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Wednesday, August 24, 2016

Dejémosle entrar

Juan Ramón Rallo señala que "El 'modelo (anti)social europeo' está empujando a muchos europeos a repudiar a los inmigrantes, y en este caso a los refugiados de guerra, como parásitos que vienen a quitarnos 'lo nuestro' ('nuestros' servicios públicos costeados con 'nuestros' impuestos o 'nuestros' blindados y escasísimos empleo)".
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Imaginemos que un matrimonio español se marcha con sus hijos de vacaciones a Siria y que, mientras disfruta de este período de ocio, estalla una guerra civil en el país. Ante el grave riesgo que supone para su seguridad y la de sus hijos, el matrimonio compra anticipadamente unos billetes de avión para regresar a nuestro país pero, una vez en el aeropuerto, descubren que las autoridades españolas les han retirado el pasaporte y que, por tanto, se ven forzados a permanecer en suelo sirio o, como mucho, a vagar apátridamente por las zonas fronterizas de Jordania, Líbano o Turquía.



No me cabe ninguna duda de que semejante situación provocaría la indignación generalizada de los ciudadanos españoles hasta el punto de forzar no solo el cese fulminante del ministro de Exteriores, sino incluso la caída del gobierno en bloque. Nos horroriza siquiera imaginar que podamos quedarnos encerrados con nuestros hijos en semejante infierno bélico o, en el mejor de los casos, en las pauperizadas zonas circundantes. Y, sin embargo, ése es el horror al que los europeos estamos condenando no a una familia, sino millones de ellas cuando denegamos la entrada a suelo europeo a los refugiados de la guerra civil siria.
Acaso se argumente que ambas situaciones no son equiparables: que los españoles en suelo sirio tienen derecho a regresar a Europa, mientras que los sirios carecen de él. Sin embargo, más de que de un derecho individual estamos hablando de una concesión estatal discrecional, pues son los Estados quienes se arrogan la competencia de reconocer, modular o eliminar la circulación de personas entre países (por ejemplo, suspendiendo el tratado de Schengen, el libre tránsito entre países europeos se vería seriamente restringido). De ahí que podamos plantear la cuestión desde otra perspectiva: en lugar de plantearnos si los sirios tienen derecho a entrar en Europa, ¿por qué no nos preguntamos si los Estados europeos tienen derecho a impedir que los refugiados sirios entren en Europa? A la postre, si la posibilidad de que una familia española quede atrapada en una guerra civil en Siria nos parece una contingencia tan horrible, ¿cómo no pensar que existe una presunción a favor del libre movimiento de personas que sólo puede suspenderse en presencia de muy poderosas razones?
En este sentido, el principal argumento que se ha aducido en contra de la entrada de los refugiados sirios es que Europa no tiene capacidad para absorber a los 3,6 millones de personas que están esperando adentrarse en el Viejo Continente. Parece claro que esta presunta imposibilidad de absorción no puede ser ni demográfica ni espacial. La Unión Europea cuenta con 508 millones de habitantes, de manera que 3,6 millones de refugiados apenas representan el 0,7% de su población. Por ponerlo en perspectiva: en 2014, la población de EE.UU. aumentó en 2,3 millones de personas, el equivalente al 0,72% del total. Asimismo, la densidad poblacional de la UE es de 117,4 personas por kilómetro cuadrado, de modo que si entraran todos los refugiados sirios apenas se incrementaría hasta 118,3 habitantes por kilómetro cuadrado: y ahora mismo la densidad poblacional en Dinamarca es de 128,1 personas por kilómetro cuadrado y la de Alemania, de 230.
Así pues, la imposibilidad de absorción de la que tanto se habla no puede ser demográfica, sino en todo caso económica. ¿Es capaz Europa soportar la incorporación de 3,6 millones de personas a sus economías? ¿Puede España asumir su parte proporcional de cerca de 330.000 nuevos habitantes? La cuestión no deja de resultar sintomática en unas economías como las europeas que suelen deplorar los efectos depresivos del declive demográfico y que lamentan la falta de oportunidades de inversión con las que impulsar su crecimiento y saneamiento financiero: un incremento de la población de esta magnitud debería ser visto como una oportunidad para aumentar la inversión interna y, a través de ella, nuestra producción agregada (no en vano, este tipo de oportunidades ha sido el motor del crecimiento de los países emergentes durante las últimas décadas).
¿Por qué, en cambio, lo que debería considerarse una oportunidad económica es visto como una insoportable carga que merece condenar a millones de personas a los sinsabores del conflicto bélico y de la pobreza? Esencialmente porque hemos creado un sistema económico en Europa donde las personas pobres son incapaces de prosperar por sí mismas salvo como clientes de nuestro gigantesco Estado de Bienestar: nuestras regulaciones laborales, energéticas o comerciales impiden que los trabajadores poco productivos puedan encontrar empleo en la economía formal o puedan montar fácilmente sus propios negocios; y nuestros asfixiantes impuestos proscriben que aquellos que sí hayan encontrado ocupación sean capaces de desarrollar su vida de manera autónoma.
El “modelo (anti)social europeo” está empujando a muchos europeos a repudiar a los inmigrantes, y en este caso a los refugiados de guerra, como parásitos que vienen a quitarnos “lo nuestro” (“nuestros” servicios públicos costeados con “nuestros” impuestos o “nuestros” blindados y escasísimos empleo), cuando en realidad son personas que acuden a Europa buscando, primero, protección frente a una guerra y, segundo, un lugar en el que prosperar junto a sus familias y al resto de la sociedad.
No hay motivos económicos de peso que justifiquen levantar muros para “proteger” a Europa de la “invasión” de los inmigrantes, incluidos los refugiados de guerra. Y si el Estado de Bienestar y las hiperregulaciones estatales constituyeran tal motivo, entonces lo que sobraría sería el Estado de Bienestar y las hiperregulaciones estatales: no los inmigrantes.

