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Tuesday, June 21, 2016

No sólo tuvimos a los de la Escuela de Salamanca


Con la repetición de las elecciones a la vuelta de la esquina, y ya desde antes de que empezase oficialmente la campaña electoral, no puede uno sustraerse de las mil y una propuestas de los políticos de todo signo sobre lo que quieren hacer con nuestro país, y, especialmente, las mil y una medidas que van a aplicar para garantizar una vida mejor para todos. Las propuestas de todos ellos (salvando alguna honrosa excepción, por lo demás, minoritaria) concibe el problema económico como un simple problema de asignación de recursos “dados”, suponiendo, por tanto, un conocimiento de los fines y de los medios de los agentes, de forma que el problema económico queda reducido a un problema técnico de mera asignación, maximización u optimización, sometido a unas restricciones que se suponen también conocidas. De ahí que los políticos, que se creen más listos que nadie, estén convencidos de tener en su poder todas las recetas.



En el foro en el que aparece el presente artículo, todos estamos familiarizados con el papel esencial que la Escuela Austríaca de Economía le asigna a la “empresarialidad” dentro del proceso económico, concepto contrario al de la corriente mayoritaria de la que, por desgracia, beben nuestros políticos más “destacados”. Basta, para refrescar esas ideas, con acercarse a la obra de, entre otros, el flamante X Premio Juan de Mariana, Jesús Huerta de Soto.
Mi intención en este artículo es, precisamente, rescatar el pensamiento económico de un compatriota nuestro del siglo XVIII cuyas ideas sobre temas económicos entroncan directamente con los “economistas clásicos” y en cuyo seno se encuentran, claramente, ideas o intuiciones que después desarrollarán corrientes de pensamiento como la Escuela Austríaca, arriba citada. Un ejemplo es la idea que este autor español tenía del concepto de la “información” necesaria para el desarrollo económico, y que podemos relacionar, directamente, con lo que los austríacos denominan “empresarialidad”. Me refiero a Jovellanos, generalmente conocido por su obra literaria, pero de cuyos ensayos económicos poco saben los no especialistas, a pesar de que se trate de un pensamiento muy rico y en el que ya se perfilan muchas de las ideas que se desarrollarán más de un siglo después.
En efecto, en una de sus obras económicas esenciales, su “Informe de Ley Agraria” (1795), Jovellanos enumera, uno a uno, los “estorbos” económicos que él veía en la economía (eminentemente agraria) de su época, y las medidas que, a su juicio, se debían adoptar, en un planteamiento del que tanto deberían aprender nuestros políticos, y que tanto nos suenan a quienes comulgamos con la Escuela Austríaca. De entre ellos, uno de los principales es la idea de “empresarialidad” que subyace en su planteamiento, y la necesidad de fomentar una educación que ayude a desarrollar ese rasgo de los agentes económicos.
Para la Escuela Austríaca, y resumiendo mucho, se entiende por empresario  al sujeto que actúa para modificar las circunstancias del presente y conseguir sus propios y personales objetivos o fines, a través de los medios escasos que subjetivamente considera más adecuados, de acuerdo con un plan y desarrollando su acción en el tiempo. Pero para entender la naturaleza de dicha función empresarial es imprescindible tener presente el papel esencial que juega la información o conocimiento que posee el actor; una información que le sirve, en primer lugar, para percibir o darse cuenta de nuevos fines y medios, y que, por otra parte, modifica los esquemas mentales o de conocimiento que posee el propio sujeto. De esta forma, si el problema económico de la sociedad se concreta, principalmente, en la pronta adaptación a los cambios según las circunstancias particulares de tiempo y lugar -para poder alcanzar, cada vez, situaciones menos insatisfactoria para el individuo, de acuerdo con la evolución de sus fines y la distinta utilidad subjetiva que se les reconoce a los medios escasos disponibles-, las decisiones empresariales tendrán, en principio, más éxito si son ejecutadas por quienes están familiarizados con estas circunstancias, es decir, por quienes conocen de primera mano los cambios pertinentes y los recursos disponibles de inmediato para poder ser utilizados .
Vemos, por tanto, que se hace imprescindible un conocimiento subjetivo y práctico, centrado en las circunstancias subjetivas particulares de tiempo y espacio, y que verse, como decíamos, tanto sobre los fines que pretende el actor y que él cree que persiguen el resto de actores, como sobre los medios que el actor cree tener a su alcance para lograr los citados fines. Un conocimiento, por tanto, que no es teórico, sino práctico, y que, en consecuencia, es de carácter privativo y disperso, que no es algo “dado” que se encuentre disponible para todo el mundo, sino que se encuentra “diseminado” en la mente de todos y cada uno de los hombres y mujeres que actúan y que constituyen la humanidad.
Ese es, precisamente, y en esencia, el planteamiento de Jovellanos, que, ya en la segunda mitad del XVIII, critica de forma frontal el tipo de enseñanza de su época, señalando, además, los medios que, a su juicio, garantizarían una educación acorde con las necesidades económicas de los “propietarios” y campesinos. En ese planteamiento es donde subyace, de hecho, una idea de “empresarialidad” (término que, por supuesto, Jovellanos no utiliza) cuyos rasgos son muy similares -si bien, evidentemente, mucho menos desarrollados-, a los de los austríacos:
