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Monday, July 18, 2016

El socialismo y los campos de la muerte

Mauricio Rojas dice que "Basta iniciar la lectura de El fenómeno socialista para darse cuenta de que se trata de un gran libro que invita a emprender un viaje intelectual absolutamente necesario para comprender las ideologías que proponen la subordinación o incluso la supresión de la individualidad en aras de un poder que se erige en representante de intereses colectivos supuestamente superiores".

Mauricio Rojas es profesor adjunto en la Universidad de Lund en Suecia y miembro de la Junta Académica de la Fundación para el Progreso (Chile).
Un gran libro olvidado
La editorial Sepha de España acaba de publicar El fenómeno socialista del gran disidente ruso Igor Shafarevich. El libro fue escrito clandestinamente en los años 70, en plena lucha contra el totalitarismo soviético, y a pesar de una temprana traducción de 1978 es completamente desconocido en el mundo de habla hispana, como también lo es su autor. Por ello es que sentí como un honor y un deber responder afirmativamente a la petición de la editorial de escribir una introducción a una obra tan trascendente como El fenómeno socialista. A continuación he preparado para los lectores de El Líbero una versión abreviada de esa introducción.
Basta iniciar la lectura de El fenómeno socialista para darse cuenta de que se trata de un gran libro que invita a emprender un viaje intelectual absolutamente necesario para comprender las ideologías que proponen la subordinación o incluso la supresión de la individualidad en aras de un poder que se erige en representante de intereses colectivos supuestamente superiores. Eso es el socialismo en sus diversas variantes, desde sus propuestas abiertamente totalitarias hasta aquellas que de manera gradual y subrepticia van engrandeciendo el poder del Estado hasta reducir la autonomía individual a un cascarón vacío.



Comprender las raíces del fenómeno socialista y el secreto de su fuerza de atracción es vital para quienes aman la libertad y aceptan la responsabilidad de defenderla frente a sus enemigos. Para ello contamos con obras imprescindibles como Camino de servidumbre de Friedrich Hayek, La sociedad abierta y sus enemigos de Karl Popper y El hombre rebelde de Albert Camus. A ellas podemos ahora agregar este gran ensayo de Igor Shafarevich, que presenta no solo un notable abanico de reflexiones sobre el socialismo como realidad histórica e ideológica, sino también una interpretación de conjunto del impulso colectivista que amerita sentar escuela dada su novedad y profundidad.
Las grandes cualidades de la obra así como su tajante conclusión fueron destacadas con fuerza por el premio nobel Aleksandr Solzhenitsyn en un célebre discurso en la Universidad de Harvard en junio de 1978: “El matemático Igor Shafarevich, miembro de la Academia Soviética de Ciencias, ha escrito un libro brillantemente argumentado titulado Socialismo, en el cual realiza un penetrante análisis histórico y demuestra que el socialismo, de cualquier tipo o matiz, conduce a la destrucción total del espíritu humano y a la nivelación de la humanidad en la muerte”.
El fenómeno socialista es una obra que debiera estar llamada a traspasar su tiempo y sus circunstancias, pero también es un testimonio de un tiempo y unas circunstancias que llevan el sello del totalitarismo. Fue una de las obras más significativas de aquella literatura clandestina conocida como samizdat (“autopublicación”), que con altos riesgos desafiaba el monopolio ideológico y comunicativo del régimen comunista. La lucha contra el sistema totalitario fue el aguijón que impulsó a un matemático de fama mundial a dedicarse al estudio de temas fuera de su ámbito profesional, pero también le impuso limitaciones en cuanto al acceso a fuentes para tratar el tema. Así, quien conozca la extensa bibliografía existente sobre muchos de los temas tratados por Shafarevich echará de menos referencias a algunas obras ya clásicas en estas materias. Sin embargo, esto no devalúa en absoluto el trabajo de Shafarevich, sino que incluso le da un frescor y una independencia notables.
A fin de introducir la obra de Shafarevich abordaré primero las circunstancias que marcaron la vida del autor, destacando algunos hitos significativos de la misma que finalmente lo llevaron a engrosar la resistencia al régimen soviético, para luego pasar a resumir sus planteamientos básicos acerca del fenómeno socialista.
Crecer en las entrañas del totalitarismo
Pocos podrían como Igor Shafarevich repetir de manera tan pertinente las famosas palabras de José Martí: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas, y mi honda es la de David”. Su vida discurre en paralelo con el auge y desplome del régimen soviético, y su honda, junto a las de muchos otros David, terminó asestándole un golpe del cual nunca pudo recuperarse. Su vida nos instruye acerca de las bestialidades del régimen comunista, pero también sobre la grandeza de aquellos que no sólo no se doblegaron sino que terminaron derrotando a un sistema que parecía imbatible.
Igor Rostislavovich Shafarevich nació en Zhitomir, Ucrania, el 3 de junio de 1923. Por entonces amainaba la larga guerra civil que siguió al golpe de Estado bolchevique de 1917 y éstos afianzaban su poder. El terror inicial se había hecho más sistemático pero menos visible que durante los años del así llamado Comunismo de Guerra (1918-1921). La brutal política de requisas militarizadas de ese tiempo fue suavizada y se aplicó una serie de reformas económicas, conocidas como Nueva Política Económica, a fin de distender las tensas relaciones existentes entre el poder comunista y las masas campesinas. Sin embargo, pronto cambiaría todo. La infancia de Shafarevich coincide con las luchas dentro de la cúpula del Partido Comunista que llevaron a la consolidación del poder omnímodo de Stalin, que ya a fines de los años 20 se sintió con fuerzas suficientes como para lanzar la política de industrialización forzada que desencadenó el cambio más trascendental de toda la historia rusa: la destrucción violenta y definitiva de sus comunidades campesinas y de la figura, tanto real como mítica, del campesino ruso. Así, Shafarevich, que ya vivía en Moscú, cumpliría diez años en un país en plena guerra genocida contra su propio pueblo, que soportaba hambrunas y un terrorismo de Estado sin límites.
