Juan Ramón Rallo analiza el escándalo que sacude a Christine Lagarde y propone cerrar el Fondo Monetario Internacional.
La mujer del César no sólo debe ser honesta sino parecerlo. Y el FMI, para su desgracia, ni es honesto ni, habida cuenta de la trayectoria de sus tres últimos directores gerentes, lo está pareciendo.
Este lunes, Christine Lagarde fue condenada por haber facilitado, durante su etapa como ministra de Finanzas de Sarkozy, el desvío de más de 400 millones de euros del contribuyente francés a las cuentas personales del empresario Bernard Tapie, uno de los principales financiadores de la campaña electoral de Sarkozy. El caso apesta a un corrupto intercambio de cromos que, aun cuando no fuera entusiastamente promovido por Lagarde, desde luego no contó con ninguna resistencia por parte de la ahora directora gerente. Uno sólo puede inquietarse imaginando qué tipo de tráfico de influencias podrá seguir tejiendo alguien como Lagarde desde una institución que, como el FMI, está especializada en presionar a gobiernos quebrados para que acepten sus condiciones a cambio de otorgarles financiación.
Pero el caso de Lagarde no es excepcional. Su antecesor en el cargo, Dominique Strauss-Kahn, fue arrestado en 2011 por intento de violación de la camarera Nafissatou Diallo. El caso terminó cerrándose mediante un pacto secreto entre ambas partes por la cual Strauss-Kahn se comprometía a indemnizar a Diallo por una suma de importe desconocido pero estimado entre 1,5 y 6 millones de dólares.
Y, asimismo, tampoco el caso de Strauss-Kahn es extraordinario. Su antecesor en el cargo, el español Rodrigo Rato, está siendo actualmente enjuiciado por una decena de delitos fiscales cometidos bajo normativas similares a las que él mismo, como ministro de Economía del PP, se encargó de redactar y de aplicar con severidad al conjunto de los españoles. A su vez, también está siendo investigado por el caso de las ‘tarjetas black’ y por el posible fraude y latrocinio personal alrededor de la salida a bolsa de Bankia.
En suma: sobre los tres últimos directores gerentes del FMI pesan gravísimas y fundadas sospechas de corrupción, abusos de poder, nulo respeto por la legalidad, cohecho o tráfico de influencias: cualidades personales, todas ellas, que deberían hallarse lo más alejadas posible de un cargo que acumula tamañas potestades como es el de director gerente del FMI. Y siendo así, ¿cómo es posible que los filtros sobre unas cualidades humanas tan elementales hayan fracasado estrepitosamente en tres ocasiones seguidas? Permítanme aventurar dos hipótesis complementarias a las que denominaremos “hipótesis Hayek” e “hipótesis Acton”.
La hipótesis Hayek —expuesta en el capítulo décimo de su libro Camino de Servidumbre— es que “sólo los peores llegan al poder”: dicho de otra manera, la competición política no busca seleccionar a los gobernantes más abnegados, justos y honestos, sino que termina coronando a las personas con menores escrúpulos a la hora de pisotear a todos sus rivales, repartir prebendas y comprar voluntades. Desde esta perspectiva, no es extraño que personas como Rato, Strauss-Kahn o Lagarde hayan alcanzado las más elevadas posiciones políticas dentro y fuera de sus países: el propio proceso político incentiva que ése sea el perfil que termine triunfando y tomando el poder. En el caso específico del FMI, es bastante evidente que la selección del director gerente responde más a un enjuague de intereses personales de los distintos jefes de gobierno nacionales que a un procedimiento imparcial para escoger al más apto. Por ejemplo, ¿Rato fue nombrado director gerente por ser el más cualificado para el cargo o como premio de consolación por no haber sido designado sucesor de Aznar y para que así dejara de intrigar dentro del PP socavando la autoridad de Rajoy? ¿Strauss-Kahn fue promovido por Sarkozy por ser el más adecuado para el puesto o para descabezar al Partido Socialista francés? ¿Lagarde fue catapultada por sus capacidades o como forma de que Francia retuviera el puesto —y el orgullo nacional— después del encarcelamiento y de la dimisión de Strauss-Kahn? Los corruptos no llegan al frente de las burocracias estatales por error, sino que las burocracias estatales están expresamente diseñadas para que sean tomadas y controladas por los más hábiles corruptos.
La hipótesis Acton —expuesta en la carta que Lord Acton remite al arzobispo Mandell Creighton— es que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. O dicho de otra forma, aunque Rato, Strauss-Kahn y Lagarde fueran personas de absoluta integridad antes de llegar a la política, una vez se insertan en unas omnipotentes instituciones estatales que en gran medida se ubican por encima de la Ley —pues son los políticos quienes gozan de la autoridad de redactar las leyes—, inevitablemente sienten la tentación, y la legitimidad, de abusar de sus competencias. De hecho, si la hipótesis Hayek también es correcta, la hipótesis Acton todavía cobra más fuerza: aquellos que quieran permanecer en la política necesariamente tendrán que terminar corrompiéndose, pues sólo aquellos que están dispuestos a utilizar con inteligencia todas las armas, lícitas e ilícitas, que el Estado pone a su disposición tenderán a permanecer en el poder: el ejercicio del poder absoluto, pues, hace indispensable la corrupción moral de quien lo detenta. De nuevo, es difícil que una persona no llegue a endiosarse hallándose al frente del FMI y teniendo en la palma de su mano la capacidad de condenar a otros Estados a la bancarrota a menos que se sometan a su voluntad. A su vez, parece difícil que los Estados miembros que escogen a un determinado director gerente no elijan a una personalidad moldeable, corruptible y susceptible de ser teledirigida desde las cancillerías nacionales: sólo aceptando la propia perversión moral puede uno seguir ocupando tan elevadas responsabilidades.
Pero si los peores llegan al poder y, además, tienden a volverse aún peores una vez lo ejercen, ¿acaso no convendrá eliminar ese poder? Es cierto que determinados ámbitos de poder pueden resultar inerradicables dentro de cualquier grupo humano (e incluso pueden ser útiles para fomentar ciertos tipos de cooperación mutuamente beneficiosa dentro del grupo): si tal es el caso, sólo nos quedará encogernos de hombros y vigilar con celo su potencialidad corruptura. Ahora bien, hay otros ámbitos que resultan absolutamente prescindibles y que no hay razón para seguir padeciéndolos con el agravante de la corrupción que contribuyen a generar. El FMI constituye claramente uno de esos ámbitos: el Fondo Monetario Internacional es, a día de hoy, una burocracia supraestatal cuyo único propósito es el de rescatar a gobiernos quebrados mediante el dinero extraído coactivamente a los contribuyentes de gobiernos solventes. El gigantesco poder que acumula no sólo es ilegítimo y disfuncional, sino que se ha terminado convirtiendo en una corruptora guarida de corruptos. Hora de cerrarlo.
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