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Wednesday, December 21, 2016

La muerte de Fidel

La muerte de Fidel

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Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
El 1 de enero de 1959, al enterarme de que Fulgencio Batista había huido de Cuba, salí con unos amigos latinoamericanos a celebrarlo en las calles de París. El triunfo de Fidel Castro y los barbudos del Movimiento 26 de Julio contra la dictadura parecía un acto de absoluta justicia y una aventura comparable a la de Robin Hood. El líder cubano había prometido una nueva era de libertad para su país y para América Latina y su conversión de los cuarteles de la isla en escuelas para los hijos de los guajiros parecía un excelente comienzo.


En noviembre de 1962 fui por primera vez a Cuba, enviado por la Radiotelevisión Francesa en plena crisis de los cohetes. Lo que vi y oí en la semana que pasé allí —los Sabres norteamericanos sobrevolando el Malecón de La Habana y los adolescentes que manejaban los cañones antiaéreos llamados “bocachicas” apuntándolos, la gigantesca movilización popular contra la invasión que parecía inminente, el estribillo que los milicianos coreaban por las calles (“Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”) protestando por la devolución de los cohetes— redobló mi entusiasmo y solidaridad con la Revolución. Hice una larga cola para donar sangre e Hilda Gadea, la primera mujer del Che Guevara, que era peruana, me presentó a Haydée Santamaría, que dirigía la Casa de las Américas. Esta me incorporó a un Comité de Escritores con el que, en la década de los sesenta, me reuní cinco veces en la capital cubana. A lo largo de esos 10 años mis ilusiones con Fidel y la Revolución se fueron apagando hasta convertirse en críticas abiertas y, luego, la ruptura final, cuando el caso Padilla.
Mi primera decepción, las primeras dudas (“¿no me habré equivocado?”) ocurrieron a mediados de los sesenta, cuando se crearon las UMAP, un eufemismo —las Unidades Militares de Ayuda a la Producción— para lo que eran, en verdad, campos de concentración donde el Gobierno cubano encerró, mezclados, a disidentes, delincuentes comunes y homosexuales. Entre estos últimos cayeron varios muchachos y muchachas de un grupo literario y artístico llamado El Puente, dirigido por el poeta José Mario, a quien yo conocía. Era una injusticia flagrante, porque estos jóvenes eran todos revolucionarios, confiados en que la Revolución no sólo haría justicia social con los obreros y los campesinos sino también con las minorías sexuales discriminadas. Víctima todavía del célebre chantaje —“no dar armas al enemigo”— me tragué mis dudas y escribí una carta privada a Fidel, pormenorizándole mi perplejidad sobre lo que ocurría. No me contestó pero al poco tiempo recibí una invitación para entrevistarme con él.
Fue la única vez que estuve con Fidel Castro; no conversamos, pues no era una persona que admitiera interlocutores, sólo oyentes. Pero las 12 horas que lo escuchamos, de ocho de la noche a las ocho de la mañana del día siguiente, la decena de escritores que participamos de aquel encuentro nos quedamos muy impresionados con esa fuerza de la naturaleza, ese mito viviente, que era el gigante cubano. Hablaba sin parar y sin escuchar, contaba anécdotas de la Sierra Maestra saltando sobre la mesa, y hacía adivinanzas sobre el Che, que estaba aún desaparecido, y no se sabía en qué lugar de América reaparecería, al frente de la nueva guerrilla. Reconoció que se habían cometido algunas injusticias con las UMAP —que se corregirían— y explicó que había que comprender a las familias guajiras, cuyos hijos, becados en las nuevas escuelas, se veían a veces molestados por “los enfermitos”. Me impresionó, pero no me convenció. Desde entonces, aunque en el silencio, fui advirtiendo que la realidad estaba muy por debajo del mito en que se había convertido Cuba.
La ruptura sobrevino cuando estalló el caso del poeta Heberto Padilla, a comienzos de 1970. Era uno de los mejores poetas cubanos, que había dejado la poesía para trabajar por la Revolución, en la que creía con pasión. Llegó a ser viceministro de Comercio Exterior. Un día comenzó a hacer críticas —muy tenues— a la política cultural del Gobierno. Entonces se desató una campaña durísima contra él en toda la prensa y fue arrestado. Quienes lo conocíamos y sabíamos de su lealtad con la Revolución escribimos una carta —muy respetuosa— a Fidel expresando nuestra solidaridad con Padilla. Entonces, este reapareció en un acto público, en la Unión de Escritores, confesando que era agente de la CIA y acusándonos también a nosotros, los que lo habíamos defendido, de servir al imperialismo y de traicionar a la Revolución, etcétera. Pocos días después firmamos una carta muy crítica a la Revolución cubana (que yo redacté) en que muchos escritores no comunistas, como Jean Paul Sartre, Susan Sontag, Carlos Fuentes y Alberto Moravia tomamos distancia con la Revolución que habíamos hasta entonces defendido. Este fue un pequeño episodio en la historia de la Revolución cubana que para algunos, como yo, significó mucho. La revaluación de la cultura democrática, la idea de que las instituciones son más importantes que las personas para que una sociedad sea libre, que sin elecciones, ni periodismo independiente, ni derechos humanos, la dictadura se instala y va convirtiendo a los ciudadanos en autómatas, y se eterniza en el poder hasta coparlo todo, hundiendo en el desánimo y la asfixia a quienes no forman parte de la privilegiada nomenclatura.
¿Está Cuba mejor ahora, luego de los 57 años que estuvo Fidel Castro en el poder? Es un país más pobre que la horrenda sociedad de la que huyó Batista aquel 31 de diciembre de 1958 y tiene el triste privilegio de ser la dictadura más larga que ha padecido el continente americano. Los progresos en los campos de la educación y la salud pueden ser reales, pero no deben haber convencido al pueblo cubano en general, pues, en su inmensa mayoría, aspira a huir a Estados Unidos, aunque sea desafiando a los tiburones. Y el sueño de la nomenclatura es que, ahora que ya no puede vivir de las dádivas de la quebrada Venezuela, venga el dinero de Estados Unidos a salvar a la isla de la ruina económica en que se debate. Hace tiempo que la Revolución dejó de ser el modelo que fue en sus comienzos. De todo ello sólo queda el penoso saldo de los miles de jóvenes que se hicieron matar por todas las montañas de América tratando de repetir la hazaña de los barbudos del Movimiento 26 de Julio. ¿Para qué sirvió tanto sueño y sacrifico? Para reforzar a las dictaduras militares y atrasar varias décadas la modernización y democratización de América Latina.
Eligiendo el modelo soviético, Fidel Castro se aseguró en el poder absoluto por más de medio siglo; pero deja un país en ruinas y un fracaso social, económico y cultural que parece haber vacunado de las utopías sociales a una mayoría de latinoamericanos que, por fin, luego de sangrientas revoluciones y feroces represiones, parece estar entendiendo que el único progreso verdadero es el que hace avanzar la libertad al mismo tiempo que la justicia, pues sin aquella este no es más un fugitivo fuego fatuo.
Aunque estoy seguro de que la historia no absolverá a Fidel Castro, no dejo de sentir que con él se va un sueño que conmovió mi juventud, como la de tantos jóvenes de mi generación, impacientes e impetuosos, que creíamos que los fusiles podían hacernos quemar etapas y bajar más pronto el cielo hasta confundirlo con la tierra. Ahora sabemos que aquello sólo ocurre en el sueño y en las fantasías de la literatura, y que en la realidad, más áspera y más cruda, el progreso verdadero resulta del esfuerzo compartido y debe estar signado siempre por el avance de la libertad y los derechos humanos, sin los cuales no es el paraíso sino el infierno el que se instala en este mundo que nos tocó.
Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2016.
© Mario Vargas Llosa, 2016.
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La muerte de Fidel