Dejémosle entrar

Juan Ramón Rallo señala que "El 'modelo (anti)social europeo' está empujando a muchos europeos a repudiar a los inmigrantes, y en este caso a los refugiados de guerra, como parásitos que vienen a quitarnos 'lo nuestro' ('nuestros' servicios públicos costeados con 'nuestros' impuestos o 'nuestros' blindados y escasísimos empleo)".
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Imaginemos que un matrimonio español se marcha con sus hijos de vacaciones a Siria y que, mientras disfruta de este período de ocio, estalla una guerra civil en el país. Ante el grave riesgo que supone para su seguridad y la de sus hijos, el matrimonio compra anticipadamente unos billetes de avión para regresar a nuestro país pero, una vez en el aeropuerto, descubren que las autoridades españolas les han retirado el pasaporte y que, por tanto, se ven forzados a permanecer en suelo sirio o, como mucho, a vagar apátridamente por las zonas fronterizas de Jordania, Líbano o Turquía.


Tuesday, August 23, 2016

Las puertas del Reino Unido

Por Carmen González Enríquez

El País, Madrid
El rechazo a la inmigración tuvo un papel relevante en el resultado del referéndum británico. Ganaron los xenófobos: ¿y ahora qué? ¿Qué va a ocurrir con la inmigración al Reino Unido en adelante?. La respuesta corta es “probablemente nada”. Vamos por partes: sólo una parte de la inmigración que recibe el RU es comunitaria y por tanto sólo a ellos les afectarían los cambios de la eventual salida de la Unión Europea. Hay que insistir en que es “eventual” porque en este momento ni siquiera está claro si va a producirse efectivamente o será paralizada desde las instituciones británicas.


