Javier Pérez Bódalo
Hace escasos días, Podemos presentó ante los medios de comunicación una contraoferta para negociar con el Partido Socialista de cara a un posible gobierno de coalición.
En el texto de poco menos de cien páginas, se suceden las fórmulas mágicas y recetas curativas que suelen acompañar a los programas ideológicos de los partidos, y que en el caso de la formación morada se acentúan por su atracción hacia la política de choque. Entre las varias medidas controvertidas, quizás la más señalada y de la que se vienen a redactar estas líneas sea la que gira en torno a la Justicia y el Poder Judicial.
Las asociaciones de jueces y fiscales, independientemente de su color político -pues a pesar de que la legislación lo prohíbe, siempre encuentran el modo de asociarse ideológicamente- han reaccionado con ferocidad ante la propuesta del partido, como señalan diversos medios[i]. Entre las afirmaciones que se hacen en el texto encontramos algunas como, dentro del epígrafe “Responsabilidades estratégicas en la estructura del Estado” y respecto de ciertas personalidades como todos los Magistrados del Tribunal Constitucional, todos los Vocales del Consejo General del Poder Judicial, todos los Abogados del Estado o los Secretarios de Estado, Directores Generales relacionados con defensa y seguridad o el Jefe de Estado Mayor de la Defensa la necesidad de que “la elección deberá producirse por consenso bajo la lógica de que los equipos de gobierno estarán necesariamente compuestos por personas capaces, con diferentes sensibilidades políticas, pero comprometidas con el programa del Gobierno del Cambio”. El texto no podría ser más clarividente; todos esos cargos –y otros tan inverosímiles como el Presidente de Renfe, el de la Confederación Hidrográfica del Segura o el Rector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo- deberán demostrar y afirmar sin dudas su adhesión a los principios informadores y rectores “del Cambio”. Sin fisuras ni dudas. Nada más lejos del totalitarismo.
Como suele ser habitual en los correligionarios de Pablo Iglesias, la forma de actuar se asienta sobre dos pilares: la política de hechos consumados y el ensayo-error. En el primer caso, se presentan las ideas como un todo; este documento fue ofrecido al Partido Socialista como texto unitario. Si el rechazo social es fuerte, en segundo término se escudan en la bonhomía de sus líderes y en la superioridad moral de sus ideas, envuelta en su voluntad de reforma y diálogo, por lo que hoy mismo ha afirmado el líder que “Nuestro documento es un 'working progress'. Si hay cosas que se pueden mejorar, vamos a trabajar en ello. (…) que haya diferentes colectivos que lo lean y aporten mejoras para nosotros es un honor, y trataremos de mejorarlo, porque será bueno para España”[ii]. Resulta curioso que en un texto que ha surgido -en teoría- del consenso, se dediquen unas pocas líneas y con vagas afirmaciones a la Justicia Gratuita, y ni una sola mención expresa ni tácita a las tasas judiciales, tema que no sólo preocupa a los colectivos judiciales, sino que ha llevado a decenas de manifestaciones en los últimos años, principalmente, de abogados.
A pesar de las evidentes -y más que merecidas- críticas a la actitud pública y política del partido citado, no es este el enésimo artículo sobre sus disparatados postulados, ni de crítica a sus actitudes generalmente contrarias a Derecho. El titular de la noticia, y que ha vuelto a poner en boca de todos el término “separación de poderes”, ha animado a escribir estas líneas, y qué mejor que comenzar con el gran impulsor de este sistema.
