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Wednesday, August 3, 2016

La paz y el libre comercio

Juan Ramón Rallo

Introducción
Desde el primer establecimiento del [intercambio] que servía intereses recíprocos pero no comunes, se inicia un proceso que lleva ya varios milenios y que ha permitido, al crear normas de conducta independientes de los propósitos de las partes interesadas, extender dichas normas a círculos cada vez más amplios de personas indeterminadas y que eventualmente podría hacer posible un orden mundial de paz universal.
F. A. von HAYEK, Studies in Philosophy, Politics and Economics, Chicago University Press, 1967, p. 168.
La frase de Hayek abre un interesante debate en torno al modo de alcanzar la paz universal. Muchos economistas liberales han pensado que el libre comercio y la división internacional del trabajo tenderían a disminuir y eliminar los conflictos y la violencia. Sin embargo, tal tesis merece ser objeto de revisión y clarificación. Por lo general, los beneficios del libre comercio para la paz suelen presentarse de manera muy intuitiva, sin profundizar en las verdaderas causas. Pero además, esta ausencia de un análisis sólido lleva a que muchos economistas sostengan la tesis de que la consecuencia del libre comercio sería la de eliminar la violencia para siempre.



Ante este escenario, hemos dividido el presente trabajo en dos partes. En la primera analizaremos la verosimilitud de lo que podríamos denominar "interpretación ingenua" del párrafo de Hayek. En efecto, la extensión universal de la paz a la que se refiere nuestro autor, puede ser entendida por muchos como una reelaboración capitalista de la paz perpetua kantiana. ¿Realmente el libre comercio es capaz de instaurar una paz perpetua? Como veremos, tal conclusión es del todo acientífica y no puede ser aceptada como una de las ventajas del libre comercio.
En la segunda parte, en cambio, nos centraremos en la "interpretación realista" del párrafo propuesto. Veremos cómo el libre comercio y el orden institucional espontáneo sí generan instrumentos que facilitan la instauración de la paz, sin que ello implique ni mucho menos su inexorabilidad ni perpetuidad.
1. La irrelevancia praxeológica de la paz perpetua
La violencia como elección
Desde un punto de vista praxeológico la paz vendría a coincidir con la ausencia de violencia en una relación social. En este sentido, diremos que una relación es violenta cuando una de las partes no desea el resultado de la misma pero se ve compelido a aceptarlo. Esto es, la violencia consiste en una acción exterior destinada a eliminar la teleología de la acción ajena, a sustituir la acción por dirección[1].
La paz perpetua, por consiguiente, coincidiría con el irreversible predominio de la paz, esto es, de las relaciones sociales voluntarias y no basadas en la violencia. En una sociedad donde prevaleciera esta paz perpetua, reinaría una completa armonía de intereses, ya que los individuos interactuarían en la medida en que sus fines fueran compatibles.
Además, en esta sociedad la única fuente de insatisfacción vendría dada por el error de los actores: o bien porque la estructura de medios no es capaz de alcanzar el fin (error tecnológico) o porque el fin, una vez alcanzado, no satisface realmente al actor (error praxeológico).
Lo que nos interesa analizar en este punto es si un fenómeno como la paz perpetua es realmente alcanzable y tiene algún sentido desde un punto de vista económico, es decir, si podemos prever algún conjunto de circunstancias que al concurrir imposibiliten la subsiguiente utilización de la violencia en las relaciones sociales.
Para ello debemos tener presente que la violencia puede ser tanto un medio como un fin de la acción humana. Como medio tratará de facilitar la consecución del fin; como fin le reportará utilidad directamente al actor.
En cuanto a medio, la violencia se empleará siempre que el beneficio de utilizarla sea mayor que su coste. Contrario sensu, la violencia dejará de utilizarse cuando su coste sea superior al beneficio; y esto último puede lograrse a través de incrementos del coste o reducciones del beneficio de carácter permanente.
