La hora de Venezuela
Por Álvaro Vargas Llosa
Algo cambió -un poco, pero cuánto es ese
poco- en el hemisferio sur en relación con Venezuela el 23 de junio.
Ese día, a regañadientes, forzados por un secretario general que había
invocado la Carta Democrática Interamericana en un informe presentado al
Consejo Permanente el 30 de mayo, los países miembros de la
Organización de Estados Americanos se reunieron para discutir el caso de
Venezuela. Doce países aliados de Caracas trataron de impedirlo (y dos
se abstuvieron), pero una amplia mayoría -un total de 20 países- aprobó
el pedido de que se ventilara el informe de Luis Almagro.
En la larga lucha por incrustar el caso
venezolano en la conciencia mundial, esto, a pesar de que no se llegó a
conclusiones rotundas, representa un hito. El que la reunión no
haya derivado en una suspensión de Venezuela, como según políticos y
periodistas mal informados se pretendía, no tiene nada que ver con un
fracaso de Almagro o quienes lo apoyan. Tiene que ver con el hecho de
que ese no era, ni podía en caso alguno ser, el propósito de la reunión.
El que no hubiese conclusiones concretas obedece a que la propia
América Latina atraviesa por una transición lenta hacia algo mejor, pero
todavía no se lo cree demasiado.
La Carta Interamericana prevé una serie
de mecanismos para enfrentar una alteración del orden constitucional en
un país que es miembro de la OEA. Están comprendidos entre los artículos
17 y 22. El proceso previsto es gradual, muy cuidadoso de las formas y de la soberanía del país afectado.
Si, como ha ocurrido en este caso, el secretario general pide una
reunión del Consejo Permanente invocando la Carta, hay muchas
posibilidades. La de mayores consecuencias es el uso de lo “buenos
oficios” de la OEA para que el país donde se ha producido la alteración
restablezca la democracia bajo el estado de derecho. Si la misión
fracasa, el Consejo puede pedir una reunión de la Asamblea General, que a
su vez debe decidir qué hacer, incluyendo la posibilidad de nuevas
gestiones diplomáticas. Si también esto fracasa, entonces la Asamblea
General, y sólo ella, puede proceder a suspender al país afectado.
Nunca estuvo, pues, en el tapete la suspensión de Venezuela en esa reunión. La
votación importante era la que ganó Almagro por 20 votos contra 12 (más
dos abstenciones) para que un Consejo Permanente reacio a meterle el
diente al amargo bocado venezolano debatiera su informe. Una vez logrado este triunfo, estaba salvada la jornada.
Que el secretario general haya ofrecido
en su presentación un catastro verdaderamente terrorífico del daño que
el régimen dictatorial ha infligido a las instituciones y al pueblo del
país llanero supone un salto cualitativo. Estos no eran los adversarios
del chavismo, ni el imperialismo yanqui, ni un pelele de la CIA: más
bien, un ex canciller uruguayo perteneciente a la izquierda moderada que
desde la importante tribuna que ahora ocupa le decía al mundo: basta de
complicidad con un régimen que avergüenza a América. Citó, para más
deshonra de quienes se habían negado hasta ahora a permitir que
Venezuela fuera objeto de debate en el contexto de la invocación de la
Carta Democrática, al arzobispo Desmond Tutu, héroe de la lucha contra
el apartheid en Sudáfrica: “Si eres neutral en situaciones de
injusticia, has elegido el lado del opresor”.
Ni el informe del secretario general del
30 de mayo, ni su presentación ante el Consejo Permanente el 23 de
junio, fueron un acto de injerencia indebida. Ni Almagro pidió ni
hubiera podido pedir la ocupación de Venezuela o el derrocamiento
violento del régimen, pues la Carta Democrática ciñe muy cuidadosamente
el estrecho perímetro de las medidas que está permitido adoptar. Sólo
pidió, con escrupuloso apego a los mecanismos del derecho internacional,
en este caso el interamericano, que los gobiernos asuman el caso
venezolano, hagan gestiones, denuncien los atropellos y, por supuesto,
apoyen una salida constitucional. Constitucional: acorde con la ley de
leyes del propio régimen chavista. Me refiero, por supuesto, al
referéndum revocatorio que la oposición venezolana ha solicitado que se
lleve a cabo según lo prevé la Constitución de ese país.
No hay, pues, reproche alguno que hacer a
Almagro o al Consejo Permanente en cuanto a la presentación del informe
y la decisión de debatirlo.
La Carta, suscrita el 11 de septiembre
de 2001, se creó precisamente para casos como el venezolano, puesto que
su inmediata fuente de inspiración fue el Perú, que acababa de transitar
de un régimen autoritario producto de un golpe dado por el propio
gobierno a una democracia bajo estado de derecho. Si uno se toma el
trabajo de echar un vistazo al texto de la Carta, verá la larga sucesión
de documentos que cita para justificarse a sí misma, es decir para
invocar la necesidad de que la OEA actúe frente a un caso de alteración
del orden democrático.
Desde la Carta fundacional de la
organización hasta las cláusulas democráticas de todos los mecanismos
de integración regionales y subregionales, y desde la Convención
Americana sobre los Derechos Humanos hasta la Declaración Americana de
los Derechos y Deberes del Hombre, el armazón jurídico de que dispone la
OEA para no ser cómplice o neutral frente a una dictadura es poderoso.
De él se agarró con uñas y dientes la OEA, como se lee en el propio
texto, a la hora de redactar su Carta Democrática Interamericana. Por
tanto, las acusaciones que vienen de Caracas, La Paz, Quito o Managua
contra lo que hizo Almagro y lo que se vio obligado a hacer finalmente
el Consejo Permanente al discutir su informe carecen de todo fundamento.
