No todos los intelectuales están en la izquierda.. Como ocurre con otros grupos, sus opiniones se extienden a lo largo de una curva. Pero en su caso, la curva se desvía y se tuerce hacia la izquierda política. La proporción exacta de lo que denominamos anticapitalista depende de cómo se fijen los límites: de cómo se interprete la postura anticapitalista o de izquierdas y de cómo se distinga al grupo de los intelectuales. Las proporciones pueden haber cambiado algo en los últimos tiempos, pero por término medio los intelectuales se sitúan más a la izquierda que los que tienen su mismo estatus socioeconómico. ¿Por qué?
No entiendo por intelectuales a todas las personas inteligentes con cierto nivel de educación, sino a aquellos que, por vocación, tratan con las ideas, según se expresan en palabras, moldeando el flujo de palabras que otros reciben. Estos forjadores de palabras incluyen a los poetas, novelistas, cánticos literarios, periodistas de diarios y revistas y numerosos profesores. No incluyen a aquellos que primordialmente crean y transmiten información formulada cuantitativa o matemáticamente (los forjadores de números) o los que trabajan con medios visuales, pintores, escultores, cámaras. Contrariamente a los forjadores de palabras, la gente que se dedica a estas profesiones no se opone al capitalismo de un modo desproporcionado. Los forjadores de palabras se concentran en ciertos ámbitos ocupacionales: las instituciones académicas, los medios de comunicación de masas, la administración.
Los intelectuales forjadores de palabras se desenvuelven bien en la sociedad capitalista; en ella disponen de amplia libertad para formular, desarrollar, propagar, enseñar y debatir las ideas nuevas. Hay demanda de sus destrezas profesionales, estando sus ingresos muy por encima de la media. ¿Por qué entonces se oponen al capitalismo de un modo tan exagerado? De hecho, algunos datos indican que cuanto más próspero es un intelectual y cuanto más éxito tiene, más probable es que se oponga al capitalismo. Esta oposición al capitalismo procede principalmente “de la izquierda”, pero no exclusivamente. Yeats, Eliot y Pound se oponían a la sociedad de mercado desde la derecha.
La oposición de los intelectuales forjadores de palabras al capitalismo es un hecho de trascendencia social. Dan forma a nuestras ideas e imágenes de la sociedad; establecen las alternativas de actuación que analizan las administraciones. Entre tratados y lemas, nos proporcionan las frases con que expresamos. Su oposición es importante, especialmente en una sociedad (a menudo denominada “post-industrial”) que cada vez depende más de la formulación explícita y de la propagación de la información.
¿Debemos realmente buscar una explicación específica del porqué los forjadores de palabras se oponen de forma desproporcionada al capitalismo? Consideremos la respuesta directa que sigue: el capitalismo es malo, injusto, inmoral o inferior y los intelectuales, al ser inteligentes, se dan cuenta de esto y por tanto se oponen a ello.
Esta sencilla explicación no tiene validez para aquellos que, como yo mismo, no piensan que el capitalismo, el sistema de la propiedad privada y del libre mercado, sea malo, injusto, malvado o inmoral. Los lectores que discrepan deben observar que incluso una creencia verdadera puede no tener una explicación directa: se podría creer en ella debido a algunos factores distintos de su veracidad, tales como la socialización y la integración cultural.
Hay algo en el modelo de oposición de muchos intelectuales que indica, pienso yo, que no se trata sólo de que se percaten de la verdad sobre el capitalismo. Porque cuando se refuta una u otra de las quejas concretas acerca del capitalismo (quizás la de que conduce al monopolio, o a la contaminación, o a demasiadas desigualdades, o la de que implica la explotación de los trabajadores, o deteriora el entorno, o conduce al imperialismo, o causa guerras, o impide el trabajo responsable, o trata por todos los medios de satisfacer los deseos de la gente, o estimula la falta de honradez en el mercado, o produce en función de los beneficios y no de la utilidad, o frena el progreso para aumentar los beneficios, o desbarata los modelos tradicionales para aumentar los beneficios, o conduce a la sobreproducción, o a la infraproducción), cuando se demuestra y se acepta que la queja tiene una lógica imperfecta, o supuestos imperfectos en tomo a hechos, la historia o la economía, el que se queja no cambia entonces de opinión. Abandona el tema y rápidamente se lanza a otro. (“Pero, y el trabajo infantil, o el racismo que incorpora, o la opresión de las mujeres, o los barrios bajos de las ciudades, o que en épocas menos complicadas podíamos arreglamos sin planificar, pero ahora todo es tan complejo que…, o el anunciar seduciendo a la gente para que compre cosas o.. ) En el debate se abandona un punto tras otro. Lo que no se abandona sin embargo es la oposición al capitalismo. Porque la oposición no se hace sobre la base de esos puntos o quejas, y de ese modo no desaparece cuando ellos lo hacen. Hay una animadversión oculta contra el capitalismo. Esta animadversión suscita las quejas. Las quejas racionalizan la animadversión. Después de alguna resistencia, puede que se abandone una queja concreta y, sin volver la vista, se presentarán otras muchas con el fin de desempeñar la misma función: racionalizar y justificar el odio del intelectual al capitalismo. Si el intelectual estuviese sencillamente reconociendo los fallos o los errores del capitalismo, no encontraríamos esa animadversión. La explicación de esta oposición necesitará ser una explicación no sencilla que también tenga en cuenta la animadversión.