Jovellanos destaca, por ejemplo, la falta de reconocimiento y consideración con que se trata, en su época, a las ciencias exactas, físicas, naturales y experimentales, especialmente las aplicables a la mejora de las técnicas de cultivo:
Para que los institutos propuestos sean verdaderamente útiles convendrá formar unos buenos elementos, así de ciencias matemáticas como de ciencias físicas, y singularmente de éstas últimas; unos elementos que, al mismo tiempo, reúnan cuantas verdades y conocimientos puedan ser provechosos y aplicables a los usos de la vida civil y doméstica (…)
Dígnese, pues, V.A. de restaurarlas en su antigua estima; dígnese de promoverlas de nuevo, y la agricultura correrá a su perfección. Las ciencias exactas perfeccionarán sus instrumentos, sus máquinas, su economía y sus cálculos, y los abrirán además la puerta para entrar al estudio de la naturaleza (…). La historia natural, presentándole las producciones de todo el globo, le mostrará nuevas semillas, nuevos frutos, nuevas plantas y hierbas que cultivar y acomodar a él, y nuevos individuos del reino animal que domiciliar en su recinto. Con estos auxilios descubrirá nuevos modos de mezclar, abonar y preparar la tierra, y nuevos métodos de romperla y sazonarla. Los desmontes, los desagües, los riesgos, la conservación y el beneficio de los frutos, la construcción de trojes y bodegas, de molinos, de lagares y prensas, en una palabra, la inmensa variedad de artes subalternas y auxiliares del arte grande de la agricultura, fiadas ahora a prácticas absurdas y viciosas, se perfeccionarán a la luz de estos conocimientos, que no por otra causa se llaman útiles que por el gran provecho que puede sacar el hombre de su aplicación y socorro de sus necesidades.
En su opinión, dicho cambio de mentalidad no se podía esperar de la Universidad española, anquilosada y escolástica, ni debía orientarse hacia las disquisiciones puramente teóricas, sino hacia aplicaciones prácticas y a personas directamente dedicadas y/o interesadas en la agricultura (propietarios y campesinos principalmente):
Tampoco propondrá la Sociedad que se agregue esta especie de enseñanza al plan de nuestras universidades. Mientras sean lo que son y lo que han sido hasta aquí; mientras estén dominadas por el espíritu escolástico, jamás prevalecerán en ellas las ciencias experimentales (…) tantas cátedras, en fin, que sólo sirven para hacer que superabunden los capellanes, los frailes, los médicos, los letrados, los escribanos y sacristanes mientras escasean los arrieros, los marineros, los artesanos y los labradores, ¿no estaría mejor suprimirlas, y aplicada su dotación a esta enseñanza provechosa? (…) La agricultura no necesita discípulos adoctrinados en los bancos de las aulas, ni doctores que enseñen desde las cátedras, o asentados en derredor de una mesa. Necesita de hombres prácticos y pacientes, que sepan estercolar, arar, sembrar, coger, limpiar las mieses, conservar y beneficiar los frutos, cosas que distan demasiado del espíritu de las escuelas, y que no pueden ser enseñadas con el aparato científico.
Para ello recomendaba la creación, en ciudades y villas de importancia, de centros en los que pudiesen formarse los “propietarios” (sic), así como de una enseñanza primaria, para que los campesinos aprendan a “leer, escribir y contar”, a fin de que puedan “perfeccionar las facultades de su razón y de su alma” y percibir las sublimes verdades “sencillas y palpables de la física, que conducen a la perfección de sus artes”.
En opinión del patricio asturiano, tanto los propietarios como los campesinos y los párrocos debían disponer de publicaciones de fácil comprensión, elaboradas por las Sociedades de Amigos del País, que los formaran en técnicas de preparación de la tierra y siembra, así como en el uso de mejores y más modernos instrumentos de cultivo.
Como vemos, el planteamiento que Jovellanos desarrolla en la obra da una gran importancia al conocimiento, pero entendido en un sentido amplio, sin limitarlo a la mera información teórica, pero reconociéndole a la física, a las matemáticas y a las ciencias experimentales en general, su importancia; acentuando la necesidad de que se fije en la resolución de los problemas prácticos, pero sin olvidar los teóricos; reconociendo implícitamente que no es necesario que  se conozcan todas las circunstancias, todos los acontecimientos, todos los efectos, aunque sí unos mínimos; un conocimiento dirigido a las personas directamente relacionadas con el sector en el que se va a aplicar y, por supuesto, siempre  atento a las innovaciones y mejoras, permanentes y dispersas, que se van descubriendo (en otras zonas o por otras personas), a fin de poder incorporarlas inmediatamente al proceso productivo, en un proceso que se retroalimenta.
En definitiva, un conocimiento que tiene los mismos rasgos y las mismas características que destacan los autores de la Escuela Austriaca al hablar del conocimiento propio de la función empresarial, y que, si bien Jovellanos no lo refiere a la “empresa” como estructura creadora y aglutinadora, sí lo entiende como un “intangible”, que va más allá del mero conocimiento intelectual, en sentido estricto, y que incluye otras muchas habilidades del ser humano.

