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Monday, June 27, 2016

La hora de Venezuela

La hora de Venezuela

Por Álvaro Vargas Llosa
Algo cambió -un poco, pero cuánto es ese poco- en el hemisferio sur en relación con Venezuela el 23 de junio. Ese día, a regañadientes, forzados por un secretario general que había invocado la Carta Democrática Interamericana en un informe presentado al Consejo Permanente el 30 de mayo, los países miembros de la Organización de Estados Americanos se reunieron para discutir el caso de Venezuela. Doce países aliados de Caracas trataron de impedirlo (y dos se abstuvieron), pero una amplia mayoría -un total de 20 países- aprobó el pedido de que se ventilara el informe de Luis Almagro.


En la larga lucha por incrustar el caso venezolano en la conciencia mundial, esto, a pesar de que no se llegó a conclusiones rotundas, representa un hito. El que la reunión no haya derivado en una suspensión de Venezuela, como según políticos y periodistas mal informados se pretendía, no tiene nada que ver con un fracaso de Almagro o quienes lo apoyan. Tiene que ver con el hecho de que ese no era, ni podía en caso alguno ser, el propósito de la reunión. El que no hubiese conclusiones concretas obedece a que la propia América Latina atraviesa por una transición lenta hacia algo mejor, pero todavía no se lo cree demasiado.
La Carta Interamericana prevé una serie de mecanismos para enfrentar una alteración del orden constitucional en un país que es miembro de la OEA. Están comprendidos entre los artículos 17 y 22. El proceso previsto es gradual, muy cuidadoso de las formas y de la soberanía del país afectado. Si, como ha ocurrido en este caso, el secretario general pide una reunión del Consejo Permanente invocando la Carta, hay muchas posibilidades. La de mayores consecuencias es el uso de lo “buenos oficios” de la OEA para que el país donde se ha producido la alteración restablezca la democracia bajo el estado de derecho. Si la misión fracasa, el Consejo puede pedir una reunión de la Asamblea General, que a su vez debe decidir qué hacer, incluyendo la posibilidad de nuevas gestiones diplomáticas. Si también esto fracasa, entonces la Asamblea General, y sólo ella, puede proceder a suspender al país afectado.
Nunca estuvo, pues, en el tapete la suspensión de Venezuela en esa reunión. La votación importante era la que ganó Almagro por 20 votos contra 12 (más dos abstenciones) para que un Consejo Permanente reacio a meterle el diente al amargo bocado venezolano debatiera su informe. Una vez logrado este triunfo, estaba salvada la jornada.
Que el secretario general haya ofrecido en su presentación un catastro verdaderamente terrorífico del daño que el régimen dictatorial ha infligido a las instituciones y al pueblo del país llanero supone un salto cualitativo. Estos no eran los adversarios del chavismo, ni el imperialismo yanqui, ni un pelele de la CIA: más bien, un ex canciller uruguayo perteneciente a la izquierda moderada que desde la importante tribuna que ahora ocupa le decía al mundo: basta de complicidad con un régimen que avergüenza a América. Citó, para más deshonra de quienes se habían negado hasta ahora a permitir que Venezuela fuera objeto de debate en el contexto de la invocación de la Carta Democrática, al arzobispo Desmond Tutu, héroe de la lucha contra el apartheid en Sudáfrica: “Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor”.
Ni el informe del secretario general del 30 de mayo, ni su presentación ante el Consejo Permanente el 23 de junio, fueron un acto de injerencia indebida. Ni Almagro pidió ni hubiera podido pedir la ocupación de Venezuela o el derrocamiento violento del régimen, pues la Carta Democrática ciñe muy cuidadosamente el estrecho perímetro de las medidas que está permitido adoptar. Sólo pidió, con escrupuloso apego a los mecanismos del derecho internacional, en este caso el interamericano, que los gobiernos asuman el caso venezolano, hagan gestiones, denuncien los atropellos y, por supuesto, apoyen una salida constitucional. Constitucional: acorde con la ley de leyes del propio régimen chavista. Me refiero, por supuesto, al referéndum revocatorio que  la oposición venezolana ha solicitado que se lleve a cabo según lo prevé la Constitución de ese país.
No hay, pues, reproche alguno que hacer a Almagro o al Consejo Permanente en cuanto a la presentación del informe y la decisión de debatirlo.
La Carta, suscrita el 11 de septiembre de 2001, se creó precisamente para casos como el venezolano, puesto que su inmediata fuente de inspiración fue el Perú, que acababa de transitar de un régimen autoritario producto de un golpe dado por el propio gobierno a una democracia bajo estado de derecho. Si uno se toma el trabajo de echar un vistazo al texto de la Carta, verá la larga sucesión de documentos que cita para justificarse a sí misma, es decir para invocar la necesidad de que la OEA actúe frente a un caso de alteración del orden democrático.
Desde la Carta fundacional de la organización hasta las cláusulas democráticas de todos los mecanismos de integración regionales y subregionales, y desde la Convención Americana sobre los Derechos Humanos hasta la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, el armazón jurídico de que dispone la OEA para no ser cómplice o neutral frente a una dictadura es poderoso. De él se agarró con uñas y dientes la OEA, como se lee en el propio texto, a la hora de redactar su Carta Democrática Interamericana. Por tanto, las acusaciones que vienen de Caracas, La Paz, Quito o Managua contra lo que hizo Almagro y lo que se vio obligado a hacer finalmente el Consejo Permanente al discutir su informe carecen de todo fundamento.