Así, por ejemplo, una mejora de la defensa reduce el beneficio esperado del uso de la violencia al hacer más improbable su éxito; un aumento de la eficiencia en la lucha contra la delincuencia y de la severidad de los castigos, o una modificación de los valores morales de los individuos hacia posturas contrarias a la violencia, incrementan el coste esperado.
En principio, pues, si lográramos una situación donde incidiéramos sobre los beneficios para que fueran constantemente inferiores a los costes (por ejemplo, una sociedad con imponentes sistemas defensivos) o sobre los costes para que fueran permanentemente superiores a los beneficios (por ejemplo, una organización policial muy eficiente combinada con un sistema retributivo caracterizado por el "dos ojos por ojo") la violencia debería desaparecer como medio.
Sin embargo, este análisis reviste un error estático fundamental. Aun cuando fuera posible que en un momento dado todos los individuos consideraran la violencia como un medio inadecuado para lograr sus fines, estos juicios de valor están sujetos a continua revisión. Los individuos pueden descubrir nuevos mecanismos que les permitan burlar los sistemas de defensa o esquivar la captura policial, de modo que la antigua reducción de beneficios o el incremento de costes desaparezcan. El futuro es una creación de la acción humana y, por tanto, confrontamos una incertidumbre relativa que no puede erradicarse.
No podemos predecir hoy, con nuestro conocimiento actual, cuál será el nivel de conocimientos de mañana; la información va generándose a través del proceso empresarial y no puede conocerse ex ante. Nada nos permite concluir que una eliminación temporal de la violencia se convierta en un estado final de reposo pacífico y así en una paz perpetua.
Por tanto, desde un punto de vista praxeológico es imposible predecir que los individuos no vayan a encontrar nuevas oportunidades de beneficio para el uso de la violencia, lo que significa que no puede descartarse a priori como un medio de la acción.
En cuanto a fin, la violencia queda fuera del dominio praxeológico. La ciencia económica toma los fines como datos últimos de su análisis; no pretende explicar cómo llegan a formarse o como puede obstaculizarse su formación, simplemente acepta la subjetividad del valor como determinante y movilizador de la acción.
Y dado que la praxeología debe aceptar la posibilidad de que uno de los fines de la acción humana sea la violencia, tampoco en este punto podemos descartar que la violencia siga existiendo.
En definitiva, desde un punto praxeológico no puede afirmarse que la violencia vaya a desaparecer de manera permanente de las relaciones sociales. Tanto como medio, cuanto como fin, el proceso social le permite volver a emerger. No se trata de un resultado inexorable, sino tan sólo posible, pero suficiente para quitarle cualquier carácter apodíctico a la desaparición de la violencia.
Todo esto significa, por tanto, que la paz perpetua es un ideal imposible de alcanzar desde un punto de vista praxeológico, pues forma parte del núcleo irreductible de la elección en la estructura de la acción, y por tanto no es predeterminable[2]. La paz será más o menos duradera, pero nunca perpetua o, al menos, nunca necesariamente perpetua.
La violencia como evento no asegurable
Si bien no es posible evitar que el ser humano recurra a la violencia, podría pensarse que existe otro modo de alcanzar una paz perpetua de facto: los seguros. En efecto, aunque un determinado acontecimiento no sea evitable, sí podemos eliminar su peligrosidad recurriendo a la institución de los seguros. Por ejemplo, no podemos eliminar la sucesión de terremotos pero sí podemos eliminar su incidencia; basta con acumular un pool de recursos destinado a restituir los daños causados por los terremotos.
Para constituir un seguro basta con calcular la probabilidad de que suceda el evento y estimar el daño causado para así obtener la prima de riesgo. Si de cada mil unidades del bien X sabemos que una será defectuosa (probabilidad), sólo tenemos que reservar una milésima parte del valor de cada bien (prima de riesgo) para eliminar la incidencia dañina de la unidad defectuosa.
