera que la prosperidad es un objetivo dominante, uno no necesariamente creería que la paz es el mejor medio para lograr el desarrollo y la innovación progresiva. Muchas personas que han aceptado la importancia de la innovación y del desarrollo también han argumentado que la guerra es un medio más progresivo que la paz —que la guerra, y la preparación para ella, funciona como un estímulo para la innovación económica y tecnológica y para el crecimiento económico.
En 1908, por ejemplo, H.G. Wells, quien de ninguna manera era militarista consideraba que los avances comerciales eran “débiles e irregulares” comparados con “el desarrollo constante y rápido de métodos y dispositivos en asuntos navales y militares”. Señaló que los electrodomésticos de su época eran “algo mejor de lo que eran hace cincuenta años” pero que el “rifle o buque de guerra de hace cincuenta años era en todos los aspectos inferior al que tenemos ahora”. Wells no era el único que pensaba así: el argumento de que la guerra era un importante estímulo para el desarrollo tecnológico era común en su época.
Llevando esta consideración más a fondo, muchos han considerado que la guerra es un elemento clave en la promoción del progreso de la civilización y de la evolución en general. El historiador prusiano Heinrich von Treitschke proclamó que “los grandes avances que la civilización logra en contra de la barbarie y la irracionalidad solo son realizados mediante la espada” y que “un pueblo valiente por si solo tiene una existencia, una evolución o un futuro; los débiles y cobardes perecen justamente”. El General Friedrich von Bernhardi sostuvo que la guerra era un “instrumento poderoso de la civilización” y “una necesidad política…luchada en nombre del progreso biológico, social y moral”. Él advirtió que “sin guerra, las razas inferiores o en declive fácilmente acabarían con el crecimiento de los elementos saludables y en ciernes, y resultaría en una decadencia universal”.
Treitschke y Bernhardi estaban reflejando las opiniones de algunos darwinistas sociales, como el inglés experto en estadísticas, Karl Pearson: “El camino del progreso es sembrado con la ruina de naciones…que no encontraron el estrecho paso hacia la perfección. Estas personas muertas son, verdaderamente, las piedras sobre las cuales se ha erigido la humanidad hacia la vida más intelectual y profundamente emocional de hoy”. En 1891, Émile Zola declaró que “solo las naciones propensas a la guerra han prosperado: una nación muere tan pronto se desarma”. En EE.UU., Henry Adams concluyó que la guerra “sacaba a relucir las características más adecuadas para sobrevivir la lucha para existir”. De igual forma, el compositor ruso Igor Stravinsky una vez declaró que la guerra era “necesaria para el progreso humano”.
La mejor forma de obtener riqueza es mediante el intercambio, no la conquista
En 1795, reflejando la opinión de Montesquieu y de otros, Immanuel Kant argumentó que “el espíritu del comercio” es “incompatible con la guerra” y que, conforme el comercio inevitablemente “llevará la delantera”, los estados buscarían “promover la paz honorable y, con una mediación, prevenir la guerra”. No obstante, esta noción está incompleta porque, como el historiador inglés del siglo diecinueve Henry Thomas Buckle señaló, “el espíritu comercial” muchas veces ha sido “propenso a la guerra”.
Buckle si vio, sin embargo, que esto estaba cambiando y reconoció a La riqueza de las naciones de Adam Smith como “probablemente el libro más importante que alguna vez se haya escrito” porque muestra de manera convincente que la verdadera riqueza viene no de la decreciente riqueza de otros, sino que “los beneficios del comercio son necesariamente recíprocos”. Estas conclusiones son elementales y profundas, y, como Buckle sugiere, alguna vez fueron contrarias a la intuición. Buckle luego concluyó que el descubrimiento económico clave de Smith era “la principal manera” mediante la cual el “espíritu propenso a la guerra” había sido “debilitado”.
