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Saturday, December 24, 2016

Venezuela, el mejor ejemplo de la fatal arrogancia

Andrea Rondón Garcíay Gerardo Caprav explican por qué los disturbios y saqueos en el estado de Bolívar no pueden ser considerados como el resultado de un orden espontáneo en ausencia del Estado, sino todo lo contrario.

Recientemente se produjeron disturbiossaqueos, incluso muertos en el estado Bolívar (el estado más grande del país). Algunos consideraron que este era el momento para que los anarcocapitalistas reflexionarán ante la ausencia del Estado que estábamos presenciando con los disturbios del estado Bolívar. Otros incluso consideraron que estábamos viendo a la masa actuando en el puro estado de espontaneidad. Con los dos hijos intelectuales de Ludwig von MisesMurray Rothbard y Friedrich A. Hayek, damos respuesta a ambas falacias (errores de razonamiento).

Saturday, October 8, 2016

Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (I): quién forma parte del Estado y cómo se organiza éste

Por Miguel Anxo Bastos Boubeta

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“Es el verdugo, no el Estado, quien materialmente ejecuta al criminal. Sólo el significado atribuido al acto transforma la actuación del verdugo en una acción estatal”.
Ludwig Von Mises, La acción humana, Unión Editorial, Madrid, 1995, p. 51.
Parafraseando el título de la que, a mi entender, es la mejor obra de Stuart Mill, quisiera discutir en este y otros artículos algunas cuestiones que merecen mayor aclaración sobre el funcionamiento del Estado y la doctrina del anarquismo de libre mercado.
Lo primero que cabría discutir es qué personas componen el ente que llamamos Estado. Uno de los rasgos principales de la Escuela austriaca, aunque no sólo de ella, pues autores como Max Weber, James Buchanan o John Rawls también suscriben la tesis, es el llamado individualismo metodológico, esto es, que solo los individuos actúan consciente y propositivamente. Solo los hechos referidos a los individuos pueden explicar los fenómenos sociales y económicos. 


