Ian Vásquez reseña el último libro de Johan Norberg en el que se exponen dies grandes razones para ser optimistas sobre el futuro de la humanidad.
El sueco Johan Norberg acaba de publicar un libro que expone diez grandes razones para ser optimistas sobre el futuro, basado en las mejoras sustanciales que ha vivido el mundo en las últimas décadas. Abarca adelantos en áreas como la producción y el consumo de comida a nivel global, la caída notable de la violencia a través de los siglos e incrementos en la expectativa de vida, educación e igualdad (de minorías, de mujeres y de homosexuales), entre otras áreas. Es un trabajo más de los muchos que han salido documentando avances y de cómo la brecha mundial de bienestar se está cerrando.
Es importante reconocer el progreso —y considerar sus fuentes— pero parece que las personas quieren creer lo contrario: que vivimos en un mundo cada vez peor. El estadístico Hans Rosling lo ha demostrado a través de varias encuestas. Por ejemplo, la mayoría de estadounidenses cree que la pobreza mundial se duplicó en los últimos 20 años, pese a que en realidad se redujo por la mitad, cosa que solo el 5% de estadounidenses reconocieron. Esto no es un caso simplemente de ignorancia, dado que respuestas aleatorias a la encuesta hubieran resultado en un porcentaje mucho más alto de réplicas correctas.
Enfatizar lo negativo por encima de lo positivo no se explica solamente por el entendible sesgo mediático de reportar las crisis o los problemas de la sociedad en vez de informar, por ejemplo, que 40 millones de aviones aterrizan cada año de forma absolutamente segura. Razones psicológicas también explican el pesimismo. Nos acordamos de cosas traumáticas mucho más que de eventos más recurrentes que no lo son. Enfatizar los problemas es, además, una manera de comunicar que uno es una buena persona. Llamar atención sobre lo bueno es muchas veces mal recibido.
Un futuro mejor no está garantizado. No es imposible una guerra a gran escala u otra crisis económica global, por ejemplo. Norberg nos recuerda que la superstición y la burocracia son verdaderos peligros, pues lo primero obstruye el conocimiento y lo segundo dificulta usar el conocimiento en la innovación, la tecnología y el emprendimiento económico. Hay numerosos ejemplos en la historia —desde la era dorada del islam, la dinastía Song y hasta la Argentina en tiempos más recientes— en los que sociedades abiertas y a la vanguardia del progreso y el conocimiento se atrasaron al cerrarse al mundo.
En momentos en que el populismo e ideas proteccionistas y nacionalistas están cobrando vida política en EE.UU. y Europa, para no hablar del autoritarismo fortalecido en Rusia, China y otras partes del mundo, es importante reconocer que vivimos en un mundo que sigue progresando de manera inédita, en gran parte por ser globalizado.
Es bueno, por lo tanto, revisar avances de vez en cuando. He aquí unos ejemplos aleatorios y muy específicos que vienen del proyecto Humanprogress.org dedicado a documentar el progreso humano: un medicamento nuevo, aducanumab, promete combatir el Alzheimer exitosamente; una empresa japonesa ha inventado una impresora 3D para producir prótesis ortopédicas a un costo que sea accesible en países pobres; se ha desarrollado “ropa inteligente” que genera electricidad basada en el calor humano y que se puede usar para relojes, monitores cardíacos, etc.; se están usando drones para identificar y rescatar víctimas de desastres de manera más rápida y eficiente, como fue el caso durante el terremoto reciente en Italia; la Universidad de California ha encontrado que el uso creciente de servicios de automóvil como Uber está reduciendo el tráfico y, por lo tanto, disminuyendo en 10% las emisiones totales del CO2 .
Podría dar miles de ejemplos más. Como dice Norberg, lo bueno del conocimiento es que es difícil de destruir, a diferencia de lo fácilmente destruibles que son la riqueza o las personas. Lo bueno de la globalización es que facilita el uso del conocimiento y, si se bloquea en un lugar, el progreso humano puede continuar en otra parte.