Moría así el alma de la vieja Rusia, ese pueblo campesino portador de tradiciones ancestrales que habían hecho de Rusia lo que era. Stalin culminaba de esta manera lo que Lenin había iniciado durante el Comunismo de Guerra. Junto a ello, se lanzaban feroces campañas contra la Iglesia Ortodoxa, que incluían la destrucción física de las iglesias (en 1939 quedaba apenas un centenar de iglesias en pie en toda Rusia). En sus años mozos, Shafarevich presenció el cierre de la iglesia ubicada frente a su casa y en su retina quedó grabada la terrible imagen del cuidador de la misma ahorcado en el pórtico de entrada. Poco después, esta iglesia fue, como tantas otras, dinamitada. Corría el año 1938 en el que culminaban las grandes purgas o el Gran Terror, con su millón y medio de ejecuciones mediante las cuales se aniquiló a una parte significativa de la así llamada intelligentsia rusa. Por doquier desaparecían los escritores, académicos, científicos, ingenieros y artistas acusados de ser elementos burgueses contrarrevolucionarios, agentes alemanes o temibles “conspiradores trotskistas-bujarinistas” (habitualmente se los acusaba de las tres cosas a la vez), para ser pronto ejecutados o pasar a engrosar el vasto sistema de campos de concentración y trabajo forzado oficialmente inaugurado en 1930 y conocido posteriormente con el nombre de Gulag.
Mediante este ataque simultáneo a sus estructuras sociales tradicionales, a los portadores de sus creencias y costumbres y a los representantes de su vida intelectual, el régimen buscaba cortar de raíz toda relación del pueblo ruso con su historia. La sociedad soviética quería ser un mundo totalmente nuevo, una tabla rasa o un lienzo sin mancha, para usar la célebre metáfora de Platón, en el cual poder plasmar con plena libertad el designio utópico-totalitario. Para ello se debía destruir el pasado en todas sus manifestaciones. El “hombre soviético”, el hombre nuevo del comunismo, podría de esta manera ser integralmente moldeado por sus nuevos amos.
Sobrevivir y luchar bajo el comunismo
Igor Shafarevich pertenece a la primera generación de rusos totalmente en manos del poder totalitario. Sus padres eran típicos miembros de la intelligentsia rusa: cultos, amantes de la historia, la música y, además, creyentes. Pero también reducidos —como Shafarevich dice de su padre según reporta Krista Berglund en The Vexing Case of Igor Shafarevich— a aquella apatía que fue el refugio de tantos frente al terror y la brutalidad imperantes. Su biblioteca, arrumbada en un clóset, fue la primera tabla de salvación del joven y precoz Shafarevich. Allí encontró obras clásicas tanto de filosofía como de historia y literatura que no tardó en devorar con avidez. Soñó entonces con ser historiador, pero muy pronto cambió de idea al encontrar su gran pasión: las matemáticas, un mundo absolutamente no ideológico en el cual refugiarse, un monasterio, como él mismo lo ha dicho, donde poder ser libre y darle rienda suelta a su creatividad.
A los 12 o 13 años, durante un período de enfermedad, se entregó al estudio de los textos escolares de matemáticas que pronto dejó atrás para adentrarse en la lectura de obras más avanzadas. A los 14 años se presentó a la prestigiosa Facultad de Matemática Mecánica de la Universidad de Moscú para que se le permitiese ingresar a la misma como “alumno externo”. Tres académicos lo examinaron y constataron que estaban frente a un genio. A los 16 años estaba ya en el quinto curso de la universidad y a los 17, en 1940, se graduaba. Defendió su primera tesis doctoral a los 19 años y en 1946, con 23 años, presentó su disertación para optar al título superior de doctor, que muy pocos llegaban a obtener. Era un “genio socialista” y el régimen no tardó en exhibirlo como ejemplo del hombre nuevo soviético. En una película de propaganda se lo muestra estudiando y esquiando. La rúbrica dice: “Un estudiante del 5º curso de la universidad de 16 años, Igor Shafarevich, ha sido nominado para recibir la beca Lenin”.
La matemática fue su refugio no solo espiritual sino que también le dio una cierta protección frente a las tropelías del régimen: era demasiado valioso para aplastarlo por no ser militante comunista o por ser creyente, lo que no impidió que fuese expulsado de la universidad entre 1949 y 1953, un tiempo de persecuciones delirantes que, entre muchos otros, le costó la vida a innumerables médicos y académicos judíos. Pronto vinieron sus grandes descubrimientos matemáticos —la Encyclopedia of Mathematics, contiene 124 entradas acerca de los aportes de nuestro autor— y alcanzó la fama tanto dentro de la Unión Soviética (Premio Lenin en 1959) como a nivel internacional y las academias más distinguidas del mundo lo hicieron miembro honorario (en el Reino Unido, Estados Unidos, Alemania, Italia, etc.).
Así podría haber culminado la vida de Igor Shafarevich, como una gran estrella del firmamento soviético homenajeada por todas partes. Pero no fue así. Su conciencia, tal como la de otros grandes científicos (como Andréi Sájarov) y escritores (como Aleksandr Solzhenitsyn), lo impulsó a la resistencia abierta al totalitarismo, pasando en los años 70 a integrar las filas de aquellos célebres disidentes que con su enorme coraje fueron uno de los protagonistas fundamentales de la caída de la dictadura comunista. Esa fue la circunstancia que hizo que Shafarevich volviese a su vieja pasión: la historia. Para recuperarla y usarla como lanza y escudo en la lucha contra quienes tiranizaban al pueblo ruso.
El fenómeno socialista: ideología y realidad
El fenómeno socialista nace de la colaboración de Shafarevich con Solzhenitsyn a comienzos de los años 70, publicando clandestinamente un embrión del mismo en el libro Rusia bajo de los escombros, que tiene a Solzhenitsyn como editor. Este libro apareció en inglés ya en 1975 bajo el título From under the Rubble y el aporte de Shafarevich lleva por rúbrica El socialismo en nuestro pasado y futuro (Socialism in our Past and Future, accesible en: http://www.savageleft.com/poli/hoc.html)
El fenómeno socialista es una obra de combate contra el régimen soviético y para entender su estructura argumental es menester familiarizarse con los postulados fundamentales que sustentaban la ideología y el poder de la dictadura comunista. Estos postulados pueden ser resumidos en dos puntos:
El marxismo es una concepción científica de la historia, totalmente diferente y opuesta a cualquier creencia religiosa, especulación metafísica o voluntarismo moralista. El marxismo o “socialismo científico” simplemente estudia la leyes que rigen la evolución de la historia y de ello deduce la inevitabilidad del socialismo y su paso final al comunismo.