Es un rasgo definitorio de la Escuela austríaca y común a todos sus autores, ya sean liberales clásicos, conservadores, minarquistas o anarquistas. Asumir lo contrario implicaría entender que los colectivos (clases, naciones, empresas, iglesias....) tienen voluntad independiente de los individuos que se identifican con ellas. También querría decir que estos colectivos pueden tener intereses propios distintos de los individuos que los componen. Si esto fuera así, los colectivos tendrían también necesidades materiales o espirituales distintas de las de sus miembros, lo cual me resulta difícil de creer. Cuando Fidel Castro visitó Galicia llegó en representación de la República de Cuba, pero quien comió buen marisco, bebió buen vino y durmió en buen hotel fue el cuerpo físico de Fidel, no el cuerpo del Estado cubano.
La idea de que el colectivo tiene intereses distintos a los de los individuos se denomina colectivismo y, normalmente, supone que el interés del colectivo está por encima del interés individual. La cuestión, tal como la plantea Von Bertalanffy, Rappoport y otros teóricos de la llamada Teoría general de sistemas, es que en determinados casos el todo es más que la suma de las partes, y se usa el cuerpo humano y sus células como metáfora. No considero que sea una buena analogía. Primero, las células no saben que lo son y no pueden cambiar su condición, no son agentes conscientes, esto es, las células que componen una neurona no pueden decidir un buen día que están aburridas de estar en el cerebro y buscar aventuras transformándose en espermatozoides. El ser humano sí sabe que lo es y sí puede cambiar de condición o intentarlo. En segundo lugar, es una analogía potencialmente peligrosa porque el cuerpo humano sí puede sacrificar algunas células por interés del colectivo, pero el cuerpo político no, sin incurrir en grave injusticia (aunque eso sí ha sucedido de hecho y se ha justificado en regímenes colectivistas). Y es que esta analogía, como las analogías de las colmenas y hormigueros, fue siempre muy usada en todo tipo de regímenes totalitarios (el primer capítulo de Utopía y revolución, de Melvin Lasky, ofrece muchos ejemplos). En tercer lugar, el todo es más que las partes. Es decir, el todo es más guapo, más alto, más inteligente que las partes... Pero es algo que nunca se define ni se explicita. Supongo que se refiere a que los seres humanos coordinados pueden hacer cosas que no pueden hacer por separado. Esto obviamente es correcto, por ejemplo, para hacer aeropuertos, pirámides, etc. Lo que todavía no se ha podido demostrar es por qué esa coordinación tiene que hacerse por la fuerza y el castigo y por qué esa coordinación estatal para hacer cosas es mejor que la coordinación del mercado o la coordinación voluntaria a través de las ideas. Ni tampoco las razones que implican que la coordinación a escala de Estado (los Estados tienen una lógica política, no económica, y los hay de muchos tamaños y formas) sea la mejor de las posibles. Otro problema es quién define el interés del colectivo, y aquí me temo que no todos los integrantes del mismo disfrutan de un peso equivalente. Normalmente, la expresión de la voluntad del colectivo se corresponde con la de los individuos dominantes en él. La voluntad de Cuba, por ejemplo, acaba siendo la voluntad de Raúl Castro; y la de España, la de Rajoy, suponiendo que estos dos políticos sean los actores clave. Lo que puede llevar a confusión es que a veces la voluntad expresada no sea la de quienes nominalmente detentan posiciones de poder, sino de actores ocultos entre bambalinas, como sucedía en China con Deng Xiaoping: mandaba él aunque nominalmente no era nada, pero, en cualquier caso, se trataba de la decisión de personas, no de las fuerzas de la historia o del interés de China. El interés de China era lo que él decía que era. Otro ejemplo: la guerra de Irak fue vendida en el interés de España y su retirada también. ¿Cambió de opinión España o fueron sus dirigentes quienes cambiaron? Desde luego no escuché la voz de ese ser tan superior que es España quejándose.
El razonamiento anterior no sólo se aplica a los Estados, sino también a corporaciones, clases, a la humanidad (como hacen los cosmopolitas) o, incluso, a la naturaleza, que también parece estar dotada de estos atributos según algunos pensadores ecologistas. Cuando estudiaba el marxismo en la facultad me decían que el interés de la clase obrera radicaba en la propiedad social de los medios de producción. Y yo pensaba que cuándo se había consultado a los obreros si ese era su interés o lo era el cooperativismo o, incluso, el capitalismo. Y descubrí que nunca se les había consultado, sino que había sido una decisión de Karl Marx. Hablar en nombre de un colectivo o un ser que no tiene existencia ontológica (y, por tanto, no puede desmentirnos) es un viejo truco ya usado en tiempos de los asirios y los faraones y que observo que aún disfruta de muchos seguidores incondicionales.
Este preámbulo viene a cuento de que lo que llamamos Estados no son más que grupos de personas organizadas que obtienen rentas, poder y estatus a costa de extraérselas al resto de la sociedad. No es el sitio aquí de referirse al origen del poder político, que nace básicamente de la conquista por parte de algún grupo violento de una población ya asentada. Es la famosa teoría de la superestratificación. Este colectivo violento decide explotar económicamente al grupo dominado y elabora algún tipo de justificación teórica para legitimar su dominio. Este proceso está mejor explicado en libros como El despotismo oriental de Karl Wittfogel, en Freedom and Domination; A Historical Critique of Civilization de Alexander Rustow o en El estado de Frank Oppenheimer, entre otras muchas decenas de obras, por lo que no me voy a detener en ello. La pregunta que cabe plantear es cómo se coordinan las originarias partidas de salteadores de bandidos o sus descendientes (muchos de los monarcas actuales provienen de esos primitivos salteadores, como la Reina de Inglaterra, que desciende de Guillermo el Conquistador) para conseguir ese dominio sobre las poblaciones subyugadas. Un hecho no fácil de detectar es que estos grupos de salteadores o conquistadores funcionan entre sí de forma anárquica, al igual que lo hacen con otras bandas semejantes a las suyas. En efecto, la anarquía se da dentro de lo que Gaetano Mosca llamaba clase política y entre ellas. Hay anarquía dentro del Estado y anarquía entre los Estados, y ambas son razonablemente estables, al estilo del equilibrio de Nash. Es más, muy probablemente si no fuesen anárquicas no podrían funcionar, por falta de información, y el sistema de Estados colapsaría. De la misma forma que los Estados socialistas podían existir porque disponían de sistemas de precios no socialistas en el interior y en el exterior, los sistemas de Estados pueden existir porque internamente no lo son.
Me explicaré. En el ámbito internacional no me detendré mucho, porque ya autores como Hedley Bull (La sociedad anárquica) explicaron muy bien cómo en un sistema anárquico los actores estatales son capaces de coordinarse y llegar a acuerdos, tratados, sistemas de cooperación e, incluso, crear un cuerpo de derecho internacional. Que existan o no jerarquías entre los Estados o, incluso, hegemones no elimina el principio, pues nadie dijo que en una sociedad anárquica todo el mundo fuese a tener la misma fuerza. Los más débiles establecen alianzas y coaliciones para protegerse, bien aliándose entre sí, bien con un Estado fuerte. En eso consistió el equilibrio de Westfalia durante varios siglos. ¿Qué pasa si alguien incumple su parte? Habitualmente nada. En realidad, son varios los Estados que las incumplen y su penalización principal es la de ser apartados o excluidos del resto, igual que en una sociedad de mercado. ¿Puede en este sistema el más fuerte o belicoso agredir al más débil o pacífico? Sí, no hay nada que lo impida. Pero a día de hoy el sistema anárquico internacional parece ser bastante estable (no sé si llegará a equilibrio de Nash, pero se le parece). De hecho, la inmensa mayoría de guerras en nuestro tiempo son conflictos dentro de los Estados por conseguir el poder en su interior. Y esto nos lleva a la cuestión menos conocida y estudiada, la que se refiere a la anarquía dentro de la clase políticamente dominante en un país. Tomemos, por ejemplo, a una banda de atracadores o una terrorista. Son grupos de personas que se juntan para realizar una acción, generalmente violenta, con el fin de obtener algún provecho, sea económico, ideológico o de conquista del poder. ¿Alguien puede garantizar que al jefe de la banda de atracadores no lo van a matar sus compinches una vez obtenido el botín? Nadie, el cine de Tarantino o de Kubrik nos muestra buenos ejemplos. Lo mismo acontece con el terrorista, que puede ser liquidado por sus compinches. Y lo mismo acontece dentro de los gobiernos. ¿Pudo alguien garantizar a los emperadores chinos, romanos o a los reyes godos que gente de su propia camarilla no los fuese a asesinar? No, nadie pudo y, de hecho, pasó en innumerables ocasiones. ¿A día de hoy puede alguien garantizar a un presidente electo con todas las garantías como Dilma Rousseff no ser traicionado y depuesto por su camarilla de confianza o al líder de un partido político no ser devorado por sus barones al poco tempo de ser refrendado en primarias? Nadie puede.
La clase política opera en anarquía desde el principio de los tiempos, eso sí, coordinada de forma muy sutil por precios o por normas tácitas. Los gobernantes, que aquí identificamos con el Estado, requieren de un aparato para implementar sus decisiones compuesto de otras personas (policías, ejércitos, profesores, burócratas, agentes fiscales) y de bienes materiales (palacios, prisiones, cuarteles, escuelas...). Estas personas y bienes son adquiridos de forma no coercitiva, bien sea a través de salarios, precios, ideologías o de pequeños privilegios. Incluso aquí no se hace uso de medios políticos o estatales para adquirirlos (bien es cierto que se pueden reclutar soldados por conscripción o requisar bienes, pero en cualquier caso precisan de un aparato anterior para poder llevarlo a cabo). Este aparato no constituye el Estado propiamente dicho, sino que es una herramienta del mismo. Tiene cierto carácter de permanencia y, en general, obedece o sirve a aquellos que detentan el poder político en cada momento (incluso en casos de guerra u ocupación estos aparatos continúan funcionando, por lo menos durante un tiempo, al servicio de la nueva clase gobernante).
¿Cómo opera la anarquía dentro de la clase gobernante? En primer lugar, no es fácil distinguir a la clase gobernante de su aparato, pues muchas veces la imbricación es muy profunda y los miembros de dicha clase se reclutan dentro del propio aparato. Pero podríamos afirmar que dicha clase opera con cierta conciencia de serlo, esto es, muestra cierto interés en seguir formando parte de ella. Cuando se ve amenazada por alguna actuación política (revolución, secesión, etc.) tiende a actuar de forma cohesionada. Opera también con reglas tácitas, con fórmulas políticas propias que varían según el momento histórico. Creencia en la divinidad del gobernante, principios de herencia de sangre, reglas de sucesión, principios como el de elección… son establecidos y más o menos aceptados como normas por los miembros de la clase. Sólo que a veces, como ocurría en China o el Antiguo Egipto, alguien no se creía el cuento de la divinidad del faraón o emperador y lo derrocaba, y esa persona y su camarilla usurpaban el puesto. Lo mismo ocurre en las democracias. Normalmente gobierna el que tiene más votos, salvo que alguien no se crea el principio democrático y derroque al electo. Ya pasó muchas veces. Las normas elevan el coste de la usurpación, no la eliminan. También operan trucos prácticos (al estilo de los narrados en el Manual del dictador de Bruce Bueno de Mesquita) para mantener el orden: colocar parientes en el poder de manera que caigan contigo, colocar gente incompetente en los puestos, repartir beneficios con la camarilla, o usar estratégicamente la corrupción (permitir que los de tu alrededor se corrompan para hacerlos cómplices y poder también deshacerse de ellos fácilmente). Asimismo, se introducen ideologías como la del servicio público o principios éticos como los códigos de honor (es famoso bushido japonés). El llamado arte de gobernar consiste en eso, en ser capaces de suscitar alianzas y mantenerse en puestos de poder en una situación de anarquía política. También el arte del golpe de estado tiene su técnica, como bien explican Naudé, Malaparte o Luttwak, y requiere de tanta como la que se necesita para mantenerse en el poder, y si cabe más aún pues tiene que burlar todas las convenciones establecidas e instaurar unas nuevas. El análisis de la tecnología para mantenerse en el poder ha sido durante mucho tiempo el centro de estudio de las ciencias políticas. Y, aunque no expresado en la forma en que aquí lo hago, es algo bien conocido por los teóricos (y no hemos realizado más que un resumen muy simple).
Con todo esto lo que pretendo decir es que la anarquía ya existe en el ámbito político. Que esa anarquía es razonablemente estable, es lo que permite subsistir a los gobiernos y, por tanto, no es una utopía o una cosa rara y fanática. Que esta anarquía ha evolucionado con el tiempo, en paralelo a la sociedad, y se ha hecho muy sofisticada en sus métodos de dominio. Por tanto, quienes nos gobiernan y extraen rentas (por la fuerza y con sofisticados argumentos teóricos) son personas como nosotros, autogobernadas en anarquía. Así, ¿qué tiene de radical o fanático preguntar cuáles son los títulos o derechos de esas personas para gobernarnos, para librarnos supuestamente de esa anarquía en la que ellos mismos ya viven y florecen?

Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (I): quién forma parte del Estado y cómo se organiza éste

Por Miguel Anxo Bastos Boubeta

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“Es el verdugo, no el Estado, quien materialmente ejecuta al criminal. Sólo el significado atribuido al acto transforma la actuación del verdugo en una acción estatal”.
Ludwig Von Mises, La acción humana, Unión Editorial, Madrid, 1995, p. 51.
Parafraseando el título de la que, a mi entender, es la mejor obra de Stuart Mill, quisiera discutir en este y otros artículos algunas cuestiones que merecen mayor aclaración sobre el funcionamiento del Estado y la doctrina del anarquismo de libre mercado.
Lo primero que cabría discutir es qué personas componen el ente que llamamos Estado. Uno de los rasgos principales de la Escuela austriaca, aunque no sólo de ella, pues autores como Max Weber, James Buchanan o John Rawls también suscriben la tesis, es el llamado individualismo metodológico, esto es, que solo los individuos actúan consciente y propositivamente. Solo los hechos referidos a los individuos pueden explicar los fenómenos sociales y económicos. 

Friday, July 15, 2016

Liberalismo versus anarcocapitalismo

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En el presente trabajo Jesús Huerta de Soto* explica por qué el programa del liberalismo clásico es teórica y prácticamente imposible, y por qué el único sistema de cooperación social plenamente compatible con la naturaleza del ser humano es el anarcocapitalismo.

Introducción

El pensamiento liberal teórico y político se encuentra en esta primera década del siglo XXI en una encrucijada de trascendental importancia. Aunque la caída del Muro de Berlín y del socialismo real a partir de 1989 parecieron anunciar “el fin de la historia” (en la tan infeliz como rimbombante expresión de Francis Fukuyama), lo cierto es que hoy, y en muchos aspectos más que nunca, impera por doquier el estatismo y la desmoralización de los amantes de la libertad. Es urgente y se hace preciso, por tanto, un “aggiornamento” del liberalismo, es decir, una profunda revisión y puesta al día del ideario liberal a la luz de los últimos avances de la Ciencia Económica y de la experiencia acumulada en los últimos acontecimientos históricos. El punto de partida fundamental de esta revisión consiste en reconocer que el liberalismo clásico ha fracasado en su intento de limitar el poder del estado y que hoy la ciencia económica está en disposición de explicar el por qué este fracaso era inevitable. A su vez, la teoría dinámica de los procesos de cooperación social impulsados por la empresarialidad que da lugar al orden espontáneo del mercado se generaliza y convierte en todo un análisis del sistema anarcocapitalista de cooperación social que surge como el único sistema verdaderamente viable y compatible con la naturaleza del ser humano.



En el presente artículo se analizan con detalle estas cuestiones junto con una serie de consideraciones complementarias de tipo práctico y de estrategia científica y política. Además, se aprovecha el análisis contenido en el mismo para aclarar determinados malentendidos y errores de interpretación que a menudo suelen plantearse.
El error fatal del liberalismo clásico El error fatal de los liberales clásicos radica en no haberse dado cuenta de que el programa del ideario liberal es teóricamente imposible pues incorpora dentro de sí mismo la semilla de su propia destrucción, precisamente en la medida en que considera necesaria y acepta la existencia de un estado (aunque sea mínimo) entendido como la agencia monopolista de la coacción institucional.
Por tanto, el gran error de los liberales es de planteamiento: piensan que el liberalismo es un programa de acción política y doctrina económica que tiene por objetivo limitar el poder del estado, pero aceptándolo e incluso considerando necesaria su existencia. Sin embargo, hoy (en la primera década del siglo XXI), la Ciencia Económica ya ha puesto de manifiesto: (a) que el estado no es necesario; (b) que el estatismo (aunque sea mínimo) es teóricamente imposible; y (c) que, dada la naturaleza del ser humano, una vez que existe el estado es imposible limitar su poder. Comentaremos por separado cada uno de estos aspectos.