Se puede plantear la objeción de que la explicación es sencillamente la obvia, según la cual las personas inteligentes pueden tener simplemente una tendencia natural a mirar a su alrededor y criticar lo que está mal. O que forma parte de la naturaleza de la actividad creativa e innovadora el hecho de generar una mente escéptica que rechaza el orden establecido. Pero ¿por qué, entre los inteligentes, son especialmente los forjadores de palabras y no .los forjadores de números los que se inclinan hacia la izquierda? Si son de temperamento crítico, ¿por qué los forjadores de palabras son normalmente tan poco críticos con los programas “progresistas”? Si la actividad innovadora y creativa es la causa, ¿por qué ha de conducir al escepticismo y no a descubrir virtudes sutiles en las creencias y doctrinas establecidas? (¿No se dedicaron Dante, Maimónides y Santo Tomás de Aquino a la actividad intelectual creativa?) ¿Y por qué debe expresarse el escepticismo acerca del orden establecido, y no acerca de planes para alternativas globales que se supone mejorarán dicho orden? No, al igual que la idea de que el capitalismo es sencillamente malo y que los intelectuales son suficientemente listos para darse cuenta de ello, la explicación de que los intelectuales son críticos y escépticos por naturaleza no es satisfactoria. Estas “explicaciones” son demasiado interesadas; no encajan con los detalles de la situación. Debemos buscar la explicación en otra parte. Sin embargo, no debería sorprendemos que las explicaciones que se les ocurren resulten ser tan autocomplacientes cuando se ofrecen explicaciones, son los intelectuales quienes las ofrecen.
Podemos distinguir dos tipos de explicación para la relativamente alta proporción de intelectuales que se oponen al capitalismo. El primero considera que hay un factor exclusivo en los intelectuales anticapitalistas. El segundo tipo de explicación identifica un factor aplicable a todos los intelectuales, una fuerza que les impulsa hacia los puntos de vista anticapitalistas. El que empuje a algún intelectual concreto hacia el anticapitalismo dependerá de las otras fuerzas que actúan sobre él. En conjunto, no obstante, puesto que hace que el anticapitalismo sea más probable en cada intelectual, tal factor dará lugar a una proporción mayor de intelectuales anticapitalistas. Pensemos en el número, superior a lo normal, de personas que van a la playa en un día de sol. Puede que no seamos capaces de predecir si un individuo concreto va a ir -ello depende de todos los restantes factores que actúan sobre él- pero el sol hace más probable que cada persona vaya y de este modo conduce hasta un número total mayor de gente que va a la playa. Nuestra explicación será de este segundo tipo. Identificaremos un factor que hace que los intelectuales se inclinen hacia actitudes anticapitalistas, pero no lo garantiza en ningún caso concreto.
Teorías previas
Se han propuesto distintas explicaciones a la oposición de los intelectuales al capitalismo. Una de ellas, apoyada por los neo- conservadores, se centra en los intereses de grupo de los intelectuales
1. Aunque les va económicamente bien bajo el capitalismo, les iría aún mejor, según piensan, en una sociedad socialista en la que su poder sería superior. En una sociedad de mercado no hay concentración centralizada del poder y si alguien tiene poder, o parece tenerlo, es el empresario y hombre de negocios triunfador. Las recompensas de riqueza material son ciertamente suyas. En una sociedad socialista, sin embargo, serían los intelectuales forjadores de palabras los que nutrirían las burocracias gubernamentales, quienes marcarían la política a seguir y supervisarían la ejecución de la misma. Una sociedad socialista, piensan los intelectuales, es aquella en la que ellos gobernarían -idea que les resulta atractiva- lo cual no es ninguna sorpresa. (Recordemos que Platón, en la
República, define la sociedad ideal como aquella en la que gobiernan los filósofos.)
Pero esta explicación, en términos de los intereses de grupo de los intelectuales, no es satisfactoria en sí misma. Incluso si entre los intereses de grupo de los intelectuales estuviese la transición a una sociedad socialista (y dejo de lado el carácter tan ilusorio de este proyecto), el colaborar con la transición a largo plazo no necesariamente favorece los intereses individuales de un intelectual concreto. Los neoconservadores cometen el mismo error que los marxistas al analizar el comportamiento de los capitalistas. Pasan por alto el hecho de que la gente actúa, no según los intereses de su grupo o clase, sino a tenor de sus intereses individuales. Favorecería el interés individual de todo intelectual el reservarse, mientras que los otros realizan la ardua tarea de construir una sociedad más favorable a los intelectuales
2. Podemos formular una explicación más clarificadora, no obstante. Si los intelectuales piensan que les iría mejor en una sociedad socialista, y así disfrutan leyendo acerca de las virtudes de tal sociedad y de las imperfecciones del capitalismo, ellos mismos constituirán un mercado fácil y sustancioso para tales palabras y, de ese modo, favorecerá los intereses de los intelectuales como individuos el producir tal festín de palabras para consumo de los demás intelectuales.
