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Thursday, November 17, 2016

Hillary perdió… por ser Hillary

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FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA

Llevan los demócratas varias jornadas de luto, rasgándose los camisones y con barba de tres días, como en los funerales gitanos, a cuenta del fiasco electoral del martes pasado. Todos daban a Hillary como ganadora, como primera presidenta de los Estados Unidos, y al final fue que no, que tendrán que esperar como mínimo cuatro años, que podrían ser más porque históricamente los ciclos republicanos suelen ser más largos que los demócratas.
El clamor unánime es que Hillary no ha ganado por ser mujer. Un llanto tan previsible que hasta da pereza glosarlo. El propio presidente Obama se unió al coro de gimoteantes almas en pena ya en los últimos días de la campaña, cuando en un mitin poco antes de las elecciones insinuó que todos conocían las razones por las que EEUU no tenía una presidenta. 


Lo de la misoginia latente en la sociedad americana fue un recurso muy amplia e intensamente explotado durante la campaña. No hubo comentarista que no sacase una o varias veces de paseo el sexo de la candidata demócrata, como si eso quitase o pusiese algo en el debate. Curiosamente acusaban de sexismo a los republicanos cuando eran ellos los que lo practicaban del modo más desvergonzado. La clásica técnica izquierdista de cargar sobre los demás los propios pecados.  
Hillary no se privó, claro, y desde el verano hizo de su condición de “primera presidenta” in pectore un asunto de capital importancia, como si en las elecciones se despachase eso y no otras cuestiones de mayor enjundia para el contribuyente. Estaba, en realidad, calcando la estrategia de Obama en las presidenciales de 2008, cuando el hecho de que fuese negro –o, para el caso, mulato– se convirtió en tótem y en un mensaje electoral en sí mismo. No es casual que, para la noche electoral, el equipo de Hillary escogiese el Centro de Convenciones Javits de Nueva York, un imponente edificio hecho enteramente de cristal en la Undécima Avenida a solo unos metros del río Hudson. Quería cantar victoria allí mismo, debajo de un techo de cristal para escenificar la ruptura de ese mismo techo que las feministas denuncian desde hace décadas.  
Toda esa preciosa y cristalera metáfora se vino abajo mediada la madrugada del miércoles, cuando un puñado de Estados le dio la victoria a su oponente. Entonces se pasó a la segunda fase: ocultar los muchos errores de la candidata demócrata y facturárselo todo al machismo americano, que existir existe, pero que no es el móvil de la derrota de Clinton. Todo con el lloriqueo de rigor, que estas causas sin lágrima parece que son menos. De tanto insistir en la historia al final ha quedado la duda en el aire. ¿Ha perdido las elecciones Hillary Clinton por ser mujer?
Obviamente no. Hillary perdió por un cúmulo de circunstancias, tantas que podría escribirse un ensayo. Era una candidata pésima desde el principio. Antipática y arrogante, glacial en el trato, con menos carisma que un estropajo, metida en años y con la salud en entredicho. Pero todos esos serían defectos menores al lado de lo que traía en el zurrón. No es que tenga muertos en el armario, es que los cadáveres no le dejan ni cerrar las puertas. Toda su campaña, además, la centró en su rival, que es lo que siempre han hecho los perdedores, los inseguros y los malos amantes.
El “votadme a mí porque si no vendrá él” se convirtió en el pilar único de sus soflamas mitineras en las que, una vez lapidado a improperios el candidato republicano, la emprendía con sus votantes. Muchos yanquis percibían a Trump como algo malo pero inédito, mientras que ella era el mal cuya receta todos han paladeado. Y, ojo, no siempre se escoge lo malo conocido, a veces, cuando el hartazgo es máximo, los votantes se entregan al descubrimiento de novedades. Trump representaba la novedad. Lo que no supimos ver desde fuera es que los norteamericanos estaban tan hartos.
¿Y de qué están hartos exactamente? Pues de gente como Hillary Clinton, que lleva desde tiempos de Nixon politiqueando alegremente, haciendo y deshaciendo a su antojo, amontonando secretos inconfesables y diciendo a los demás lo que tienen que pensar, lo que tienen que hacer, lo que tienen que comer y cómo se tienen que comportar. El fracaso de Hillary es, como bien apuntaba el jueves en estas mismas páginas Jorge Vilches, el responso final de la socialdemocracia ingenieril de posguerra. De haber sido otro el candidato, Bernie Sanders por ejemplo, hubiesen tenido una opción, pero no con Hillary. Es la última de su especie, lo que en absoluto significa que lo venga vaya a ser mejor.