El Estado como ente innecesario

Desde el punto de vista científico, solo desde el equivocado paradigma del equilibrio puede llegar a pensarse que exista una categoría de “bienes públicos” en los que, por darse los requisitos de oferta conjunta y no rivalidad en el consumo, se justificaría prima facie la existencia de una agencia monopolista de la coacción institucional (estado) que obligara a todos a financiarlos.
Sin embargo, la concepción dinámica del orden espontáneo impulsado por la función empresarial que ha desarrollado la Escuela Austriaca de Economía ha echado por tierra toda esta teoría justificativa del estado: siempre que surge una situación (aparente o real) de “bien público”, i.e. de oferta conjunta y no rivalidad en el consumo, surgen los incentivos necesarios para que el ímpetu de la creatividad empresarial la supere mediante las innovaciones tecnológicas, jurídicas y los descubrimientos empresariales que hacen posible la solución de cualesquiera problemas que pudieran plantearse (siempre y cuando el recurso no sea declarado “público” y se permita el libre ejercicio de la función empresarial y la concomitante apropiación privada de los resultados de cada acto de creatividad empresarial). Así, por ejemplo, el sistema de faros marítimos fue durante mucho tiempo de titularidad y financiación privada en el Reino Unido, lográndose por procedimientos privados (asociaciones de navegantes, precios portuarios, control social espontáneo, etc.) solventar el “problema” de lo que se considera en los libros de texto de economía “estatistas” el caso más típico de “bien público”. Igualmente, en el lejano oeste norteamericano se planteó el problema de la definición y defensa del derecho de propiedad de, por ejemplo, las reses de ganado en amplísimas extensiones de tierra, introduciéndose paulatinamente diversas innovaciones empresariales (“marcaje” de las reses, vigilancia continua por “cow-boys” a caballo armados y, finalmente, el descubrimiento e introducción del alambre de espino que, por primera vez, permitió la separación efectiva de grandes extensiones de tierra a un precio muy asequible) que solucionaron los problemas conforme se iban planteando. Todo este flujo creativo de innovaciones empresariales se habría bloqueado por completo si los recursos hubieran sido declarados “públicos”, excluidos de la propiedad privada y gestionados burocráticamente por una agencia estatal. (Y así, hoy en día, por ejemplo, la mayoría de calles y carreteras están cerradas a la introducción de innumerables innovaciones empresariales – como el cobro de precio por vehículo y hora, la gestión privada de la seguridad, de la polución acústica, etc. – y ello a pesar de que la mayoría ya no plantean problema tecnológico alguno, pues dichos bienes han sido declarados “públicos” imposibilitándose así su privatización y gestión creativa empresarial).
Además, a nivel popular se piensa que el estado es necesario porque se confunde la existencia del mismo (innecesaria) con el carácter imprescindible de muchos de los servicios y recursos que hoy (malamente) oferta (casi siempre so pretexto de su carácter público) con carácter exclusivo. Los seres humanos observan que hoy en día las carreteras, los hospitales, las escuelas, el orden público, etc., son proporcionados en gran (sino en exclusiva) medida por el estado, y como son muy necesarios, concluyen sin más análisis que el estado es también imprescindible. No se dan cuenta de que los recursos citados pueden producirse con mucha más calidad y de forma más eficiente, barata, y conforme con las cambiantes y variadas necesidades de cada persona, a través del orden espontáneo del mercado, la creatividad empresarial y la propiedad privada. Además, caen en la trampa de creer que el estado es también necesario para proteger a los indefensos, pobres y desvalidos (sean “pequeños” accionistas, consumidores de a pie, trabajadores, etc.) sin entender que las supuestas medidas de protección sistemáticamente tienen el efecto, como demuestra la teoría económica, de perjudicar en cada caso precisamente a aquellos a los que se dice proteger, por lo que desaparece también una de las más burdas y manidas justificaciones de la existencia del estado.
Decía Rothbard que el conjunto de los bienes y servicios que actualmente proporciona el estado se dividen, a su vez, en dos subconjuntos: el de aquellos que hay que eliminar y el de aquellos que es preciso privatizar. Es claro que los bienes citados en el párrafo anterior pertenecen al segundo grupo y que la desaparición del estado, lejos de significar la desaparición de carreteras, hospitales, escuelas, orden público, etc., implicaría su provisión, con más abundancia, calidad y a un precio más asequible (siempre  en comparación con el coste real que vía impuestos actualmente pagan los ciudadanos). Además, hay que señalar que los casos históricos de caos institucional y desorden público que puedan señalarse (por ejemplo, en muchas ocasiones durante los años previos y durante la Guerra Civil en la Segunda República española, u hoy en día en amplias zonas de Colombia o en Irak) se deben al vacío de provisión de estos bienes creado por los propios estados que ni hacen con un mínimo de eficiencia lo que en teoría deberían hacer según sus propios seguidores, ni dejan hacer al sector privado y empresarial, pues el estado prefiere el desorden (que, además, parece legitimar su presencia coactiva con más intensidad) a su  desmantelamiento y privatización a todos los niveles.
Es especialmente importante entender que la definición, adquisición, transmisión, intercambio y defensa de los derechos de propiedad que articulan e impulsan el proceso social, no requieren de una agencia monopolista de la violencia (estado). Y no sólo no la requieren sino que, por el contrario, el estado siempre actúa pisoteando múltiples títulos legítimos de propiedad, defendiéndolos de forma muy deficiente y corrompiendo el comportamiento individual (moral y jurídico) de respeto a los derechos de propiedad privada ajena.
El sistema jurídico es la plasmación evolutiva que integra los principios generales del derecho (especialmente de propiedad) compatibles con la naturaleza del ser humano. El derecho, por tanto, no es lo que el estado decide (democráticamente o no), sino que está ahí, inserto en la naturaleza del ser humano, aunque se descubra y consolide jurisprudencial y, sobre todo, doctrinalmente de forma evolutiva (en este sentido consideramos que el sistema jurídico de tradición romana y continental, por su carácter más abstracto y doctrinal, es muy superior al sistema anglosajón del common law, que surge de un desproporcionado respaldo del estado a las decisiones o fallos judiciales que, a través del “binding case”, introducen en el sistema legal todo tipo de disfunciones provenientes de las circunstancias e intereses particulares que preponderan en cada proceso). El derecho es evolutivo y consuetudinario y, por tanto, es previo e independiente del estado y no requiere para su definición y descubrimiento de ninguna agencia monopolista de la coacción.
Y el estado no sólo no es preciso para definir el derecho. Tampoco lo es para hacerlo valer y defenderlo, y esto debe resultar especialmente obvio en los tiempos actuales, en los que el uso – incluso, paradójicamente, por muchos organismos gubernamentales –de empresas privadas de seguridad, está a la orden del día.
No puede pretenderse que expongamos aquí con detalle cómo funcionaría la provisión privada de los que hoy se consideran como “bienes públicos” (aunque el no saber a priori cómo solucionaría el mercado infinidad de problemas concretos es la objeción ingenua y fácil de aquellos que prefieren el statu quo actual so pretexto de que “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”). De hecho, no pueden conocerse hoy las soluciones empresariales que un ejército de emprendedores daría a los problemas planteados – si se les dejase hacerlo –. Pero lo que hasta los más escépticos han de reconocer es que “lo que hoy ya se sabe” es que el mercado, impulsado por la empresarialidad creativa, funciona y precisamente lo hace en la medida en que el estado no interviene coactivamente en su proceso social. Y que las dificultades y conflictos siempre surgen precisamente allí donde no se deja que se desarrolle libremente el orden espontáneo del mercado. Por eso, los teóricos de la libertad (y con independencia del esfuerzo realizado desde Gustav de Molinari hasta hoy imaginando cómo funcionaría la red anarcocapitalista de agencias privadas de seguridad y defensa patrocinadoras cada una de ellas de sistemas jurídicos más o menos marginalmente alternativos) nunca deben de olvidar que precisamente lo que nos impide conocer cómo sería un futuro sin estado (el carácter creativo de la función empresarial), es lo que nos da la tranquilidad de saber que cualquier problema tenderá a ser superado al dedicarse a su solución todo el esfuerzo y la creatividad de los seres humanos implicados (Kirzner 1985, 168). Ahora bien, gracias a la Ciencia Económica no sólo sabemos que el mercado funciona, también sabemos que el estatismo es teóricamente imposible.