La muerte de Fidel

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Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
El 1 de enero de 1959, al enterarme de que Fulgencio Batista había huido de Cuba, salí con unos amigos latinoamericanos a celebrarlo en las calles de París. El triunfo de Fidel Castro y los barbudos del Movimiento 26 de Julio contra la dictadura parecía un acto de absoluta justicia y una aventura comparable a la de Robin Hood. El líder cubano había prometido una nueva era de libertad para su país y para América Latina y su conversión de los cuarteles de la isla en escuelas para los hijos de los guajiros parecía un excelente comienzo.

Monday, December 5, 2016

El abismo entre Castro y Fidel

Continue reading the main storyFoto
Dos residentes miran a través de las ventanas de su casa en La Habana, Cuba, el sábado 26 de noviembre, un día después de la muerte de Fidel Castro. CreditRamon Espinosa/Associated Press
Sus manos son muy blancas y sus dedos son largos, como de brujo. Sus dientes son amarillos. Yo tengo diez años —1999 o 2000— y estoy muy nervioso: de pie frente a un micrófono, él frente a otro. Miro su uniforme, sus botas y su zambrán. Él me pregunta qué quiero ser de grande y le digo, por decir algo, que médico. Él se alegra. Le gustan los médicos. Es lo que más le gusta. Es su carta de presentación.