El economista F. A Hayek ha identificado otra razón por la que los intelectuales podrían estar a favor de una sociedad socialista. Se piensa de esa sociedad que está organizada siguiendo un plan consciente, es decir, una idea. Las ideas son la materia prima de los forjadores de palabras, y de este modo una sociedad planificada convierte en primordial aquello que constituye su labor profesional. Es una sociedad que encarna ideas. ¿Cómo podrían los intelectuales dejar de considerar a una sociedad tal como seductora y valiosa? Sin duda, podemos exponer las ideas que representa una sociedad capitalista, la libertad y los derechos individuales, pero estas ideas definen un proceso de libertad, no el modelo final resultante. Una ideología que desea estampar un modelo en una sociedad hará por tanto que una idea sea más fundamental para la sociedad y (a menos que la idea sea repugnante) resultará por tanto atractiva para los gustos especiales de los intelectuales, que son profesionales de las ideas.
Una explicación distinta se centra en cómo la motivación de la actividad intelectual contrasta con las motivaciones más altamente valoradas y recompensadas en la sociedad de mercado. La actividad capitalista -así se cuenta- está motivada por la codicia egoísta, pura y simple, mientras que la actividad intelectual está motivada por el amor a las ideas. Sin duda, este contraste es exagerado. Un capitalista puede desear ganar dinero para apoyar su causa o acción caritativa favorita. Una actividad empresarial puede estar motivada por sus propias recompensas intrínsecas, las recompensas del dominio, la competencia profesional y la labor cumplida. Sin duda, estas actividades pueden también aportar recompensas extrínsecas, pero igualmente puede un novelista que se mueve por motivos puramente artísticos obtener grandes derechos de autor. Y ¿está la propia actividad intelectual motivada siempre, únicamente, por sus recompensas intrínsecas? Se dice que los escritores (varones) escriben para lograr la fama y el amor de bellas mujeres. Tampoco están claramente ausentes las motivaciones competitivas en el mundo intelectual. Recordemos cómo Newton y Leibniz se pelearon sobre quién de los dos había inventado antes el cálculo, y cómo Crick y Watson corrieron a toda prisa para adelantarse a Pauling y ser los primeros en descubrir la estructura del ADN.
Pero aunque las motivaciones de la gente que triunfa económicamente bajo el capitalismo no precisan ser claramente inferiores a las de los intelectuales, no es menos verdad que en una sociedad capitalista las recompensas económicas tenderán a ser para los que satisfacen las demandas de otros expresadas en el mercado, para los triunfantes productores de lo que quieren los consumidores. Los intelectuales, igualmente, pueden satisfacer una demanda de mercado de sus productos, como se muestra en los elevados ingresos de algunos novelistas y pintores. Sin embargo, no es necesario que el mercado recompense el trabajo intelectualmente más meritorio; recompensará (parte de) lo que le gusta al público. Éste puede ser un trabajo de menos mérito, o puede no ser en absoluto un trabajo intelectual. El mercado, por su propia naturaleza, es neutral respecto al mérito intelectual. Si el mérito intelectual no es recompensado del modo más elevado, eso será por culpa, si hubiese culpa, no del mercado sino del comprador, cuyos gustos y preferencias se expresan en el mercado. Si hay más gente dispuesta a pagar por ver a Robert Redford que por escucharme dando una conferencia o por leer mis escritos, ello no implica una imperfección del mercado.
Al intelectual puede molestarle al máximo el mercado, no obstante, cuando ve una oportunidad de triunfar, desde el punto de vista económico, produciendo una obra que es de menor mérito a sus propios ojos. El verse tentado a degradar sus propios criterios de calidad para conseguir éxito y reconocimiento popular -o hacerlo de hecho- puede causarle un resentimiento contra el. sistema que le induce a caer en tales motivaciones y emociones de escaso gusto. (Los guionistas de Hollywood son el ejemplo paradigmático.) De nuevo, no obstante, ¿por qué culpa al sistema de mercado más que al público? ¿Le molesta un sistema que traza su camino hacia el éxito pasando por los gustos del público, un público menos agudo, instruido y refinado que él, un público que es intelectualmente inferior a él? (Sin embargo, la mayoría de los productores del mercado saben más acerca de su producto y de sus niveles de calidad que la mayoría de los consumidores.) ¿Por qué tienen los intelectuales que estar tan resentidos por tener que satisfacer las demandas del mercado si lo que quieren son los frutos del éxito de mercado? Siempre pueden, al fin y al cabo, elegir aferrarse a los niveles de su oficio y aceptar recompensas externas más limitadas.
El economista Ludwig von Mises explicó la oposición al capitalismo como un resentimiento por parte de los menos
3. Más que imputar su propia falta de éxito, en un sistema libre en el que otros iguales que ellos triunfan, al fracaso personal, la gente le echa la culpa a la naturaleza del sistema mismo. Sin embargo, los hombres de negocios fracasados, por lo general, no culpan al sistema. Y, ¿por qué culpan al sistema los intelectuales en lugar de a sus conciudadanos insensibles? Dado el alto grado de libertad que un sistema capitalista concede a los intelectuales y dado el cómodo estatus de que gozan los intelectuales dentro de ese sistema, ¿de qué culpan al sistema? ¿Qué esperan de él?