El socialismo, como realidad social y política plasmada en el régimen soviético, es un tipo de sociedad radicalmente nueva, sin precendentes en la historia y superador de toda opresión del hombre por el hombre. Como tal, expresa el paso del ser humano a una etapa superior de su existencia que lo libera de sus egoísmos y antagonismos, permitiendo su realización plena en una sociedad de abundancia ilimitada.
Estos dos postulados explican la doble vertiente por la que fluye el análisis crítico de Shafarevich. Primero se aboca a estudiar la historia de la idea socialista y luego la historia del socialismo como realidad social o socialismo de Estado, aspectos que paso a exponer sucintamente.
Una fe revolucionaria
Tenemos primero el estudio que Shafarevich hace de los antecedentes, raigambre y estructura del pensamiento socialista moderno (marxista) que saca a la luz su arquetipo religioso y desmiente, de manera contundente, su pretendida cientificidad. Para demostrarlo, Shafarevich realiza un notable recorrido por la historia del pensamiento utópico y mesiánico occidental, que parte de Platón y llega hasta el socialismo contemporáneo.
En su periplo, nuestro autor se detiene largamente en el estudio del “socialismo milenarista”, es decir, de las sectas heréticas cristianas que durante siglos proclamaron el advenimiento inminente del Reino de Cristo sobre la tierra anunciado por el Apocalipsis y que duraría mil años (de allí la expresiones “milenio” o “quiliasmo”, que definen ese Reino y, por derivación, a los movimientos que lo predican). Es en el desarrollo de esos movimientos que se crean todos los arquetipos ideales —renovación apocalíptica de la humanidad, hombre nuevo, comunidad plena, vanguardia iluminada, subordinación absoluta de la individualidad al colectivo— que luego se plasmarían en las utopías renacentistas y, finalmente, en el socialismo-comunismo moderno y sus vanguardias revolucionarias, pero en este caso eliminando toda referencia a la creencia religiosa que les dio origen y arropándose bajo el manto de una supuesta cientificidad.
Shafarevich constata así que lo que pretendía ser un análisis científico “producto de muchos años de concienzuda investigación”, para decirlo con las engañosas palabras de Marx, no es más que una repetición de antiguos arquetipos y de esa búsqueda del paraíso terrenal que siempre, cuando se ha llevado a la práctica, ha terminado sembrando el terror.
Esta falta de cientificidad se hace evidente al analizar más detenidamente la obra de Marx, caracterizada por una obstinada búsqueda de confirmar todo aquello que ya había afirmado desde muy joven. La biografía intelectual de Marx es palmaria en este sentido: todos los fundamentos de la ideología marxista —la concepción teleológica de la historia, la necesidad del derrumbe del capitalismo y el surgimiento del comunismo, la polarización siempre mayor entre proletarios pauperizados y unos pocos burgueses cada vez más opulentos, la inevitabilidad de la revolución violenta y su papel creador del hombre nuevo, la idea del proletariado como mesías colectivo, el determinismo económico— fueron ya desarrollados por aquel joven Marx que aún distaba de haber cumplido los treinta años. Sus fuentes no fueron exhaustivas investigaciones en la realidad social de su época ni los ricos anaqueles de las bibliotecas. Su camino fue muy distinto y pasa por la filosofía especulativa de Hegel, el ateísmo radical de Feuerbach y el mesianismo socialista-comunista en boga por entonces.
Como bien lo muestra Shafarevich, la relación de Marx y sus discípulos con la ciencia es absolutamente inversa a aquella que caracteriza a la verdadera actitud científica: no van a buscar la verdad sino a confirmar sus expectativas revolucionas. Por ello es que Shafarevich, con toda razón, afirma que “las obras básicas del marxismo carecen completamente de la característica fundamental de la actividad científica: la búsqueda desinteresada de la verdad por la verdad”.
Esto se expresa en forma de múltiples contradicciones lógicas y predicciones en nada coincidentes con el desarrollo real (todo el desarrollo del capitalismo desde que Marx hiciese sus pronósticos apocalípticos es la refutación más evidente de los mismos), pero ello no obsta para que sus seguidores sigan profesando su fe revolucionaria ya que precisamente se trata de eso, una fe.
Esto es importante, no solo porque explica esa ceguera tan propia de los marxistas y otros creyentes revolucionarios frente a todo aquello que contradice su fe sino porque diferencia el credo de los revolucionarios del simple engaño o la manipulación. Se trata de verdaderos creyentes, imbuidos de su fe y dispuestos a darlo todo por ella. Shafarevich subraya esta perspectiva: “Un movimiento tan gigantesco como el socialismo no puede basarse en principio en un engaño. A pesar de su demagogia superficial, estos movimientos son en el fondo honestos, es decir, proclaman sus principios fundamentales claramente para que todos les oigan”.
Raíces y realidad del socialismo
La segunda vertiente crítica que desarrolla Shafarevich trata del socialismo en la realidad, es decir, en cuanto sistema social o socialismo de Estado. Aquí, nuestro autor nos invita a un fascinante recorrido por diversas experiencias socialistas que precedieron al experimento soviético y a sus réplicas contemporáneas, poniendo de manifiesto sus similitudes esenciales y cuestionando, por tanto, la pretendida novedad histórica de los regímenes de tipo soviético.
Como muestra Shafarevich, la Unión Soviética no fue de ninguna manera el primer régimen social basado en la subordinación completa del individuo al colectivo y la abolición de la propiedad privada. Las experiencias socialistas de Estado, es decir, colectivistas, han sido muchas. Se trata, en realidad, de la forma más común que tienden a adoptar los imperios tempranos, desde los del Oriente antiguo al de los incas. Este fenómeno, así como sus similitudes con el socialismo del siglo XX, fue detenidamente estudiado por Karl Wittfogel en su célebre obra de 1957 titulada Despotismo oriental: Un estudio comparativo sobre el poder total, que Shafarevich usa con frecuencia.
La inexistencia de la libertad individual y de la propiedad privada que la expresa en lo económico son rasgos comunes a todos esos regímenes. También lo son el trabajo forzado, las grandes planificaciones, la manipulación de la historia que es reescrita para ponerla al servicio del poder, el monopolio ideológico (ya sea teocrático o ateo), los abundantes privilegios de los escalones superiores de la jerarquía social y la falta de todo derecho que restrinja o limite al poder central. Todo ello y mucho más revela el notable parentesco existente entre todos estos regímenes que expresan tendencias claramente totalitarias. El socialismo es, con otras palabras, un fenómeno universal, tal como lo es la ideología que lo nutre. Nada hay de nuevo en el socialismo moderno, excepto su ateísmo y su posibilidad de usar unas tecnologías de opresión antes desconocidas.