Estamos en televisión, en cadena nacional para todo el país. Hablamos un par de minutos. El resto de los pioneros escucha con atención. También las maestras. Las maestras tienen el mal gusto de reprender si uno dice algo fuera de tono delante de las visitas. Pero yo no digo nada demasiado atrevido. Luego me abraza y creo que me besa. Lo quiero mucho, tanto.
Pasan los años, es 31 de julio de 2006, estoy en la sala de mi casa y se interrumpe la programación televisiva. Un presentador hosco anuncia que Fidel Castro se ha enfermado y que su vida peligra. Mi padre me acompaña. Mi padre ha hecho un largo recorrido para llegar a esta noche. Creció en una casa de guano con piso de tierra, se fue a Angola de misión internacionalista, se graduó de Medicina y ahora fuma, aplasta el tabaco en el cenicero, se hunde en el asiento y llora.
La imagen es impresionante porque lo único que se mueve en su cuerpo son las lágrimas. Todo él un músculo tieso, comprimido, que de repente se empieza a desbordar, como un corte mínimo y elegante en la piel. Yo intento imitarlo. Hago pucheros, pero no hay nada en mí que tenga que ser vertido. Me mojo los dedos con saliva y me embarro los lagrimales con disimulo.
Nadie como Fidel Castro logró abrir una distancia tan insondable entre su nombre y su apellido, entre las cargas semánticas de ambos. Partió su país a la mitad, y hubo gente que se cobijó en su nombre, hubo gente que se exilió en su apellido, y hubo gente que se fue por el despeñadero. Yo vengo de ahí, de esa fractura.
En noventa años tuvo muchas muertes y sobrevidas. Fue, sucesiva y a veces simultáneamente, el guerrillero romántico, el nacionalista revolucionario, el campeón del pueblo, el líder carismático y mesiánico, el estadista audaz, el marxista convencido, el caudillo latinoamericano de fusta y espuela, el estalinista feroz, el dictador megalómano.
Aquella noche de 2006, moría el peor Fidel Castro de todos, un gobernante obstinado y diletante, y nacía el más inofensivo, una sombra decrépita que se gastó los últimos diez años de vida física trazando —con la misma voluntad de hierro de todas sus empresas— la caricatura de sí mismo, publicando panegíricos y galimatías tragicómicos en las páginas de la prensa nacional.
Ese es el Fidel Castro de mi vida adulta, un sujeto que en la discusión de su legado no puntúa. No hay pathos en nuestra relación, aunque a mis diez años él me haya hecho creer que sí y aunque así lo hubiera querido yo en 2006. Todo el mundo va a enterrar ahora al Fidel Castro que siente, que debe y que quiere enterrar. Pero lo único que ha muerto —muertas ya todas las figuras anteriores— es el anciano consumido y encorvado, con los ojos hundidos, la mirada vidriosa y el peso insoportable de sus cadáveres encima.
Esto quizás pueda entenderse como un pulso generacional. Visto el odio o el amor que es capaz de despertar, y sabiendo por mi cuenta cómo huelen el amor o el odio, sé que estuvimos muy lejos de ese punto. Los sentimientos que Fidel Castro me inspira son diluidos, volátiles, ropa de segunda mano. Me inspiran más bien las reacciones de las personas a las que Fidel Castro les inspiró algo: la rabia preciosa de Reinaldo Arenas, las lágrimas hondas de mi padre.
He vivido el fin de un régimen, y nadie que verdaderamente haya creído alguna vez en la Revolución justiciera puede decir, si es honesto, que esta catástrofe es su legado. El silencio de La Habana, el primer día del después, es proverbial. La alegría de Miami es predecible. Ambas son obras suyas. Es profundamente desolador, pero también significativo, que después de tanto Cuba se encuentre en estado tribal, sin nada edificante que decirse a sí misma y sin deseos tampoco de decírselo.
Fidel Castro, que fue muchas cosas —incluso, en los últimos años, su reverso—, ha zarpado definitivamente este 25 de noviembre de 2016, justo 60 años después de que el yate Granma zarpara de las costas de Tuxpan, México. Si la profecía se cumple, va a pasar siete días en el mar de la muerte, y luego tocará tierra en algún lugar.

El abismo entre Castro y Fidel

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Dos residentes miran a través de las ventanas de su casa en La Habana, Cuba, el sábado 26 de noviembre, un día después de la muerte de Fidel Castro. CreditRamon Espinosa/Associated Press
Sus manos son muy blancas y sus dedos son largos, como de brujo. Sus dientes son amarillos. Yo tengo diez años —1999 o 2000— y estoy muy nervioso: de pie frente a un micrófono, él frente a otro. Miro su uniforme, sus botas y su zambrán. Él me pregunta qué quiero ser de grande y le digo, por decir algo, que médico. Él se alegra. Le gustan los médicos. Es lo que más le gusta. Es su carta de presentación.