En otras palabras, tenemos que estudiar si podemos constituir un pool de recursos entre todos los medios de la sociedad que permita eliminar la incidencia de los daños de la violencia y, de esta manera, alcanzar la paz perpetua.
Para ello, debemos recurrir a la famosa distinción de Ludwig von Mises entre "probabilidad de clase" y "probabilidad de caso". Según el economista austriaco, en el primer tipo de probabilidad sólo podemos saber en relación con un elemento singular que forma parte de una clase de la que sí conoces su comportamiento. En el segundo tipo, sin embargo, sólo conocemos que la existencia o ausencia de ciertos factores dará lugar a que se produzca o no el evento, pero desconocemos la configuración de esos elementos por ser únicos e irrepetibles.
En la probabilidad de caso no podemos recurrir ni a la comprensión causal ni a la frecuencia histórica del evento. Cada resultado depende de un conjunto de circunstancias históricas que afectan a cada suceso de forma distinta. En una probabilidad de caso sólo podemos tratar de estimar o comprender el futuro a través de nuestra intuición y conocimiento del pasado, pero no podemos asignarle una probabilidad al suceso porque no forma parte de ninguna clase con idénticas características y regularidades.
Frank Knight denominó a la probabilidad clase "riesgo" y lo caracterizó por la posibilidad de asignar probabilidades a cada uno de los resultados acerca de su futuro acaecimiento. Al pertenecer a una clase de fenómenos que presenta una inexorable regularidad, podemos calcular la regularidad con la que deben suceder (probabilidad a priori) o la frecuencia relativa con la que históricamente han sucedido (probabilidad a posteriori).
Por otra parte, el economista estadounidense llamó "incertidumbre pura" a lo que Mises denominó "probabilidad de caso". En estos casos era imposible asignar una probabilidad a un resultado porque depende esencialmente de la volición humana. Ni puede determinarse la elección a través de leyes a priori (ya que tomamos los fines de los individuos como punto de partida de la acción)[3] ni cabe calcular frecuencias a posteriori (pues cada acción humana es única, basada en un conocimiento y unas circunstancias espaciales, temporales y teleológicas irrepetibles).
Por consiguiente, dado que en los casos de incertidumbre pura no existe manera de obtener una la probabilidad de que el evento suceda, no es posible calcular la prima de riesgo y, de este modo, asegurar a los participantes frente a la incidencia negativa del evento.
La violencia, como ya hemos visto, constituye o un medio o fin para el individuo, pero en todo caso una acción humana. Y en cuanto a tal no se le puede asignar una clase sobre la que calcular la recurrencia y, con ella, la probabilidad.
De hecho conocemos los elementos que provocan la aparición de la violencia, en concreto, un beneficio esperado superior al coste de oportunidad; también conocemos elementos que refrenan el uso de la violencia (incrementos en la defensa, mayor eficiencia policial, cambio de las actitudes morales...), pero ni sabemos el modo en que cada uno de esos elementos influye en la decisión de los actores, ni cabe asumir que esa influencia vaya a mantenerse a lo largo del tiempo.
Es más, también hemos visto como la violencia puede ser un fin en sí mismo, en cuyo caso depende de la libérrima voluntad del individuo[4].
En definitiva, el evento "violencia" es un suceso no asegurable, por lo que su riesgo no puede reducirse, ni mucho menos eliminarse, a través de la constitución de un pool de recursos que, en todo caso, tendrá un carácter puramente arbitrario[5].
Conclusión
La paz perpetua, entendida como el necesario predominio de las relaciones sociales no violentas, representa un objetivo inasequible para la ciencia económica.
La violencia no puede eliminarse de manera permanente –porque constituye una elección humana siempre posible- ni sus efectos pueden desaparecer a través de la institución de los seguros –ya que es un evento no asegurable.
La interpretación ingenua de Hayek, según la cual el libre comercio necesariamente traerá la paz universal debe ser rechazada de plano por acientífica. Ningún razonamiento económico nos permite alcanzar tal conclusión. Aun cuando el libre comercio y el orden internacional espontáneo medren, la violencia podrá seguir emergiendo, poniendo fin a cualquier situación pacífica.