Socialismo y religión
De esta amplia investigación en el terreno de las ideas y la historia surge la respuesta que Shafarevich dará a la pregunta que guía todo su trabajo: ¿Cuál es la esencia y fuerza motriz del fenómeno socialista? No se trata en absoluto de una pregunta nueva pero sí de una respuesta sorprendentemente novedosa.
Shafarevich pone especial énfasis en distanciarse de la respuesta más cercana a su propio análisis, aquella que ve en el socialismo una especie de religión basada, por contradictorio que parezca, en el ateísmo. Esta respuesta fue dada ya antes del golpe de Estado bolchevique por el pensador ruso Sergéi Bulgákov, que en 1906 publicó su Karl Marx como tipo religioso. El mismo punto de vista fue desarrollado, un par de décadas después, por otro notable intelectual ruso, Nikolái Berdiáev, autor de Marxismo y religión. En Occidente, esta perspectiva ha sido desarrollada por diversos autores, siendo la obra Robert Tucker Filosofía y mito en Karl Marx de 1972 un ejemplo muy destacado. Yo también he trabajado en esta dirección, tal como se puede constatar en mi libro Las desventuras de la bondad extrema.
Shafarevich, que se mueve muy cerca de esta interpretación, subraya tanto sus méritos como muchas de las innegables similitudes entre religión y socialismo: “Esta postura puede apoyarse en fuertes argumentos. Por ejemplo, los aspectos religiosos del socialismo podrían explicar tanto la extraordinaria atracción de las doctrinas socialistas como su capacidad para inflamar a los individuos e inspirar movimientos populares. Son precisamente estos aspectos del socialismo los que no pueden ser explicados cuando se le contempla como categoría política o económica. Las pretensiones del socialismo de ser una visión global del mundo, que abarca y explica todo, también lo hacen análogo a la religión. Una característica religiosa es la visión socialista de la historia no como un fenómeno caótico sino como una entidad con un objetivo, un sentido y una justificación. En otras palabras, tanto el socialismo como la religión contemplan la historia teleológicamente”.
A pesar de estas coincidencias entre socialismo y religión Shafarevich rechaza las conclusiones de esta interpretación. A su juicio, el impulso socialista es, más allá de las apariencias, radicalmente opuesto a aquel representado por una religión como el cristianismo y no puede por ello, bajo ningún respecto, ser visto como una suerte de realización atea y terrenalizada de las promesas y expectativas cristianas de una vida radicalmente diferente y liberada de los pesares de la existencia mundana. Shafarevich observa, de manera absolutamente certera, que la esencia del socialismo es la búsqueda de “la supresión de la individualidad” y como tal esta doctrina “es hostil hacia la personalidad humana no sólo como categoría sino, en última instancia, hacia su existencia misma”. Esto se expresa como un impulso homogeneizador, que quiere destruir toda base, expresión y resguardo de la diferenciación humana (propiedad privada, familia, libertades individuales, etc.). El socialismo busca crear un nuevo tipo de ser humano que solo existe como parte del colectivo y no como una persona con atributos únicos, una voluntad distintiva y derechos inviolables. El cristianismo, por el contrario, se basa en el desarrollo y fortalecimiento de la individualidad y la responsabilidad personal. La persona es su eje, con su relación esencial, irremplazable y profundamente moral con su Creador. El impulso religioso encarnado por el cristianismo es la afirmación y protección más rotunda de la vida y su diversidad, a la vez que actúa como un freno a la soberbia humana y a todo intento de endiosar al hombre recordándole, sin cesar, sus carencias y limitaciones.
Tánatos y el secreto del fenómeno socialista
¿Qué es entonces el socialismo? ¿Qué impulso representa su búsqueda de la disolución del individuo en el colectivo y el fin de la diferenciación humana? La respuesta de Shafarevich se mueve aquí en una dirección inesperada y novedosa, donde los sugerentes planteamientos de Sigmund Freud sobre una gran lucha entre el “instinto de vida” y el “instinto de muerte” hacen su entrada.
Si la religión expresa el impulso vital o instinto de vida, que busca el desarrollo y la diversificación de lo humano, el socialismo expresa un impulso contrario, hacia su nivelación homogeneizadora, lo que implica la negación de la vida misma, que no es otra cosa que constante diferenciación. Como tal, representa un impulso destructivo de la vida existente, un instinto de muerte o Tánatos, como lo llamó Freud. El socialismo habla de la creación de otro mundo, superior y perfecto, y del surgimiento de un hombre nuevo que solo existe para entregarse a los demás, pero estas ideas no son sino la coartada de una idea subyacente, “subconsciente y emocional”: destruir todo lo que existe, incluido el ser humano tal y como es. Lo que se busca es, de hecho, un genocidio, el fin apocalíptico de la vida humana tal como la conocemos. Eso es lo concreto y a lo único a lo que se han acercado los socialismos reales. Esta propensión destructiva explica, además, la voluntad de autoinmolación revolucionaria, esa búsqueda y exaltación de la muerte por la causa a la que siempre han llamado los profetas milenaristas o marxistas (o nazistas o islamistas, podríamos agregar, llámense Adolf Hitler, Che Guevara u Osama bin Laden).
Para Shafarevich, el socialismo es un fenómeno paradójico que “solo puede ser entendido si se admite que la idea de la extinción de la humanidad puede resultar atractiva para el hombre y que el impulso de autodestrucción (incluso si es una entre varias tendencias) juega un papel en la historia humana”. Se trata de una afirmación que el autor ejemplifica de múltiples maneras: desde las sectas maniqueistas, que predicaban la autoextinción mediante la abstinencia sexual, y el budismo, con su búsqueda del Nirvana o extinción completa de la existencia, hasta el nihilismo anarquista y las organizaciones revolucionarias marxistas, con sus militantes que se autoaniquilan como personas y están dispuestos a sacrificar a cuantos sea necesario para que, supuestamente, nazca el mundo nuevo.
Ese es, muy apretadamente, el diagnóstico de Shafarevich sobre el fenómeno socialista. Se trata de un largo camino para llegar a la conclusión de que el socialismo expresa una amenaza para la vida misma, pero merece la pena seguirlo ya que, después de todo, el autor tiene la evidencia empírica de su parte: el intento de crear el bienaventurado paraíso socialista siempre ha terminado en los Campos de la Muerte.