Por qué el estatismo es teóricamente imposible

La teoría económica de la Escuela Austriaca sobre la imposibilidad del socialismo se generaliza (Huerta de Soto 1992, 151-153) y convierte en toda una teoría sobre la imposibilidad del estatismo, entendido como el intento de organizar cualquier parcela de la vida en sociedad mediante los mandatos coactivos de intervención, regulación y control procedentes del órgano monopolista de la agresión institucional (estado). Y es imposible que el estado cumpla sus objetivos coordinadores en cualquier parcela del proceso de cooperación social en que pretenda intervenir, incluyendo especialmente los ámbitos del dinero y la banca (Huerta de Soto, 1998), del descubrimiento del derecho, de la impartición de Justicia y del orden público (entendido como la prevención, represión y sanción de los actos criminales), por los siguientes cuatro motivos:
(a) Por el enorme volumen de información que necesitaría para ello y que sólo se encuentra de forma dispersa o diseminada en los millones de personas que cada día participan en el proceso social.
(b) Dado el carácter predominantemente tácito y no articulable (y, por tanto, no transmisible de forma inequívoca) de la información que necesitaría el órgano de intervención para dar un contenido coordinador a sus mandatos.
(c) Porque la información que se utiliza a nivel social no está “dada” sino que cambia continuamente como consecuencia de la creatividad humana, siendo obviamente imposible transmitir hoy una información que sólo será creada mañana y que es la que necesita el órgano de intervención estatal para que mañana pueda lograr sus objetivos; y
(d) Sobre todo porque el carácter coactivo de los mandatos del estado, y en la medida en que sean cumplidos e incidan con éxito en el cuerpo social, bloquea la actividad empresarial de creación de esa información que es precisamente la que necesita como “agua de mayo” la organización estatal de intervención para dar un contenido coordinador (y no desajustador) a sus propios mandatos.
Además de ser teóricamente imposible, el estatismo genera toda una serie de efectos distorsionadores periféricos muy dañinos: fomento de la irresponsabilidad (al no conocer el estado el coste real de su intervención actúa de forma irresponsable); destrucción del medio ambiente cuando éste es declarado bien público y se impide su privatización; corrupción de los conceptos tradicionales de Ley y Justicia que pasan a ser sustituidos por los de mandato y justicia “social” (Hayek 2006, 25-357); corrupción mimética del comportamiento individual que cada vez se hace más agresivo y respeta menos la moral y el derecho.
Este análisis nos permite concluir también que si en la actualidad determinadas sociedades prosperan ello no es por el estado sino, precisamente, a pesar de él (Rodríguez Braun, 1999), pues todavía muchos seres humanos conservan la inercia del comportamiento pautado sometido a leyes en sentido material, siguen existiendo parcelas de mayor libertad relativa y el estado suele ser muy ineficiente a la hora de imponer sus forzosamente torpes y ciegos mandatos. Además, incluso hasta los incrementos más marginales de libertad generan notables impulsos de prosperidad, lo que ilustra hasta qué punto podría avanzar la civilización si pudiera desembarazarse de la rémora del estatismo.
Finalmente, ya hemos comentado el espejismo que afecta a todos aquellos que identifican al estado con la provisión de los bienes (“públicos”) que hoy (costosa y malamente) proporciona, concluyendo erróneamente que la desaparición del estado implicaría necesariamente la desaparición de sus preciados servicios, y ello en un entorno de continuo adoctrinamiento político a todos los niveles (y, especialmente, a
través del sistema educativo que ningún estado, por razones obvias, quiere dejar de controlar), de imposición totalitaria de los criterios “políticamente correctos”, y de racionalización autocomplaciente del statu quo por parte de una mayoría que se niega a ver lo obvio: que el estado no es sino una entelequia constituida por una minoría para vivir a costa de los demás, a los que primero explota, luego corrompe y después compra con recursos ajenos (impuestos) “favores” políticos de todo tipo.