La formación académica de los intelectuales
Los intelectuales de ahora confían en ser las personas más altamente valoradas en una sociedad, los de más prestigio y poder, los que obtienen mayores recompensas. Los intelectuales se consideran con derecho a esto. Pero, en general, una sociedad capitalista no honra a los intelectuales. Mises explica el resentimiento particular de los intelectuales, en contraste con los trabajadores, diciendo que se mezclan socialmente con capitalistas triunfadores y que por ello les consideran como un grupo de referencia destacado y les humilla su estatus inferior. Sin embargo, incluso aquellos intelectuales que no se mezclan socialmente están resentidos de un modo similar, a la vez que simplemente el puro mezclarse no basta -los instructores de deportes y de danza que trabajan para los ricos y tienen líos con ellos no son especialmente anticapitalistas.
¿Por qué entonces los intelectuales contemporáneos se sienten con derecho a las más altas recompensas que su sociedad puede ofrecer, y molestos cuando no las reciben? Los intelectuales piensan que son las personas más valiosas, las de mayor mérito, y que la sociedad debería premiar a la gente en función de su valía y mérito. Pero una sociedad capitalista no cumple el principio distributivo “a cada uno según sus méritos o valía”. Aparte de los regalos, las herencias y las ganancias del juego que se dan en una sociedad libre, el mercado distribuye a aquellos que satisfacen las demandas de los demás expresadas a través del mercado, y lo que distribuya de este modo depende de lo que se demande y del volumen del suministro alternativo. Los empresarios fracasados y los trabajadores no sienten la misma animadversión al sistema capitalista que los intelectuales forjadores de palabras. Solamente la conciencia de una superioridad no reconocida, o de unos derechos traicionados, produce esa animadversión.
¿Por qué piensan los intelectuales forjadores de palabras que son valiosísimos, y por qué piensan que la distribución debe hacerse de acuerdo con su valía? Obsérvese que esto último no es un principio necesario. Se han propuesto otros modelos de distribución, incluyendo la distribución paritaria, la distribución según el mérito moral, la distribución según la necesidad. De hecho, no es necesario que haya modelo alguno de distribución que la sociedad esté tratando de alcanzar, incluso una sociedad preocupada con la justicia. La ecuanimidad de una distribución puede residir en su planteamiento desde un proceso justo de intercambio voluntario de propiedades y servicios justamente adquiridos. Cualquier resultado que se produzca en ese proceso será justo entonces, pero no existe un modelo concreto al que deba ajustarse el resultado. ¿Por qué entonces los forjadores de palabras se consideran valiosísimos, y aceptan el principio de distribución según la valía?
Desde los comienzos del pensamiento documentado, los intelectuales nos han dicho que su actividad es valiosísima. Platón valoraba la facultad racional por encima del valor y de las apetencias y consideraba que los filósofos deberían gobernar; Aristóteles sostenía que la contemplación intelectual era la actividad suprema. No es sorprendente que los textos que nos han llegado registren esta alta valoración de la actividad intelectual. Las personas que formularon valoraciones, que las escribieron con razones para respaldarlas, eran intelectuales, después de todo. Se ensalzaban a sí mismos. Los que valoraban más otras cosas que el meditar sobre las cosas usando palabras, ya fuese la caza o el poder o el placer sensual ininterrumpido, no se preocupaban por dejar informes escritos duraderos. Sólo los intelectuales elaboraron una teoría acerca de quién era mejor.
¿Qué factor provocó la sensación, por parte de los intelectuales, de que tenían un valor superior? Voy a centrarme en una institución concreta: las escuelas. A medida que el conocimiento libresco se hizo cada vez más importante, se extendió la escolarización -enseñar a los jóvenes a leer y familiarizarse con los libros. Las escuelas se convirtieron en la principal institución al margen de la familia para forjar las actitudes de los jóvenes, y casi todos los que más tarde se convirtieron en intelectuales pasaron por la escuela. Allí triunfaron. Se les juzgaba frente a otros y se les consideraba superiores. Se les ensalzaba y premiaba, eran los favoritos de los profesores. ¿Cómo podrían dejar de sentirse superiores? Diariamente experimentaban diferencias en la facilidad para las ideas, en el ingenio. Las escuelas les decían, y les demostraban, que eran los mejores.
Las escuelas, también, exhibían y por tanto enseñaban el principio de la recompensa de acuerdo con el mérito (intelectual). Al intelectualmente meritorio se dirigían las alabanzas, las sonrisas de los profesores y las calificaciones más altas. En la moneda que ofrecían las escuelas, los más inteligentes constituían la clase alta. Aunque sin que formase parte de los currículos oficiales, en las escuelas los intelectuales aprendían las lecciones acerca de su propia valía, superior en comparación con los demás, y de cómo esta valía superior les daba derecho a mayores recompensas.
La más amplia sociedad de mercado, sin embargo, enseñaba una lección distinta. Ahí las principales recompensas no eran para los más brillantes verbalmente. Allí a las habilidades intelectuales no se les concedía el mayor valor. Instruidos en la lección de que ellos eran los más valiosos, los que más merecían la recompensa, los que mayores derechos tenían a la recompensa, ¿cómo podían los intelectuales, por lo general, dejar de estar resentidos con la sociedad capitalista que les privaba de las justas retribuciones a que les “daba derecho” su superioridad? ¿Es sorprendente que lo que sentían los intelectuales instruidos, hacia la sociedad capitalista, fuera una profunda y sombría animadversión que, aunque revestida de diversas razones públicamente apropiadas, continuaba incluso cuando se demostraba que esas razones particulares eran inadecuadas?