Hillary perdió… por ser Hillary

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FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA

Llevan los demócratas varias jornadas de luto, rasgándose los camisones y con barba de tres días, como en los funerales gitanos, a cuenta del fiasco electoral del martes pasado. Todos daban a Hillary como ganadora, como primera presidenta de los Estados Unidos, y al final fue que no, que tendrán que esperar como mínimo cuatro años, que podrían ser más porque históricamente los ciclos republicanos suelen ser más largos que los demócratas.
El clamor unánime es que Hillary no ha ganado por ser mujer. Un llanto tan previsible que hasta da pereza glosarlo. El propio presidente Obama se unió al coro de gimoteantes almas en pena ya en los últimos días de la campaña, cuando en un mitin poco antes de las elecciones insinuó que todos conocían las razones por las que EEUU no tenía una presidenta. 

Tuesday, November 1, 2016

¿Partido libertario mexicano?


“Cuando hubo oportunidad los partidos políticos no siguieron la corriente mundial. Ahora necesitamos un partido que promueva la autosuficiencia no la dependencia, la individualidad, no el colectivismo.”


RICARDO VALENZUELA
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Desde que tengo uso de razón siempre tuve claro que en México había dos corrientes políticas que no correspondían a mi ideología y mis ideales. La corriente marxista que en las diferentes etapas de nuestra historia ha sido representada por partidos como el PPS, el Partido Comunista Mexicano, Partido del Trabajo y recientemente por el PRD. Por otro lado, la corriente estatista, socialista, corrupta, antidemocrática del PRI.
Rechacé la avenida del PRI desde mi infancia al atestiguar las tribulaciones de mi abuelo materno sufriendo las agresiones del aberrante producto de la revolución mexicana; “la Reforma Agraria.” Acusándolo de latifundista, constantemente lo despojaba del fruto de su trabajo que con tantos sacrificios él había construido, iniciando a principios del siglo 20, trabajando como arriero en el mineral de La Colorada, Sonora. 


¿Partido libertario mexicano?


“Cuando hubo oportunidad los partidos políticos no siguieron la corriente mundial. Ahora necesitamos un partido que promueva la autosuficiencia no la dependencia, la individualidad, no el colectivismo.”


RICARDO VALENZUELA
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Desde que tengo uso de razón siempre tuve claro que en México había dos corrientes políticas que no correspondían a mi ideología y mis ideales. La corriente marxista que en las diferentes etapas de nuestra historia ha sido representada por partidos como el PPS, el Partido Comunista Mexicano, Partido del Trabajo y recientemente por el PRD. Por otro lado, la corriente estatista, socialista, corrupta, antidemocrática del PRI.
Rechacé la avenida del PRI desde mi infancia al atestiguar las tribulaciones de mi abuelo materno sufriendo las agresiones del aberrante producto de la revolución mexicana; “la Reforma Agraria.” Acusándolo de latifundista, constantemente lo despojaba del fruto de su trabajo que con tantos sacrificios él había construido, iniciando a principios del siglo 20, trabajando como arriero en el mineral de La Colorada, Sonora. 


Tuesday, August 23, 2016

Los barones ladrones: ni barones ni ladrones

David R. Henderson explica que los supuestos "barones ladrones" como John D. Rockefeller y Cornelius Vanderbilt no crearon monopolios, sino que más bien los destruyeron beneficiando a los consumidores estadounidenses con precios más bajos.
David R. Henderson es un académico de investigación de la Hoover Institution de Stanford University y un profesor asociado de economía en la Escuela de Posgrado de Negocios y Políticas Públicas de la Escuela Naval de Posgrado en Monterey, California.
Uno de los mitos más comunes acerca de la libertad económica es que, inevitablemente, conduce a monopolios. Pregunte a las personas por qué creen eso y la probabilidad de que apunten a los trusts de finales del siglo XIX que obtuvieron grandes cuotas de mercado en sus industrias será alta. Estos trusts son el principal ejemplo para la mayoría de las personas que sostienen este punto de vista. Pregunte por los nombres específicos de los villanos que dirigían estos trusts y es probable que apunten a personas tales como Cornelius Vanderbilt y John D. Rockefeller. Incluso tienen una etiqueta para Vanderbilt, Rockefeller y otros: barones ladrones.