El socialismo y los campos de la muerte

Mauricio Rojas dice que "Basta iniciar la lectura de El fenómeno socialista para darse cuenta de que se trata de un gran libro que invita a emprender un viaje intelectual absolutamente necesario para comprender las ideologías que proponen la subordinación o incluso la supresión de la individualidad en aras de un poder que se erige en representante de intereses colectivos supuestamente superiores".

Mauricio Rojas es profesor adjunto en la Universidad de Lund en Suecia y miembro de la Junta Académica de la Fundación para el Progreso (Chile).
Un gran libro olvidado
La editorial Sepha de España acaba de publicar El fenómeno socialista del gran disidente ruso Igor Shafarevich. El libro fue escrito clandestinamente en los años 70, en plena lucha contra el totalitarismo soviético, y a pesar de una temprana traducción de 1978 es completamente desconocido en el mundo de habla hispana, como también lo es su autor. Por ello es que sentí como un honor y un deber responder afirmativamente a la petición de la editorial de escribir una introducción a una obra tan trascendente como El fenómeno socialista. A continuación he preparado para los lectores de El Líbero una versión abreviada de esa introducción.
Basta iniciar la lectura de El fenómeno socialista para darse cuenta de que se trata de un gran libro que invita a emprender un viaje intelectual absolutamente necesario para comprender las ideologías que proponen la subordinación o incluso la supresión de la individualidad en aras de un poder que se erige en representante de intereses colectivos supuestamente superiores. Eso es el socialismo en sus diversas variantes, desde sus propuestas abiertamente totalitarias hasta aquellas que de manera gradual y subrepticia van engrandeciendo el poder del Estado hasta reducir la autonomía individual a un cascarón vacío.


La democracia en Latinoamérica

Carlos Rangel, en este ensayo escrito entre 1979 y 1984, explica que "Las diferentes repúblicas latinoamericanas no han logrado restablecer un equilibrio institucional legítimo y duradero, en reemplazo del que fue destruido, junto con el Imperio Español, entre 1810 y 1824".
Carlos Rangel (1929-1988) fue un destacado periodista e intelectual venezolano y autor de Del buen salvaje al buen revolucionario (1976) y El tercermundismo (1986).
Este ensayo fue publicado originalmente en las revistas Vuelta (México) y Dissent (EE.UU.) y reproducido en Marx y los socialismos reales y otros ensayos (Monte Avila, 1988). Aquí puede descargar este ensayo en formato PDF.

Las diferentes repúblicas latinoamericanas no han logrado restablecer un equilibrio institucional legítimo y duradero, en reemplazo del que fue destruido, junto con el Imperio Español, entre 1810 y 1824. Aquella legitimidad y aquel equilibrio fueron desmantelados en nombre de la libertad y para establecer la democracia, según el modelo que ofrecían, desde 1776, los Estados Unidos. A partir de entonces, una multitud de constituciones y otros documentos políticos han ratificado esa aspiración, sin que los hechos hayan venido jamás a satisfacerla en forma convincente o duradera. En los últimos cincuenta años, México ha sido el único país latinoamericano que no ha tenido cambios de gobierno violentos, distintos a los previstos en las leyes y causados por guerras civiles o por golpes de estado militares. Entre nosotros, la paz y la democracia han sido rarezas frágiles; la tiranía o la guerra civil, las normas.



La evolución y el estado actual de la Revolución Cubana, en la cual pusimos todos tantas esperanzas, y en este mismo momento la tendencia semejante de la Revolución nicaragüense, son las decepciones más recientes, pero seguramente no las últimas, para quienes esperamos todavía que, contrariando nuestra historia, el proyecto democrático pueda afianzarse y ganar una legitimidad definitiva en nuestra América.
La explicación más obvia y general para ese subdesarrollo político latinoamericano (causa y no consecuencia del atraso económico) es haber sido fundada nuestra América por un país admirable de múltiples maneras, pero que entraba justamente entonces en un divorcio con el espíritu de los tiempos modernos, en un rechazo al racionalismo, a la ciencia experimental, al secularismo, al libre examen; es decir a los fundamentos de las revoluciones industrial y liberal y del desarrollo económico capitalista.
Simultáneamente, y por motivos vinculados o no con su rechazo a la modernización, la sociedad española va a iniciar en el mismo siglo XVI una decadencia, una lasitud y una tendencia a la desintegración, aun en relación con sus propios valores y coordenadas, de origen y significado medievales y pre-capitalistas. Esa lasitud y esa tendencia a la desintegración, los países “nuevos” que España funda en América las van a compartir y acentuar. El Nuevo Mundo hispanoamericano va a ser el Viejo Mundo español con algunos muy serios problemas adicionales.
En España invertebrada, Ortega y Gasset, tras afirmar que, por lo menos desde 1580, “cuanto en España acontece es decadencia y desintegración”, hace la observación de que, así como la curva ascendente de una colectividad está signada por la incorporación y la totalización, en el sentido de que cada individuo y cada grupo se sabe y se siente parte de un todo, de manera que lo que vulnera al todo afecta a cada cual, y viceversa, la decadencia ocurre cuando las partes de la colectividad, los grupos, los individuos no se sienten comprometidos con el destino común, descubren su particularismo, dejan de sentirse a sí mismos como partes de un todo orgánico y, en consecuencia, dejan de compartir los sentimientos y los intereses de los demás.
Si esto ocurrió en España desde el siglo XVI, obviamente va a sucederle también a la sociedad hispanoamericana desde su nacimiento. Es su condición original, y tanto más cuanto que el particularismo español, el no sentirse cada uno de los españoles personalmente comprometido con los intereses globales de su propia sociedad, va a radicalizarse con el salto a América, que es tierra de conquista, de saqueo, de esclavos, de botín.
Ese egoísmo no es únicamente característico (como se quisiera hacer creer) de las clases altas latinoamericanas, o de los nuevos ricos de la industria o el comercio, sino que matiza la conducta de casi todos aquellos que logran alcanzar entre nosotros una situación de poder, a cualquier nivel, y, desde luego, la actuación de los grupos institucionales o accidentales que puedan definir y perseguir intereses sectoriales. A esa categoría pertenecen las Fuerzas Armadas, las universidades, los clanes regionales o políticos (a estos últimos se les llama partidos), los sindicatos, las federaciones empresariales, los gremios profesionales, etc.