El problema es, sin embargo, que, incluso si uno adopta al bienestar material como un objetivo dominante, incluso si uno rechaza la noción de que la guerra es mejor que la paz para promover el progreso, e incluso si uno acepta la noción de que la riqueza resulta del intercambio, no necesariamente uno creerá que la guerra —y particularmente la conquista— es una mala idea.
De hecho, una razón importante por la que “el espíritu comercial” muchas veces ha sido “propenso a la guerra” es que es totalmente posible que la conquista militar pueda ser económicamente beneficiosa. Como lo recalcarían los partidarios del libre comercio, EE.UU. le debe gran parte de su prosperidad al hecho de que es la zona de libre comercio más grande del mundo. Pero su enorme tamaño fue establecido de manera notable a través de varias formas de conquista —la victoria en una guerra contra México y una serie de guerras en contra de los indios.
Particularmente en los primeros años, las poblaciones de Europa Occidental conquistadas por los Nazis durante la Segunda Guerra Mundial, mientras que resentían profundamente a los invasores, se mantuvieron fuera de problemas cooperando mediante el desempeño de sus ocupaciones y funciones normales. Esto, como lo ha señalado Norman Rich, “mantuvo andando los asuntos de rutina del gobierno y a la economía andando, permitiendo así que los Nazis gobiernen, y exploten, los países ocupados con un mínimo de personal alemán involucrado”. De hecho, los alemanes muchas veces encontraron que la ocupación podría ser considerablemente rentable. La gente de los territorios ocupados continuaba produciendo los productos necesarios para la guerra de Alemania y los invasores cobraban impuestos, cobraban “costos de ocupación” y se involucraban en otros dispositivos financieros para obtener ingresos. Las sumas recibidas fueron mucho más altas que los costos reales de mantener las fuerzas armadas invasoras.
De manera que el comercio se vuelve, en las palabras de Kant, “incompatible con la guerra” solamente cuando se acepta que la riqueza es mejor lograda mediante el intercambio que a través de la conquista. Con ese objetivo en mente fue que los empresarios de la idea anti-guerra, como el periodista y el escritor económico Norman Angell de Inglaterra, buscaron despojar de su atractivo al imperio, convenciendo a la gente de que el comercio, no la conquista, es la mejor manera de acumular riqueza.
En 1908 él declaró que era “una falacia ilógica considerar que una nación está incrementando su riqueza cuando crece su territorio”. Adoptando una perspectiva de libre comercio, indicó que Gran Bretaña “poseía” Canadá y Australia de alguna forma, aunque no obtenía sus productos a cambio de nada —tenía que pagar por estos de igual forma que si viniesen “de las menos importantes tribus en Argentina o EE.UU.”. La noción popular de que habían recursos limitados en el mundo y que los países tenían que pelear para obtener su porción no tenía sentido, argumentaba Angell. De hecho, “el gran peligro del mundo moderno no es la escasez absoluta, sino el desplazamiento del proceso de intercambios, que por si solos pueden hacer que los frutos de la tierra estén disponibles para el consumo humano”. Angell afirmó que “la riqueza, la prosperidad y el bienestar” de una nación “no dependen en forma alguna de su poder militar”, señalando que los ciudadanos de países que evitaron guerras como Suiza, Bélgica u Holanda estaban tan bien como los alemanes y mucho mejor que los austriacos o los rusos.
El empresario de ideas Angell ayudó a cristalizar una línea de razonamiento que ha ido ganando aceptación desde ese entonces, y esto ha resultado en uno de los más notables cambios en la historia mundial: la erradicación virtual de la noción antigua —en algún momento vital— del imperio. Dicho de otra manera, la gente llegó a aceptar que el libre comercio fomenta el progreso económico de la conquista sin los aspectos desagradables como la invasión y la pegajosa responsabilidad del control imperial.
