Ian Vásquez advierte cómo los gobiernos de Obama y George W. Bush facilitaron el camino a la candidatura de Donald Trump.
La inmigración, el comercio y la guerra contra las drogas son las áreas en que las políticas de un eventual gobierno de Trump más influirían en la región. Pero de mayor importancia es el impacto que el candidato ya ha tenido y que tendría sobre la política de Estados Unidos.
Trump representa y es producto de la latinoamericanización –en el peor sentido del término– de la política estadounidense. Ha llegado a donde está por un deterioro en las instituciones del país y lidera, al mejor estilo de un caudillo, una rebelión nacional en contra del establishment que produjo ese deterioro.
El declive marcado empezó con la presidencia de George W. Bush y se aceleró con Barack Obama. La guerra contra el terrorismo y las dos guerras en Medio Oriente que libró Bush ayudaron a concentrar muchísimo poder en la presidencia. Con el respaldo del Congreso controlado por el mismo partido Republicano, Bush aumentó el gasto público más que cualquier presidente en 40 años. Su gobierno vulneró derechos civiles y cerró con la crisis financiera del 2008, al que respondió con una serie de medidas arbitrarias de rescate en clara violación a la ley y con la desaprobación del público de la desastrosa guerra en Iraq.
Obama prometió poner fin a la presidencia imperial y a la polarización política. Logró lo opuesto. La presidencia es más fuerte que nunca en tiempos modernos. La respuesta de Obama a la crisis financiera fue de incrementar todavía más el gasto público y la deuda de manera que favoreciera a empresas, grupos e industrias políticamente conectadas, también en violación del Estado de Derecho. Cuando el Estado reparte tanto dinero a tantos grupos, el incentivo a desafiarlo por las cortes se reduce.
Obama incrementó el poder del presidente al librar dos guerras (en Libia y de nuevo en Iraq) sin siquiera, a diferencia de su antecesor, pedir ningún tipo de autorización del Congreso, creando así un precedente nefasto. Sin permiso del Congreso, ha bombardeo a siete países, ha justificado el derecho de asesinar a ciudadanos americanos en nombre de la seguridad y ha justificado la violación masiva de la privacidad de los ciudadanos a través de programas de vigilancia del Estado.
Buena parte del pueblo estadounidense está harto de los partidos políticos y del capitalismo de compadrazgo, gasto descontrolado y acumulación de poder en Washington que estos dos últimos presidentes han promovido. El Estado de Derecho ha sufrido un declive pronunciado en los últimos 15 años, según varios índices. La confianza de los estadounidenses en el gobierno, la Corte Suprema, el Congreso y otras instituciones está cerca de llegar a su punto más bajo.
Ante instituciones que se perciben débiles, la campaña demagógica de Trump ha recibido el apoyo de ciudadanos que ya no se sienten representados por el sistema tradicional. Estados Unidos se está latinoamericanizando. Bush y Obama prepararon el camino a Trump y, si es elegido, tendrá más poder que ellos gracias a estos dos.
Aun así, las instituciones en Estados Unidos todavía funcionan a pesar de haber sido debilitadas. Por eso, la habilidad de Trump de cumplir sus promesas de revertir tratados de libre comercio y de aumentar notablemente los aranceles tienen sus límites. Bajo ciertas circunstancias especificas, podría incrementar algo el proteccionismo, pero cambios sustanciales tienen que pasar por el Congreso. Lo mismo respecto a la inmigración, donde su xenofobia ha sido deplorable. Respecto a su política anti-narcótica, no sabemos lo que realmente cree, pues ha dicho cosas contradictorias. La buena voluntad que Obama creó en el hemisferio desaparecería con una presidencia de Trump, pero las políticas no cambiarían mucho.
Lo que realmente importa es cómo Trump usaría su poder como presidente para cambiar la cultura y el sistema político de Estados Unidos. Eso tendrá el mayor impacto sobre la región.
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