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Tuesday, November 22, 2016

La decadencia de Occidente

Por Mario Vargas Llosa

El País, Madrid
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Primero fue el Brexity, ahora, la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Sólo falta que Marine Le Pen gane los próximos comicios en Francia para que quede claro que Occidente, cuna de la cultura de la libertad y del progreso, asustado por los grandes cambios que ha traído al mundo la globalización, quiere dar una marcha atrás radical, refugiándose en lo que Popper bautizó “la llamada de la tribu” —el nacionalismo y todas las taras que le son congénitas, la xenofobia, el racismo, el proteccionismo, la autarquía—, como si detener el tiempo o retrocederlo fuera sólo cuestión de mover las manecillas del reloj.


No hay novedad alguna en las medidas que Donald Trump propuso a sus compatriotas para que votaran por él; lo sorprendente es que casi sesenta millones de norteamericanos le creyeran y lo respaldaran en las urnas. Todos los grandes demagogos de la historia han atribuido los males que padecen sus países a los perniciosos extranjeros, en este caso los inmigrantes, empezando por los mexicanos atracadores, traficantes de drogas y violadores y terminando por los musulmanes terroristas y los chinos que colonizan los mercados estadounidenses con sus productos subsidiados y pagados con salarios de hambre. Y, por supuesto, también tienen la culpa de la caída de los niveles de vida y el desempleo los empresarios “traidores” que sacan sus empresas al extranjero privando de trabajo y aumentando el paro en Estados Unidos.
No es raro que se digan tonterías en una campaña electoral, pero sí que crean en ellas gentes que se suponen educadas e informadas, con una sólida tradición democrática, y que recompensen al inculto billonario que las profiere llevándolo a la presidencia del país más poderoso del planeta.
La esperanza de muchos, ahora, es que el Partido Republicano, que ha vuelto a ganar el control de las dos cámaras, y que tiene gentes experimentadas y pragmáticas, modere los exabruptos del nuevo mandatario y lo disuada de llevar a la práctica las reformas extravagantes que ha prometido. En efecto, el sistema político de Estados Unidos cuenta con mecanismos de control y de freno que pueden impedir a un mandatario cometer locuras. Pues no hay duda que si el nuevo presidente se empeña en expulsar del país a once millones de ilegales, en cerrar las fronteras a todos los ciudadanos de países musulmanes, en poner punto final a la globalización cancelando todos los tratados de libre comercio que ha firmado —incluyendo el Trans-Pacific Partnership en gestación— y penalizando duramente a las corporaciones que, para abaratar sus costos, llevan sus fábricas al tercer mundo, provocaría un terremoto económico y social en su país y en buen número de países extranjeros y crearía serios inconvenientes diplomáticos a Estados Unidos.
Su amenaza de “hacer pagar” a los países de la OTAN por su defensa, que ha encantado a Vladímir Putin, debilitaría de manera inmediata el sistema que protege a los países libres del nuevo imperialismo ruso. El que, dicho sea de paso, ha obtenido victoria tras victoria en los últimos años: léase Crimea, Siria, Ucrania y Georgia. Pero no hay que contar demasiado con la influencia moderadora del Partido Republicano: el ímpetu que ha permitido a Trump ganar estas elecciones pese a la oposición de casi toda la prensa y la clase más democrática y pensante, muestran que hay en él algo más que un simple demagogo elemental y desinformado: la pasión contagiosa de los grandes hechiceros políticos de ideas simples y fijas que arrastran masas, la testarudez obsesiva de los caudillos ensimismados por su propia verborrea y que ensimisman a sus pueblos.
Una de las grandes paradojas es que la sensación de inseguridad, que de pronto el suelo que pisaban se empezaba a resquebrajar y que Estados Unidos había entrado en caída libre, ese estado de ánimo que ha llevado a tantos estadounidenses a votar por Trump —idéntico al que llevó a tantos ingleses a votar por el Brexit— no corresponde para nada a la realidad. Estados Unidos ha superado más pronto y mejor que el resto del mundo —que los países europeos, sobre todo— la crisis de 2008, y en los últimos tiempos recuperaba el empleo y la economía estaba creciendo a muy buen ritmo. Políticamente el sistema ha funcionado bien en los ocho años de Obama y un 58% del país hacía un balance positivo de su gestión. ¿Por qué, entonces, esa sensación de peligro inminente que ha llevado a tantos norteamericanos a tragarse los embustes de Donald Trump?
Porque, es verdad, el mundo de antaño ya no es el de hoy. Gracias a la globalización y a la gran revolución tecnológica de nuestro tiempo la vida de todas las naciones se halla ahora en el “quién vive”, experimentando desafíos y oportunidades totalmente inéditos, que han removido desde los cimientos a las antiguas naciones, como Gran Bretaña y Estados Unidos, que se creían inamovibles en su poderío y riqueza, y que ha abierto a otras sociedades —más audaces y más a la vanguardia de la modernidad— la posibilidad de crecer a pasos de gigante y de alcanzar y superar a las grandes potencias de antaño. Ese nuevo panorama significa, simplemente, que el de nuestros días es un mundo más justo, o, si se quiere, menos injusto, menos provinciano, menos exclusivo, que el de ayer.
Ahora, los países tienen que renovarse y recrearse constantemente para no quedarse atrás. Ese mundo nuevo requiere arriesgar y reinventarse sin tregua, trabajar mucho, impregnarse de buena educación, y no mirar atrás ni dejarse ganar por la nostalgia retrospectiva. El pasado es irrecuperable como descubrirán pronto los que votaron por el Brexit y por Trump. No tardarán en advertir que quienes viven mirando a sus espaldas se convierten en estatuas de sal, como en la parábola bíblica.
El Brexit y Donald Trump —y la Francia del Front National— significan que el Occidente de la revolución industrial, de los grandes descubrimientos científicos, de los derechos humanos, de la libertad de prensa, de la sociedad abierta, de las elecciones libres, que en el pasado fue el pionero del mundo, ahora se va rezagando. No porque esté menos preparado que otros para enfrentar el futuro —todo lo contrario— sino por su propia complacencia y cobardía, por el temor que siente al descubrir que las prerrogativas que antes creía exclusivamente suyas, un privilegio hereditario, ahora están al alcance de cualquier país, por pequeño que sea, que sepa aprovechar las extraordinarias oportunidades que la globalización y las hazañas tecnológicas han puesto por primera vez al alcance de todas las naciones.
El Brexit y el triunfo de Trump son un síntoma inequívoco de decadencia, esa muerte lenta en la que se hunden los países que pierden la fe en sí mismos, renuncian a la racionalidad y empiezan a creer en brujerías, como la más cruel y estúpida de todas, el nacionalismo. Fuente de las peores desgracias que ha experimentado el Occidente a lo largo de la historia, ahora resucita y parece esgrimir como los chamanes primitivos la danza frenética o el bebedizo vomitivo con los que quieren derrotar a la adversidad de la plaga, la sequía, el terremoto, la miseria. Trump y el Brexit no solucionarán ningún problema, agravarán los que ya existen y traerán otros más graves. Ellos representan la renuncia a luchar, la rendición, el camino del abismo. Tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, apenas ocurrida la garrafal equivocación, ha habido autocríticas y lamentos. Tampoco sirven los llantos en este caso; lo mejor sería reflexionar con la cabeza fría, admitir el error, retomar el camino de la razón y, a partir de ahora, enfrentar el futuro con más valentía y consecuencia.