2. Cómo el libre comercio promociona la paz
El hecho de que la paz perpetua sea imposible no significa, sin embargo, que no podamos adquirir ningún tipo de conocimiento económico acerca de la promoción de la paz.
Ya hemos visto que todo acto violento comienza cuando sus beneficios esperados exceden a sus costes, ya sea por constituir un medio adecuado para el fin del actor o, en última instancia, por ser el fin mismo. Por tanto, todos aquellos instrumentos que permitan reducir los beneficios o aumentar los costes de la violencia promocionarán la paz.
Ahora bien, desde un punto de vista económico no nos interesa estudiar los instrumentos que hipotéticamente puedan surgir en el libre mercado. El análisis de los progresos tecnológicos concretos es tarea de los historiadores y los empresarios, pero no de los economistas.
Nuestro cometido, por consiguiente, es buscar los instrumentos pacificadores que surjan a modo de implicaciones necesarias de la acción y, en este caso, de la acción interpersonal que permite la libertad internacional.
Entramos, de esta forma, en el análisis de cómo las instituciones sociales que se derivan del libre comercio inciden sobre la violencia. Para ello comenzaremos examinando el papel genérico que juegan las instituciones a través de su génesis y evolución, y luego desarrollaremos la influencia específica de las tres instituciones por excelencia: el lenguaje, el derecho y la moneda.
Instituciones y violencia
Las instituciones sociales, como decía Ferguson, son fruto de la acción humana pero no del diseño humano; emergen como consecuencia no intencionada de la interacción humana. Aun cuando nadie las ha planificado conscientemente son útiles para todos los individuos que de manera voluntaria deciden emplearlas.
La participación en la institución, de hecho, da paso a un proceso descentralizado de prueba y error que permite purgar los defectos y extender por mimetismo los rasgos más favorables de las instituciones. De este modo se produce un proceso de realimentación: la interacción da paso a la institución que a su vez constituye un medio para la acción que permite perseguir fines superiores, lo que provocará una evolución institucional más eficiente. Las instituciones facilitan la compatibilidad de los diversos fines de los individuos, de manera que sus acciones se aúnan y coordinan.
El libre comercio expande el ámbito de estas interacciones, ya que permite que se incorporen a la institución un mayor número de personas, lo que significa un incremento en las posibilidades de interrelación[6] y un aumento del número de experimentos descentralizados. En otras palabras, la libertad internacional permite que las instituciones se vuelvan más eficientes y útiles para los individuos.
De la misma manera, cada individuo puede acceder de forma pacífica a los recursos y capacidades de otros individuos. No es necesario someter al vecino para utilizar sus características especiales en beneficio propio; a través de los intercambios los recursos exclusivos de unos y otros pueden ponerse en común de acuerdo con sus distintas valoraciones[7].
Sin embargo, todo este proceso depende de forma crucial de que las interacciones sociales continúen siendo voluntarias. En caso contrario, la institución se convierte en una estructura de dominación violenta que no evoluciona para generar instrumentos que beneficien a los usuarios, sino a los violentos que dirigen el comportamiento de los individuos.
Dado que la violencia consiste en disociar las acciones de los individuos de sus fines y dado que la acción tiene como consecuencia no intencionada el surgimiento de instituciones útiles para los fines a los que se encamina, la dirección violenta del comportamiento humano dará lugar a estructuras de servidumbre que serán útiles para quienes hayan impuesto los fines.
La violencia, por consiguiente, destruye las instituciones y las sustituye por estructuras de poder[8]. El uso de la violencia implica detener parcialmente el proceso de cooperación social del que todos los usuarios salían beneficiados.
Esto significa que el uso de la violencia padece el coste de oportunidad de renunciar a todos o parte de esos beneficios derivados de la cooperación pacífica. Por ello, cuanto mayores sean estos beneficios, mayor será el coste de oportunidad de transgredir la cooperación pacífica[9].
