Sus manos son muy blancas y sus dedos son largos, como de brujo. Sus dientes son amarillos. Yo tengo diez años —1999 o 2000— y estoy muy nervioso: de pie frente a un micrófono, él frente a otro. Miro su uniforme, sus botas y su zambrán. Él me pregunta qué quiero ser de grande y le digo, por decir algo, que médico. Él se alegra. Le gustan los médicos. Es lo que más le gusta. Es su carta de presentación.
Estamos en televisión, en cadena nacional para todo el país. Hablamos un par de minutos. El resto de los pioneros escucha con atención. También las maestras. Las maestras tienen el mal gusto de reprender si uno dice algo fuera de tono delante de las visitas. Pero yo no digo nada demasiado atrevido. Luego me abraza y creo que me besa. Lo quiero mucho, tanto.
Pasan los años, es 31 de julio de 2006, estoy en la sala de mi casa y se interrumpe la programación televisiva. Un presentador hosco anuncia que Fidel Castro se ha enfermado y que su vida peligra. Mi padre me acompaña. Mi padre ha hecho un largo recorrido para llegar a esta noche. Creció en una casa de guano con piso de tierra, se fue a Angola de misión internacionalista, se graduó de Medicina y ahora fuma, aplasta el tabaco en el cenicero, se hunde en el asiento y llora.
La imagen es impresionante porque lo único que se mueve en su cuerpo son las lágrimas. Todo él un músculo tieso, comprimido, que de repente se empieza a desbordar, como un corte mínimo y elegante en la piel. Yo intento imitarlo. Hago pucheros, pero no hay nada en mí que tenga que ser vertido. Me mojo los dedos con saliva y me embarro los lagrimales con disimulo.
Nadie como Fidel Castro logró abrir una distancia tan insondable entre su nombre y su apellido, entre las cargas semánticas de ambos. Partió su país a la mitad, y hubo gente que se cobijó en su nombre, hubo gente que se exilió en su apellido, y hubo gente que se fue por el despeñadero. Yo vengo de ahí, de esa fractura.
En noventa años tuvo muchas muertes y sobrevidas. Fue, sucesiva y a veces simultáneamente, el guerrillero romántico, el nacionalista revolucionario, el campeón del pueblo, el líder carismático y mesiánico, el estadista audaz, el marxista convencido, el caudillo latinoamericano de fusta y espuela, el estalinista feroz, el dictador megalómano.
Aquella noche de 2006, moría el peor Fidel Castro de todos, un gobernante obstinado y diletante, y nacía el más inofensivo, una sombra decrépita que se gastó los últimos diez años de vida física trazando —con la misma voluntad de hierro de todas sus empresas— la caricatura de sí mismo, publicando panegíricos y galimatías tragicómicos en las páginas de la prensa nacional.
Ese es el Fidel Castro de mi vida adulta, un sujeto que en la discusión de su legado no puntúa. No hay pathos en nuestra relación, aunque a mis diez años él me haya hecho creer que sí y aunque así lo hubiera querido yo en 2006. Todo el mundo va a enterrar ahora al Fidel Castro que siente, que debe y que quiere enterrar. Pero lo único que ha muerto —muertas ya todas las figuras anteriores— es el anciano consumido y encorvado, con los ojos hundidos, la mirada vidriosa y el peso insoportable de sus cadáveres encima.
Esto quizás pueda entenderse como un pulso generacional. Visto el odio o el amor que es capaz de despertar, y sabiendo por mi cuenta cómo huelen el amor o el odio, sé que estuvimos muy lejos de ese punto. Los sentimientos que Fidel Castro me inspira son diluidos, volátiles, ropa de segunda mano. Me inspiran más bien las reacciones de las personas a las que Fidel Castro les inspiró algo: la rabia preciosa de Reinaldo Arenas, las lágrimas hondas de mi padre.
He vivido el fin de un régimen, y nadie que verdaderamente haya creído alguna vez en la Revolución justiciera puede decir, si es honesto, que esta catástrofe es su legado. El silencio de La Habana, el primer día del después, es proverbial. La alegría de Miami es predecible. Ambas son obras suyas. Es profundamente desolador, pero también significativo, que después de tanto Cuba se encuentre en estado tribal, sin nada edificante que decirse a sí misma y sin deseos tampoco de decírselo.
Fidel Castro, que fue muchas cosas —incluso, en los últimos años, su reverso—, ha zarpado definitivamente este 25 de noviembre de 2016, justo 60 años después de que el yate Granma zarpara de las costas de Tuxpan, México. Si la profecía se cumple, va a pasar siete días en el mar de la muerte, y luego tocará tierra en algún lugar.