En 1747, se publicó en Francia De l'esprit des lois (Del espíritu de las leyes), opera prima de Charles Louis de Secondant, más conocido por el baronazgo que ostentaba: Montesquieu, a quien uno de los autores preferidos del que escribe, Edmund Burke, se refirió como “el mayor genio que haya alumbrado esta época”[iii]. En esta obra se dio a conocer por primera vez al gran público la idea de una separación de poderes que se basase en un sistema de contrapesos, si bien es cierto que previamente otros lo habían atisbado como Locke o incluso Santo Tomás de Aquino, el cual se había hecho cargo, casi mil quinientos años después, de la duda aristotélica –gobierno de las leyes versus gobierno de los hombres- y siendo la idea antecesora del desarrollo por parte del Barón de su teoría de la separación. Deja claro el Doctor Angélico que la tarea de crear Derecho debe compete sólo al poder legislativo, en tanto que al poder judicial le incumbe sólo la misión de aplicarlo[iv]. Tanto Tomás de Aquino en los territorios itálicos hace casi mil años, como Locke en la Inglaterra del XVII o Montesquieu en la Francia prerrevolucionaria, eran conscientes de que limitación del poder ejecutivo (el del monarca) mediante un sistema de control y elaboración de legislación positiva (el legislativo) debía servir para proteger y sostener los elementos externos a la acción, que eran autoevidentes por la razón y que no podían ser objeto de limitación ni votación: los derechos naturales. A los primeros teóricos les preocupaba, como recuerda Hayek, la función legislativa a la hora de crear derecho, y no de la de los Gobiernos como tales. Sin embargo, el Gobierno y no la legislación, se convirtió en la tarea principal de las asambleas, y se hizo necesaria darle mayor eficacia a la formación de mayorías dentro de los parlamentos [v]. De esas ideas surgió la llamada utopía liberal[vi], en la que se respetaba el derecho natural que era base de la formación positiva posterior, y de la que tenemos fuertes ejemplos como la common law o el propio ius gentium. A la par de estas ideas, florecen en los nacientes Estados Unidos los checks and balances, de la mano de Blackstone, Jefferson y Bagehot, entre otros. En esta teoría, que fue base del sistema anglosajón de separación de poderes, y que se trasladó a Europa continental con ciertas “alteraciones” sustanciales, la Rule of Law pudo florecer en oposición a nuestro débil Estado de Derecho. Mientras que en inicio los monarcas veían limitada su actuación legislativa y ejecutiva por los parlamentos y los jueces, con el paso del tiempo y la extensión de la democracia, se pasó de controlar al creador y ejecutor del derecho, a ser los parlamentos electos los que podían crear y destruir todo derecho. Nada más lejos de la realidad nuestra Constitución, que al no gozar de cláusula de intangibilidad, puede ser totalmente vaciada de contenido por los mismos medios democráticos que la encumbraron como cúspide del ordenamiento kelseniano. No hay pues respeto a ningún derecho natural del hombre por su condición, y la separación de poderes, en lugar de ser modo de defensa de ese mismo derecho, se torna en manera de redistribuir la creación de obligaciones (coactivas) entre tres entes distintos. Dividir el poder absoluto en tres poderes que, aunque separados formalmente, pueden de facto navegar en la misma dirección si el partido dominante tiene mayoría.
La separación de poderes nació cuando –aún- no existía la distinción hayekiana de legislación versus ley, y tampoco se conocían las constituciones actuales. Se empezaban a crear los Estados como entes políticos, y para los pensadores como Montesquieu, la división del poder y la vigilancia entre estos se postulaba como una legitimación ética [vii] de la actividad del propio Estado. Los derechos que no se podían “tocar” y debían ser protegidos por el Estado frente a terceros eran la libertad, la propiedad y la vida; pero a su vez había que limitar a esos mismos estados para que no fueran ellos, con el monopolio del uso de la fuerza que se les había previamente atribuido, los que vulnerasen dichos derechos naturales. Es obvio a día de hoy, que ese fin no se consiguió. Posteriormente, y viendo los juristas tras la segunda guerra mundial que las limitaciones al poder que habían incluido en las primeras cartas magnas (de Estados Unidos y de Francia) no servían de mucho, esas mismas constituciones –y ya de la mano del neoconstitucionalismo- empezaron a incluir en sus textos procedimientos gravados, títulos reforzados y creación de tribunales constitucionales, para salvaguardar una serie de derechos (llamados “humanos”) que esos mismos positivistas jurídicos habían puesto, ciento cincuenta años antes, en las manos de los legisladores para que los destruyeran o blindasen a su antojo. La separación de poderes como garante de esos mismos derechos, encontró un “cuarto poder” (y no hablamos aquí de la prensa[viii], sino de Tribunal Constitucional) que servía para proteger de la acción de los otros tres a una serie de derechos.
Sirva toda esta introducción histórica que llega hasta nuestros días para tener una rápida visión de las vicisitudes de la separación de poderes desde sus inicios y a la par para ser conscientes de que si bien es cierto que la propuesta de Podemos resulta obviamente atentatoria contra la dicha separación, no es una novedad histórica, ni comparada ni nacional.