El libre comercio favorece el desarrollo institucional y, por tanto, incrementa el coste de ejercer la violencia. Una mayor intensidad de las relaciones internacionales significa una mejora y expansión más rápida de las instituciones y esto, a su vez, un nuevo incremento en la intensidad de las relaciones.
La globalización sienta las bases para un ejercicio más eficiente de la función empresarial y con ella un alza continuada de la utilidad de la cooperación pacífica; la división internacional del trabajo se expande y los individuos se vuelven interdependientes. De esta manera, se produce un incremento progresivo del coste de oportunidad de quebrar esa cooperación y división del trabajo, es decir, un incremento del coste de la violencia.
Esto no significa, como ya hemos visto, que los beneficios esperados de la violencia no sean sistemáticamente superiores a un coste de oportunidad creciente. Tan sólo constatamos que, salvo para aquellos individuos que tienen como fin la propia violencia, el coste de no recurrir a las instituciones sociales para satisfacer los fines propios se incrementa gracias al libre comercio.
El lenguaje
La institución del lenguaje surge de la formalización de ciertos gestos o palabras que, en principio, se dirigían a satisfacer otras necesidades. El lenguaje surge derivado de la necesidad social de transmitir información codificada. Una vez los individuos asocian determinados gestos o palabras con objetos o ideas, el lenguaje se convierte en una representación de la realidad.
Así, por ejemplo, el apretón de manos servía originariamente para mostrar que los individuos estaban desarmados y que, por tanto, ninguno de los dos transgrediría mediante la violencia los términos de un pacto. Con el paso del tiempo, el apretón sobrepasó esa intención inicial y se convirtió en un mecanismo para concluir los contratos.
La institución del lenguaje tiene una poderosa incidencia sobre la violencia. Si dos individuos son incapaces de comunicarse y de entenderse, resulta prácticamente imposible que lleguen a acuerdos pacíficos. Ante cualquier conflicto, la única vía de resolución consiste en imponer la voluntad del más poderoso.
Sin lenguaje, el coste de no ejercer la violencia viene representado por las pérdidas causadas por el conflicto. En tanto no existe posibilidad de conciliación de intereses, quien no lo emplea sufrirá las inclemencias de todos los conflictos.
El individuo, por tanto, compara el coste de oportunidad de utilizar la violencia (las consecuencias nocivas del combate) con el coste de oportunidad de no utilizarla (las pérdidas del conflicto); siempre que éste sea superior a aquél, la violencia entrará en escena.
Esto significa, claro está, que en ausencia de lenguaje prevalece siempre la ley del más fuerte. Los individuos débiles siempre tendrán un coste de batallar superior al de permanecer en paz.
El lenguaje, en cambio, permite iniciar una negociación entre las partes para solucionar el conflicto de un modo que satisfaga a ambas. Los individuos pueden ceder en determinados aspectos a cambio de otros fijando, de este modo, la regla contractual.
Una vez comienza a utilizarse el lenguaje, el coste de oportunidad de no emplear la violencia deja de coincidir inevitablemente con la asunción de las consecuencias negativas del conflicto y pasa a ser aquellos beneficios dejados de percibir por no poder obtenerse a través del diálogo; es decir, el provecho de utilizar la violencia se reduce asimismo a aquellos resultados únicamente alcanzables mediante la fuerza.
Sin embargo, hay que tener presente que el coste de alcanzar dichos resultados se reduce, ya que el lenguaje facilita la coordinación entre delincuentes. En otras palabras, el coste de no ejercer la violencia disminuye pero también el coste de ejercerla.
La aportación del lenguaje, por tanto, consiste en posibilitar la colaboración humana sin recurrir a la violencia; en proporcionar alternativas sólidas a la guerra: la negociación. Sin lenguaje existen enormes incentivos para la violencia, con lenguaje pueden existir, aunque no de manera necesaria. Más que cerrar puertas a la violencia, el lenguaje abre el camino a la no violencia.