Pero una lectura cuidadosa de la investigación económica sobre los “barones ladrones” conduce a una conclusión diametralmente opuesta: los llamados barones ladrones no eran ni ladrones ni barones. No robaron. Por el contrario, obtuvieron su dinero a la antigua: se lo ganaron. Tampoco eran barones. La palabra “barón” es un título nobiliario, típicamente otorgado por un rey o establecido por la fuerza. Pero Vanderbilt, Rockefeller y muchos otros a quienes se referían como barones ladrones, comenzaron sus negocios de cero y no se les garantizó ningún privilegio especial. Por otra parte, no solo ganaron su dinero y no se les garantizaron privilegios, sino que también ayudaron a los consumidores y, en un caso famoso, destruyeron un monopolio.
Considere el caso de Cornelius (“Comodoro”) Vanderbilt. Incluso el excelente y reciente libro Por qué fracasan los países, del profesor de economía de MIT Daron Acemoglu y del cientista político y económico James A. Robinson, concibe de manera equivocada la historia de Vanderbilt. Y no solo equivocada, sino espectacularmente equivocada. Afirman que Vanderbilt era “uno de los más notorios” barones ladrones que “apuntaban a consolidar monopolios y a prevenir que cualquier otro potencial competidor entre en el mercado o haga negocios en igualdad de condiciones”.
De hecho, fue el competidor de Vanderbilt, Aaron Ogden, quien persuadió a la legislatura del estado de Nueva York para garantizar a Ogden un monopolio legal sobre los viajes en ferry entre Nueva Jersey y Nueva York. Y Vanderbilt fue una de las principales personas que desafió aquel monopolio. A la edad de 23 años, Vanderbilt se había convertido en el administrador del negocio de un empresario de ferry llamado Thomas Gibbons. El objetivo de Gibbons era competir con Aaron Ogden cobrando tarifas bajas. De este modo, estaban violando deliberadamente la ley  –y ayudando a los pasajeros a ahorrar dinero. En el caso Gibbons contra Ogden, la Corte Suprema de EE.UU. dictaminó que, de hecho, el gobierno del estado de Nueva York no podía conceder legalmente un monopolio sobre el comercio interestatal.1 En resumen, Cornelius Vanderbilt no fue un hacedor de monopolios en este caso, sino un rompedor de monopolios.
¿Qué hay de John D. Rockefeller? Acemoglu y Robinson también están equivocados acerca de este. Escriben que por 1882, Rockefeller “había creado un monopolio masivo” y que para 1890 Standard Oil “controlaba el 88% del petróleo refinado en EE.UU.”  Echemos un vistazo a los hechos.
Desde el principio, Rockefeller sabía que se encontraba en desventaja frente a sus competidores. La sede de su compañía se encontraba en Cleveland, a 150 millas de las regiones productoras de petróleo de Pennsylvania y a 600 millas de Nueva York y otros mercados del este. Por lo tanto, Rockefeller se enfrentó a costos de transporte más altos que muchos de sus competidores. Para compensar esa desventaja, construyó un oleoducto para transportar su propio petróleo y lo utilizó para ejercer presión a la baja sobre las tarifas de los ferrocarriles. Consiguió las tarifas más bajas en la forma de descuentos en vez de recortes en las tasas absolutas. ¿Por qué? No creo que los historiadores económicos estén seguros de por qué, pero he aquí mi hipótesis: los ferrocarriles dieron descuentos porque es la manera común en que los miembros de un cártel “hacen trampa” en el precio. Ellos pueden decir, sin mentir, a los clientes que no obtienen los descuentos que están cobrando a todos la misma tarifa. En la medida en que esto estaba ocurriendo, el mismo Rockefeller estaba rompiendo con el cártel de los ferrocarriles. Y romper cárteles se supone que es algo bueno, no malo.
