Por Stephen Hicks
Recientemente, conocí a un joven en Miami. En lugar de tomar un taxi, decidí probar Uber por primera vez. Rafael (no es su nombre real) apareció unos minutos más tarde. Mucho tráfico en la hora pico de Miami, y empezamos a charlar en el camino.
Era un cubano, que hasta hacía poco, había ejercido como médico en Cuba. Amaba su trabajo — los retos y la benevolencia de la medicina — y me contó que si bien él no tenía nada que ver con la política, la política cubana — en cambio — sí tenía un interés en él.
Bajo el sistema comunista de Cuba, Rafael era un empleado del gobierno y ganaba como joven médico $20 por mes. Le pedí que repitiera eso ya que, seguramente, algo me había perdido en la traducción. Pero no. Realmente su salario era de $240 por año.
Le pregunté entonces si la razón por la cual había venido a Estados Unidos, era en busca de las ganancias más altas que podía hacer como médico. “No exactamente”, respondió. Lo decisivo fue darse cuenta que el gobierno cubano tenía planes de enviarlo a Venezuela. A cambio de petróleo, Cuba manda unos 10.000 especialistas de salud a Venezuela, donde son monitoreados y obligados a trabajar en condiciones a menudo terribles.
A Rafael no le gustaban los salarios bajos, pero le gustaba aún menos convertirse en un esclavo.
Así que decidió escaparse. Él y otros quince subieron a una balsa y pasaron una semana viajando hacia el suroeste de Cuba, a través del Mar Caribe, 700 millas hasta Honduras. Las habilidades médicas de Rafael fueron útiles a lo largo del camino, sin embargo, hacia el final del viaje tuvieron que atar a algunas de las personas en la balsa para evitar que se cayeran o se arrojaran al mar en su delirio. Los dieciséis llegaron sedientos y hambrientos, pero todos vivos (a diferencia de algunos intentos desafortunados). Luego, todos se dispersaron y Rafael se dirigió a Miami, trabajando en lo que pudiera.
Pocos años más tarde, logró comprarse un auto. Había empezado a conducir para Uber a principios de ese año y me contó que en un buen día podía ganar hasta $300. Con ello, logra mantenerse a sí mismo, a su nueva esposa y a su hijo recién nacido, así como ayudar a los miembros de la familia que todavía viven en Cuba, a quien les envía dinero cada mes.
Le pregunté acerca de su carrera médica y si pensaba convertirse en un médico aquí, en los EE.UU. “Demasiado complicado”, dijo. Requería mucha inversión de tiempo y dinero. En su lugar, va a la escuela nocturna para formarse como un enfermero registrado, en lo que esperaba convertirse en los siguientes dos años.
Otro historia exitosa de inmigrantes. Excepto que la política nuevamente vuelve a tener un interés en Rafael.
Al igual que en muchas ciudades, en Miami, Uber es objeto de controversia y puede ser prohibido por los políticos. Uber es objeto de ataques en otros lugares de Florida, en Nevada, Nueva York, California y Francia, donde las protestas han estallado violentamente.
Enormes cantidades de dinero están en juego, al igual que los principios politicos fundamentales.
En la actualidad, la mayoría de los gobiernos locales exigen a los taxis tener una licencia. Las ciudades venden licencias a los operadores de taxi, lo cual es una fuente importante de ingresos para el gobierno. A cambio, los taxis reciben varios privilegios, como ser protegidos de la competencia. En la jerga económica, la industria del taxi es un monopolio o cartel protegido por el gobierno, dependiendo de la ciudad. En la jerga política, es un ejemplo de colaboración público-privada, o política de “Tercera Vía”, que trata de dividir la diferencia entre el capitalismo de libre mercado y el socialismo.
El dinero en juego es astronómico. El costo de licencias oscila entre $270.000 en Chicago a aproximadamente $400.000 en Miami, a más de $1.000.000 en la ciudad de Nueva York. Hay más de 13.600 taxis en la ciudad de Nueva York, así como otros 40.000 licenciados para vehículos “for-hire” que proveen transporte compartido. Así que pueden hacer los cálculos.
En esto, llegan Uber y Lyft, que funcionan como empresas de libre mercado casi puro. Conductores privados están conectados con clientes particulares a través de la aplicación de Uber o Lyft que cada uno tiene en su teléfono. Como cliente, se puede obtener una estimación del costo antes de contratar. Una vez que la aplicación hace la conexión, aparecen una foto del conductor y del auto, junto con un mapa que rastrea la cercanía del auto respecto al cliente y su hora estimada de llegada.
Ahora ya he tenido cuatro experiencias Uber. Los cuatro vehículos estaban más limpios que el taxi típico. Todos llegaron rápidamente (dos de ellos llegaron en un minuto), los conductores desde cordiales hasta amigables, y el costo de cada viaje fue, en promedio, 40 por ciento menor que un taxi.
Así que los carteles de taxis están amenazados, y a su vez, presionan a los políticos que les vendieron las carísimas licencias. “Estamos perdiendo dinero en nuestra inversión”, alegan, ya que muchos clientes prefieren Uber. “Teníamos un acuerdo de que protegerían nuestro monopolio.”
Aún más: la protección del gobierno siempre viene con condiciones, y los taxis están sujetos a todo tipo de reglas y supervisiones. Así que “no es justo”, las compañías de taxis se quejan, señalando que los conductores de Uber no están sujetos ni de cerca a tantas regulaciones.
Por supuesto, eso es como meterse en la cama con el gobierno, y luego quejarse de que la vida sexual de los otros no está tan controlada.
Lo que nos lleva al principio político. El hecho de que alguien se queje de Uber y Lyft debería enfurecernos. ¿Quién eres tú para decirle a Rafael, mi joven conductor cubano, que no puede ganar $20 por llevarme al aeropuerto? ¿Quién eres tú para decirme a mi que no tengo permitido utilizar la aplicación de Uber para encontrar otras personas dispuestas a transportarme?
Rafael está tratando de hacer una vida honesta, proporcionando un servicio útil. Es su auto, es mi dinero, es mi elección, y es su vida. ¿Por qué debería un político o una empresa de taxis tener absolutamente algo que decir al respecto? Claramente no deberían.
Supongamos que Rafael fuera mi vecino o simplemente un tipo simpático que se ofreció a llevarme al aeropuerto de forma gratuita. Deberíamos ser perfectamente libres de hacerlo. Supongamos ahora que estoy dispuesto a darle $20 por hacerlo. Nada en principio ha cambiado; los dos somos agentes libres llegando a un acuerdo de mutuo beneficio.
(Soy un fan de Timothy Sandefur’s The Right to Make a Living — el derecho a ganarse la vida — que argumenta este punto con mucho mayor detalle moral, político y jurídico.)
Mi conductor Rafael escapó de un gobierno cubano que frena y destruye vidas como una cuestión de principios políticos. Y logró emigrar a los Estados Unidos de América, en donde está trabajando duro para hacer realidad el sueño de una buena vida para él y su familia.
Los rivales de Uber podrán desear limitar las opciones de Rafael, transformando en ilegal su medio de vida. Pero el resto de nosotros puede y debería celebrar las tecnologías innovadoras que las empresas como Uber están creando, la comodidad y el ahorro de costos que ofrecen a los clientes, y las oportunidades de hacer dinero que están proporcionando a sus muchos conductores.
Y podemos insistir en el principio moral: Las personas libres pueden tomar sus propias decisiones y hacer sus propios acuerdos.
Los políticos protectores y los empresarios crony deberían comenzar a retroceder.