Y en este sentido, la labor del libre comercio en unificar el lenguaje es esencial; conforme se extiendan los intercambios entre los individuos situados en diversas partes del mundo, será necesario emplear términos y expresiones comunes que den soporte a esos intercambios.
Quien quiera participar en los beneficios de la división del trabajo deberá ser capaz de transmitir y recibir información con el resto de individuos, esto es, deberá esforzarse por aprender una lengua que le permita comunicarse con sus congéneres. Este incremento del número de usuarios, a su vez, permitirá incrementar la utilidad de la institución (ya que cuantos más usuarios hablen una misma lengua más conveniente será aprenderla) y mejorar sus características gracias al mayor número de experimentos descentralizados.
El libre comercio, por consiguiente, favorece la expansión del lenguaje por todo el mundo[10] y, de esta manera, posibilita que los individuos recurran a la negociación y al diálogo en lugar de a la violencia para solucionar sus conflictos, aun cuando los delincuentes también dispongan de un mejor instrumento para cometer sus fechorías.
El derecho
La institución del derecho emerge como extensión de unos comportamientos pautados entre varios individuos que coordinan sus acciones para colaborar y alcanzar sus respectivos fines; coordinación que pasa por la correcta ordenación de la acción y de las propiedades de las partes.
Surge, por tanto, para permitir la interacción humana ordenada de acuerdo con unas reglas que respeten la libertad y la propiedad de cada una de las partes. La norma jurídica se refiere a los derechos y obligaciones que adquiere un individuo con respecto al resto; los derechos consensuales son posibilidades de acción sobre las acciones y las propiedades ajenas, y las obligaciones son tolerancias de acciones ajenas sobre las acciones y propiedades propias.
El derecho es un fenómeno social que presupone la voluntariedad de los acuerdos en relación con los medios y los fines; en otro caso no tenemos una norma jurídica, sino un mandato coactivo. Entre el dominus y el esclavo no existe derecho, ya que no hay posibilidad de que las partes fijen los derechos y obligaciones; una de ellas los impone unilateralmente.
La relación del derecho con la violencia es una de las más evidentes que podemos trazar. Ya hemos afirmado que la violencia consiste en que un individuo controla la acción ajena para dirigirla hacia unos fines que no desea. El derecho, por el contrario, permite a un individuo valerse de la acción ajena para conseguir los fines de ambos. El derecho, por tanto, vendría a ser el reverso de la violencia.
El derecho crea instrumentos jurídicos de colaboración para permitir que los individuos alcancen sus diversos fines de manera pacífica. En ausencia de derecho, aun cuando la negociación sea posible merced al lenguaje, los individuos tienen que incurrir en un largo proceso de discusión para fijar en cada caso la regla contractual. Las partes deben prever todas las posibles contingencias del contrato –acerca del cumplimiento de la otra parte, del método de solución de discrepancias interpretativas o de la inclusión de cláusulas que pudieran utilizarse más adelante en su contra– y sólo entonces estarán dispuestas a perfeccionarlo.
Una negociación jurídica ad casum significa un poderoso obstáculo a la colaboración, en tanto requiere de un tiempo y de unas habilidades de las que no todos los sujetos disponen.
La aparición del derecho como institución espontánea –esto es, la difusión y extensión de contratos típicos para las distintas operaciones del tráfico jurídico– permite una continua revisión y mejora de los contratos y su progresiva estandarización voluntaria. Los sujetos negocian tomando como partida unos instrumentos jurídicos que ya se han acreditado eficientes; pero será además un punto de partida en continuo perfeccionamiento gracias al experimento descentralizado que supone toda institución.
El derecho, así mismo, también desarrolla mecanismos para lograr que los contratos sean autoejecutables. Así, como medidas preventivas, las partes pueden recurrir al establecimiento de prendas o hipotecas[11] y, como medidas represivas, a la exclusión social del incumplidor[12].