Pero supongamos que efectivamente el RU dejase mañana de ser un Estado miembro de la UE. Puesto que tampoco es miembro del espacio Schengen de libre circulación de personas, o sólo lo es en parte, podría imponer visados a los ciudadanos europeos que deseasen entrar en el país. Eso no cambiaría la situación de los que ya están dentro, 2.300.000 extranjeros comunitarios, aunque reduciría su movilidad internacional. Para evitar un colapso económico el Gobierno y el Parlamento tendrían que redactar nuevas normas que permitieran la concesión de un permiso de estancia y trabajo a todos esos que ya están trabajando allí. De la misma forma, para evitar el colapso del sistema universitario, que vive en gran parte de los estudiantes extranjeros, tendrían que conceder de prisa permisos a los estudiantes comunitarios. Y qué decir del preciado NHS, el sistema de salud público, que se mantiene gracias al trabajo de médicos y enfermeras extranjeros, en buena parte comunitarios, mientras los médicos británicos emigran a Estados Unidos donde pueden ganar mucho más dinero con una consulta privada. Después los británicos deberían implantar políticas para erradicar la inmigración irregular, algo que se han demostrado incapaces de hacer en el pasado. No hay ningún signo de que ahora puedan hacerlo: a fin de cuentas, el negocio de los que se aprovechan de la inmigración irregular ha tenido hasta ahora más peso político que las quejas de los trabajadores autóctonos desplazados por los inmigrantes. Recuerden: es un sistema liberal.
¿Se atreverían los británicos a exigir visado a todos los ciudadanos comunitarios? ¿Querrán poner dificultades al empresario alemán, al alumno francés, al turista italiano? ¿Qué pasaría con el negocio de tantas familias que hacen literalmente su agosto gracias a los alumnos europeos que pasan el verano con ellos mientras intentan aprender inglés? En realidad, de entre los comunitarios, los únicos que parecen molestarles son los emigrantes del Este Europeo. ¿Eximirán de visado entonces al resto? Pueden hacerlo, claro está, pero eso no va a ganarles el apoyo de los Estados del Este en las futuras negociaciones con la Unión Europea para firmar un acuerdo comercial que les permita seguir accediendo al Mercado Único. Polonia, Rumanía y Bulgaria podrían bloquear cualquier acuerdo comercial o de otro tipo con un Reino Unido que impidiera entrar a sus nacionales. ¿Serían tan insensatos los británicos como para sacrificar su acceso al mercado único? Probablemente no.
En cuanto a los refugiados, su llegada libre a la UE por la vía de los Balcanes durante meses ha aumentado en el RU el temor a verse afectados por una Europa incapaz de gestionar sus fronteras. Sin embargo, el Brexit puede reducir en vez de aumentar la capacidad de gestión del RU en este tema. Por una parte, si el RU sale de la UE el Gobierno francés podría dejar de cooperar con ellos en el control del paso de Calais y, sin más, permitir que los miles de inmigrantes y refugiados que intentan atravesar el Canal de la Mancha lo hagan libremente. Ya no tendrían que esconderse en los bajos de los camiones, podrían simplemente coger el ferry como cualquier otro viajero, y los campamentos en el Norte de Francia se trasladarían al Sur de Inglaterra. Por otra parte, el RU, que forma parte del Sistema Europeo de Asilo, devuelve cada año miles de peticionarios de asilo, en aplicación de la Regulación de Dublín, al país por el que entraron en la UE. Esa regulación está ahora puesta en duda y sujeta a revisión y al RU le va a resultar más difícil influir en la discusión si está fuera de la UE.
¿Y qué puede pasarles a los británicos que viven en otros países de la UE? Son 1.800.000, según las fuentes del RU, que infraestiman la cifra. Los Estados donde residen, como España, donde habitan unos 300.000 británicos (258.965 según el INE), decidirán si concederles o no automáticamente un permiso de residencia y trabajo, o bien obligarles a someterse a la legislación general de inmigración, lo que dejaría en la ilegalidad y riesgo de expulsión a la muchos de ellos, y firmar o no acuerdos con el RU que les permitan disfrutar de la sanidad pública en los países de la UE. Los incentivos de los Estados miembro para tratar con excepcionalidad generosa a los residentes británicos estarán en proporción directa a la apertura hacia los ciudadanos europeos que demuestre el futuro Gobierno británico. Es un intercambio de personas: 1.800.000 británicos en otros países de la UE frente a 2.300.000 comunitarios en RU. Con la gran diferencia de que muy pocos de esos 2.300.000 son jubilados y por tanto su aportación económica al Estado británico es mucho más importante que la del caso contrario. Dicho de otra forma: la economía británica no puede prescindir de golpe de sus trabajadores extranjeros comunitarios. Pero el resto de las economías de la UE sí pueden prescindir de los jubilados y los trabajadores británicos. Esto deja claro que el RU tiene poco o ningún poder negociador en este tema ante la UE, cuando llegue el momento de negociar desde fuera de ella.
En definitiva, lo más probable es que poco o nada cambie en este tema y que el RU acabe teniendo que conformarse, como mucho, con las migajas que la UE les ofreció antes del referéndum para calmar a los euroescépticos. Desde luego, no van a encontrar mucha simpatía en la negociación.

