México: Crear riqueza (II) – por Isaac Katz
Como señalé en el artículo de la semana pasada, el mediocre desempeño que ha tenido la economía mexicana en los últimos treinta años, con una tasa de crecimiento promedio del PIB por habitante prácticamente nula, se explica porque los incentivos que se derivan del arreglo institucional, particularmente de las reglas formales del juego (el marco legal y regulatorio) no están alineados con el objetivo de acumulación de riqueza y, en consecuencia, tampoco con el objetivo de un mayor crecimiento.
Hay seis grandes tipos de riqueza: a) planta, maquinaria, equipo, tierra y bosques; b) infraestructura; c) recursos minerales; d) riqueza financiera; e) capital humano; y, f) bienes inmuebles y muebles que constituyen como tal los hogares. Los cinco primeros tienen un uso productivo que generan directamente un ingreso y valor agregado (el PIB) mientras el sexto genera un ingreso imputado medido como el valor de los servicios que proveen los bienes duraderos a los integrantes de las familias.
Para que la economía crezca se requiere, por una parte, incrementar este acervo de riqueza a través de la inversión y por otra, más importante aún, aumentar la productividad de los factores de la producción derivada principalmente del cambio tecnológico (por ejemplo, de nada sirve dotar a un trabajador de dos martillos ya que ello no aumentará su productividad para poner un clavo en la pared; mejor un martillo neumático que sustituya al tradicional), así como generar suficientes economías a escala en los procesos de producción. El grave problema que tenemos en México es todo ese conjunto de leyes y reglamentos que inhiben la inversión, el cambio tecnológico y el crecimiento de las unidades productivas, derivan en una inversión ineficiente en infraestructura y en una muy baja tasa de acumulación de capital humano y peor aún, en una muy baja calidad del mismo. El gobierno, en lugar de ser un promotor del crecimiento es, en muchas ocasiones, un estorbo.
El principio del cual tenemos que partir es que los recursos son escasos y tienen múltiples usos que compiten entre sí. Desde un punto de vista productivo, el poseedor de un recurso tenderá a asignar éste, dadas las restricciones institucionales, hacia aquél uso en el cual el rendimiento esperado sea el mayor posible, dado que la maximización del mismo es lo que se espera se traduzca en el mayor flujo de ingreso posible que destinará al gasto dentro del hogar para la adquisición de bienes de consumo, duraderos y no duraderos, así como los recursos destinados a la inversión en capital humano, suyo, del cónyuge y del hijos (educación y salud) y ahorro para ser consumido en el futuro. Si las restricciones institucionales, particularmente las legales, impiden o, en el mejor de los casos inhiben la asignación de los recursos productivos escasos hacia su utilización más productiva, no solamente se estará imponiendo una barrera a la acumulación de riqueza y al crecimiento, una que impide la maximización del bienestar familiar, sino también la del bienestar social.
Un rápido vistazo a algunas cifras nos permiten afirmar que la economía mexicana no tiene el arreglo institucional eficiente: de casi cuatro millones de unidades productivas, sólo hay 839 mil patrones registrados en el IMSS, casi el 60% de la PEA labora en la informalidad, después de décadas de destinar una enorme cantidad de recursos a la educación la escolaridad media de la población mayor de 15 años es de sólo 8.6 años, la IED representa sólo 2% del PIB, casi la mitad de la población vive en condiciones de pobreza, etcétera.
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