Como los latinoamericanos no somos monstruos caídos de otro planeta, sino seres humanos movidos por los mismos estímulos que los demás, no desconocen otras sociedades, y sobre todo las que no han alcanzado todavía un grado satisfactorio de integración, o las que han comenzado a declinar en su fuerza centrípeta (como, ahora mismo, los Estados Unidos), iguales o parecidos fenómenos de egoísmo individual, familiar o de clan; pero las latinoamericanas son las únicas sociedades occidentales que nacen en proceso de desintegración. La única sociedad europea comparable (en ese sentido) a las sociedades ibéricas (peninsulares o americanas) es la italiana; y no es fortuito que haya sido un italiano quien compusiera El príncipe, ese manual para tiranos, ese compendio de técnicas para recoger una sociedad en migajas y mantenerla en un puño, que es lo que han hecho todos los caudillos latinoamericanos, desde Páez y Rosas hasta Fidel Castro.
A partir de esa experiencia histórica, ha sido formulada reiteradamente, a veces en forma oblicua, pero a menudo con toda claridad, la idea de que, por nuestra manera de ser, los latinoamericanos no estamos hechos para la democracia y no debemos intentada sino, a lo sumo, con mucha cautela y con las riendas siempre tenidas con firmeza por las manos de un poder ejecutivo fuerte. Y no se crea que esto ha sido sostenido sólo por los apologistas “positivistas” de tiranos como Porfirio Díaz o Juan Vicente Gómez. En Nuestra América (1891) nos encontramos con estas frases sorprendentes de José Martí: “La incapacidad (de autogobernarse Latinoamérica) no está sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro de un llanero. Con una frase de Sieyès no se desestanca la sangre cuajada de la raza india... El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país”. Bolívar mismo no estaba diciendo otra cosa (y las palabras de Martí son, sin duda, un eco deliberado de Bolívar) cuando, en su Discurso al Congreso de Venezuela reunido en Angostura en 1819, sostuvo que la entonces vigente Constitución de su país, más o menos copiada de la norteamericana, era inaplicable en Venezuela; y que hasta era cosa de asombro que su modelo en los EE.UU. hubiera subsistido casi medio siglo sin trastorno, “a pesar de que aquel pueblo es un modelo singular de virtudes políticas (y) no obstante que la libertad ha sido su cuna”. En cuanto a la otra América, la nuestra, si absurdo sería intentar hacer funcionar en España las libertades políticas, civiles y religiosas de Inglaterra, pues más disparatado aún resultaría dar a la América española las instituciones de los norteamericanos. Ya lo había dicho Montesquieu: las leyes deben ser apropiadas a las características de cada pueblo. Cuando Bolívar pudo redactar una Constitución según sus ideas (la de Bolivia), propuso una Presidencia vitalicia y un Senado hereditario. Es cierto que tal Constitución tampoco funcionó, pero su significado (así como su coherencia con ideas semejantes expresadas por el Libertador, desde 1812 por lo menos) es claro, y por ello no es sorprendente encontrarnos con que el Discurso introductorio a la Constitución de Bolivia figure en primer lugar en una antología del pensamiento conservador latinoamericano, junto con textos de Mariano Paredes Arillaga y Lucas Alamán.1
Desprovistos singularmente de espíritu crítico y autocrítico, los latinoamericanos no nos hemos detenido a reflexionar sobre el sentido de admoniciones como las de Bolívar o Martí. Hemos preferido persistir en redactar Constituciones ideales, en fundar repúblicas aéreas y en sufrir en la práctica regímenes autoritarios discrecionales, sin preguntarnos demasiado en qué consiste esa “originalidad” a que se refería Martí, o por qué era (y sigue siendo) inaplicable en nuestros países una Constitución calcada en la que sirvió a los norteamericanos para fundar una estabilidad y una legitimidad que ha rebasado dos siglos de vigencia ininterrumpida.
Esa escasa o nula inclinación nuestra por descubrir las raíces de nuestro subdesarrollo político tiende a perpetuarlo. Permanecemos vulnerables a interpretaciones históricas y a ofertas políticas construidas sobre la mentira, o que apelan a la verdad sólo a medias. Nos seduce cuanta explicación de nuestras frustraciones remita la culpa a factores exteriores a nosotros mismos. Y, desde luego, esquivamos cuidadosamente, como quien rehúsa con horror un psicoanálisis, toda indagación sobre la causa profunda de nuestros fracasos. Es por eso que el “sistema mexicano”, con su mezcla singular de autoritarismo conservador y retórica revolucionaria, aparece como el mayor logro político, hasta ahora, de nuestra cultura latinoamericana. Diríase que es apropiado a la manera de ser de nuestros pueblos ese torrente de palabras, encubridor de formas de ejercicio de la autoridad esencialmente distintas (y hasta contradictorias) de lo que dicen ser. De esa manera (y con la alternabilidad forzosa y la no reelección absoluta de sus Presidentes), los mexicanos han logrado combinar un poder ejecutivo casi ilimitado con el gusto latinoamericano por no llamar las cosas por su nombre.
Se trata, desde luego, de una solución inferior a la democracia pluralista y sincera, a la que no podemos dejar de aspirar, puesto que la sabemos preferible y la vemos funcionar al lado nuestro, en los Estados Unidos, pero superior a los autoritarismos personalistas y desenfrenados que vino a sustituir. Además, no debemos perder de vista que, en el mismo lapso de vigencia del “sistema mexicano”, el resto de Latinoamérica ha conocido un abanico de formas de gobierno mucho menos estimables todavía, tiranías tradicionales, aventuras absurdas como el “socialismo militar” peruano, la mucho más seria (y, por lo mismo, más inquietante) tecnocracia cívico-militar brasileña (la cual, significativamente, incorporó la alternabilidad de los dictadores, al estilo de México) y, además, verdaderas tragedias, como las sucedidas en Cuba, Chile, Uruguay, Argentina y Nicaragua.