La decadencia de Occidente

Por Mario Vargas Llosa

El País, Madrid
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Primero fue el Brexity, ahora, la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Sólo falta que Marine Le Pen gane los próximos comicios en Francia para que quede claro que Occidente, cuna de la cultura de la libertad y del progreso, asustado por los grandes cambios que ha traído al mundo la globalización, quiere dar una marcha atrás radical, refugiándose en lo que Popper bautizó “la llamada de la tribu” —el nacionalismo y todas las taras que le son congénitas, la xenofobia, el racismo, el proteccionismo, la autarquía—, como si detener el tiempo o retrocederlo fuera sólo cuestión de mover las manecillas del reloj.

Monday, July 18, 2016

GEORGE CHAYA Occidente, víctima de su corrección política con el islamismo radical



Imagen: Youtube.

Los extremistas han tenido éxito en las percepciones de personas confundidas respecto de lo que es justo y lo que es injusto, sobre quién es amigo y quién, enemigo.

Más allá de cualquier debate ideológico y lejos de rozar la sensibilidad hipócrita de aquellos que se escudan en una supuesta islamofobia victimizante, es un hecho concreto la influencia del islam en los asesinatos que las organizaciones extremistas ejecutan sin piedad. Sobran ejemplos en los que el accionar y la presencia de la religión son un factor desencadenante de estos crímenes.
Como es lógico, ante la brutalidad que ejerce el extremismo, el desconocimiento sobre él y las excusas que provienen del propio islam ayudan a que las cosas parezcan ponerse cada vez más difíciles para funcionarios, analistas políticos y periodistas occidentales. Esto es notorio frente a la creciente expansión del terrorismo, más aún cuando se trata de abordar y lidiar con algo que nunca han podido entender.