Pero, ¿por qué los ferrocarriles darían exclusivamente a Rockefeller estos descuentos? Como se ha señalado, esto se dio en parte por su amenaza fidedigna de usar su propio oleoducto. Además, como señalan Reksulak y Shughart, él construyó su primera refinería estratégicamente ubicada en un lugar que permitiría enviar el petróleo al Lago Erie y desde allí al mercado del Noroeste. Esto, indican Reksulak y Shughart, le permitió obtener menores tarifas de los ferrocarriles durante los meses de verano.2 Adicionalmente, Standard Oil proveyó instalaciones de carga y descarga y seguro contra incendios a su propio costo. Finalmente, Standard Oil proporcionó un alto volumen de tráfico ferroviario en periodos predicibles, una ventaja crucial para los ferrocarriles que tenían costos fijos altos y bajos costos variables.
Una duda que siempre he tenido es cómo Rockefeller obtuvo “drawbacks” de los ferrocarriles. “Drawbacks” eran los descuentos basados en los envíos que realizaban los competidores de Rockefeller. Reksulak y Shughart ofrecen una explicación plausible. Escriben:
“Ayudando a reducir el costo promedio del transporte ferroviario en las formas que hemos documentado, Rockefeller confirió una externalidad positiva sobre sus rivales, reduciendo el costo promedio de los ferrocarriles de administrar sus propios envíos. Los ‘drawbacks’ eran una forma de los ferrocarriles de compartir esas ganancias con la compañía responsable por ellas”.3
Otra ventaja que Rockefeller creó fue el mismo producto. Su producto principal en ese entonces era el kerosene. El kerosene, si no era producido con una estricta especificidad, tenía una desagradable tendencia a explotar y matar o herir a quienes lo utilizaban. Eso no es bueno, por decirlo suavemente, para una empresa que busca ganar cuotas de mercado. Rockefeller quería que los compradores supieran que su producto era seguro porque satisfacía un riguroso proceso estandarizado de producción. De allí el nombre de su empresa: Standard Oil.
La parte más especulativa del razonamiento anterior es el por qué Rockefeller consiguió descuentos en vez de rebajas directas en los precios. Pero lo que no es especulativo es cómo expandió su cuota de mercado. Hizo esto bajando los precios y casi cuadriplicando las ventas. El profesor de economía de la Universidad de Chicago, Lester Telser, en su libro de 1987, A Theory of Efficient Cooperation and Competition4, señala que entre 1880 y 1890 el la producción de productos petroleros aumentó 393%, mientras que el precio cayó 61%. Telser escribe: “El trust petrolero no cobraba precios altos porque tenía el 90% del mercado. Consiguió el 90% del mercado de petróleo refinado cobrando precios bajos”. ¡Qué monopolio!
Tampoco eran una casualidad los casos de Vanderbilt y Rockefeller. Si los trusts de finales del siglo XIX habían monopolizado las industrias donde se encontraban, como muchos creen, entonces en la medida en que esos trusts ganaban más cuotas de mercado, no deberían haber aumentado mucho la producción y deberían haber aumentado los precios. De hecho, ocurrió lo contrario. La producción incrementó marcadamente y los precios bajaron. En unas investigaciones pioneras en los años ochenta, el economista de la Universidad de Loyola, Thomas DiLorenzo, documentó estos hechos. En un artículo de 19855, DiLorenzo encontró que entre 1880 y 1890, mientras que el producto bruto interno real aumentó un 24%, la producción real en las industrias supuestamente monopolizadas (para las que había datos disponibles) incrementó en un 175%, más de siete veces por encima de la tasa de crecimiento de la economía. Mientras tanto, los precios en estas industrias disminuían. Aunque el índice de precios al consumidor cayó 7% en esa década, el precio del acero disminuyó 53%, el del azúcar refinado 22%, el del plomo 12% y el del zinc 20%. El único precio que cayó menos de 7% en las supuestas industrias monopolizadas fue el del carbón, que permaneció constante.