La imposibilidad de limitar el poder del estado: su carácter “letal” en combinación con la naturaleza del ser humano

Una vez que existe el estado es imposible limitar la expansión de su poder. Es cierto que, como indica Hoppe, determinadas formas políticas (como la monarquía absoluta, en la que el Rey-propietario será ceteris paribus más cuidadoso a largo plazo para “no matar a la gallina de los huevos de oro”) tenderán a expansionar su poder e intervenir algo menos que otras (como la democracia, en la que no existen incentivos efectivos para que alguien se preocupe por lo que acaezca más allá de las próximas elecciones). También es cierto que, en determinadas circunstancias históricas, ha dado la impresión de que la marea intervencionista se había, hasta cierto punto, contenido. Pero el análisis histórico es incontrovertible: el estado no ha dejado de crecer (Hoppe, 2004). Y no ha dejado de crecer porque la mezcla del estado,  como institución monopolista de la violencia, con la naturaleza humana es “explosiva”. El estado impulsa y atrae como un imán de fuerza irresistible las pasiones, vicios y facetas más perversas de la naturaleza del ser humano que intenta, por un lado, evadirse a sus mandatos y, por otro, aprovecharse del poder monopolista del estado todo lo que pueda. Además, y especialmente en los entornos democráticos, el efecto combinado de la acción de los grupos privilegiados de interés, los fenómenos de miopía gubernamental y “compra de votos”, el carácter megalómano de los políticos y la irresponsabilidad y ceguera de las burocracias generan un cóctel peligrosamente inestable y explosivo, continuamente zarandeado por crisis sociales, económicas y políticas que, paradójicamente, son siempre utilizadas por los políticos y “líderes” sociales para justificar ulteriores dosis de intervención que, en vez de solucionar, crean y agravan aún más los problemas.
El estado se ha convertido en el “ídolo” al que todos recurren y adoran. La estatolatría es, sin duda alguna, la más grave y peligrosa enfermedad social de nuestro tiempo. Se nos educa para creer que todos los problemas pueden y deben ser detectados a tiempo y solucionados por el estado. Nuestro destino depende del estado y los políticos que lo controlan deben garantizarnos todo lo que exija nuestro bienestar. El ser humano permanece inmaduro y se revela contra su propia naturaleza creativa (que hace ineludiblemente incierto su futuro). Exige una bola de cristal que le asegure no sólo conocer lo que va a pasar sino además que cualesquiera problemas que surjan le serán solucionados. Esta “infantilización” de las masas se fomenta de forma deliberada por los políticos y líderes sociales pues así justifican públicamente su existencia y aseguran su popularidad, situación de predominio y capacidad de control. Además una legión de intelectuales, profesores e ingenieros sociales se suman a esta arrogante borrachera del poder.
Ni siquiera las iglesias y denominaciones religiosas más respetables han sido capaces de diagnosticar que la estatolatría es hoy en día la principal amenaza al ser humano libre, moral y responsable; que el estado es un ídolo falso de inmenso poder al que todos adoran y que no consiente que los seres humanos se liberen de su control ni tengan lealtades morales o religiosas ajenas a las que él mismo pueda dominar. Es más, ha logrado algo que a priori podría parecer imposible: distraer sinuosa y sistemáticamente a la ciudadanía de que él es el verdadero origen de los conflictos y males sociales, creando por doquier “cabezas de turco” (el “capitalismo”, el ánimo de lucro, la propiedad privada) a las que culpar de los problemas y dirigir la ira popular, así como las condenas más serias y rotundas de los propios líderes morales y religiosos, casi ninguno de los cuales se ha dado cuenta del engaño ni atrevido hasta ahora a denunciar que la estatolatría es la principal amenaza en el presente siglo a la religión, a la moral y, por tanto, a la civilización humana1.
Así como la caída del Muro de Berlín en 1989 fue la mejor ilustración histórica del teorema de la imposibilidad del socialismo, el fracaso mayúsculo de los teóricos y políticos liberales a la hora de limitar el poder del estado ilustra a la perfección el teorema de la imposibilidad del estatismo y, en concreto, que  el estado-liberal es en sí mismo contradictorio (por encarnar un estado-coactivo aunque sea “limitado”) y teóricamente imposible (pues aceptada la existencia del estado es imposible limitar el crecimiento de su poder). En suma, que el “estado de derecho” es un ideal imposible y una contradicción en los términos tan flagrante como la que supondría referirse a “la nieve caliente, a una puta virgen, a un esqueleto obeso, o a un cuadrado circular” (Jasay 1990, 35), o como en la que caen los “ingenieros sociales” y economistas neoclásicos cuando se refieren a un “mercado perfecto” o al denominado “modelo de competencia perfecta” (Huerta de Soto 2007, 347-348).

El anarcocapitalismo como único sistema posible de cooperación social verdaderamente compatible con la naturaleza del ser humano