Friday, December 2, 2016

Eduardo Goligorsky. Fidel en el pudridero

Fidel Castro ya estaba en el pudridero de la Historia desde hace mucho tiempo. Desde que, pocos días después de haber instalado en la presidencia de Cuba, tras el triunfo de la revolución, a Manuel Urrutia Lleó, un político liberal que había sido su abogado defensor durante el juicio por el asalto al cuartel Moncada, lo destituyó y lo envió al exilio. Fue un fugaz simulacro de tránsito a la democracia que duró un suspiro.


Vínculos con el narcotráfico

Fidel Castro empuñó acto seguido el timón de la autocracia comunistaacompañado por su hermano Raúl, Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos. Cienfuegos fue el primero que desapareció en un sospechoso accidente. El caudillo supremo inauguró el periodo macabro del paredón, envió a presidio a los comandantes de la guerrilla que no se sometieron a sus caprichos, estimuló los delirios psicopáticos de su competidor el Che para que fuera a morir en la selva, persiguió sin tregua a los intelectuales con criterio propio, a los homosexuales y a los viejos comunistas como Aníbal Escalante que le conocían las mañas.
Al general Arnaldo Ochoa, héroe de la revolución, y al coronel De la Guardia los hizo fusilar porque conocían mucho más que sus mañas: sus vínculos con el narcotráfico.

Cúmulo de infamias

El cúmulo de infamias –entre las que no fueron las menores el someter a los cubanos a un estricto régimen de privaciones y el colocar el mundo al filo de la guerra nuclear para complacer a los colonizadores soviéticos– no disuadió a una pléyade de intelectuales latinoamericanos –y europeos y estadounidenses– de rendir humillante pleitesía a quien las perpetraba. A la cabeza de ellos se colocó Gabriel García Márquez, huésped privilegiado del dictador.
No menos serviles fueron dos uruguayos: el ideólogo de los tupamaros Eduardo Galeano y el poeta proselitista Mario Benedetti, aunque este último no soportó vivir mucho tiempo en la isla, donde el régimen le había reservado un puesto de amanuense. El poeta argentino multipremiado Juan Gelman no se conformó con cantar las excelencias de la dictadura castrista y se convirtió en oficial de la guerrilla montonera, financiada, entrenada y armada por especialistas cubanos. Gelman salvó el pellejo aunque sus camaradas lo condenaron a muerte por indisciplina, pero fueron miles los jóvenes que dieron la vida engañados por los falsarios y deslumbrados por el mito que hoy descansa donde merece estar: en el pudridero.

Atmósfera truculenta

Y para rematar, el diario argentino Página 12, receptáculo de la nostalgia montonera, publica un panegírico del sátrapa firmado por la enjuiciada cleptócrata Cristina Fernández de Kirchner. En él evoca sus encuentros y los de su difunto esposo con el finado, y esa suma de conversaciones sigilosas le llega al lector, una vez más, envuelta en la atmósfera truculenta del pudridero.

Eduardo Goligorsky. Fidel en el pudridero

Fidel Castro ya estaba en el pudridero de la Historia desde hace mucho tiempo. Desde que, pocos días después de haber instalado en la presidencia de Cuba, tras el triunfo de la revolución, a Manuel Urrutia Lleó, un político liberal que había sido su abogado defensor durante el juicio por el asalto al cuartel Moncada, lo destituyó y lo envió al exilio. Fue un fugaz simulacro de tránsito a la democracia que duró un suspiro.

Monday, November 28, 2016

Fidel Castro ha muerto, larga vida a Fidel

Ángel Soto estima que la muerte de Fidel Castro no eliminará su influencia alrededor de la región.