 
Sin embargo, es tiempo de frenar a los asesinos y desenmascarar sus falacias victimistas. Para ello, la comunidad internacional debe enfrentar esta endemia en la forma correcta y sin temblor de mano. Sólo así se podrá detener la expansión del terrorismo islámico, pues está demostrado que el propio islam no lo hace ni lo hará. En consecuencia, es tiempo para el mundo libre de vestirse con pantalones largos y poner fin a esta situación. El éxito o el fracaso de los criminales está conectado con la corrección política y el doble discurso de Occidente, y ya no puede ocultarse.
Ya no es relevante que el mundo árabe islámico sindique de enfermos, locos o malos creyentes a sus propios fieles. Ellos matan en nombre del mismo Dios que une a todos los musulmanes. Por ello, lo que definitivamente debe entenderse es que estamos frente a una guerra contra el mismo enemigo que no duda en asesinar inocentes en nombre de su Dios.
El nazismo hoy está prohibido por ser una ideología supremacista, extremista y fascista que representa una amenaza directa a la humanidad. Su historial sangriento es relativamente reciente, y el odio de su fuego aún quema bajo las cenizas de la destrucción, como los crímenes que generó en el siglo pasado.
En este tiempo, se percibe el comienzo de un camino hacia un tipo similar de destrucción que proviene del islamismo, y ello ocurre porque la comunidad internacional y muchos gobiernos árabes han permitido que los extremistas impongan sus agendas. Años atrás, éramos pocos los que alertábamos sobre este fenómeno. Hoy, el mundo es plenamente consciente de la gravedad de la situación a la que los terroristas musulmanes nos han arrastrando.
Los extremistas han tenido éxito en las percepciones de personas confundidas respecto de lo que es justo y lo que es injusto, sobre quién es amigo y quién, enemigo. También, están tratando de dividir a la gente de acuerdo con su secta, grupo étnico y pertenencia. Así definen las cosas entre el bien y el mal en la medida en que las ideas de la identidad alternativa supera la lealtad a su país, algo que se supone que debe tener prioridad sobre la propia fidelidad, incluso a la tribu o a la secta, y que debería asegurar que todo el mundo tenga los mismos derechos e iguales responsabilidades.
En medio de esta atmósfera ponzoñosa, el concepto del islamismo y la religiosidad son las mayores amenazas para la destrucción de las estructuras civiles para dividir las sociedades, y los discursos del islam pretenden quebrar y violentar la columna vertebral del mundo libre y de su estructura jurídica y normativa.
No se debe, ni se puede, concesionar ya nuestros valores occidentales, nuestros derechos ni libertades ante quienes mienten y asesinan con falsos discursos que han demostrado ampliamente que -de paz y hermandad- sus creencias religiosas no tienen nada.

GEORGE CHAYA Occidente, víctima de su corrección política con el islamismo radical



Imagen: Youtube.

Los extremistas han tenido éxito en las percepciones de personas confundidas respecto de lo que es justo y lo que es injusto, sobre quién es amigo y quién, enemigo.

Más allá de cualquier debate ideológico y lejos de rozar la sensibilidad hipócrita de aquellos que se escudan en una supuesta islamofobia victimizante, es un hecho concreto la influencia del islam en los asesinatos que las organizaciones extremistas ejecutan sin piedad. Sobran ejemplos en los que el accionar y la presencia de la religión son un factor desencadenante de estos crímenes.
Como es lógico, ante la brutalidad que ejerce el extremismo, el desconocimiento sobre él y las excusas que provienen del propio islam ayudan a que las cosas parezcan ponerse cada vez más difíciles para funcionarios, analistas políticos y periodistas occidentales. Esto es notorio frente a la creciente expansión del terrorismo, más aún cuando se trata de abordar y lidiar con algo que nunca han podido entender.


Saturday, June 18, 2016

“Cruzados, vamos por Uds. con rifles y bombas. Espérennos”

Ataque Paris Nov 2015
No sé cuánto tardarán nuestros responsables políticos en volver a recordarnos que el islam es una religión de paz y que los yihadistas del Estado Islámico, al-Qaeda, Hizbolá, Hamás, la Yihad Islámica, Boko Haram y tantos otros grupos terroristas no representan su verdadero espíritu. Los seguidores del Estado Islámico han sido mucho más rápidos que ellos: “Cruzados, vamos por Uds. con rifles y bombas. Espérennos”, rezaba anoche un tuit en árabe de un conocido propagandista del EI. Un popular hashtag con el que los islamistas celebraban anoche los ataques en París rezaba #ParisEnLlamas.



