Al impedir la posibilidad de fracaso, el gobierno nos impide el éxito.
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¿De dónde obtiene su poder la Izquierda?
De una fuente esencial: de un estándar errado de moralidad, de una
norma falsa de “el bien y el mal”. El sacrificio es supuestamente el
bien; el interés propio es el mal. La Izquierda acusa de todos los
desastres sociales y económicos a la “codicia egoísta”. ¿Qué causó el
colapso financiero, según la Izquierda? La codicia egoísta de los
banqueros en todo el mundo. ¿Por qué fue aprobada la medicina
socializada de Obama? Porque hay gente que tiene necesidades, y los
avariciosos deben servir a los necesitados.
Los de la Derecha deberían señalar que
“codicia egoísta” es un término injurioso: denigra la ambición y el
deseo de producir riqueza — que son virtudes — al asociarlas con
glotonería sin sentido. Pero los derechistas no denuncian el insulto
porque comparten la moralidad anti-ego, o como mínimo tienen miedo de
cuestionarla.
Hasta ahora, a la mayoría de los
defensores del capitalismo les ha faltado valor para decir, usando las
palabras de John Galt en La Rebelión de Atlas, que: “tu vida te pertenece a ti y el bien es vivirla”.
Pero, como un pequeño paso en la
dirección correcta, los pro-capitalistas están empezando a plantarle
cara a la absurda afirmación izquierdista de que la codicia causó la
crisis financiera. Están señalando este hecho evidente: “la codicia” — o
sea, el deseo de hacerse rico — es algo constante; no surgió de la
nada, de repente, ni aumentó justamente antes de la crisis.
Por ejemplo, un editorial del Wall
Street Journal (25 de abril de 2013) observó que “la crisis tuvo varias
causas diferentes de la codicia que siempre ha existido en Wall Street y
en cualquier otra “street” (calle).”
Cierto. Pero algo cambia,
psicológicamente, en el “boom” que precede a un “crash”, en el buen
tiempo que precede a una tormenta. Lo que cambia no es un mayor deseo de
riqueza, y tampoco es que la gente se obsesione con el corto plazo; lo
que cambia es cómo la gente evalúa el riesgo. La gente no se vuelve más
codiciosa, se vuelve más optimista. Al ver las bolsas y los precios
inmobiliarios subir sin parar, imaginan que ese auge es la nueva
normalidad, y que una caída de precios nunca más volverá a suceder.
Por la misma razón, durante la fase de
pánico y recesión, la gente se vuelve demasiado pesimista. Se imagina
que nunca se tocará fondo, que las inversiones son todas muy
arriesgadas, y que el mayor desastre está por llegar. Igual que un auge
no supone exceso de codicia, una recesión no supone falta de codicia.
Bajo el péndulo psicológico radica la
verdadera causa: el ciclo de auge y recesión se debe a la manipulación
de la oferta monetaria por el gobierno, como la escuela austríaca de
economistas ha demostrado. La inyección de la Fed de cada vez más dinero
en el sistema es lo que genera precios cada vez más altos y por lo
tanto el exceso de optimismo.
Hay otra política gubernamental que
alimenta el exceso de optimismo: el que el fracaso haya sido
prácticamente declarado fuera de la ley. En una economía libre, siempre
hay algunas empresas que fracasan. En una economía regulada, el gobierno
apoya a las empresas que están a punto de quebrar, echándole de esa
forma leña al fuego del exceso de optimismo. “Demasiado grande para
quebrar” se complementa con “demasiado pequeña para quebrar” y luego
“demasiado intermedia para quebrar”.
Miles y miles de intervenciones
gubernamentales actúan para proteger del fracaso a empresas grandes,
medianas y pequeñas. Las leyes anti-monopolio, concretamente, han sido
diseñadas para evitar que empresas exitosas puedan llevar a sus
competidores a la quiebra, algo que ocurriría normalmente en un mercado
no regulado, pero impensable bajo el régimen legal actual.
Luego tenemos la proliferación de las
leyes de concesión de licencias profesionales, leyes que protegen a los
ya licenciados de la competencia de los no licenciados. Y los efectos de
decenas de miles de regulaciones operativas impuestas a las empresas,
además de las impenetrables reglas fiscales. Todas ellas sirven para
proteger a las grandes empresas de la competencia de las más pequeñas,
porque las grandes pueden permitirse el lujo de tener departamentos de
contabilidad y de cumplimiento, mientras que las pequeñas no.
Todo ello tiene como resultado un
mercado paralizado. El “status quo” se convierte en una situación
permanente en la que el gobierno protege a todos del fracaso económico.
Pero un elemento esencial del
capitalismo es precisamente ese tipo de fracaso. El capitalismo implica
un proceso continuo de selección, lo equivalente a la selección natural
en biología: el éxito de un negocio alimenta la expansión, mientras que
el fracaso provoca la contracción. Así, los mejores productores
adquieren una influencia económica cada vez mayor, mientras los peores
se quedan cada vez con menos recursos. Al intervenir para eliminar los
fracasos, el gobierno anula esa selección natural de los mejores
productores.
Vemos la misma filosofía entre los
educadores que están de moda hoy día: el fracaso escolar ha sido
eliminado en favor de la autoestima, por decreto. El “éxito por decreto
del gobierno” es el lema del Estado regulador. Y de la misma forma como
el adulado y engreído estudiante recibe una dolorosa dosis de realidad
después de graduarse, también la economía recibe esa dosis cuando los
errores que nunca fueron resueltos provocan finalmente la inevitable
caída.
No es afán de lucro lo que crea una
burbuja, es la expansión monetaria del gobierno complementada con la
política de evitar mini-fracasos lo que acaba, inevitablemente, en un
mega-fracaso.
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— por Harry Binswanger
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