Es de por sí un logro haber llegado hasta aquí aun cuando la reunión acabara sin una decisión firme de tomar medidas inmediatas.
La conducta de América Latina, no lo olvidemos, ha sido triste en el
caso de Venezuela. Incluso las democracias más avanzadas del hemisferio,
como Estados Unidos y Canadá, se han visto en años recientes sumamente
limitadas en su capacidad de acción precisamente porque no
querían ser más papistas que el Papa: si ellas se descolgaban del resto
del hemisferio en este asunto, todo el esfuerzo de la administración
Obama para dejar atrás la época de la injerencia indebida en los asuntos
internos de los países vecinos iba a caer en saco roto. Incluso esta
semana hemos visto cómo Tom Shannon, quizá el diplomático estadounidense
mejor informado sobre la región y uno de los más críticos con
Venezuela, ha tenido que ir a Caracas a tratar de hacer migas con
Nicolás Maduro por encargo de Washington. El ecosistema político
en el que se mueve Estados Unidos hoy en la región -además del legado
de Obama- exige evitar una confrontación que los latinoamericanos no
llevan en el pecho.
Hay hoy en América Latina una mayoría no
sólo de gobiernos democráticos sino también de mandatarios que han
expresado con claridad, en diversos momentos, su malestar -a veces
indignación- por la barbarie que el chavismo inflige al pueblo de ese
país. Ello, gracias a los cambios de tendencia que las últimas
elecciones han marcado, especialmente en Argentina, y los cambios de
gobierno, incluido el de Brasil. Pero esta suma matemática no ha tenido
ni tendrá en lo inmediato una traducción en el sistema interamericano
como tal, ni en ninguno de los otros mecanismos -Mercosur, Unasur, etc.-
existentes. En parte se debe a que algunas de esas instancias todavía
no reflejan del todo el cambio regional por su composición limitada, y
en parte a que hay una diferencia entre la retórica y la acción. Los
gobiernos democráticos ya no le tienen tanto miedo a decir que en
Venezuela hay atropellos o que Leopoldo López es un preso político, pero
persiste el miedo a tomar decisiones en instancias internacionales.
Las razones varían según el caso. Ya se
ha dicho mucho, por ejemplo, que Argentina, a pesar de la posición
pública del Presidente Macri ante lo que sucede en Venezuela, está
limitada por el deseo de que su canciller ocupe la Secretaría General de
la ONU tras el fin del mandato de Ban Ki-moon. O se da el hecho de que
algunos países de la izquierda democrática creen que en política
exterior deben efectuar gestos ideológicos que ya en casa no pueden
permitirse. O se teme que Venezuela, en coordinación con la izquierda
local, desestabilice al gobierno que se atreva. Y así sucesivamente.
Por todo esto hay que medir lo
ocurrido en la OEA esta semana no en función de si se suspendió o no a
Venezuela, algo que era imposible en cualquier caso a esas alturas, sino
en función de lo que se ha avanzado respecto del pasado. El
Consejo Permanente debatió un informe de su máxima instancia individual
(la Asamblea General lo es como órgano institucional, pero el secretario
general lo es como persona) en el que se dice que la culpa de la brutal
pauperización de la sociedad venezolana no la tiene nadie que no sean
las propias autoridades del país; que allí se tortura, se encarcela y se
exilia a los opositores; que los medios de comunicación son víctimas de
abusos y violencias múltiples; que la Asamblea Nacional ha sido
reducida a la nada por un Tribunal Supremo instrumentalizado por el
gobierno, y que las autoridades electorales han incumplido la ley
tratando de impedir el referéndum revocatorio.
Todo esto se ha debatido en el contexto
de una Carta Democrática que la OEA se había negado hasta ahora,
sistemáticamente, a invocar. ¿Cómo no va a ser esto un triunfo
importante de quienes llevan años clamando por un poco de atención y
compasión?
Falta mucho para que esto lleve la
democracia a Venezuela. Por lo pronto, se está optando por el diálogo y
las gestiones diplomáticas de ex mandatarios cercanos a Caracas a fin de
encontrar una vía negociada hacia algo mejor. ¿Pero qué? Para muchos
países, como quedó claro en el debate, sólo el referéndum revocatorio es
la vía. Para otros, que fueron más ambiguos, lo es cualquier cosa que
se pacte en una mesa. Y para un grupo minoritario pero bullanguero, el
único diálogo que interesa es el que controlen Maduro y sus secuaces. Es
evidente que Maduro no dialogará en serio y que la oposición, que lleva
casi dos décadas oyendo hablar de diálogo cada vez que se perpetra una
barbaridad contra el estado de derecho, no dará su aval a nada que no
sea un referéndum revocatorio.
Por tanto, Venezuela está muy lejos de una solución.
Pero Almagro y compañía seguirán reuniendo armas para volver a la carga
en el futuro cercano, pues un agravamiento de todo lo que hay en su
informe difícilmente podrá ser, después del precedente que se ha
establecido esta semana, ignorado. La Carta seguirá gravitando sobre
Caracas ominosamente aun si los mecanismos que conducen a la suspensión
no están en marcha.
Mientras tanto, continuarán las muertes,
los saqueos, el hambre, los abusos. Hasta que un buen día ese régimen
oprobioso desaparezca y no será América Latina, ciertamente, la que
podrá jactarse de haber facilitado la transición hacia algo mejor. A
pesar de Almagro y sus buenos oficios.
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