En otras palabras, las personas violentas e incumplidoras se pueden ver forzadas a afianzar sus compromisos, renunciar a los instrumentos de crédito, o incluso ser expulsados del ámbito jurídico.
Todo esto significa que el derecho, por un lado, reduce el coste e incrementa el beneficio de no utilizar la violencia: proporciona vías alternativas para alcanzar los fines de los individuos (coste) y favorece una cooperación social más productiva (beneficio). Por otro lado, incrementa el coste y reduce el beneficio de emplearla: añade a los inconvenientes ya estudiados, los mecanismos preventivos que pueda desarrollar el derecho (coste) y la amenaza de exclusión social y restringe las ganancias relativas de la violencia a aquellos resultados que no puedan alcanzarse mediante el derecho (beneficio).
El libre comercio favorece la extensión y mejora del derecho. Los intercambios requieren contratos que fijen cuáles son los derechos y obligaciones de cada una de las partes. La necesidad de resolver los problemas de interpretación y de cumplimiento facilita la constitución de tribunales de arbitraje cuya jurisprudencia puede incorporarse luego a los nuevos contratos para prevenir la aparición de problemas.
El libre comercio permite que un mayor número de personas pueda recurrir al derecho en lugar de a la agresión y que se practiquen un mayor número de experimentos descentralizados que permitan evolucionar las normas.
Así mismo, la generalización de la institución del derecho posibilita que las agresiones contra los pactos nacidos de ese derecho sean vistos por los agentes como agresiones a su propio derecho, de manera que los efectos nocivos de los mecanismos preventivos y represivos se ven amplificados para el violento; los comportamientos antijurídicos ya no se refieren solamente a un territorio determinado, sino al ámbito de aplicación de la norma.
En definitiva, el libre comercio promueve un derecho más amplio y eficiente como alternativa al uso de la violencia.
El dinero
La institución del dinero aparece como uso generalizado de los bienes más líquidos para facilitar los intercambios. En efecto, las limitaciones del trueque llevaron a que ciertos individuos observaran que una gran cantidad de personas solían aceptar cualquier cantidad de cierto bien en un intercambio sin que perdiera valor (liquidez), de manera que les resultaba beneficioso adquirir esos bienes líquidos por la reducción de la complejidad de las operaciones mercantiles. Cuanta más gente use y acepte un determinado bien, más líquido se vuelve éste y, por tanto, más útil para los individuos.
El dinero simplifica los mecanismos para alcanzar los fines de los individuos al reducir enormemente el proceso de obtención de los medios gracias a la liquidez.
En ausencia de dinero, si un sujeto quiere lograr un fin para el que requiere la colaboración ajena, tiene dos opciones: o esclavizarlos o descubrir qué productos concretos desean las otras personas a cambio de su trabajo. Dado que la segunda opción es muy gravosa, el coste de no utilizar la violencia es muy elevado.
El intercambio se dificulta y los instrumentos jurídicos pierden eficacia. De hecho, sin dinero, las compensaciones para resarcir los daños causados pueden ser tan difíciles de lograr que favorecen la no aceptación de las sentencias y el uso de la fuerza.
El dinero, por consiguiente, hace que las relaciones humanas sean mucho más flexibles y veloces. Los individuos pueden tanto alquilar su trabajo a cambio de una suma que les permita conseguir sus fines cuanto enajenar porciones alícuotas de su propiedad en forma de acciones (cuyo valor necesariamente debe estar expresado en dinero).
La colaboración se extiende en el espacio y en el tiempo: puedo dirigirme a otras zonas con la seguridad de que aceptarán mi dinero y puedo perder temporalmente su disponibilidad a cambio de una retribución futura en forma de interés.
En otras palabras, el dinero reduce enormemente el coste de no utilizar la violencia, ya que en conjunto con el lenguaje y el derecho conforman un sistema de colaboración social alternativo a la satisfacción de las necesidades mediante la violencia.
