El terrible episodio de los 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa, asesinados por narcotraficantes, supuestamente comisionados por la Policía para cometer ese crimen, demuestra que México exhibe el síntoma más grave de los Estados fallidos: la pérdida casi total del principio de autoridad.
Las repúblicas surgidas a fines del siglo XVIII –con Estados Unidos a la cabeza–, seguidas en el XIX por las repúblicas latinoamericanas, fueron organizadas en torno a tres principios esenciales:
- Todos los ciudadanos están sujetos al imperio de la ley y la ley no puede hacer distinciones.
- Ningún crimen juzgado y condenado debe quedar impune.
- El Estado, porque así lo estipula la ley, se reserva el monopolio de la violencia y la coacción, por usar un concepto creado por el sociólogo alemán Max Weber.
Eso quiere decir que nadie puede, por su cuenta y riesgo, maltratar, castigar ni, mucho menos, matar a otra persona. Esas ingratas tareas nada más puede realizarlas el Estado, y sólo y siempre de acuerdo con leyes previamente aprobadas e inscritas en códigos específicos.
En México, y en muchos países latinoamericanos, esos tres principios fundamentales que sostienen la República han sido sistemáticamente pulverizados.
En México, desde hace muchas décadas, la cúpula dirigente violó todas las leyes, casi siempre para enriquecerse, y ese comportamiento fue permeando todos los estamentos del Estado hasta generar una atmósfera de corrupción casi total.
Quien tenía un cargo lo utilizaba para cobrar comisiones por todo, allí llamadas mordidas. Y quienes no tenían cargos colaboraban con la corrupción pagando dócilmente esas mordidas, por ejemplo a la Policía que se ocupaba del tráfico.
Una vez que el narcotráfico se convirtió en una gigantesca operación económica, con bandas armadas que se disputaban los territorios para vender las drogas, resultó natural que quienes desde el Estado cometían otros delitos se hicieran cómplices de los cárteles para ganar más dinero. Los funcionarios corruptos brindaban protección a los narcos y los narcos daban dinero o prestaban servicios a los funcionarios corruptos.
El asesinato de los 43 estudiantes es una muestra de esa relación perversa. Los estudiantes molestaban a los funcionarios corruptos, en este caso miembros del PRD, y los narcos los ejecutaron y luego incineraron los cadáveres, como ocurre en el mundo de las pandillas.
¿Qué se puede hacer? No es nada sencillo. Hay que volver a los principios: todos tienen que colocarse bajo el imperio de la ley, no puede haber impunidad ante el delito y el Estado debe recuperar el monopolio de la violencia y la coacción.
Fácil de decir y difícil de llevar a cabo; pero o lo intentan o en algún punto la República será devorada por alguna aventura autoritaria. Se desplomará.