Las puertas del Reino Unido

Por Carmen González Enríquez

El País, Madrid
El rechazo a la inmigración tuvo un papel relevante en el resultado del referéndum británico. Ganaron los xenófobos: ¿y ahora qué? ¿Qué va a ocurrir con la inmigración al Reino Unido en adelante?. La respuesta corta es “probablemente nada”. Vamos por partes: sólo una parte de la inmigración que recibe el RU es comunitaria y por tanto sólo a ellos les afectarían los cambios de la eventual salida de la Unión Europea. Hay que insistir en que es “eventual” porque en este momento ni siquiera está claro si va a producirse efectivamente o será paralizada desde las instituciones británicas.

Thursday, June 23, 2016

México y Trump

Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.
Ningún mexicano puede estar feliz ante las interminables diatribas de Trump con que el presunto candidato ha cautivado a parte del electorado estadounidense. Pero esa no es razón para que México se precipite en su respuesta o reaccione sin evaluar las potenciales consecuencias.
El componente mexicano del discurso de Trump no es producto de la casualidad. Más bien, es resultado de una extraña combinación de abandono por nuestra parte y mala suerte. Ambos factores se han conjuntado para convertir a México en la causa de los males de los estadounidenses. Es por esta razón que es imperativo entender la dinámica en que nos encontramos antes de responder.



