"Organiza el mundo del trabajo". "Erradica el egoísmo". "Combate la insolencia y la tiranía del capital". "Haz estudios sobre el estiércol y sobre los huevos". "Tiende líneas férreas por todo el país". "Irriga los llanos". "Tapiza con árboles las montañas". "Crea granjas modélicas". "Pone en marcha armoniosos talleres". "Coloniza Argelia". "Amamanta a los niños". "Instruye a la juventud". "Protege a los ancianos". "Manda al campo a los habitantes de los pueblos". "Pondera los beneficios de todas las industrias". "Presta dinero sin interés a quienes lo deseen". "Libera Italia, Polonia y Hungría". "Perfecciona el caballo de montar". "Estimula el arte, forma músicos y bailarines". "Prohíbe el comercio y, a la vez, crea una marina mercante". "Descubre la verdad y mete en nuestras cabezas una pizca de razón. El Estado tiene por misión esclarecer, desarrollar, agrandar, fortalecer, espiritualizar y santificar el alma de los pueblos".
"¡Eh, señores, un poco de paciencia!", responde el Estado, con aire lastimero. "Trataré de satisfacerlos, pero para eso me hacen falta recursos. Tengo pensado implantar cinco o seis impuestos totalmente novedosos, y los más benignos del mundo. Verán con qué gusto los pagan".
Pero entonces se produce un griterío:
¡Ah, no! ¡Ah, no! ¿Qué mérito tiene hacer algo si se dispone de recursos para ello? Para eso no hace falta el Estado. Lejos de querer pagar más impuestos, le conminamos a retirar los existentes. Así pues, suprimir el impuesto sobre la sal, el impuesto sobre las bebidas, el impuesto sobre las cartas; los fielatos, las patentes, las prestaciones.
En medio de este tumulto, y después de que el país haya cambiado dos o tres veces de Estado por no haber satisfecho todas las demandas, he querido advertir de que éstas eran contradictorias entre sí. ¡Qué atrevimiento el mío! ¿No podría haberme guardado para mí esta infortunada observación?
Heme aquí por siempre desacreditado ante todos. Se me acusa de ser un hombre sin corazón y sin entrañas, un filósofo rancio, un individualista, un burgués y, para decirlo todo en una palabra, un economista de la escuela inglesa o americana.
¡Oh! Perdónenme, escritores sublimes, a los que nada detiene, ni las propias contradicciones. Estoy equivocado, sin duda, y me retracto de todo corazón. No pido nada mejor, estén seguros, de lo que ustedes ya han descubierto: un ser bienhechor e infatigable, llamado Estado, que tiene pan para todas las bocas, trabajo para todos los brazos, capital para todas las empresas, crédito para todos los proyectos, aceite para todas las llagas, alivio para todos los sufrimientos, consejo para todos los perplejos, soluciones para todas las dudas, verdades para todas las inteligencias, distracciones para todos los aburrimientos, leche para los bebés, vino para los ancianos; un ser que provee a todas nuestras necesidades, previene todos nuestros deseos, satisface todas nuestras curiosidades, endereza todos nuestros entuertos, repara todas nuestras faltas y nos dispensa de juicio, orden, previsión, prudencia, juicio, sagacidad, experiencia, orden, economía, templaza y actividad.
¿Y por qué no habría de desearlo? Dios me perdone. Cuanto más lo pienso, más interesante me parece y mayor es mi impaciencia por tener a mi alcance esa fuente inagotable de riquezas y de luces, esa medicina universal, ese tesoro sin fondo, ese consejero infalible que ustedes llaman Estado.
También pido que me lo muestren, que me lo definan, y por eso propongo que se conceda un premio al primero que descubra ese fénix. Porque, en fin, se me concederá que todavía no se ha realizado semejante descubrimiento; hasta ahora, todo lo que se presenta bajo el nombre de Estado es de inmediato rechazado por el pueblo, precisamente porque no cumple las condiciones algo contradictorias del programa.
¿Hay que decirlo? Me temo que somos víctimas de la más extraña ilusión que se haya apoderado jamás del ser humano.
Al hombre le repugna el dolor, el sufrimiento. Y sin embargo está condenado por la naturaleza al sufrimiento de la privación si no acepta la pena del trabajo. No tiene, pues, otra alternativa que elegir entre ambos males.