Al decir que los intelectuales se consideran con derecho a las más altas recompensas que la sociedad en su conjunto puede ofrecer (riqueza, estatus, etc.), no quiero decir que los intelectuales consideren esas recompensas como los bienes más preciados. Quizás valoren más las recompensas intrínsecas de la actividad intelectual o el pasar a la historia. Sin embargo, también se sienten con derecho a la más alta apreciación por parte de la sociedad en general, a lo máximo y mejor que pueda ofrecer, por insignificante que resulte. No pretendo conceder relevancia especial a las recompensas que se abren camino hasta los bolsillos de los intelectuales o que afectan a sus propias personas. Al identificarse a sí mismos como intelectuales, pueden sentirse molestos por el hecho de que la actividad intelectual no sea la más altamente valorada y recompensada.
El intelectual quiere que la totalidad de la sociedad sea una extensión de la escuela, para que sea como el entorno en que le fue tan bien y en que tanto se le apreció. Al incorporar unos criterios de recompensa que son diferentes de los propios de la sociedad global, las escuelas garantizan que algunos vayan a experimentar un posterior descenso en la escala social. Los que están en lo más alto de la jerarquía escolar se considerarán con derecho a una posición de primera, no sólo en aquella micra-sociedad, sino en la más amplia, una sociedad cuyo sistema les resultará molesto cuando no les trate según sus necesidades y derechos auto-adjudicados. El sistema escolar crea por tanto un sentimiento anticapitalista entre los intelectuales . Más bien, crea un sentimiento anticapitalista entre los intelectuales de la palabra. ¿Por qué no desarrollan los forjadores de números las mismas actitudes que estos forjadores de palabras? Presumo que estos niños brillantes con las cuentas, aunque consiguen buenas calificaciones en los exámenes correspondientes, no reciben de los profesores la misma atención y aprobación personal que los niños brillantes con la palabra. Son las destrezas verbales las que acarrean estas recompensas personales por parte de los profesores y, en apariencia, son estas recompensas de un modo especial las que dan forma a ese sentimiento de tener derecho a algo.
Hay que añadir un aspecto más. Los (futuros) intelectuales forjadores de palabras triunfan por lo que atañe a la forma oficial del sistema social escolar, en el que las recompensas importantes se distribuyen por parte de la autoridad central del profesor. Las escuelas incluyen otro sistema social de cariz informal en las aulas, los pasillos y los patios, en el que las recompensas se distribuyen no por parte de la autoridad central sino de manera espontánea, a placer y capricho de los compañeros. Aquí a los intelectuales les va peor.
No sorprende, por tanto, que la distribución de los bienes y recompensas por medio de un mecanismo distributivo centralizado sea más tarde considerada por los intelectuales como más apropiada que la “anarquía y el caos del mercado”. Porque la distribución en una sociedad socialista planificada centralmente es a la distribución en una sociedad capitalista como la distribución por parte del profesor es a la distribución por parte del patios.
5Nuestra explicación no postula que los (futuros) intelectuales constituyan una mayoría incluso entre las clases académicamente superiores de la escuela. Este grupo puede estar formado sobre todo por los que tienen destrezas librescas considerables (pero no abrumadoras) junto con algo de gracia social, fuerte deseo de complacer, cordialidad, encanto personal y habilidad para respetar las reglas del juego (y parecerlo). Tales alumnos, también, serán muy bien considerados y recompensados por el profesor, e igualmente les irá estupendamente bien en la sociedad más amplia. Y se desenvuelven bien dentro del sistema social informal de la escuela. De modo que no aceptarán de un modo especial las normas del sistema formal de la escuela. Nuestra explicación plantea la hipótesis de que los (futuros) intelectuales están representados de un modo desproporcionado en esa parte de la clase alta (oficial) de la escuela que experimentará un relativo movimiento de descenso. O, más bien, en el grupo que predice para sí mismo un futuro en declive. La animadversión surgirá antes del desplazamiento hacia el interior de un mundo más amplio y de experimentar un descenso real de estatus, en el momento en que el alumno listo se da cuenta de que (probablemente) se desenvolverá peor en la sociedad más amplia que en su situación escolar actual. Esta consecuencia no buscada del sistema escolar, el espíritu anticapitalista de los intelectuales, se ve, por supuesto, reforzada cuando los alumnos leen o reciben las enseñanzas de intelectuales que presentan esas mismas actitudes anticapitalistas.
Sin duda, algunos intelectuales forjadores de palabras fueron alumnos conflictivos y críticos y por ello no contaron con la aprobación de sus profesores. ¿Aprendieron ellos también la lección de que los mejores deberían obtener las recompensas más altas y piensan, a pesar de sus profesores, que ellos mismos eran los mejores, y empiezan por ello a tener un resentimiento temprano contra la distribución que realiza el sistema escolar? Claramente, acerca de esto y de las otras cuestiones aquí tratadas, necesitamos datos en tomo a las experiencias escolares de los futuros intelectuales forjadores de palabras para matizar y probar nuestras hipótesis.