El estatismo es contrario a la naturaleza del ser humano pues consiste en el ejercicio sistemático y con carácter monopolista de una coacción que bloquea en todas las parcelas en donde incide (incluyendo las correspondientes a la definición del derecho y al mantenimiento del orden público) la creatividad y la coordinación empresarial que son precisamente las manifestaciones más típicas y esenciales de la naturaleza humana. Además, como ya hemos visto, el estatismo fomenta e impulsa la irresponsabilidad y corrupción moral al desviar la conducta humana hacia la utilización privilegiada de los resortes del poder político, en un entorno de ignorancia inerradicable que impide conocer qué costes genera cada acción estatal. Estos efectos del estatismo surgen siempre que exista un estado aunque se intente por todos los medios limitar su poder, objetivo éste que es imposible de lograr y que hace del liberalismo clásico una utopía científicamente irrealizable.
Es pues, ineludible superar el “liberalismo utópico” de nuestros predecesores los liberales clásicos que, por un lado, pecaron de ingenuos al pensar que el estado podría ser limitado y, por otro, de falta de coherencia, al no asumir hasta sus últimas consecuencias las implicaciones de su propio ideario. Hoy, por tanto, ya bien entrado el siglo XXI, se hace prioritario asumir la superación del liberalismo clásico (utópico e ingenuo) del siglo XIX, por su nueva formulación verdaderamente científica y moderna que podemos denominar capitalismo libertario, anarquismo de propiedad privada o, simplemente, anarcocapitalismo. Y es que no tiene sentido que los liberales sigan diciendo las mismas cosas que hace ciento cincuenta años cuando en pleno siglo XXI, y a pesar de la caída del Muro de Berlín hace ya casi veinte años, los estados no han dejado de crecer y cercenar en todos los ámbitos las libertades individuales de los seres humanos.
El anarcocapitalismo (“libertarianism” en inglés) es la representación más pura del orden espontáneo del mercado en el que todos los servicios, incluyendo los de definición del derecho, justicia y orden público,  son proporcionados a través de un proceso exclusivamente voluntario de cooperación social que se convierte así en el objeto central de investigación de la Ciencia Económica moderna. En este sistema ninguna parcela se cierra al ímpetu de la creatividad humana y de la coordinación empresarial, potenciándose la eficiencia y la justicia en la solución de los problemas que puedan plantearse, eliminándose de raíz todos los conflictos, ineficiencias y desajustes que genera toda agencia monopolista de la violencia (estado) por el mero hecho de existir. Además, el sistema propuesto elimina los incentivos corruptores del ser humano que genera el estado, impulsando por contra los comportamientos humanos más morales y responsables, e impidiendo el surgimiento de ninguna agencia monopolista (estado) que legitime el uso sistemático de la violencia y la explotación de unos grupos sociales (los que en cada momento mejor controlen los resortes del poder estatal) por otros (aquellos a los que no queda más remedio que obedecer).
El anarcocapitalismo es el único sistema que reconoce plenamente la libre naturaleza creativa del ser humano y su capacidad continua para asumir comportamientos pautados cada vez más morales en un entorno en el que, por definición, nadie puede arrogarse el derecho de ejercer con carácter monopolista ninguna coacción sistemática. En suma, en el anarcocapitalismo todos los proyectos empresariales pueden probarse si obtienen con carácter voluntario el apoyo suficiente, por lo que son múltiples las posibilidades creativas de solución que pueden idearse en un entorno dinámico y siempre cambiante de cooperación voluntaria.
La progresiva desaparición de los estados y su paulatina sustitución por un entramado dinámico de agencias privadas, por un lado patrocinadoras de diferentes sistemas jurídicos y, por otro, prestadoras de todo tipo de servicios de seguridad, prevención y defensa constituye el contenido más importante de la agenda política y científica así como el cambio social más trascendental que habrá de verificarse en el siglo XXI.

Conclusión: implicaciones revolucionarias del nuevo paradigma

La revolución contra el “Ancienne Règime” protagonizada en los siglos XVIII y XIX por los viejos liberales clásicos encuentra hoy su continuidad natural en la revolución anarcocapitalista del siglo XXI. Afortunadamente hemos descubierto el porqué del fracaso del liberalismo utópico y la necesidad de su superación por el liberalismo científico; y sabemos que los viejos revolucionarios erraron y pecaron de ingenuidad al perseguir un ideal imposible de alcanzar que abrió, además, las puertas a lo largo del siglo XX a las mayores tiranías estatistas que se han conocido en la historia de la humanidad.
El mensaje del anarcocapitalismo es netamente revolucionario. Revolucionario en cuanto a su objetivo: el desmantelamiento del estado y su sustitución por un proceso competitivo de mercado constituido por un entramado de agencias, asociaciones y organizaciones privadas. Revolucionario en cuanto a sus medios especialmente en los ámbitos científico, económico-social y político.
(a) Revolución científica:
Especialmente en el ámbito de la ciencia económica que se convierte en la teoría general del orden espontáneo del mercado extendido a todas las áreas sociales. Incorporando, además, por contraste y oposición, el análisis de los efectos de descoordinación social generados por el estatismo en cualquier parcela en que incida (incluyendo las del derecho, la justicia y el orden público). Y también el estudio de las diferentes alternativas de desmantelamiento del estado, de los procesos de transición y de las formas y efectos de la privatización integral de todos los servicios que hoy se consideran “públicos”, constituye un campo prioritario de investigación para nuestra disciplina.
(b) Revolución económica y social:
No podemos siquiera intuir los inmensos logros, avances y descubrimientos humanos que podrán alcanzarse en un entorno empresarial totalmente libre del estatismo. Incluso hoy, y a pesar del continuo acoso gubernamental, ya empieza a desarrollarse en un mundo cada vez más globalizado una civilización desconocida con un grado de complejidad inabarcable e incontrolable por el poder del estatismo que alcanzará una expansión ilimitada una vez logre desembarazarse completamente del mismo. Y es que la fuerza de la creatividad de la naturaleza humana es tal que termina aflorando incluso por los resquicios más estrechos que dejan los gobiernos. Y en cuanto los seres humanos vayan adquiriendo una mayor conciencia de la naturaleza esencialmente perversa del estado que les coarta y de las inmensas posibilidades que cada día se frustran cuando éste bloquea la fuerza impulsora de su creatividad empresarial se multiplicará el clamor social en pos de la reforma, el desmantelamiento del estado y el avance hacia un futuro que hoy nos es del todo desconocido pero que habrá de elevar la civilización  humana a cotas que hoy ni siquiera podemos imaginar.
(c) Revolución política:
Por cuanto la lucha política del día a día pasa a tener una importancia subsidiaria a lo indicado en (a) y en (b). Es cierto que siempre habrán de apoyarse las alternativas menos intervencionistas en clara alianza con el esfuerzo de los liberales clásicos en pos de la limitación democrática del estado. Pero el anarcocapitalista no se queda en esa labor pues sabe y debe hacer mucho más. Sabe que el objetivo final es el desmantelamiento total del estado y ello impulsa toda su imaginación y acción política en el día a día. Los avances incrementales en la buena dirección son, sin duda, bienvenidos pero sin caer jamás en un pragmatismo que traicione el objetivo último de lograr el fin del estado que, por razones pedagógicas y de influencia popular siempre ha de perseguirse de forma sistemática y transparente2(Huerta de Soto, 1997).
Así, por ejemplo, formarán parte de la agenda política anarcocapitalista hacer que los estados sean cada vez sean más pequeños y tengan cada vez menos poder; que a través de la  descentralización autonómica y municipal a todos los niveles, el nacionalismo liberal, la reintroducción de las ciudades-miniestados, y de la secesión [Huerta de Soto (1994) (2002)] se bloquee la dictadura de las mayorías sobre las minorías y de forma creciente los seres humanos “puedan votar más con los pies que con las urnas”; que puedan, en suma, asociarse a nivel global y por encima de las fronteras para lograr los más variados fines al margen y fuera de los estados (organizaciones religiosas, clubes privados, redes de internet, etc.) (Frey, 2001).
Por otro lado, debe recordarse que las revoluciones políticas no tienen por qué ser sangrientas. Esto es especialmente cierto cuando las mismas resultan del necesario proceso de educación y maduración social, así como del clamor popular y del deseo generalizado de acabar con el engaño, la mentira y la coacción que impiden realizarse al ser humano. Así, por ejemplo, básicamente incruentas fueron la caída del Muro de Berlín y la Revolución Checa que acabó con el socialismo en el este de Europa. Y mientras se llega a este importante resultado final deben utilizarse todos los resortes pacíficos 3 y legales4 que permitan los sistemas políticos actuales.
Se abre, pues, un futuro apasionante, en el que continuamente se descubrirán múltiples nuevos caminos que, en consonancia con los principios esenciales, nos permitirán avanzar en pos del ideal anarcocapitalista. Futuro que aunque hoy nos pueda parecer lejano, en cualquier momento puede ser testigo de pasos de gigante que incluso sorprendan a los más optimistas. ¿Quién fue capaz de predecir tan solo cinco años antes, que en 1989 se desmoronaría el Muro de Berlín y con él todo el comunismo del este de Europa? La historia ha entrado en un proceso acelerado de cambio que, aunque nunca se detendrá, sí que abrirá un capítulo totalmente nuevo cuando el género humano, por primera vez en la historia moderna, logre desembarazarse definitivamente del estado y reducirlo tan solo a una oscura reliquia histórica de trágica memoria.