Dentro de este panorama desolador, Venezuela ofrece la apariencia de una excepción y un modelo. Es cierto que nuestro país, tras sacudirse en 1958 de una dictadura militar más entre las muchas que ha sufrido en su historia, tuvo la fortuna excepcional de encontrar gobernantes capaces de fundar instituciones genuinamente democráticas y defenderlas contra el doble desafío de militares reaccionarios y de la extrema izquierda en armas, inspirada y ayudada activamente desde La Habana. Pero la democracia venezolana ha sido menos afortunada en su manera de enfrentar sus desafíos internos. Ya antes de 1973 era posible sostener que debía su existencia y su estabilidad a fuertes y crecientes ingresos petroleros. Luego el petróleo pasó a valer diez veces más, en saltos sucesivos y siempre oportunos, para rescatar a Venezuela de un crecimiento en el gasto público tan inverosímil como irrefrenable. Los venezolanos nos las hemos arreglado para gastar todo ese ingreso petrolero y para tomar además prestados, y gastar también, treinta mil millones de dólares adicionales, sin por ello resolver los problemas fundamentales del país. Los partidos políticos han puesto de lado la solidaridad de los años iniciales de la etapa democrática. Los gobiernos (ahora monopartidistas, y no coaliciones nacionales como en los años reconocidamente precarios) posponen decisiones impopulares y prefieren tirarles dinero a los problemas. Crece el fantasma de la uruguayización de la economía,2 la cual entraría en crisis si dejan de aumentar regularmente los precios del petróleo. Podría temerse que los países del Cono Sur, cuyas democracias aparecían en el primer tercio de este siglo tan sólidas o más que la de Venezuela hoy, hayan transitado anticipadamente un camino que ahora mismo podríamos estar recorriendo los venezolanos. Se trata de una reflexión pavorosa. Una nueva dictadura militar en Venezuela no encontraría ahora el pueblo dócil, diezmado por endemias y guerras civiles, pobre, ignorante, desorganizado y habituado a la tiranías, que existió hasta hace una generación. Una sociedad venezolana hoy razonablemente moderna, inmensamente más compleja, politizada y habituada a ser halagada por ofertas políticas populistas, realizadas a medias mediante la liquidación acelerada del petróleo, haría forzosa no una dictadura limitada, una dicta-blanda, como se suele decir, sino una tiranía brutalmente represiva y resuelta a gobernar indefinidamente, como han sido las del Cono Sur, justamente por la complejidad y el adelanto relativo de aquellas sociedades.
Debe señalarse en este punto que también el contexto internacional ha cambiado, y no precisamente para facilitar la existencia de la democracia en América Latina. Desde 1960 las fuerzas que entre nosotros comenzaron a materializarse en forma importante con el establecimiento en Cuba de un gobierno comunista, han hecho notables avances en el propósito de “tercermundizar” irrevocablemente a América Latina. Todos los partidos más o menos social-demócratas (sin excluir al PRI mexicano), de quienes hemos recibido los latinoamericanos lo esencial de la prédica y también de la conducción democrática que hemos tenido en la época contemporánea, cargan hoy con un complejo de culpa por juzgar en el fondo ellos mismos que Fidel Castro ha hecho la demostración de que se podía ir más lejos y más rápido en la vía del anti-imperialismo. En América Latina el anti-imperialismo tiene la constancia precisa de un enfrentamiento y una eventual ruptura, no con el mundo capitalista avanzado en general, sino especialmente con los EE.UU., país cuyo éxito y poder nos causan humillación y amargura, sobre todo en comparación con nuestro propio fracaso relativo en el mismo “Nuevo Mundo” y en el mismo tiempo histórico.
Con la aceptación, ahora generalizada, de las hipótesis que conforman la teoría según la cual ese éxito de los norteamericanos se explica esencialmente por el despojo que hemos sufrido y por el atraso social y político a los cuales nos han supuestamente coaccionado los EE. UU. mediante los mecanismos del imperialismo y la dependencia, América Latina ha metido el dedo en el engranaje del mito más peligroso y más enervante entre los tantos que nos han servido para excusar nuestros defectos. Es peculiarmente enervante ese mito porque, si todo cuanto anda mal en Latinoamérica se debe a un agente externo, nada que hagamos antes de exorcizar ese demonio (antes de “romper la dependencia”, como Cuba) servirá para mejorar la calidad de nuestras sociedades. Al contrario, los esfuerzos mejor intencionados y más heroicos por lograr progresos dentro de la democracia podrán ser descalificados (y lo han sido) como especialmente perversos, puesto que demoran el advenimiento de la única verdadera salvación, que supuestamente reside sólo en la mutación revolucionaria.
Un ejemplo de esta enajenación, singularmente irónico puesto que puso término a un experimento socialista, fue lo ocurrido en Chile entre 1970 y 1973. No hay duda de que el desquiciamiento emotivo e ideológico producido en Latinoamérica por la Revolución Cubana fue una de las causas fundamentales del fracaso y el desenlace violento del gobierno de Salvador Allende. Sin la necesidad de “estar a la altura” de Fidel y del Ché Guevara, sin la presión a su izquierda de fidelistas y guevaristas chilenos, sin la intervención de Cuba (cuya embajada en Santiago tenía para 1973 más personal que el Ministerio de Relaciones Exteriores chileno), y sin la modificación por todos esos factores del ánimo institucionalista de las Fuerzas Armadas chilenas, Salvador Allende hubiera terminado su mandato, y hubiera entregado la Presidencia a un sucesor electo democráticamente, estaría vivo y el mundo no hubiera jamás oído hablar del general Pinochet.
El ejemplo de la Revolución Cubana, y el esfuerzo intenso y voluntarista de Fidel Castro y el Ché Guevara por utilizar a Cuba como un foco de irradiación revolucionaria para toda América Latina, fue la causa directa del naufragio de otras democracias de viejo trayecto, ya muy debilitadas por el fraccionalismo, el populismo y la demagogia. El corolario fue el surgimiento de un nuevo autoritarismo de derecha, basado, como en el pasado, en el poder militar, pero mucho más implacable aún, por la existencia ahora de clases obreras y medias numerosas, frustradas en las expectativas irreales a que las habían conducido los demagogos; y también porque, por primera vez desde el establecimiento de ejércitos profesionales en América Latina, el “partido militar” se había planteado el problema de su supervivencia en un contexto hemisférico y mundial que en Cuba condujo a la disolución de esas fuerzas armadas profesionales y al fusilamiento, cárcel o exilio de todos los oficiales.
En ninguna parte ha sido esa situación más desalentadora que en Argentina, sin discusión el país más avanzado de América Latina y el que, por lo mismo, a través de las pesadillas que ha vivido, ha puesto de manifiesto crudamente la dificultad que tiene la cultura hispanoamericana para superar su subdesarrollo político.