¿Puede, con todo, evitarlos? Lo cierto es que no ha encontrado ni encontrará jamás otro medio que no sea sacar provecho del trabajo ajeno; hacer que la pena y la satisfacción no recaigan sobre cada uno según la proporción natural, sino que toda la pena sea para unos y todas las satisfacciones para otros. De ahí la esclavitud, el expolio en cualquiera de sus formas: guerras, imposturas, violencias, restricciones, fraudes, etc.; abusos monstruosos pero coherentes con el pensamiento que les ha dado origen. Se debe odiar y combatir a los opresores, pero no se les puede acusar de caer en el absurdo.
La esclavitud está en las últimas, gracias a Dios. Por otro lado, nuestra disposición a defender lo nuestro hace que el expolio liso y llano no sea tarea fácil. Pero persiste la maldita inclinación primitiva a poner a un lado el sufrimiento ajeno y al otro la gratificación propia. Queda por ver bajo qué nueva forma se manifiesta esta triste tendencia.
El opresor ya no actúa directamente con sus propias fuerzas sobre el oprimido. No, nuestra conciencia es demasiado escrupulosa para eso. Todavía hay tiranos y víctimas, pero entre ellos se interpone un intermediario, el Estado, es decir, la mismísima ley. ¿Qué mejor para acallar nuestros escrúpulos y, aún mejor, vencer las resistencias? Así las cosas, todos, por tal o cual razón o pretexto, nos dirigimos al Estado y le decimos:
No veo que haya proporción entre mi trabajo y mis expectativas. Para establecer el deseado equilibrio, quisiera hacerme con una parte del bien ajeno. Pero se trata de una empresa peligrosa. ¿No podrías facilitármela? ¿No podrías conseguirme un buen puesto? ¿O poner trabas a mis competidores? ¿O prestarme capital que previamente hayas tomado a otros? ¿O asegurarme el bienestar cuando tenga cincuenta años? De este modo conseguiré mi objetivo y tendré la conciencia tranquila, porque la ley habrá actuado por mí, y disfrutaré de todas las ventajas del expolio sin asumir sus riesgos ni soportar los odios que despierta.
Dado que todos nos dirigimos al Estado con alguna demanda de este tipo y que, por otra parte, está comprobado que el Estado no puede procurar satisfacción a unos si no es a costa de otros, a la espera de una definición mejor me veo autorizado a proponer la mía. ¿Quién sabe si me llevaré el premio? Hela aquí:El Estado es esa gran ficción a través de la cual todo el mundo trata de vivir a expensas de todo el mundo.
Porque, hoy como ayer, quien más, quien menos trata de aprovecharse del trabajo ajeno. Este deseo no se exhibe, incluso nos lo ocultamos a nosotros mismos. ¿Qué se hace, pues? Imaginamos un intermediario, nos dirigimos al Estado y las planteamos nuestras peticiones. "Tú que puedes tomar leal, honestamente, toma de la gente y compartamos". El Estado estará encantado de seguir tan diabólico consejo; pues está compuesto de ministros, funcionarios, hombres al fin y al cabo que, como tales, ardientemente aprovechan toda ocasión de ganar riquezas e influencia. El Estado capta enseguida el juego que puede darle el papel que la gente quiere confiarle. Será el árbitro, el dueño de todos los destinos: tomará mucho, se quedará con mucho; multiplicará sus agentes; ampliará el ámbito de sus atribuciones; terminará por adquirir unas dimensiones aplastantes.
Lo más notable es la asombrosa ceguera de la gente en todo este asunto. Cuando los soldados victoriosos someten a sus enemigos a la esclavitud se comportan como bárbaros, ciertamente, pero no incurren en el absurdo. Su objetivo, como el nuestro, es vivir a expensas del prójimo. Pero, diferencia de nosotros, lo consiguen. ¿Qué debemos pensar de un pueblo donde no parece sospecharse que el pillaje no es menos pillaje por el mero hecho de que sea recíproco; que no es menos criminal por el mero hecho de que se ejecute ordenada y legalmente; que no se ajusta para nada al bienestar público, sino que más bien lo reduce en función de lo que cueste mantener a ese intermediario manirroto al que denominamos Estado?