Apéndice gráfico y breve comentario sobre la tradición anarquista española

En el presente gráfico se representan los diferentes sistemas políticos y la evolución natural de unos a otros clasificados en función de su carácter más o menos estatista y más o menos respetuoso con la propiedad privada.
Se constata cómo el inicial movimiento revolucionario (utópico y erróneo) de los liberales clásicos contra el Antiguo Régimen cae en el pragmatismo de aceptar el estado y abre las puertas a los totalitarismos socialistas (comunismo y fascismo-nazismo). La caída del socialismo real da entrada a la socialdemocracia que hoy impera por doquier (pensamiento único).
La segunda etapa, aún pendiente, de la fracasada revolución liberal (por el error e ingenuidad de los liberales clásicos) consiste precisamente en la evolución hacia el anarcocapitalismo.
Una de las consecuencias del fracaso de la revolución liberal fue la aparición del comunismo libertario, unánimemente denostado y perseguido por el resto de sistemas políticos (y en especial por los más de “izquierdas”) precisamente por su carácter antiestatista. El comunismo libertario es también utópico pues al no aceptar la propiedad privada se ve abocado a utilizar la violencia sistemática (i.e., “estatal”) en contra de la misma cayendo en una contradicción lógica irresoluble y bloqueando el proceso social empresarial que impulsa el único orden anarquista científicamente concebible: aquel constituido por el mercado libertario capitalista. La tradición anarquista en nuestro país es de rancio abolengo. Sin olvidar sus grandes crímenes (en todo caso cuantitativa y cualitativamente inferiores a los de comunistas y socialistas) y las contradicciones en los que incurrió, constituyó, especialmente durante la España de la Guerra Civil, un experimento (abocado al fracaso) que tuvo en su momento gran respaldo social y que, al igual que sucedió con la vieja revolución liberal, tiene hoy su segunda gran oportunidad en la superación de sus errores (carácter utópico del anarquismo que niega la propiedad privada) y en la asunción del orden de mercado como única y definitiva vía hacia la supresión del estado. Si los anarquistas españoles del siglo XXI son capaces de hacer suyas estas enseñanzas de la teoría y de la historia muy probablemente España de nuevo sorprenderá al mundo (esta vez de forma general y definitiva) impulsando la vanguardia teórica y práctica de la nueva revolución anarcocapitalista.

Liberalismo versus anarcocapitalismo

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En el presente trabajo Jesús Huerta de Soto* explica por qué el programa del liberalismo clásico es teórica y prácticamente imposible, y por qué el único sistema de cooperación social plenamente compatible con la naturaleza del ser humano es el anarcocapitalismo.

Introducción

El pensamiento liberal teórico y político se encuentra en esta primera década del siglo XXI en una encrucijada de trascendental importancia. Aunque la caída del Muro de Berlín y del socialismo real a partir de 1989 parecieron anunciar “el fin de la historia” (en la tan infeliz como rimbombante expresión de Francis Fukuyama), lo cierto es que hoy, y en muchos aspectos más que nunca, impera por doquier el estatismo y la desmoralización de los amantes de la libertad. Es urgente y se hace preciso, por tanto, un “aggiornamento” del liberalismo, es decir, una profunda revisión y puesta al día del ideario liberal a la luz de los últimos avances de la Ciencia Económica y de la experiencia acumulada en los últimos acontecimientos históricos. El punto de partida fundamental de esta revisión consiste en reconocer que el liberalismo clásico ha fracasado en su intento de limitar el poder del estado y que hoy la ciencia económica está en disposición de explicar el por qué este fracaso era inevitable. A su vez, la teoría dinámica de los procesos de cooperación social impulsados por la empresarialidad que da lugar al orden espontáneo del mercado se generaliza y convierte en todo un análisis del sistema anarcocapitalista de cooperación social que surge como el único sistema verdaderamente viable y compatible con la naturaleza del ser humano.