Sin embargo, el dinero también permite que los delincuentes ataquen de forma más sencilla la propiedad ajena. El dinero es fácilmente transportable, y, sobre todo, fungible, esto es, no resulta individualizable, lo que dificulta la reipersecutoriedad del objeto robado, en tanto hay el delincuente ya no puede identificarse por el botín, sino por las circunstancias que han rodeado la escena del crimen (pruebas e indicios). Además, la fungibilidad facilita enormemente su falsificación, lo que provoca un incremento no respaldado de la oferta monetaria y, por tanto, inflación sufrida por el resto de propietarios de la moneda.
Con todo, estos mismos defectos del dinero –la transportabilidad y la fungibilidad– poseen sus grandes virtudes como contrapartida. Que el dinero sea transportable permite depositarlo y guardarlo en los lugares más seguros. Los bienes ya no quedan vinculados a un lugar geográfico concreto, por lo que pueden protegerse con mayor facilidad.
Que el dinero sea fungible significa que las restituciones por los daños causados pueden hacerse también en dinero. En su ausencia, todos los delincuentes tendrían grandes incentivos en hacer uso de los bienes consumibles para que no cupiera restitución; en presencia de dinero, esto resulta imposible, ya que basta con devolver una suma equivalente del mismo.
No sólo eso, la fungibilidad tiene un carácter relativo, ya que las distintas casas de acuñación monetaria pueden diferenciar el dinero a través de signos distintivos, que promocionen a aquellas empresas o, en su caso, gobiernos que mejor combatan el fraude inflacionista. Es decir, la distinción entre las monedas supone un proceso competitivo que selecciona a aquellas monedas que mejor cumplan con su finalidad.
Y si el dinero modifica los incentivos de la violencia, el libre comercio promueve la difusión y la mejora del dinero, ya que los intercambios internacionales tenderán a efectuarse en una misma moneda, cuya liquidez se acrecentará conforme más gente la utilice –siempre que, al mismo tiempo, no se destruya su respaldo.
Conclusión
El libre comercio, esto es, la extensión de los intercambios voluntarios en la esfera internacional, promueve la expansión de las instituciones sociales entre un número mucho más amplio de personas. Este fenómeno facilita la cooperación social destinada a alcanzar los fines de los individuos y, por esta vía, convierte a los seres humanos en más interdependientes y les proporciona alternativas al recurso a la fuerza.
Desde perspectiva, puede decirse que el libre comercio impulsa un proceso pacificador de la sociedad al modificar los beneficios y los costes de emplear la violencia. El lenguaje, el derecho y el dinero –así como otras instituciones que no hemos tratado pero que son igualmente relevantes: la contabilidad, los mercados de capitales o la religión– conforman un poderoso mecanismo para satisfacer las necesidades humanas en comandita que además se realimenta –se vuelve más útil– conforme más gente lo vaya utilizando.
La paz no está predeterminada pues forma parte de la elección humana. Desde un punto de vista praxeológico no puede afirmarse que el libre comercio erradicará toda violencia, pero sí podemos comprobar cómo incide en la reducción de incentivos para emplear la violencia como medio.
El párrafo de Hayek, así como la famosa frase de Bastiat[13], deben interpretarse en este sentido: la eliminación del libre comercio incrementa enormemente los costes de no utilizar la violencia para satisfacer las necesidades individuales. Si un asentamiento humano no guarda ningún tipo de relación con otro asentamiento humano, si son incapaces de colaborar por el insuficiente desarrollo institucional que les permita coordinarse, la guerra aparecerá como una opción provechosa ante cualquier conflicto.
Cada uno de estos asentamientos sólo podrá extraer beneficios del otro mediante el expolio y el esclavismo; ni la negociación, ni los contratos, ni los intercambios existirán como alternativas sensatas a la violencia.
El libre comercio no es una garantía de la paz, pero sí uno de sus más leales aliados.

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