A esta gran quimera la hemos colocado, para edificación del pueblo, en el frontispicio de la Constitución. He aquí las primeras palabras del preámbulo:
Francia se constituye en República para llamar a todos los ciudadanos a un grado cada vez más elevado de moralidad, luz y bienestar.
Es, sí, Francia o la abstracción quien llama a los franceses o a las realidades a la moral, al bienestar, etc. ¿No es esto abundar en esa curiosa ilusión que nos lleva a todos a esperar el concurso de energías distintas a las nuestras? ¿No se da a entender que, al lado y al margen de los franceses, existe un ser virtuoso, esclarecido, próspero, que puede y debe verter sobre ellos sus magnificencias? ¿Hay que suponer, y por cierto muy gratuitamente, que entre Francia y los franceses, es decir entre la simple denominación abreviada, abstracta, de todos los individuos y los propios individuos, hay una relación padre-hijo, tutor-pupilo, maestro-alumno? Sé bien que a veces se dice, metafóricamente: la patria es una madre tierna. Pero para atrapar en flagrante delito de inanidad a la proposición constitucional basta mostrar que se le puede dar la vuelta diría que no sólo sin inconveniente, sino incluso con ventaja. ¿La exactitud sufriría si el preámbulo dijera: "Los franceses se han constituido en República para llamar a Francia a un grado cada vez más elevado de moralidad, luz y bienestar"?
¿Qué valor tiene un axioma en el que el sujeto y el predicado pueden cambiarse impunemente las posiciones? Todo el mundo entiende la frase "La madre amamantará al niño", pero sería ridículo decir "El niño amamantará a la madre".
Los estadounidenses tenían otra idea de las relaciones de los ciudadanos con el Estado cuando pusieron al principio de su Constitución estas sencillas palabras:
Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, para formar una unión más perfecta, establecer la justicia, asegurar la tranquilidad interior, proveer a la defensa común, acrecentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad a nosotros mismos y a nuestra posteridad, decretamos (...)
Aquí no hay creación quimérica alguna, ninguna abstracción a la que los ciudadanos pidan todo. No esperan nada sino de sí mismos y de sus propias energías.
Si critico las primeras palabras de nuestra Constitución, no lo hago, como podría parecer, por una mera cuestión de sutileza metafísica. Sostengo que tal personificación del Estado ha sido en el pasado y será en el futuro una fuente fecunda de calamidades y revoluciones.
La gente, por un lado. Por el otro, el Estado. Éste, obligado a derramar sobre aquélla, con todo su derecho a reclamarlo, el torrente de la felicidad humana. ¿Qué pasará?
El Estado no es manco ni puede serlo. Tiene dos manos, una para recibir y otra para dar, o la mano áspera y la mano amable. La actividad de la segunda está necesariamente subordinada a la actividad de la primera. En rigor, el Estado puede tomar y no dar, dada la naturaleza porosa y absorbente de sus manos, que retienen siempre algo y a veces todo lo que tocan. Lo que nunca se ha visto ni se verá jamás, de hecho ni siquiera puede concebirse, es al Estado dando más de lo que recibe. No tiene, pues, sentido que adoptemos ante él la humilde actitud del mendigo. Es radicalmente imposible conferir una ventaja particular a ciertos miembros de una comunidad sin infligir un daño superior a la comunidad en su conjunto.
Nuestras exigencias colocan, pues, al Estado en un círculo vicioso.
Si rehúsa hacer el bien que de él se exige, es acusado de impotencia, mala voluntad, incapacidad. Si lo intenta, se verá en la necesidad de castigar al pueblo con más impuestos, a hacer más mal que bien y a atraerse la desafección general.
Tenemos, pues, dos esperanzas en la gente y dos promesas en el Gobierno: muchos beneficios y ningún impuesto. Esperanzas y promesas que, al ser contradictorias, jamás se llevan a efecto.
¿Acaso no es ésta la causa de todas nuestras revoluciones? Porque entre el Estado, que prodiga promesas imposibles, y la gente, que concibe esperanzas irrealizables, vienen a interponerse dos clases de hombres: los ambiciosos y los utópicos. Su papel está totalmente trazado por la situación. A estos cortejadores del favor popular les basta gritar a la gente: "El poder te engaña; si mandáramos nosotros, te colmaríamos de beneficios y te liberaríamos de los impuestos".
Y el pueblo cree, y el pueblo espera, y el pueblo hace una revolución.