No sólo tuvimos a los de la Escuela de Salamanca


Con la repetición de las elecciones a la vuelta de la esquina, y ya desde antes de que empezase oficialmente la campaña electoral, no puede uno sustraerse de las mil y una propuestas de los políticos de todo signo sobre lo que quieren hacer con nuestro país, y, especialmente, las mil y una medidas que van a aplicar para garantizar una vida mejor para todos. Las propuestas de todos ellos (salvando alguna honrosa excepción, por lo demás, minoritaria) concibe el problema económico como un simple problema de asignación de recursos “dados”, suponiendo, por tanto, un conocimiento de los fines y de los medios de los agentes, de forma que el problema económico queda reducido a un problema técnico de mera asignación, maximización u optimización, sometido a unas restricciones que se suponen también conocidas. De ahí que los políticos, que se creen más listos que nadie, estén convencidos de tener en su poder todas las recetas.


Sunday, June 19, 2016

Los principios económicos de la Constitución de 1812

Francisco Cabrillo

 
Poca duda cabe con respecto a la importancia que para nuestro país ha tenido la Constitución de Cádiz. De ella pueden, ciertamente, criticarse muchas cosas, y ya en su época hubo quien fue consciente de que, probablemente, no era el texto que la sociedad española necesitaba en aquellos momentos; y de que muchos planteamientos de la Constitución francesa de 1791, el texto que más influyó en ella, difícilmente podían ser aceptados por buena parte de la sociedad española.
Pero en la Constitución de 1812 se formularon principios muy interesantes que, con el tiempo, abrieron el camino a la institucionalización del régimen liberal y de la economía de mercado en nuestro país. Y el primero de estos principios era, sin duda, el reconocimiento del derecho de propiedad. El artículo 4 establecía la obligación de la Nación de proteger "por leyes sabias y justas" la propiedad y otros derechos básicos.