¿Por qué tenemos una visión tan distorsionada de la era de los llamados barones ladrones? Una razón es que la prensa popular de ese momento difundió esa visión. Curiosamente, Ida Tarbell, la famosa periodista de escándalos que dio a Rockefeller su mala prensa6, no era una observadora desinteresada. En su vida temprana, ella había visto a su padre, un productor y refinador de petróleo, perder en competencia con Rockefeller. Su padre había ido progresando, y su familia, como resultado de esto, disfrutaba de “lujos de los que nunca habíamos escuchado”7. Todo eso llegó a su fin y Tarbell nunca perdonó a Rockefeller.
De hecho, prácticamente nada del impulso por las leyes antimonopolio provino de los consumidores. Gran parte de este provino de pequeños productores que habían sido desplazados del mercado por la competencia. No querían más competencia; querían menos. DiLorenzo cita a uno de los “destructores de trusts”, el congresista William Mason, quien admitió que los trusts eran buenos para los consumidores. Lo que no le gustaba era que cuando los grandes trusts bajaban los precios, las empresas pequeñas se quedaban fuera del negocio. Mason dijo:
“Los trusts han hecho los productos más baratos, han reducido los precios; pero si el precio del petróleo, por ejemplo, se redujera a un centavo por barril, no corregiría el daño causado a las personas de este país por los trusts que destruyeron la competencia legítima y apartaron a hombres honestos de empresas legítimas de negocios”.8
En resumen, los barones ladrones, al menos aquellos cuyas acciones tienden a ser destacadas, no eran ni ladrones ni barones.
Pero, ¿por qué es así? ¿Por qué es que los trusts de finales del siglo XIX prosperaron, no monopolizando sino compitiendo ferozmente? Allí yace la lección de economía. Como el difunto economista de la Universidad de Chicago, George Stigler, quien ganó el premio nobel en 1982, señaló, “Los monopolios y y casi monopolios perdurables más importantes en EE.UU. dependen políticas del estado”9. Esto es así porque si el estado no impide la entrada, las ganancias altas de las firmas con poder de mercado atraen a nuevos entrantes y nueva competencia, de la misma forma que la miel atrae a las hormigas. Como lo expresé en el décimo punto de mi artículo “Ten Pillars of Economic Wisdom”10, parafraseando a Stigler, “La competencia es una melaza resistente, no una flor delicada”.
Stigler se centró en la competencia de precios, pero el difunto economista austriaco Joseph Schumpeter enfatizó lo que vio, correctamente, como una fuente aun más importante de la competencia. Schumpeter escribió:
“En la realidad capitalista, diferente a su imagen en los libros de texto, no es ese tipo de competencia la que cuenta, sino la competencia que surge de la nueva mercancía, la nueva tecnología, la nueva fuente de suministros, el nuevo tipo de organización (la unidad de control a mayor escala por ejemplo) —competencia que posee un costo decisivo o una ventaja en calidad, y que ataca, no los márgenes de las ganancias y las producciones de las firmas existentes, sino sus cimientos y sus vidas mismas”.11
El término memorable de Schumpeter para este tipo de competencia fue “destrucción creativa” –“creativa” porque la nueva mercancía, tecnología, etc., creaba un nuevo producto o servicio y “destrucción” porque destruía al viejo. Piense de nuevo en Rockefeller. Creó un kerosene más seguro y un oleoducto para transportar su petróleo. Haciendo esto, destruyó a muchos competidores pequeños –y benefició a los consumidores estadounidenses. Nos convendría tener más “barones ladrones” como estos.