Tan pronto como aquéllos se hacen con la situación, son urgidos a cumplir sus promesas. "Dadme trabajo, pan, seguros, crédito, instrucción, colonias –dice el pueblo–, y, tal como prometisteis, libradme de las garras del fisco".
Los apuros del nuevo Estado no son menores que los del antiguo, pues, ciertamente, lo imposible se puede prometer, pero no cumplir. Busca entonces ganar tiempo para madurar sus grandes planes. Primero hace algunos tímidos ensayos; por un lado, extiende un poco la instrucción primaria; por el otro, retoca ligeramente el impuesto sobre las bebidas (1830). Pero siempre choca con la contradicción: si quiere ser filántropo, no tiene más remedio que reforzar la fiscalidad; si renuncia al fisco, igualmente ha de renunciar a la filantropía.
Estas dos promesas se anulan siempre y necesariamente la una a la otra. Usar del crédito, es decir, devorar el porvenir, es de hecho un medio de conciliarlos: se trata de hacer un poco de bien hoy a costa de provocar mucho mal en el futuro; pero este proceder evoca el espectro de la bancarrota en quien toma el crédito. ¿Qué hacer? Entonces el Estado se arma de coraje, concentra fuerzas para mantenerse, sofoca a la opinión, recurre a la arbitrariedad, ridiculiza sus antiguas máximas, declara que sólo se puede administrar incurriendo en la impopularidad. En resumidas cuentas, se proclama gubernamental.
Y ahí es donde le esperan otros cortejadores del favor popular. Que explotan las mismas ilusiones, transitan el mismo camino, cosechan el mismo éxito y no tardan en ser engullidos por el mismo abismo.
Así llegamos a febrero. La ilusión objeto de este artículo había penetrado más que nunca en la mentalidad del pueblo con las doctrinas socialistas. Más que nunca, se esperaba que el Estado, bajo la forma republicana, abriera por completo el grifo de la fuente de los beneficios y cerrara el de la fuente de los impuestos. "Me he equivocado muchas veces", dice el pueblo, "pero tendré buen cuidado de que no vuelvana engañarme".
¿Qué podía hacer el Gobierno provisional? Lo que se hace siempre en tales circunstancias: prometer y ganar tiempo. Lo hizo, y para dar mayor solemnidad a sus promesas las concretó en decretos. Aumento del bienestar, disminución del trabajo; seguridad, crédito; instrucción gratuita; colonias agrícolas, roturaciones; y al mismo tiempo reducción de los impuestos sobre la sal, las bebidas, las cartas, la carne... Todo será concedido. En cuanto venga la Asamblea Nacional.
La Asamblea Nacional vino, y como no se pueden hacer cosas contradictorias, su tarea, su triste tarea, se limitó a retirar, lo más suavemente posible, uno tras otro, todos los decretos del Gobierno provisional.
Pero, para que la decepción no fuera tan cruel, hubo de transigir un poco. Se mantuvieron ciertos compromisos, y otros empezaron a ejecutarse tímida y limitadamente. Por eso que la administración actual se esfuerza en imaginar nuevos impuestos.
Ahora me traslado con el pensamiento a dentro de unos meses, y me pregunto, con tristeza en el alma, qué pasará cuando los nuevos funcionarios vayan por nuestros campos a recolectar los nuevos impuestos sobre sucesiones, sobre las rentas, sobre los beneficios de la explotación agrícola. Que el Cielo desmienta mis presentimientos, pero veo ahí un papel para los cortejadores del favor popular.
Lean el último manifiesto de los Montañeses, el que se ha emitido a propósito de la elección presidencial. Es un poco largo, pero, después de todo, se resume en esto: El Estado debe dar mucho a los ciudadanos y tomar poco de ellos. Es siempre la misma táctica o, si se quiere, el mismo error.
El Estado debe procurar gratuitamente instrucción y educación a todos los ciudadanos.
Debe procurar una enseñanza general y profesional adecuada, hasta donde sea posible, a las necesidades, tendencias y capacidades de cada ciudadano.