Planteado como fenómeno global, apenas se puede negar que las normas internas de las escuelas estén llamadas a afectar a las creencias normativas de las personas tras su paso por las escuelas. Las escuelas, al fin y al cabo, son la principal sociedad ajena a la familia en que los niños aprenden a comportarse, y de ahí que la escolarización constituya su preparación para la más amplia sociedad no familiar. No sorprende que los que triunfan al calor de las normas de un sistema escolar se quejen de una sociedad que se atiene a normas diferentes y que no les garantiza el mismo éxito. Tampoco es sorprendente, cuando esos son los mismos que proceden a dar forma a la propia imagen de la sociedad, al juicio sobre sí misma, si la sección de la sociedad que es sensible a las palabras se vuelve contra ella. Si uno estuviese diseñando una sociedad, no intentaría diseñarla de modo que los forjadores de palabras, con toda su influencia, estuviesen instruidos en la animadversión contra las normas de la sociedad.
Nuestra explicación del anticapitalismo desproporcionado de los intelectuales se establece sobre la base de una generalización sociológica muy plausible.
En una sociedad en la que un sistema o una institución extrafamiliar, la primera en que ingresan los jóvenes, distribuye recompensas, aquellos a quienes les va mejor tenderán a internalizar las normas de esta institución y confiarán en que la sociedad en general funcionará según estas normas; se considerarán con derecho a repartos distributivos de acuerdo con esas normas o (como mínimo) a una posición relativa igual a aquella que estas normas dan como resultado. Además, los que constituyen la clase superior dentro de la jerarquía de esta institución extrafamiliar y que experimentan luego (o prevén experimentar) un desplazamiento hacia una posición relativamente inferior en la sociedad en general, debido a su percepción del derecho frustrado, tenderán a oponerse al sistema social más amplio y a sentir animadversión hacia sus normas.
Obsérvese que ésta no es una ley determinista. No todos los que experimentan una movilidad social hacia abajo se volverán en contra del sistema. Tal movilidad hacia abajo, no obstante, es un factor que tiende a producir efectos de ese tenor, y por ello se manifestará en proporciones diversas con respecto al conjunto. Podríamos distinguir formas en las que la clase alta puede desplazarse hacia abajo: puede obtener menos que otro grupo o (cuando ningún grupo se desplaza por encima de ella) puede empatar, sin conseguir más que los que previamente se había previsto serían inferiores. Es el primer tipo de desplazamiento hacia abajo el que más indigna y humilla; el segundo tipo es bastante más tolerable. Muchos intelectuales (dicen ellos) están a favor de la igualdad mientras que sólo un número reducido exige una aristocracia de intelectuales. Nuestra hipótesis se refiere al primer tipo de desplazamiento hacia abajo como especialmente generador de resentimiento y animadversión.
El sistema escolar imparte y premia solamente algunas de las destrezas válidas para el éxito posterior (es, al fin y al cabo, una institución especializada), por lo que su sistema de recompensas será diferente del propio de la sociedad en general. Esto garantiza que algunos, al pasar a la más amplia sociedad, experimentarán un desplazamiento social descendente junto con las consecuencias que lo acompañan. He afirmado antes que los intelectuales quieren que la sociedad sea una extensión de las escuelas. Ahora vemos cómo el resentimiento debido a un sentido del derecho frustrado procede del hecho de que las escuelas (en calidad de sistema social extrafamiliar) no constituyen una condensación de la sociedad.
Nuestra explicación parece predecir ahora el resentimiento (desproporcionado) que albergan los intelectuales instruidos respecto a la sociedad en la que viven, cualquiera que sea la naturaleza de la misma, capitalista o comunista. (Los intelectuales se oponen desproporcionadamente al capitalismo en comparación con otros grupos de estatus socioeconómico parecido dentro de la sociedad capitalista. Otra cuestión es si se oponen de modo desproporcionado en comparación con el grado de oposición de los intelectuales de otras sociedades hacia esas sociedades). Claramente, pues, serían relevantes algunos datos acerca de las actitudes de los intelectuales de los países comunistas hacia el aparato del partido; ¿sentirán esos intelectuales animadversión hacia ese sistema?
Nuestra hipótesis precisa de matización para que no se aplique (o se aplique de un modo tan contundente) a cualquier sociedad. ¿Deben los sistemas educativos de toda sociedad producir inevitablemente una animadversión antisocial en los intelectuales que no reciben las mayores recompensas de esa sociedad? Probablemente no. Una sociedad capitalista es peculiar en cuanto a que parece anunciar que está abierta y es receptiva solamente al talento, a la iniciativa individual, al mérito personal. El hecho de crecer en una sociedad feudal o de castas hereditarias no crea expectativa alguna de que la recompensa esté o deba estar de acuerdo con la valía personal. A pesar de la expectativa creada, una sociedad capitalista premia a las personas en tanto en cuanto satisfacen los deseos ajenos, expresados a través del mercado; recompensa de acuerdo con la contribución económica, no con la valía personal. Sin embargo, la sociedad capitalista se acerca lo bastante a un sistema de recompensas a tenor de la valía personal -valía y contribución se entremezclan a menudo- como para hacer crecer las expectativas creadas por las escuelas. El ethos de la más amplia sociedad está lo bastante cercano al de las escuelas como para que la cercanía genere resentimiento. Las sociedades capitalistas premian el logro individual o proclaman que lo hacen, y de ese modo dejan al intelectual, que se considera buenísimo, especialmente amargado.