Los barones ladrones: ni barones ni ladrones

David R. Henderson explica que los supuestos "barones ladrones" como John D. Rockefeller y Cornelius Vanderbilt no crearon monopolios, sino que más bien los destruyeron beneficiando a los consumidores estadounidenses con precios más bajos.
David R. Henderson es un académico de investigación de la Hoover Institution de Stanford University y un profesor asociado de economía en la Escuela de Posgrado de Negocios y Políticas Públicas de la Escuela Naval de Posgrado en Monterey, California.
Uno de los mitos más comunes acerca de la libertad económica es que, inevitablemente, conduce a monopolios. Pregunte a las personas por qué creen eso y la probabilidad de que apunten a los trusts de finales del siglo XIX que obtuvieron grandes cuotas de mercado en sus industrias será alta. Estos trusts son el principal ejemplo para la mayoría de las personas que sostienen este punto de vista. Pregunte por los nombres específicos de los villanos que dirigían estos trusts y es probable que apunten a personas tales como Cornelius Vanderbilt y John D. Rockefeller. Incluso tienen una etiqueta para Vanderbilt, Rockefeller y otros: barones ladrones.


Saturday, July 9, 2016

Una alternativa liberal al Brexit


El Brexit ha supuesto un tsunami institucional con multitud de ideas solapadas y  contradictorias. Ni todos los partidarios de sacar al Reino Unido de la Unión Europea son xenófobos (aunque sí los hay) ni apoyar a la UE equivale abrazar la bandera de la libertad de movimientos de personas (los sirios hacinados en los campos turcos tendrían algo que decir al respecto), ni la integración entre sociedades pasa inexorablemente por la unificación política.
La unión política no es ni condición necesaria ni suficiente para que las sociedades puedan relacionarse por la vía de entretejer más y más lazos entre ellas
¿La Unión Europea es la unión de los europeos?
Una de las ideas que favorece que gran parte de la población se declare fervientemente europeísta quizá sea la de equiparar “sociedad” con “política” o “estado”, cuando en realidad la unión política no es ni condición necesaria ni suficiente para que las sociedades, a través de los individuos o grupos que la integran, puedan relacionarse por la vía de entretejer más y más lazos entre ellos. Esta idea también sirve de base para propugnar un poder político cada vez mayor: si el Estado, los políticos y burócratas, somos nosotros (el pueblo), ¿qué problema hay con su tamaño? ¿Por qué no una UE con un gobierno fuerte? ¿Qué riesgo puede haber en su deriva cada vez más intervencionista? La fusión de Estado y sociedad nos impide entender la peligrosa relación que hay entre la extensión del Poder y la preservación de la libertad del individuo (sociedad).