Debe enseñar a los ciudadanos sus deberes para con Dios, para con los hombres y para con ellos mismos; desarrollar sus sentimientos, aptitudes y facultades; brindarles, en fin, la ciencia de su trabajo, el entendimiento de sus intereses y el conocimiento de sus derechos
Debe poner al alcance de todos las letras y las artes, el patrimonio intelectual, los tesoros del espíritu, y todos los disfrutes intelectuales que elevan y fortalecen el alma.
Debe cubrir todo siniestro, incendio, inundación, etc. (y este etcétera es muy largo), que sufra el ciudadano.
Debe intervenir en las relaciones entre el capital y el trabajo y regular el crédito.
Debe fomentar la agricultura y protegerla eficazmente.
Debe hacerse con los ferrocarriles, los canales, las minas, y administrarlos con esa sapiencia industrial que le caracteriza.
Debe fomentar iniciativas generosas, estimularlas y ayudarlas con los recursos capaces de hacerlas triunfar. Como regulador del crédito, ha de dar apoyo a las asociaciones industriales y agrícolas, a fin de asegurar su éxito.
El Estado deberá hacer todo eso sin perjuicio de los servicios que ya está prestando; y, por ejemplo, deberá mantener siempre respecto de los extranjeros una actitud amenazante, pues, dicen los signatarios del programa,
ligado por esta solidaridad santa y por las precedentes de la Francia republicana, llevamos nuestros votos y nuestras esperanzas más allá de las barreras que el despotismo eleva entre las naciones: el derecho que queremos para nosotros, lo queremos para todos aquellos a los que oprime el yugo de las tiranías; queremos que nuestro glorioso ejército sea, si es preciso, el ejército de la libertad.
La mano amable del Estado, esta buena mano que da y reparte, estará muy ocupada bajo el Gobierno de Montagnard. ¿Creen ustedes que también lo estará la mano áspera, esa mano que se mete en nuestros bolsillos y los saquea?
Desengáñense. Los cortejadores del favor popular no sabrían su oficio si no se apañaran para, cuando muestan la mano amable, ocultar la áspera.
Su reinado será seguramente el jubileo del contribuyente. El impuesto, dicen, debe pesar sobre lo superfluo, no sobre lo necesario. ¿Y no hemos de alegrarnos de que, para colmarnos de beneficios, el fisco se contente con mermar nuestros bienes superfluos?
Esto no es todo. Los Montañeses aspiran a que el impuesto "pierda su carácter opresivo" y no sea más que "un acto de fraternidad".
¡Bondad divina! Sabía que está de moda colar la fraternidad en todas partes, pero no sospechaba que tambiñen pudiera caber en el boletín del recaudador.
Llegando a los detalles, los signatarios del programa dicen:
Queremos la abolición inmediata de los impuestos que pesan sobre los objetos de primera necesidad, como la sal, las bebidas, etcétera. La reforma del impuesto sobre los bienes raíces, de las concesiones, de las patentes. La justicia gratuita, es decir la simplificación de formas y la reducción de gastos. [Esto sin duda se refiere al timbre].
Estos señores han encontrado la fórmula secreta de dar una actividad frenética a la mano amable del Estado y paralizar la ruda.
Y yo pregunto al lector imparcial: ¿acaso no es esto una puerilidad, una puerilidad peligrosa por lo demás? ¿Acaso no hará el pueblo revolución tras revolución hasta hacer posible la contradicción de no dar nada al Estado y recibir mucho de él?
Creen que si los Montañeses llegaran al poder no serían víctimas de los intrumentos que emplean para alcanzarlo?
Ciudadanos, siempre ha habido dos sistemas políticos, y ambos pueden apoyarse en buenas razones. Según uno, el Estado debe hacer mucho, pero también debe tomar mucho. Según el otro, el Estado debe hacerse sentir poco en ámbos ámbitos. Es preciso optar por uno de los dos. Un tercer sistema que participe de ellos y que consista en exigir al Estado sin darle nada es algo quimérico, absurdo, pueril, contradictorio, peligroso. Quienes abogan por él para darse el placer de acusar a todos los gobernantes de impotencia y exponerles así a sus ataques son unos aduladores que tratan de engañar a la gente, o cuando menos se engañan a sí mismos.
En cuanto a nosotros, pensamos que el Estado no es o no debería ser otra cosa que la fuerza común instituida no para ser entre un instrumento de opresión y expoliación recíproca, sino, por el contrario, para garantizar a cada uno lo suyo y que imperen la justicia y la seguridad.