Es de por sí un logro haber llegado hasta aquí aun cuando la reunión acabara sin una decisión firme de tomar medidas inmediatas. La conducta de América Latina, no lo olvidemos, ha sido triste en el caso de Venezuela. Incluso las democracias más avanzadas del hemisferio, como Estados Unidos y Canadá, se han visto en años recientes sumamente limitadas en su capacidad de acción precisamente porque no querían ser más papistas que el Papa: si ellas se descolgaban del resto del hemisferio en este asunto, todo el esfuerzo de la administración Obama para dejar atrás la época de la injerencia indebida en los asuntos internos de los países vecinos iba a caer en saco roto. Incluso esta semana hemos visto cómo Tom Shannon, quizá el diplomático estadounidense mejor informado sobre la región y uno de los más críticos con Venezuela, ha tenido que ir a Caracas a tratar de hacer migas con Nicolás Maduro por encargo de Washington. El ecosistema político en el que se mueve Estados Unidos hoy en la región -además del legado de Obama- exige evitar una confrontación que los latinoamericanos no llevan en el pecho.
Hay hoy en América Latina una mayoría no sólo de gobiernos democráticos sino también de mandatarios que han expresado con claridad, en diversos momentos, su malestar -a veces indignación- por la barbarie que el   chavismo inflige al pueblo de ese país. Ello, gracias a los cambios de tendencia que las últimas elecciones han marcado, especialmente en Argentina, y los cambios de gobierno, incluido el de Brasil. Pero esta suma matemática no ha tenido ni tendrá en lo inmediato una traducción en el sistema interamericano como tal, ni en ninguno de los otros mecanismos -Mercosur, Unasur, etc.- existentes. En parte se debe a que algunas de esas instancias todavía no reflejan del todo el cambio regional por su composición limitada, y en parte a que hay una diferencia entre la retórica y la acción. Los gobiernos democráticos ya no le tienen tanto miedo a decir que en Venezuela hay atropellos o que Leopoldo López es un preso político, pero persiste el miedo a tomar decisiones en instancias internacionales.
Las razones varían según el caso. Ya se ha dicho mucho, por ejemplo, que Argentina, a pesar de la posición pública del Presidente Macri ante lo que sucede en Venezuela, está limitada por el deseo de que su canciller ocupe la Secretaría General de la ONU tras el fin del mandato de Ban Ki-moon. O se da el hecho de que algunos países de la izquierda democrática creen que en política exterior deben efectuar gestos ideológicos que ya en casa no pueden permitirse. O se teme que Venezuela, en coordinación con la izquierda local, desestabilice al gobierno que se atreva. Y así sucesivamente.
Por todo esto hay que medir lo ocurrido en la OEA esta semana no en función de si se suspendió o no a Venezuela, algo que era imposible en cualquier caso a esas alturas, sino en función de lo que se ha avanzado respecto del pasado. El Consejo Permanente debatió un informe de su máxima instancia individual (la Asamblea General lo es como órgano institucional, pero el secretario general lo es como persona) en el que se dice que la culpa de la brutal pauperización de la sociedad venezolana no la tiene nadie que no sean las propias autoridades del país; que allí se tortura, se encarcela y se exilia a los opositores; que los medios de comunicación son víctimas de abusos y violencias múltiples; que la Asamblea Nacional ha sido reducida a la nada por un Tribunal Supremo instrumentalizado por el gobierno, y que las autoridades electorales han incumplido la ley tratando de impedir el referéndum revocatorio.
Todo esto se ha debatido en el contexto de una Carta Democrática que la OEA se había negado hasta ahora, sistemáticamente, a invocar. ¿Cómo no va a ser esto un triunfo importante de quienes llevan años clamando por un poco de atención y compasión?
Falta mucho para que esto lleve la democracia a Venezuela. Por lo pronto, se está optando por el diálogo y las gestiones diplomáticas de ex mandatarios cercanos a Caracas a fin de encontrar una vía negociada hacia algo mejor. ¿Pero qué? Para muchos países, como quedó claro en el debate, sólo el referéndum revocatorio es la vía. Para otros, que fueron más ambiguos, lo es cualquier cosa que se pacte en una mesa. Y para un grupo minoritario pero bullanguero, el único diálogo que interesa es el que controlen Maduro y sus secuaces. Es evidente que Maduro no dialogará en serio y que la oposición, que lleva casi dos décadas oyendo hablar de diálogo cada vez que se perpetra una barbaridad contra el estado de derecho, no dará su aval a nada que no sea un referéndum revocatorio.
Por tanto, Venezuela está muy lejos de una solución. Pero Almagro y compañía seguirán reuniendo armas para volver a la carga en el futuro cercano, pues un agravamiento de todo lo que hay en su informe difícilmente podrá ser, después del precedente que se ha establecido esta semana, ignorado. La Carta seguirá gravitando sobre Caracas ominosamente aun si los mecanismos que conducen a la suspensión no están en marcha.
Mientras tanto, continuarán las muertes, los saqueos, el hambre, los abusos. Hasta que un buen día ese régimen oprobioso desaparezca y no será América Latina, ciertamente, la que podrá jactarse de haber facilitado la transición hacia algo mejor.  A pesar de Almagro y sus buenos oficios.

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