Trump está cosechando los avatares económicos de las últimas dos décadas, particularmente la pérdida de empleos manufactureros (producto del cambio tecnológico, no de México) y el crecimiento de la migración (producto de la demanda de empleos sobre todo en agricultura y servicios). Es posible que, de haber mantenido una activa presencia pública, algo del impacto negativo sobre México pudiera haber sido neutralizado, pero a estas alturas no hay nada que hacer al respecto para fines de la elección de este año.
Cuando se inició la negociación del TLC en 1990, el gobierno montó una multifacética estrategia de relaciones públicas en Estados Unidos. Por un lado, organizó un plan de acción orientado al poder legislativo de ese país a fin de generar apoyos para el momento en que se presentara el tratado para su aprobación; por otro lado, se articuló un conjunto de medidas diseñadas para atraer la atención de los americanos hacia las cosas mexicanas. Para este fin se presentó la extraordinaria exhibición “México: Esplendores de Treinta Siglos” en Nueva York y muchos museos en el resto de ese país; se organizaron seminarios, conferencias y ciclos de películas y se patrocinaron eventos en todos los rincones de la geografía estadounidense. En la mejor tradición de los países exitosos en Washington, México logró una extraordinaria presencia y reconocimiento, cautivando a los estadounidenses.
El problema es que, a la mexicana, tan pronto se ratificó el TLC, se abandonó la estrategia y se creó un enorme vacío. Ese vacío fue rápidamente llenado por todos los grupos que se habían opuesto al TLC y que, desde entonces, han procurado minarlo, si no es que anularlo. Los tres sectores más prominentes en este ámbito son los sindicatos, los ecologistas y los grupos anti-inmigrantes. Algunos de estos sectores (que, con excepción de los sindicatos, usualmente no son grupos uniformes o con coherencia interna) tienen razones concretas para oponerse, otros derivan su enojo de factores ideológicos y otros son meramente ignorantes; para bien o para mal, al menos dos de las fuentes de mayor estridencia respecto a México -la migración y las drogas- son factores económicos simples: hay demanda, por lo tanto hay oferta. Una cosa no puede explicarse sin la otra.
El abandono de una estrategia de presencia positiva de México en EUA ha sido enormemente costoso, pero también es cierto que en estos veinte años el mundo cambió y tuvimos la mala suerte de que muchos de esos cambios se le atribuyeran a México, más allá de que de que ambas cosas fuesen independientes. En estos veinte años, la globalización transformó la manera de producir en el mundo; la tecnología (sobre todo la robótica) redujo drásticamente la necesidad de mano de obra en la producción industrial; y la revolución digital hizo irrelevante a un enorme segmento de la mano de obra tradicional porque no cuenta con las habilidades necesarias para ser exitosa en ese nuevo mundo.
Nuestra desventura fue que el TLC entró en operación justo cuando todo esto ocurría: cuando la presencia mexicana crecía en todos los ámbitos (sobre todo en la forma de exportaciones y migrantes), todo ello sin que hubiera un parapeto de protección en la forma de una buena campaña de relaciones públicas que protegiera al país y le generara un buen nombre. Es obvio que México no es culpable de todas las calamidades que le atribuye Trump y su séquito, pero es indispensable reconocer que nosotros -nuestra ausencia- contribuyó a crear un caldo de cultivo propicio para que eso ocurriera.
También pasaron otras cosas. Un ejemplo dice más que mil palabras: cuando yo estudiaba en Boston en los setenta, el consulado mexicano se dedicaba esencialmente a la comunidad estadounidense. Es decir, era una mini embajada dedicada a promover los asuntos mexicanos en esa ciudad. Lo mismo ocurría en los otros cuarenta y tantos consulados de entonces. Hoy en día, los consulados parecen delegaciones municipales dedicadas a resolver trámites para migrantes mexicanos. En estos cuarenta años, el crecimiento migratorio cambió todo en la presencia de México en ese país y los consulados así lo reflejan. El efecto es que abandonamos una vital presencia en las comunidades estadounidenses.
Trump está cosechando los avatares económicos de las últimas dos décadas, particularmente la pérdida de empleos manufactureros (producto del cambio tecnológico, no de México) y el crecimiento de la migración (producto de la demanda de empleos sobre todo en agricultura y servicios). Es posible que, de haber mantenido una activa presencia pública, algo del impacto negativo sobre México pudiera haber sido neutralizado, pero a estas alturas no hay nada que hacer al respecto para fines de la elección de este año.
Dicho eso, existe un enorme riesgo: el burdo intento por afectar el resultado de la elección por medio de la ciudadanización tardía puede salir bien si pierde Trump o muy mal si gana. Trump no es irracional: su estrategia es absolutamente lógica, claramente derivada de una cuidadosa lectura de las encuestas y de lo que aqueja a los estadounidenses. Me parece temerario intentar sesgar el resultado de manera tan crasa y vulgar. Lo que está de por medio no es un negocito; de por medio va la viabilidad del país, cuya economía depende, solo en 100%, de las exportaciones a ese país y de las remesas que de ahí vienen.

México y Trump

Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.
Ningún mexicano puede estar feliz ante las interminables diatribas de Trump con que el presunto candidato ha cautivado a parte del electorado estadounidense. Pero esa no es razón para que México se precipite en su respuesta o reaccione sin evaluar las potenciales consecuencias.
El componente mexicano del discurso de Trump no es producto de la casualidad. Más bien, es resultado de una extraña combinación de abandono por nuestra parte y mala suerte. Ambos factores se han conjuntado para convertir a México en la causa de los males de los estadounidenses. Es por esta razón que es imperativo entender la dinámica en que nos encontramos antes de responder.