La moda argentina de protestar bloqueando las calles es irracional y viola los derechos individuales.
Muchas
cosas forman parte del paisaje típico argentino: el mate, el tango, los
cafés en cada esquina. Pero en las últimas décadas se ha agregado una
más: el bloqueo de la vía pública como forma de protesta.
Es normal para un residente en cualquier ciudad del país encontrar que
la vía pública por la que pretende circular está bloqueada, y tener que
cambiar su recorrido o resignarse a esperar durante horas hasta que cese
la situación.
En la Argentina, este tipo de
expresiones en la vía pública es realizado por las más diversas causas y
por los más diversos grupos: agrupaciones de izquierda protestando
contra el capitalismo, trabajadores despedidos queriendo ser
reincorporados a su trabajo, ecologistas pidiendo la abolición de los
combustibles fósiles, vecinos indignados por un corte de luz, y hasta
supuestos defensores de la libertad vociferando su insatisfacción contra
el gobierno socialista de turno. Todos ellos, aunque estén en antípodas
ideológicas, tienen algo en común: están violando los derechos
individuales de terceros, al implementar su protesta de la forma en que
lo hacen.
El corte
de calles tiene muchas más repercusiones que simplemente impedir
circular por un determinado lugar (lo que de por sí ya es importante):
afecta el derecho a desplazarse, a trabajar, a ejercer el comercio, a
usar la propiedad privada, y a un largo etcétera. Todos estos derechos
están protegidos constitucionalmente, y juntos constituyen la libertad
individual. Para ejemplificar este punto, basta sólo imaginar la
siguiente situación: un comerciante que necesita desplazarse del punto A
al punto B para entregar una mercadería y cumplir con un contrato se ve
impedido de hacerlo debido a que un grupo de personas está bloqueando
la ruta que debe tomar. El comerciante se ve imposibilitado de honrar su
contrato, ya que no puede llegar al lugar de su cumplimiento; el
contratante, por su parte, ve insatisfecha su pretensión contractual, y
el intercambio de bienes se ve frustrado. Durante la misma protesta, un
ciudadano que necesita sacar el auto del garaje para llevar a su hijo al
hospital no puede hacerlo porque la pandilla manifestante está
bloqueando la salida de su casa. Las consecuencias del impedimento de
circular son incontables, y su impacto en la vida de los individuos
puede extenderse de manera larga y catastrófica.
Como dijo Ayn Rand, si el supuesto “derecho” a bloquear las calles se le reconoce legal o judicialmente a un grupo, ese mismo “derecho” se le debe reconocer a todos,
sin distinciones de ideología o motivo de la protesta; eso es igualdad
ante la ley. Pero que ese supuesto “derecho” sea reconocido legalmente
no significa que sea moral ni correcto: nadie tiene derecho a marchar
por la vía pública violando los
derechos de terceros. Sí existe el derecho a reunirse, pero sólo en la
propiedad privada de quien quiera protestar, o en la de sus adherentes.
Sí existe el derecho a la libertad de expresión y a vociferar las
propias opiniones, pero no a hacerlo en la vía pública. También es
importante recordar que, así como sería absurdo reconocerle a un solo
individuo la facultad de interrumpir el tránsito de miles de personas,
igual de absurdo es otorgarle esa prerrogativa a una turba. Citando de nuevo a Ayn Rand:
“Un grupo, como tal, no tiene derechos. Un hombre no puede adquirir
nuevos derechos por unirse a un grupo, ni perder los derechos que ya
posee”.
Otro aspecto a considerar respecto a las multitudes que se manifiestan cortando las calles es que son una forma moderna de tribalismo.
Es así porque esas pequeñas masas son aglomerados de personas que
buscan desesperadamente la protección del grupo, de la tribu, de un
colectivo que pueda de alguna manera guiarlas y proveerles los
resultados que ellos, de manera individual, se sienten incapaces de
conseguir. El tribalismo es resultado del colectivismo, de la creencia
que el individuo no tiene capacidad intelectual ni moral para valerse
por sí mismo, y que existe sólo para y en función del grupo.
Manifestarse a través del bloqueo de la vía pública, escudarse en el
anonimato y en la protección que otorga el tropel, y esperar que, de
alguna forma, el simple aglomerado logre algo, es ser un tribalista; es un síntoma de la mentalidad anti-conceptual—de
ser incapaz de lidiar con conceptos y abstracciones, de necesitar el
amparo de un grupo para lidiar con los asuntos que las mentalidades
conceptuales pueden resolver.
Lo que sucede a diario en las calles
argentinas es calamitoso. El bloqueo de la vía pública como modo de
protesta es ilegítimo (aunque sea legal en los hechos), no debería
permitírsele a nadie, y el gobierno debería asumir su rol de protector
de los derechos individuales prohibiendo de plano ese modo de
manifestarse. No importa que la causa subyacente a la protesta sea
noble, eso no es excusa para truncar las libertades individuales de
terceras personas.
Los
ciudadanos deben dejar de lado la resignación; deben dejar de aceptar el
bloqueo de calles por parte de sus compatriotas como si ello fuese algo
metafísicamente dado
e inalterable; deben exigirles a las autoridades y a sus pares que
hagan cesar ese comportamiento. Los argentinos deben entender que hay
otros modos de expresarse, modos que sí constituyen libertad de
expresión y que han demostrado ser más efectivos que unirse a una
caterva. La realidad dicta que no existe relación lógica entre cortar
una calle y solucionar un problema completamente ajeno a ese hecho. Hoy,
con el estado de la tecnología y los medios de comunicación (y del
conocimiento), no hay excusa para seguir utilizando medios tan
rudimentarios y tribales para expresarse. Darse cuenta de ello sólo
requiere usar la razón, y quien no lo entienda no la está usando.
Citando una vez más a Rand: “Tú no ves a
los defensores de la razón y de la ciencia bloqueando las calles,
pensando que al usar sus cuerpos para detener el tráfico van a poder
resolver algún problema”.
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Por Agustina Vergara Cid
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