Durante unos años (digamos entre 1965 y 1975) pudimos abrigar la ilusión de que se habían moderado las pulsiones irracionales de nuestra sociedad, las cuales encontraron tanta satisfacción en todo cuanto está implícito en la Revolución Cubana y en la dictadura caudillista de Fidel Castro. Pero los sucesos de Nicaragua tienden a demostrar lo contrario. No me atrevo por lo tanto a ser optimista en cuanto a las posibilidades que tiene nuestra América de alcanzar, en un futuro cercano, una evolución política que pueda liberarla de la crisis permanente y del vaivén entre regímenes democráticos populistas, económicamente incompetentes y de tendencia suicida, por una parte, y, por otra parte, regímenes autoritarios, igualmente o más ineptos para la gestión económica, por lo menos en algunos casos (como pudo verse en el Perú), y, además, redobladamente represivos por las razones ya apuntadas. El muy peculiar “sistema mexicano” no es imitable, y menos cuando los mexicanos mismos, que lo produjeron, dan muestras de estar hastiados con él. Y persiste, desafortunadamente, en Latinoamérica, una fascinación de muchos dirigentes por Fidel Castro, bastante comparable a la de los conejos con la serpiente.
Casi sin excepción, los mejor dotados y más cultivados entre los intelectuales latinoamericanos (desde 1960, casi todos “de izquierda” y admiradores casi femeninos del macho Fidel Castro) continúan esquivando cuidadosamente la reflexión crítica profunda sobre nuestra sociedad, y persisten en dedicarse apasionadamente a la empresa contraria: reforzar la idea fija y paralizante de que todos los problemas de América Latina se deben a agentes externos, y que la solución (o el desquite) la encontraremos en la revolución. Así, por ejemplo, los economistas latinoamericanos han hecho una contribución desmedida a la teoría de la dependencia como explicación suficiente del subdesarrollo, sin preocuparse en lo más mínimo por el hecho de que, en relación con el país capitalista original, Inglaterra, todos los demás protagonistas del sistema capitalista, liberal, democrático, han sido competidores rezagados, cada uno en su momento, por lo mismo, tan “dependiente” como quien más, y todavía, ahora mismo, naciones como el Canadá y Nueva Zelanda, a las cuales, no sin razón, Argentina se consideraba superior, en todo, hace unos años todavía.
No es, pues, sorprendente que Fidel Castro y su revolución continúen teniendo en América Latina un prestigio por otra parte difícilmente comprensible para un observador no latinoamericano, aun de izquierda. Para éste, Castro aparece ya desenmascarado como un tirano típicamente latinoamericano, un caudillo más; su revolución, como un fracaso espantosamente costoso para el pueblo cubano y hasta para toda América Latina; su mayor contribución a los asuntos de nuestra época, los servicios que presta a los soviéticos, a quienes ha entregado la juventud cubana para que hicieran de ella, primero, un ejército desmesurado y, luego, una fuerza expedicionaria. Esta empresa tiene que haber sido concebida y haberla comenzado a realizar la URSS desde hace bastante tiempo, al menos desde 1965, justamente cuando se hizo aparente el fracaso de las teorías foquistas del Ché Guevara recogidas por Régis Debray en el famoso librito Revolución en la revolución. A partir de entonces, los rusos asumieron directamente la administración del recurso Cuba, el adiestramiento militar de la juventud cubana y su envío a todos los lugares del mundo, por remotos que sean, donde los rusos mismos serían vistos con recelo. Pero lo que puede parecerle a un observador no latinoamericano como algo vergonzoso para la nación cubana, y como una sangrienta vejación para su juventud, obligada a representar el papel de “senegaleses” del imperio soviético,3 significa en América Latina un prestigio suplementario para Fidel. Los latinoamericanos prosoviéticos, o, más generalmente, “de izquierda”, no son los únicos que no le han hecho críticas a Fidel sobre este asunto. Casi sin diferencia, también los socialdemócratas, los liberales y hasta los conservadores latinoamericanos (y, desde luego, muchos militares) sienten un orgullo secreto de “descolonizados” porque soldados de aquí, por primera vez en la historia, han puesto pie en África, el Magreb, Yemen, Vietnam, Afganistán, Camboya.
Cuando Fidel fue recibido en visita oficial a México, en mayo de 1979, el presidente López Portillo lo saludó en el aeropuerto como “uno de los hombres del siglo”. Esta hipérbole de López Portillo, sincera o hipócrita, presumiblemente lo ayudó ante la opinión pública de su país, lo cual podría hacernos temer que tal vez estemos los latinoamericanos menos cerca hoy que ayer de una adhesión existencial al proyecto democrático inscrito formalmente en las Constituciones y los Códigos de nuestras repúblicas desde la Independencia.

La democracia en Latinoamérica

Carlos Rangel, en este ensayo escrito entre 1979 y 1984, explica que "Las diferentes repúblicas latinoamericanas no han logrado restablecer un equilibrio institucional legítimo y duradero, en reemplazo del que fue destruido, junto con el Imperio Español, entre 1810 y 1824".
Carlos Rangel (1929-1988) fue un destacado periodista e intelectual venezolano y autor de Del buen salvaje al buen revolucionario (1976) y El tercermundismo (1986).
Este ensayo fue publicado originalmente en las revistas Vuelta (México) y Dissent (EE.UU.) y reproducido en Marx y los socialismos reales y otros ensayos (Monte Avila, 1988). Aquí puede descargar este ensayo en formato PDF.

Las diferentes repúblicas latinoamericanas no han logrado restablecer un equilibrio institucional legítimo y duradero, en reemplazo del que fue destruido, junto con el Imperio Español, entre 1810 y 1824. Aquella legitimidad y aquel equilibrio fueron desmantelados en nombre de la libertad y para establecer la democracia, según el modelo que ofrecían, desde 1776, los Estados Unidos. A partir de entonces, una multitud de constituciones y otros documentos políticos han ratificado esa aspiración, sin que los hechos hayan venido jamás a satisfacerla en forma convincente o duradera. En los últimos cincuenta años, México ha sido el único país latinoamericano que no ha tenido cambios de gobierno violentos, distintos a los previstos en las leyes y causados por guerras civiles o por golpes de estado militares. Entre nosotros, la paz y la democracia han sido rarezas frágiles; la tiranía o la guerra civil, las normas.