Desde este estrecho ángulo, no cabría otra explicación al Brexit que la de estar basada en ideas retrógradas. Por eso, ideas positivas como el incremento de las relaciones sociales, de la cooperación económica, cultural, o incluso de la unión entre europeos, solo se conciben bajo la influencia del lenguaje político.
Sin embargo, la unificación política puede suponer un peligro para la integración de las sociedades a través de una tendencia hacia la cartelización de las políticas públicas y, por tanto, a través de la falta de competencia entre Estados, lo que agranda su intervencionismo y los vuelve más poderosos sobre el individuo (la sociedad). Al respecto, uno de los ámbitos donde este peligro se percibe de un modo más claro acaso sea el de la fiscalidad. No es sólo que la UE conlleve una tendencia hacia la uniformización de las legislaciones fiscales, a la armonización al alza de los impuestos (que perjudica los intercambios y relaciones sociales entre europeos), sino que también le permite ejerce un mayor poder de negociación como bloque (también denominada 'posición común') en los foros fiscales internacionales para promover mayores impuestos (mayor diversidad de voces e intereses podría dar pie a mayor competencia fiscal dentro de estos foros que terminan por delinear los sistemas fiscales que padecemos). Y no es sólo el diseño de los impuestos, sino su aplicación: es mucho más fácil aplicar medidas perjudiciales desde un órgano de poder alejado de los afectados que cuando éstos se hallan más cerca del ciudadano.
La deriva hacia la centralización política no debería ser la única oferta institucional para los ciudadanos
¿Por qué es necesario una unión política y la creación de un gobierno federal de los Estados Unidos de Europa para preservar los aspectos positivos que pueda haber en la legislación comunitaria? Afirmar esto es tanto como decir que no cabe la cooperación administrativa sin unión política, cuando en realidad la cooperación entre administraciones admite mucha mayor evolución, e incluso innovación. En primer lugar, los tratado bilaterales o multilaterales puede introducir coordinación entre administraciones. Y en segundo lugar, no sólo podría haber coordinación sino competencia entre ellas, una idea proscrita en el espíritu centralizador de la UE.
Una única oferta de diseño institucional (UE) es un problema
La deriva hacia la centralización política no debería ser la única oferta institucional para los ciudadanos, y quizá, en parte por ello, haya este tipo de sentimientos anti-UE en distintos países (la crisis ha puesto en evidencia numerosos problemas). Por tanto, movimientos como el Brexit —que tanta incertidumbre introducen— deberían evitarse dando cabida a otro tipo de diseño institucional, como las administraciones basadas en las funciones y no en los territorios. Son las denominadas  jurisdicciones concurrentes, un tipo de administraciones que cubren determinados servicios públicos específicos, que no emanan de un único gobierno en el territorio donde se aplican y que además poseen poder tributario propio para financiarse.
¿Estas administraciones son tan irreales como parecen? No. Pongamos un ejemplo, aunque imperfecto, de la idea de administraciones que compiten entre ellas y que no se basan en el territorio o la nación y sí en la función: la educación. En el sistema español, centralizado en las comunidades autónomas, cabe la posibilidad de que los centros educativos se rijan por las normas españolas, o bien por las de otros estados, deviniendo entonces centros extranjeros que pueden homologarse (legalizarse) como centro educativo en España. Aunque en última instancia la legalización del centro la regula y depende del Estado español (comunidades autónomas), las normas por las que se rija el centro pueden ser las del estado británico, estadounidense, alemán, francés, italiano, etc.: esto es, aquellos estados con los que el Reino de España tenga firmado un convenio educativo internacional. El promotor o propietario de centros educativos tiene, hasta cierto punto, la posibilidad de elegir qué marco legal le conviene más —en función de su visión pedagógica o empresarial— entre una (limitada) variedad de administraciones que concurren y compiten entre sí. Son administraciones que como decimos, no se basan totalmente en el territorio sino en el servicio en sí, y que se autofinancian total o parcialmente autónomamente.
Introducir competencia o cierta empresarialidad política obligaría a que los gobernantes se esforzaran más en adecuar sus actividades a los gobernados
¿Por qué no ampliar esto a muchas más áreas y servicios públicos? ¿Siempre tenemos que concentrar todo el poder político y burocrático basándonos o en el terruño o en el Proyecto Europeo? ¿Por qué no trascender debates anquilosados en los dos últimos siglos e introducir cierta innovación en las administraciones públicas? La respuesta es obvia: introducir competencia o cierta empresarialidad política (valga el oxímoron) obligaría a que los gobernantes se esforzaran más en adecuar sus actividades a los gobernados, con serio riesgo de ir perdiendo poco a poco el poder que hoy detentan.
Conclusión
Para mantener las libertades que la UE ha traído no es necesario la creación de un gobierno federal y una política común. La integración de los europeos no debería someterse a un chantaje por parte de los eurócratas, sino, simplemente, permitirse y facilitarse, dando entrada a administraciones más acordes con los nuevos tiempos. Esperemos que los políticos que han de lidiar con este toro no introduzcan más incertidumbre de la que ya han creado.

Una alternativa liberal al Brexit


El Brexit ha supuesto un tsunami institucional con multitud de ideas solapadas y  contradictorias. Ni todos los partidarios de sacar al Reino Unido de la Unión Europea son xenófobos (aunque sí los hay) ni apoyar a la UE equivale abrazar la bandera de la libertad de movimientos de personas (los sirios hacinados en los campos turcos tendrían algo que decir al respecto), ni la integración entre sociedades pasa inexorablemente por la unificación política.
La unión política no es ni condición necesaria ni suficiente para que las sociedades puedan relacionarse por la vía de entretejer más y más lazos entre ellas
¿La Unión Europea es la unión de los europeos?
Una de las ideas que favorece que gran parte de la población se declare fervientemente europeísta quizá sea la de equiparar “sociedad” con “política” o “estado”, cuando en realidad la unión política no es ni condición necesaria ni suficiente para que las sociedades, a través de los individuos o grupos que la integran, puedan relacionarse por la vía de entretejer más y más lazos entre ellos. Esta idea también sirve de base para propugnar un poder político cada vez mayor: si el Estado, los políticos y burócratas, somos nosotros (el pueblo), ¿qué problema hay con su tamaño? ¿Por qué no una UE con un gobierno fuerte? ¿Qué riesgo puede haber en su deriva cada vez más intervencionista? La fusión de Estado y sociedad nos impide entender la peligrosa relación que hay entre la extensión del Poder y la preservación de la libertad del individuo (sociedad).