Otro factor, creo, tiene un determinado papel. Las escuelas tenderán a crear tales actitudes anticapitalistas cuanto mayor sea la diversidad de quienes asistan a ellas. Cuando casi todos los que van a tener éxito financiero asistan a escuelas distintas, los intelectuales no habrán adquirido esa actitud de ser superiores a ellos. Pero incluso si muchos niños de clase alta van a escuelas distintas, una sociedad abierta tendrá otras escuelas que incluyan también a muchos que van a triunfar económicamente como empresarios, y los intelectuales van a recordar con resentimiento, más tarde, lo superiores que eran académicamente a los de su edad que lograron mayor riqueza y poder. La transparencia de la sociedad tiene otra consecuencia, además. Los alumnos, tanto los futuros forjadores de palabras como los demás, no saben cómo les va a ir en el futuro. Pueden esperar cualquier cosa. Una sociedad cerrada al progreso destruye pronto esas esperanzas. En una sociedad capitalista abierta, los alumnos no se resignan pronto a que se limite su progreso y su movilidad social; la sociedad parece anunciar que los más capacitados y valiosos llegarán a lo más alto, sus escuelas ya han transmitido a los que tienen más talento el mensaje de que son valiosísimos y que merecen las mayores recompensas, y después estos mismos alumnos con el más alto estímulo y las mayores expectativas ven a otros compañeros suyos, de quienes saben que son y a quienes consideraron menos meritorios, subir más alto que ellos mismos, recibiendo las mejores recompensas a las que ellos mismos se consideraban con derecho. ¿Es extraño que sientan animadversión por esa sociedad?
Hemos pulido de algún modo la hipótesis. No es simplemente las escuelas formales sino la escolarización formal en un contexto social específico lo que genera un sentimiento anticapitalista en los intelectuales (forjadores de palabras). Sin duda, la hipótesis requiere matización posterior. Pero ya está bien. Es hora de pasarles la hipótesis a los expertos en ciencias sociales, sacarla de las especulaciones de sillón y entregársela a quienes se sumergen en hechos y datos más específicos. Podemos señalar, sin embargo, algunas áreas en las que nuestra hipótesis podría conducir a consecuencias y predicciones verificables.
En primer lugar se podría predecir que cuanto más meritocrático es el sistema escolar de un país, más posibilidades hay de que sus intelectuales sean. de izquierdas. (Piénsese en el caso de Francia.)
En segundo lugar, los intelectuales que fueron “frutos tardíos” en la escuela no habrían desarrollado el mismo sentido de derecho a las recompensas más elevadas; por lo tanto, el porcentaje de los intelectuales de tipo “fruto tardío” que serán anticapitalistas será menor que el de los de tipo “fruto temprano”.
En tercer lugar, limitábamos nuestra hipótesis a las sociedades (contrariamente al sistema de castas de la India) en las que el estudiante triunfador podía confiar bastante en un éxito posterior parecido en la sociedad más amplia. En la sociedad occidental, las mujeres no han disfrutado hasta ahora de tales expectativas, por lo que no sería de esperar que las estudiantes que formaban parte de la clase académica superior, y que sin embargo sufrieron luego un desplazamiento descendente, mostrasen la misma animadversión anticapitalista que los intelectuales varones. Podríamos predecir, pues, que cuanto más se vea que una sociedad se mueve hacia la igualdad de oportunidades ocupacionales entre las mujeres y los hombres, mayor será la tendencia de sus intelectuales femeninas al mismo anticapitalismo desproporcionado que muestran sus intelectuales varones.
Algunos lectores pueden albergar dudas sobre esta explicación del anticapitalismo de los intelectuales. Sea como sea, creo que se ha identificado un fenómeno importante. La generalización sociológica que hemos enunciado es intuitivamente convincente. Algo así tiene que ser cierto. Por lo tanto, algún tipo de efecto tiene que producirse en ese sector de la clase alta escolar que experimenta un desplazamiento social descendente, tiene que generarse algún tipo de antagonismo contra la sociedad en general. Si ese efecto no es la oposición desproporcionada de los intelectuales, entonces ¿qué es? Comenzamos con un fenómeno intrigante que precisaba explicación. Hemos encontrado, creo yo, un factor aclaratorio que (una vez establecido) es tan evidente que tenemos que creer que explica algún fenómeno real.
¿Hay solución?
Quienes piensan que la sociedad capitalista debería ser fuertemente contestada -pero, ¿por qué piensan así?- se alegrarán de este efecto inintencionado del sistema escolar. Sin embargo, como hemos observado, el problema de la falta de armonía entre la intelectualidad y las normas de la sociedad global es un problema de alcance más general. Se enfrentará a él cualquier sociedad, sea cual sea su carácter, cuyo sistema escolar se especialice y no sea una condensación de la sociedad. Cuanto más importantes e influyentes sean sus intelectuales forjadores de palabras (como en las “sociedades post-industriales”), mayor será este problema. De este modo, todos los lectores pueden preguntarse conmigo cómo se podría evitar esta oposición a la sociedad de los intelectuales -aunque algunos lectores podrían preferir hacerse esta pregunta con respecto a alguna sociedad no capitalista.