Más adelante, el texto prohibía expresamente al rey tomar la propiedad de un particular o una corporación; y si esto fuese necesario por motivos de utilidad común, al afectado se le debería indemnizar, dándole "buen cambio a bien vista de hombres buenos" (art. 172). También se establecían en la Constitución las facultades de las Cortes para hacer efectivo el principio general de la libertad en la industria, ya que, para su fomento, se consideraba que era preciso "remover los obstáculos" que la entorpecían. No fue más allá de esta idea el texto constitucional. Pero el principio tuvo gran importancia, ya que fue la base del decreto de 1813 sobre libertad de industria.
Las principales aportaciones legislativas de las Cortes de Cádiz a la economía no están en el texto de la Constitución, sino en dos decretos que aprobaron un año más tarde. El primero es el Decreto CCLIX, de fecha 8 de junio de 1813, que lleva como título "Varias medidas para el fomento de agricultura y ganadería". Lo que con este texto legal se perseguía era establecer un régimen liberal en el sector agrario. El tema es muy relevante no sólo por el hecho de que la economía española estaba –y seguiría estando durante mucho tiempo– centrada en la agricultura y la ganadería, sino porque se trataba de un sector al que se aplicaba todo tipo de regulaciones y trabas, muchas de las cuales eran vestigios vivos de la época feudal. El otro decreto realmente importante tenía como número el CCLXII y se aprobó en la misma fecha. Llevaba como título "Sobre el establecimiento de fábricas y ejercicio de cualquier industria útil" y desarrollaba el principio constitucional antes enunciado de "remover las trabas que hasta ahora han entorpecido el progreso de la industria". El texto es muy breve y consta de sólo dos artículos. En el primero se establecía el derecho de cualquier español, o extranjero avecinado en el país, a abrir cualquier clase de fábrica o establecimiento sin necesidad de permiso ni licencia alguna, con la única condición de someterse a las reglas de policía y a las normas de salubridad de los lugares en los que operara. En el segundo se afirmaba con claridad el derecho al ejercicio de cualquier industria u oficio útil, sin necesidad de examen, título o incorporación a los gremios respectivos, cuyas ordenanzas quedaban derogadas en lo que a este punto hacía referencia.
La Constitución daba, por tanto, también en este campo, el paso decisivo hacia la abolición de los gremios y la organización industrial del Antiguo Régimen. Se ha discutido mucho –desde el mismo siglo XVIII– sobre los inconvenientes que el sistema gremial suponía para el desarrollo de las manufacturas en nuestro país. Un ilustrado tan moderado en política como Jovellanos había ya defendido abiertamente el derecho de cualquier persona a dedicarse a la actividad productiva que deseara sin traba alguna. Y en los últimos años del siglo se suavizaron las condiciones de acceso a determinados oficios. Pero fueron las Cortes de Cádiz las que terminaron con un modelo de organización industrial totalmente obsoleto.
Es importante destacar que la suerte de estos decretos no fue muy diversa de la que experimentó la propia Constitución. Derogados en 1814 tras la restauración del absolutismo, volvieron a estar en vigor en 1834 y 1836 tras la muerte de Fernando VII.
Los economistas estamos hoy convencidos de que el marco institucional y legal es fundamental para el desarrollo económico; y de que unas buenas leyes y un sistema eficiente de administración de justicia son factores necesarios para la prosperidad de las naciones. Pero no son condiciones suficientes. La convulsa historia española del siglo XIX es buen ejemplo de ello.

Los principios económicos de la Constitución de 1812

Francisco Cabrillo

 
Poca duda cabe con respecto a la importancia que para nuestro país ha tenido la Constitución de Cádiz. De ella pueden, ciertamente, criticarse muchas cosas, y ya en su época hubo quien fue consciente de que, probablemente, no era el texto que la sociedad española necesitaba en aquellos momentos; y de que muchos planteamientos de la Constitución francesa de 1791, el texto que más influyó en ella, difícilmente podían ser aceptados por buena parte de la sociedad española.
Pero en la Constitución de 1812 se formularon principios muy interesantes que, con el tiempo, abrieron el camino a la institucionalización del régimen liberal y de la economía de mercado en nuestro país. Y el primero de estos principios era, sin duda, el reconocimiento del derecho de propiedad. El artículo 4 establecía la obligación de la Nación de proteger "por leyes sabias y justas" la propiedad y otros derechos básicos.