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Se acercan ya las elecciones presidenciales en Estados Unidos y cada vez parece menos probable que pueda aparecer un tercer candidato capaz de evitar el triunfo de alguno de los dos partidos tradicionales. La lucha es entre sus candidatos: la demócrata Hillary Clinton, esposa del expresidente Bill Clinton y el republicano Donald Trump, un magnate de los negocios inmobiliarios. Elegir entre ellos no es fácil, no porque ambos tengan muchos méritos sino porque, al contrario, los dos tienen serias limitaciones y defectos que hacen difícil optar aun por “el mal menor”, como suele decirse. Me alegro de no tener que votar en estas elecciones, realmente no sabría qué hacer.Pero más allá de esta situación complicada para el elector norteamericano quiero enfocar la cuestión de otra manera: ¿qué políticas, que acciones, llevarán adelante cada uno de ellos en América Latina? Es difícil predecirlo, claro está, porque el futuro siempre está abierto y lleno de sorpresas, pero vale la pena intentar al menos un análisis que nos sitúe mejor en los posibles escenarios que se pueden trazar.
Donald Trump es un hombre de palabras agresivas, que exhibe un nacionalismo que por momentos se acerca al de esos populistas o fascistas que han emergido en Europa en los últimos años. Quiere que los mexicanos construyan un muro en la frontera y promete deportaciones masivas. A eso se añade la posible imposición de aranceles al comercio exterior, una política proteccionista que puede llevar a terribles consecuencias económicas en todo el mundo. El magnate ha ganado muchos apoyos porque, prescindiendo de lo que llamamos “políticamente correcto”, utiliza un lenguaje franco y directo que expresa, así, lo que muchos estadounidenses realmente piensan.
Hillary Clinton, por su parte, se inclina hacia la izquierda y promete seguir aumentando la presencia del gobierno en la vida cotidiana de los ciudadanos, sobre todo en lo que respecta a la seguridad social. Muchos la perciben como demasiado apegada a las componendas partidarias, al estilo poco transparente de los políticos tradicionales y como una mujer poco sincera y auténtica.
La elección, como se ve, no es fácil. Con Trump en la presidencia tendríamos constantes conflictos por la presencia de esos millones de latinoamericanos que hoy viven en Estados Unidos o que desean emigrar hacia allí, legal o ilegalmente. Pero es posible que Trump, cambie la política de su país hacia Cuba, deshaciendo o limitando los actuales acuerdos que solo han servido para fortalecer la dictadura de Fidel y Raúl Castro en la desdichada isla. También es probable, y esto sería bastante positivo, que limite la injerencia de sus embajadores en los asuntos internos de nuestros países, especialmente en Centroamérica.
Aquí está, a mi juicio, el punto más débil de la candidatura de la señora Clinton. Ella seguramente seguirá los actuales lineamientos de la política exterior de su país hacia la región, equivocada y perjudicial en muchos sentidos.
El Departamento de Estado, bajo la actual presidencia de Barak Obama, sigue insistiendo en una acción en favor de los derechos humanos completamente fuera de foco, que recuerda algunos de los crasos errores que en su tiempo cometiera Jimmy Carter.
Los embajadores de Estados Unidos en Guatemala, por ejemplo, insisten en perseguir a los militares que combatieron la subversión en épocas pasadas, asumen una defensa de organizaciones desestabilizadoras y centran buena parte de su acción en el combate a los carteles del narcotráfico.
Ninguno de estos puntos es de central importancia para el país. Los juicios amañados contra los jefes del ejército que doblegaron a los insurgentes marxistas solo sirven para condenar a inocentes y abrir viejas heridas que ya estaban cerradas o a punto de cicatrizar. El apoyo que se da a organizaciones no gubernamentales de izquierda genera obstáculos al desarrollo del país y favorece iniciativas que, por su carácter izquierdista, solo servirían para aumentar la pobreza y retardar el crecimiento.
No criticamos su apoyo decidido a la lucha contra la corrupción y el narcotráfico, pero la acción del último embajador, Tod Robinson, ha sobrepasado todos los límites, pues ha señalado abiertamente que le parece legítimo intervenir en el país, despreciando así de hecho su independencia.
Aunque resulte un tanto aventurado lo que voy a afirmar, me atrevo a decir que un cambio en el partido gobernante en los Estados Unidos traería, al menos para varios países, un posible alivio a algunas de nuestras dificultades: interviniendo menos y dejando de lado su agenda para tratar de comprender las verdaderas prioridades del país, nos encontraríamos mucho mejor que ahora, superando la dependencia con quienes solo atienden a sus intereses y no nos traen prácticamente ningún tipo de beneficios.