Conclusión
La lógica sugiere, entonces, que la guerra internacional es poco probable si la gente llega a aceptar estas tres ideas subyacentes. Pero hay otra consideración. Una de las curiosidades acerca del movimiento histórico de las ideas es que a lo largo de los últimos siglos las ideas que han logrado difundirse exitosamente alrededor del mundo han solido hacerlo en una sola dirección —de Occidente a Oriente. De hecho, el proceso muchas veces ha sido denominado como “Occidentalización”. Por lo tanto, Taiwán se ha vuelto más como Canadá antes que Canadá más como Taiwán. Esto significa que hay una especie de aglomeración geográfica estándar: los países que adoptaron temprano la aversión a la guerra también fueron, generalmente, los primeros en adoptar la democracia, el capitalismo, la ciencia, la pornografía, los derechos de homosexuales, y el aborto, así como también fueron los primeros en abandonar la esclavitud, la monarquía, las contiendas sangrientas, la pena de muerte y la Iglesia.
Como se sugirió anteriormente, puede que en general sea mejor ver cada movimiento alrededor de una idea como un fenómeno independiente —así como uno vería una falda cuya longitud está más determinada por los vaivenes de la moda que por la disponibilidad de tela e hilos. Habrá una correlación entre la aceptación de las ideas, pero puede que sea esencialmente espuria.
Además, si acaso hay una correlación entre el auge del capitalismo de libre mercado y el auge de la aversión a la guerra, cualquier relación causal que pueda existir entre los dos desarrollos podría ser solamente lo contrario de lo que uno esperaría. No es que el capitalismo de libre mercado y el desarrollo económico resulten en la paz, sino que la paz facilita el capitalismo y su derivado, el desarrollo económico.
Sin embargo, la relación mediante la cual la paz facilita el capitalismo de libre mercado y el crecimiento económico probablemente será considerablemente más sólida que aquella mediante la cual la paz facilitaría la democracia. Este es el caso especialmente con el comercio internacional. La Guerra Fría podría ser vista como parte de una inmensa barrera comercial y con la desaparición de esa imprudente construcción derivada de la política, el comercio ha sido liberalizado. Y la larga e histórica ausencia de guerra entre las naciones de Europa Occidental, sin precedentes, no ha sido causada por su creciente armonía económica. En cambio, su armonía económica ha sido causada, o al menos facilitada sustancialmente, por la paz —duradera y sin precedente histórico— que han gozado.
Esta corriente de pensamiento también se relaciona con estudios que concluyen que cualquier paz democrática está condicionada por el desarrollo económico. Como se ha señalado, probablemente la paz si facilita el desarrollo democrático, pero probablemente facilita el desarrollo económico mucho más —de manera que hay una relación más cercana entre la paz y el capitalismo que entre la paz y la democracia. Pero la relación causal no es que la democracia y/o el capitalismo provocan la paz. En cambio, si otros asuntos están alineados adecuadamente, la paz es lo que causa —facilita o hace que sea más posible— la democracia y el capitalismo.

El capitalismo, la paz y el movimiento histórico de las ideas

John P. Mueller señala que "aunque la corriente de las ideas de la paz y del libre mercado han cursado trayectorias paralelas y sustancialmente superpuestas, el respaldo al capitalismo no implica por si solo la aversión a la guerra o el respaldo a la paz".
John Mueller es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Ohio y un Académico Distinguido del Cato Institute.
Este ensayo fue publicado originalmente en inglés en la publicación académica International Interactions. Aquí puede descargar este ensayo en formato PDF.

A lo largo de los últimos siglos han habido importantes cambios en muchas ideas relevantes acerca de la manera en que deberían organizarse las sociedades y el mundo. Por ejemplo, ha habido notables declives en la esclavitud formal, la pena de muerte y los castigos físicos, la tortura, las venganzas, las contiendas sangrientas, las monarquías, y cada vez menos personas fuman. También ha habido una creciente aceptación de las cárceles humanitarias, la pornografía, el aborto, la igualdad racial y de clases, los derechos de las mujeres, los sindicatos, el ambientalismo, los derechos de homosexuales y de una aplicación determinada del método científico.