Con la sempiterna y recurrente excusa de actuar “en nombre del pueblo”, de las “mayorías sociales” o incluso de la “legitimidad democrática”, la separación de poderes ha sido sistemáticamente despojada de su idea inicial (contrapoderes que “luchan” para sostener el equilibrio) y ha venido a convertirse en, como se ha citado supra en una suerte de división de los poderes entre el partido de turno, adornado con un aura de legitimidad constitucional. Mientras que el poder legislativo se elige prácticamente en su totalidad por medios democráticos directos (art. 68.1 CE) y el ejecutivo por mandato representativo de esos mismos legisladores (art. 99 CE), el poder judicial surge o bien del concurso-oposición de sus miembros en la mayoría de casos, o residualmente por aquellos llamados del cuarto turno y los magistrados autonómicos, que no es objeto de estudio en estos momentos. Por tanto, y para aportar, la mal llamada “legitimidad democrática”, el ejecutivo de la Transición se planteó en los años ochenta un cambio. En oposición a las Señorías que hubieren accedido a la carrera judicial por principios -constitucionales- de mérito y capacidad, se necesitó un refuerzo democrático a su ejercicio, lo que se solventó arguyendo que si los jueces actuaban de forma independiente, eficaz, y con respeto a la legalidad emanada de ese poder democrático llamado legislativo, su función sí sería correcta. Sin embargo, el legislador socialista no quedó ahí, adaptando la legislación que rige el Poder Judicial y alterando el tenor literal constitucional. El artículo 122 en su apartado tercero de la Carta Magna afirma sin género de dudas que:
El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un periodo de cinco años. De estos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión.Por tanto el texto, como en multitud de artículos, dejaba en manos de futuros legisladores –buscando así una constitución muy moldeable que no precisase de reformas con los cambios políticos- la organización de voto para esos veinte miembros, los cuales iban a ordenar la vida judicial del país. No obstante, parece obvio que de los veinte miembros, doce serían electos de entre -y por- los jueces, mientras que los ocho restantes provendrían de otros juristas no jueces, los cuales podrían aportar visiones diferentes de los mismos temas, y que entrarían al Consejo de la mano de las Cámaras Legislativas. Así lo entendió el legislador en 1980, y así nosotros. Sin embargo, en el año 85 la Ley Orgánica del Poder Judicial varió el modo, imponiendo un sistema parlamentario[ix], en el que todos y cada uno de los miembros, con unos u otros medios de propuesta, eran electos por las cámaras; el primer paso de nuestra ardua marcha hacia la politización de la Justicia. A todo lo anteriormente expuesto, cabe añadir que el Tribunal Constitucional falló meses después de la entrada en vigor de la Ley[x] que si bien es cierto que el sistema “se ajustaba a derecho”, se podía afirmar que “el originario sistema mixto de elección de vocales del CGPJ se atenía en mayor medida a la letra constitucional”. El Tribunal Constitucional empezaba a demostrarnos, ya en sus primeros años de vida, que sus resoluciones servirían a los intereses políticos de los ilustres diputados y senadores que elegían a sus miembros, y no a la elevada misión jurídica que se le había atribuido. Por tanto, con esta reforma, vemos cómo el Poder (del Estado) encargado de velar por el cumplimiento de la legalidad ordinaria y orgánica en el tracto diario, pasaba a estar gobernado por veinte miembros electos directamente por el poder legislativo, que a su vez en casos de mayoría absoluta, resulta una extensión directa de la mano del Gobierno. Las nobles intenciones de la Carta Constitucional, queriendo resucitar la idea de Montesquieu de pesos y contrapesos quedaban en vía muerta.
Pocos meses después de la promulgación de la Ley Orgánica del Poder Judicial, el Vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra afirmaba sin rubor ante los medios que “Montesquieu está muerto[xi]” en referencia al tiro de gracia que la reforma de su partido había asestado a la separación de poderes de Montesquieu, subsumiendo el sistema de contrapesos a las ideas rousseanas; así, las mayorías parlamentarias –que teóricamente no son más que expresión de la “voluntad popular”- podrían decidir cómo y de qué forma la justicia ejercía su papel. Y los que gobernasen a los jueces, serían de confianza de quien ya de iure gobernaba el ejecutivo, y de facto el legislativo. Años después, el ejecutivo popular trató sin éxito de remover la situación, con la Ley Orgánica 21/2001, la cual obliga a que las Cámaras elijan a esos doce magistrados de entre unas listas elaboradas por las asociaciones judiciales, o independientes con aval; es decir, pasar de una politización directa (las cámaras eligen, y los diputados y senadores votan a quien es cercano a su partido) a una politización indirecta, en la que las asociaciones judiciales (circunloquio verbal para no decir sindicatos o casi secciones de partidos políticos) apoyan a un candidato, que a su vez el partido de turno convierte en vocal del Consejo. Parece que esta reforma vino a ser el mismo perro, pero con distinto collar.
Con todo lo anteriormente expuesto, y otra serie de ejemplos como la Ley de Planta (por la que el legislador puede cambiar a su antojo el lugar y las atribuciones de los miembros del Poder Judicial) o la implantación de un sistema de gestión digital como LexNet, que deja en manos del ejecutivo el acceso a todos y cada uno de los documentos de las causas, dejan claro que la separación de poderes es inexistente, y que un Gobierno con mayoría absoluta en las Cámaras, puede en dos legislaturas tener en su mano a prácticamente todos los Magistrados del Tribunal Constitucional (que también son electos por los partidos a día de hoy), Vocales del Consejo General del Poder Judicial, y “castigar” con las potestades normativas sobre organización interna que posee, a todo juez que se oponga a las actuaciones políticas del gobernante.