Hoy, la mayoría de los periódicos, editorializan:”Estamos en guerra”. En realidad, se trata de una guerra inacabada que empezó hace muchos años. Hay quien sitúa el inicio en 1979, con el ascenso al poder del islamista Jomeini en Irán, o con la toma de La Meca por yihadistas precursores de al-Qaeda. Hay quien lo fija en los ataques del 11 de septiembre, ordenados por Osama bin Laden. Sea como fuere, hace 14 años las televisiones norteamericanas decían lo mismo que los periódicos europeos hoy: “Estamos en guerra”. Pero ¿de verdad lo estamos? El presidente Obama ha declarado decenas de veces que ya no, que eso es cosa del pasado. Y millones de personas creen que lo de estar en guerra fue cosa de Bush, Blair y Aznar. Yo diría que nunca nos hemos creído de verdad que estamos en guerra. Nunca hemos creído que el terrorismo, por apocalíptico que pudiera ser, sea distinto a otra actividad criminal y esté relacionado con nuestra defensa; nunca hemos creído que los yihadistas en Siria e Irak representasen una amenaza grave contra nosotros; nunca hemos creído que el Estado Islámico fuese precisamente eso, un Estado islámico.
De hecho, las pobres víctimas de anoche dan fe de que en Europa no se vive el día a día con el ánimo de estar en guerra. Unos disfrutaban de una, sin duda merecida, cena fuera de casa; oros se deleitaban con un concierto de rock duro; otros querían seguir a sus respectivas selecciones nacionales. Hacían una vida normal. El problema es que otros, mientras tanto, interpretan la normalidad como otra cosa, como traernos la destrucción y el horror.
Ejecución masiva en Palmira, Siria , del Estado Islamico
Habrá quien explique estos ataques como la reacción yihadista a la escalada militar contra el Estado Islámico en Siria. Hollande había autorizado ataques selectivos contra nacionales franceses enrolados en las filas del Estado Islámico, y en unos pocos días pensaba enviar su único portaviones para incrementar sus bombardeos. Y es posible que esta acción se deba en buena medida a eso. Pero sería un grave error creer que sólo y exclusivamente se debe a eso. Cuadra y se enmarca perfectamente en los valores y la ideología del Estado Islámico o de cualquier otro grupo yihadista, pues ven en Europa una sociedad decadente, pervertida, débil y blanda a la que doblegar por la fuerza y el miedo.

En realidad, los ataques yihadistas en Europa –y no sólo los de anoche en París– ponen de relieve que el error no estriba en atacarles allí donde los terroristas se hacen fuertes, sino en no hacerlo a tiempo. Siria es el mejor ejemplo del precio de la inacción. Al-Qaeda siempre prefirió golpear en Occidente, el “enemigo lejano”, porque echarnos de Medio Oriente era percibido como la condición esencial para poder alcanzar sus objetivos en la región. El Estado Islámico tomó desde sus orígenes un rumbo distinto: erigir el califato de inmediato y concentrarse en la pureza religiosa frente a sus enemigos en el seno del islam. El enemigo exterior podía esperar hasta que estuviera consolidado su poder. La voladura del avión ruso en Sharm el-Sheik viene a cambiar este planteamiento y el Estado Islámico pasa a defenderse frente a quienes le atacan directamente en su suelo. París es sólo otro paso en esa dirección. Y habrá más.
Mientras los terroristas sean capaces de seguir amenazándonos porque se consideran caballo ganador, disfrutarán de un territorio y de su población, y seguiremos en su punto de mira. La inteligencia, por buena que sea, se ha mostrado incapaz de prevenir todos los atentados. Lo de anoche es otro ejemplo de ello.
Es una pena que el día en que estábamos celebrando la eliminación del carnicero Yihadista John en Raqa tengamos que enterrar a nuestros muertos. Así es la guerra. Pero no acabamos de creérnoslo.

“Cruzados, vamos por Uds. con rifles y bombas. Espérennos”

Ataque Paris Nov 2015
No sé cuánto tardarán nuestros responsables políticos en volver a recordarnos que el islam es una religión de paz y que los yihadistas del Estado Islámico, al-Qaeda, Hizbolá, Hamás, la Yihad Islámica, Boko Haram y tantos otros grupos terroristas no representan su verdadero espíritu. Los seguidores del Estado Islámico han sido mucho más rápidos que ellos: “Cruzados, vamos por Uds. con rifles y bombas. Espérennos”, rezaba anoche un tuit en árabe de un conocido propagandista del EI. Un popular hashtag con el que los islamistas celebraban anoche los ataques en París rezaba #ParisEnLlamas.