Cuando las escuelas y la sociedad global no están bien articuladas, las dos soluciones obvias son reestructurar cualquiera de ellas para alinearla con la otra. En primer lugar, se podría intentar que la sociedad se ajustase a las normas de la escuela, bien mediante una estructuración socialista que sitúe a los intelectuales en lo más alto o mediante una meritocracia que surja de forma natural. Sin embargo, por muy importante que llegue a ser el conocimiento en la sociedad, ninguna sociedad relativamente libre premiará o podrá premiar del modo más destacado a las destrezas escolares más altas. Las escuelas, con grandes esfuerzos, se centran solamente en algunas cualidades; éstas, al tiempo que desempeñan un papel significativo en el éxito económico en ciertos casos, nunca explicarán del todo la posición social resultante. Los consumidores no son profesores que califican resultados de pruebas e intervenciones en clase.
Como alternativa, y de un modo no tan ambicioso, las escuelas podrían modificarse para ajustarlas a la sociedad en general, o al menos para evitar que inculquen normas contrarias. Si los inteligentes tienen derecho a algo que el mercado no les da, es al reconocimiento de que son inteligentes -nada más. No tienen derecho a las mayores recompensas de la sociedad en general.
¿Cómo podría entonces impartirse esta lección de modestia? Decir simplemente que la economía premia adecuadamente otros atributos no será suficiente. Los niños aprenderán de los hechos de la escuela, no de las palabras, y los internalizarán. Sin duda, el sistema social global del medio escolar valora muchas cosas: destreza atlética en el patio, hacerse respetar por los compañeros, talento para cantar en el auditorio, una buena impresión en todas partes. Pero la escuela sólo reconoce oficialmente las destrezas intelectuales y el rendimiento. Dado que, después de todo, eso es para lo que está, le sería difícil dar paridad o un reconocimiento muy significativo a otros atributos. (Doy por sentado que los premios a la actitud y a la conducta son una bobada en todas partes.)
Otra posibilidad es reducir la jerarquía académica dentro del sistema escolar. Las escuelas podrían enseñar sin jerarquizar a los estudiantes, sin calificarles en función del éxito de su aprendizaje. Los reformadores apelan de vez en cuando a la abolición de los exámenes y las calificaciones. Paul Goodman argumentaba que éstos tienen una función extrínseca a la de la propia educación, al atender únicamente a las necesidades de los futuros patronos o de las comisiones de admisión de otros centros docentes, a quienes se puede dejar hacer sus propias pruebas informativas
6. (Está claro, no obstante, que los exámenes y los certificados también amplían la elección discrecional de los estudiantes. Los patronos aceptan la declaración de una facultad de que un estudiante ha cumplido con los requisitos para una licenciatura sin profundizar demasiado en cuáles son esos requisitos o qué utilidad tienen los cursos en relación con los objetivos del empleo.)
Sin embargo, los exámenes desempeñan también otras funciones, intrínsecas al proceso educativo. Informan al estudiante de cómo lo está haciendo a tenor de criterios objetivos, de cómo lo está haciendo comparado con otros de su grupo de referencia (¿de lo bien que, al fin y al cabo, debería esperar de sí mismo hacerlo?). Proporcionan información para la división del alumnado en grupos según el nivel académico cuando sea adecuado desde el punto de vista educativo, así como una posible formación continuada.
En cualquier caso, dada la función informativa extrínseca, los patronos considerarán ventajoso contratar a personas procedentes de las escuelas que evalúan y certifican y, por lo tanto, los estudiantes considerarán ventajoso acudir a esas escuelas. Cualquiera que sea el interés social general, la gente perseguirá sus propios intereses individuales. Nadie se negará a contratar a los de una escuela concreta o a acudir a la misma por el hecho de que ese tipo de escuela cree intelectuales con una animadversión anticapitalista. Al tiempo que la legislación para modificar los sistemas educativos podría conseguir el objetivo, sus beneficios son tan remotos en comparación con su coste que no es probable que tal legislación se apruebe. Tampoco es tal legislación, al menos en lo que se refiere a escuelas privadas, compatible con el
ethos capitalista de la libertad y de los derechos individuales
7.
Reestructurar las escuelas para dar menos importancia a las destrezas y logros intelectuales suscita cuestiones problemáticas, al margen de la muy clara relativa al coste resultante en cuanto a eficacia social (a corto plazo). El cultivo de las capacidades intelectuales y del talento es, pensamos, un valor importante en sí mismo. Sin embargo, los sistemas escolares que sabemos que lo cultivan, también generan, involuntariamente, una animadversión contra el sistema social entre algunos de los intelectualmente más dotados. Si la estabilidad a largo plazo del sistema social deseable se ve mejor atendida frenando el cultivo de algunos rasgos valiosos y enormemente admirables de los individuos, entonces nos enfrentamos a un serio conflicto de valores.
Tranquilizará a los que apoyan la continuidad de la sociedad capitalista recordar que este conflicto es general. La sociedad comunista considera igualmente que los intelectuales se salen del camino recto. A raíz de la Revolución Cultural, los chinos, con un gran coste económico y personal, intentaron convertirles en seres como el resto, mediante la reeducación forzosa, el exilio al campo y la persecución personal. Falló el intento. La tensión de la sociedad capitalista con sus intelectuales es mucho menos grave -podemos simplemente tener que vivir con ella. Pase lo que pase, no obstante, los intelectuales tendrán la última palabra.