La inamovilidad de los jueces y magistrados, contenida en el artículo 117.2 de la Constitución pudiera parecer una ley de oro escrita en piedra, al afirmar que “Los Jueces y Magistrados no podrán ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados (…)” si no fuera porque el artículo remata afirmando: “(…) sino por alguna de las causas y con las garantías previstas en la ley”. Y volvemos a lo expuesto; ¿quién hace esas leyes? ; ¿quién decidirá esas causas? La respuesta queda a la imaginación del lector.
Por todo ello podemos afirmar sin lugar a dudas que la débil separación de poderes que enunciaba nuestra Constitución se ha visto totalmente desnaturalizada por la acción legislativa y ejecutiva en estos casi cuarenta años de vigencia, y hoy día a pesar de los nobles esfuerzos de la mayoría de jueces encontramos que, si no fuera por la seriedad y lealtad de muchos de estos, los poderes políticos podrían tomar (aún más) control sobre la actividad judicial. Una estatalización de la Justicia que ha llevado a que veamos con total naturalidad a un Presidente del Tribunal Constitucional pagando cuotas de un partido, o a una Vicepresidenta del Gobierno dando instrucciones a un Fiscal. No vamos a entrar en detalles respecto de lo interesante que sería que muchos de los conflictos privados tuvieran que pasar por cauces privados y subsidiariamente acudir a la justicia estatal, tales como gran cantidad de conflictos civiles, mercantiles o incluso laborales, pues nos reservamos estos temas para futuros escritos. Pero sí que es preciso que si queremos (y no sólo por deseo, sino por necesidad) tener una Justicia independiente del poder político, tomemos consciencia de lo urgente de un Consejo General del Poder Judicial totalmente independiente, en el que los órganos rectores sean electos de entre y por los jueces, los cuales habrán accedido a la carrera judicial por tan sólo dos vías: el concurso-oposición actual, o el cuarto turno tras demostrar méritos y someterse a una prueba igual para todos, sin prebendas políticas. Del mismo modo, el citado Consejo General debería recibir una asignación directa de los Presupuestos Generales del Estado (que hoy no pasa del 0,5%) con la que se administraría de forma netamente independiente al resto de poderes, así como organizaría la planta y demarcación territorial en materia de justicia. Una verdadera y real independencia judicial, que aquí no podemos –ni nos corresponde- enunciar en cada uno de sus términos, pero que serviría de un modo mucho más efectivo a los ciudadanos y a la protección de estos frente a la arbitrariedad, tanto de terceros como de poderosos. No hay libertad si el judicial no está separado del legislativo y el ejecutivo[xii], pues en el primer caso sería la mayoría con los votos la que decidiera en los conflictos individuales, sometiendo al resultado del pleito a una suerte de dictadura judicial; y tampoco en el segundo, pues la arbitrariedad sería tal, que tendríamos una justicia absolutista.
Podemos ha sido la excusa para traer este tema a colación, pero es obvio a la lectura de los datos expresados supra que ni la vulneración de la separación de poderes es una idea nueva -aunque en este caso sí que es preocupantemente invasiva- ni estamos libres de sufrir las intromisiones del Estado y sus políticos en algo tan importante como la Justicia entre los hombres. Lo que viene a proponer el partido morado es gravísimo, pero no es nuevo. Por eso es nuestra obligación se encuentra en oponernos, y no caer en la inactividad de los que nos precedieron ante la imparable conquista del Estado por parte de los que quieren destruir los mecanismos de defensa del ciudadano frente al poder. “El precio de la libertad es la eterna vigilancia”, afirmaba Jefferson.; vigilancia al delincuente cautivo para que no escape, al vecino peligroso para que no cruce la linde y al enemigo comercial para que no boicotee. Pero también es importante, y Europa parece haber olvidado, que la misma vigilancia debe tener el hombre hacia su gobierno y el ciudadano para con su Estado. Sólo cuando el límite al poder por arriba -entendiendo en este a los legisladores y los poderes públicos- sea el mismo que por abajo -los ciudadanos- podremos hablar de Estado de Derecho. Hasta entonces, tendremos un sistema legal que ofrece a los individuos seguridad ad extra frente terceros agresores, pero que a la par les somete al arbitrio de ver sus propiedades sometidas al “interés social” o su acceso a la Justicia relegado a la voluntad política.