Ángel Soto
 
es Profesor dela Facultad de Comunicación de la Universidad de los Andes (Chile).
Fidel Castro is dead!”, escribió en su cuenta twitter el presidente electo de los Estados Unidos Donald J. Trump a las pocas horas de conocerse la noticia quizás más esperada que tengamos recuerdo. Los medios de comunicación desempolvaron finalmente los especiales periodísticos que tenían listos y comenzó la cultura del espectáculo con los homenajes de sus partidarios y las celebraciones de los detractores, probando de paso que Fidel no ha muerto, sino que al contrario, hay larga vida para Fidel.
Tras la revolución de 1959, fue el propio poeta chileno Pablo Neruda quien antes de enemistarse con el líder revolucionario le escribió en su Canción de gesta en 1960:


“Fidel, Fidel, los pueblos te agradecen
palabras en acción y hechos que cantan,
por eso desde lejos te he traído
una copa de vino de mi patria:
es la sangre de un pueblo subterráneo
que llega de la sombra a tu garganta,
son mineros que viven hace siglos
sacando fuego de la tierra helada”

“… Y están contigo porque representas
todo el honor de nuestra lucha larga
y si cayera Cuba caeríamos,
y vendríamos para levantarla…
Y si se atreven a tocar la frente
de Cuba por tus manos libertada
encontrarán los puños de los pueblos,
sacaremos las armas enterradas:
la sangre y el orgullo acudirán
a defender a Cuba bienamada”
Hace unos años tuve el honor de no sólo de conocer, sino que compartir con Húber Matos, uno de los comandantes de la revolución que encabezó una de las columnas en contra del dictador Fulgencio Batista, pero que después se convertiría en el símbolo de aquellos que no querían que la revolución se desviara… por el camino comunista.
“¿Qué te paso Fidel?”, fue una de las preguntas que nos relato esa larga noche, quien escribiera años después en sus memorias Cómo llegó la noche (2002) el precio que debió pagar por pensar distinto a los Castro.
El escritor argentino Marcos Aguinis, recrea en su maravillosa novela La pasión según Carmela(2008) como pudo ser ese encuentro entre los dos líderes de la revolución:
“Hemos hecho la revolución con fines transparentes —dijo Húber a Castro en el más amable tono posible, sin atender las súplicas de Carmela—. La gente grita ‘fidelismo sí, comunismo no’. Tú conoces la diferencia y la encarnas. Fidelismo significa democracia libertad con justicia social, en cambio comunismo significa justicia social sin democracia ni libertad…. El pueblo no quiere comunismo, sino fidelismo…
-Castro sonrió: No temas, Húber…” (La pasión según Carmela, Editorial Sudamericana, p. 146).
El propio Húber Matos lo recordó:
“De repente, Raúl toma una actitud grave y dice:
—Para que la Revolución triunfe hace falta una ‘noche de cuchillos largos’ que corte muchas cabezas de nuestros enemigos.
Le respondo:
—Imagino que no estarás hablando en serio porque eso no encaja en los planes de la Revolución.
—Pues sí. Sin una noche de San Bartolomé, las dificultades que vamos a encontrar de aquí en adelante van a ser muchas” (Cómo llegó la noche, Tusquets editores, p. 327).
Matos fue una de esas víctimas. ¿Alguien más se atreverá a ir contra la dictadura que se imponía? Sí, miles de cubanos que salieron rápidamente casi con lo puesto, y miles de compatriotas que en balsas les seguirían en búsqueda de la libertad.
Transcurridas algunas horas de la noticia que marcará una nueva fecha en la historia reciente, la muerte de Fidel un 25 de noviembre de 2016 y vistas las reacciones de los líderes políticos, seguidores, detractores —que sólo el mundo libre puede permitir— no hay duda que las ideas de Castro seguirán presentes, inspirando a miles —especialmente jóvenes seguramente latinoamericanos— y el Dictador —sí, con D mayúscula— pasará de leyenda viviente al panteón de las “estatuas”, para unos como un héroe, para muchos como un villano.
Muchos se preguntan en estas horas, ¿cómo será Cuba, como será Latinoamérica sin Fidel? La pregunta es errónea, pues aquí no habrá huérfanos, su padre seguirá siéndolo y estando presente.
“Compañero Dictador Fidel Castro, ahora y siempre… presente”.

Fidel Castro ha muerto, larga vida a Fidel

Ángel Soto estima que la muerte de Fidel Castro no eliminará su influencia alrededor de la región.


Ángel Soto
 
es Profesor dela Facultad de Comunicación de la Universidad de los Andes (Chile).
Fidel Castro is dead!”, escribió en su cuenta twitter el presidente electo de los Estados Unidos Donald J. Trump a las pocas horas de conocerse la noticia quizás más esperada que tengamos recuerdo. Los medios de comunicación desempolvaron finalmente los especiales periodísticos que tenían listos y comenzó la cultura del espectáculo con los homenajes de sus partidarios y las celebraciones de los detractores, probando de paso que Fidel no ha muerto, sino que al contrario, hay larga vida para Fidel.
Tras la revolución de 1959, fue el propio poeta chileno Pablo Neruda quien antes de enemistarse con el líder revolucionario le escribió en su Canción de gesta en 1960: