La inverosímil candidatura del empresario de
bienes raíces Donald Trump, a la presidencia de Estados Unidos, parece
que por fin se empieza a desinflar. Las encuestas lo dan ahora como
perdedor en todos los estados clave del país y en casi todos los grupos
demográficos. Un nuevo sondeo de opinión de Fox News Latino le da 20% de
apoyo entre los votantes hispanos, y a Hillary Clinton 66%. En todas
las encuestas entre votantes de raza negra, Trump ha tenido menos del
10% de las preferencias y hay una reciente que le da el 1%. Entre
personas con educación universitaria completa, el apoyo a Hillary
Clinton duplica al de Trump.
El millonario que se sale de protocolo para convencer a los electores de que siempre dice lo que piensa; el postulante a la Casa Blanca que miente con soltura y combina a la perfección la ignorancia y el aplomo; el candidato presidencial más lamentable que ha tenido el Partido Republicano ha empezado también a perder en el electorado masculino, el grupo demográfico que dio la victoria a todos los republicanos que han llegado a la presidencia en los últimos 40 años.
La noticia es buena para Estados Unidos y para el mundo. La cautelosa Hillary no ha sido la mejor candidata frente al exuberante Trump. No entusiasma ni convence, es evasiva y desconoce la espontaneidad. Siempre a la defensiva, da la impresión de ser fría y calculadora, y a veces parece estar ocultando algo. Nada de eso la ayuda ante los alegatos de que, mientras se desempeñaba como secretaria de Estado, puso en peligro la seguridad nacional al descuidar la integridad de e-mails clasificados. El carácter reservado de Hillary tampoco la va ayudar a hacer frente a la más reciente acusación: cuando era secretaria de Estados, dio acceso privilegiado a su despacho a donantes de la Fundación Clinton.
Pero no es necesario ser buen candidato para ser buen presidente y Clinton ciertamente tiene los galones para el cargo. Sus años de primera dama, secretaria de Estado y senadora le han dado paso firme en los laberintos del gobierno y la han ayudado a entender cómo funciona el mundo y qué quieren los electores. Quizá no dice lo que piensa, como Trump, pero piensa lo que dice.
Tampoco ayuda a la candidatura de Hillary Clinton el hecho de que durante su gobierno no se construirá la Gran Muralla ni se deportará a once millones de inmigrantes ilegales; no se terminará la libertad de cultos ni se subirán los aranceles a los productos importados. El programa de gobierno de Clinton no puede competir en pirotecnia con los irresponsables anuncios de Trump. Ella no trae grandes cambios en la política exterior estadounidense ni sorpresas para el interior. Será más de lo mismo con nuevas prioridades y otros acentos.
Eso no tiene nada de malo. Obama ha sido un buen presidente, deja una obra significativa y en varias oportunidades se atrevió a ponerse del lado correcto de la historia. Partió rescatando a Estados Unidos de la aguda recesión de 2008-2009 y ayudó a reducir el desempleo tras la reactivación, aunque le ha quedado tarea pendiente con las remuneraciones, que siguen estancadas.
Obama creó un seguro de salud de financiamiento mixto, el famoso "Obamacare", que en tres años ha dado cobertura -no la mejor, pero cobertura al fin- a once millones de norteamericanos que no la tenían. Facilitó el aumento de la producción local de petróleo vía fracking al punto que Estados Unidos comenzó a exportar petróleo el año pasado y podría convertirse pronto en exportador neto. Al mismo tiempo, Obama impuso reglas más estrictas para las emisiones contaminantes y siguió subsidiando a la industria solar.
En relaciones exteriores tuvo la audacia de nadar contra la corriente. Llegó a un acuerdo nuclear con Irán y restableció relaciones diplomáticas con Cuba. Apoyó al matrimonio igualitario y ayudó a su legalización. Y en un tema favorito de los republicanos, la seguridad ciudadana y la lucha contra el terrorismo, no le ha temblado la mano. Aprobó la acción militar que dio muerte a Osama Bin Laden, autorizó los ataques con drones a dirigentes de grupos terroristas y, hasta ahora, ha logrado evitar en territorio estadounidense acciones de guerra ejecutadas o dirigidas por ISIS como las que se han dado en Europa.
Dejó tareas recién empezadas, como una reforma judicial que reduce las penas para delitos menores y así disminuir la abultadísima población penal. Estados Unidos es el país que tiene mayor porcentaje de sus habitantes tras las rejas. Otras reformas no las empezó, como hacer más estrictas las leyes de control de armas, hoy en manos de los estados, y así reducir la desproporcionada cantidad de muertes por armas de fuego que hay en el país si se lo compara con las otras naciones desarrolladas.
Y claro, el Medio Oriente sigue siendo un polvorín y la guerra civil en Siria ha provocado una crisis de refugiados que trae un inmenso dilema moral a los gobiernos, principalmente de Europa, pero también a Estados Unidos.
En las últimas semanas, Donald Trump se ha ubicado en el lugar que realmente le corresponde por temperamento y posición política. Es el candidato marginal de una minoría postergada -los hombres blancos sin educación universitaria, los que la globalización dejó atrás-, a quienes sedujo con una plataforma ideológica y estrategia de campaña de "populismo pugilístico, nacionalismo económico y tribalismo racial", como acertadamente lo describió hace unos días una columna de Politico.com.
Pero que Donald Trump haya llegado a ser el candidato presidencial del Partido Republicano y que el socialista Bernie Sanders estuviera cerca de ganarle a Hillary en las primarias demócratas muestra un sentimiento popular que el nuevo gobierno tendrá que tomar muy en serio. Desde la derecha y la izquierda, un número creciente de ciudadanos ha dejado de creer en sus instituciones y en la élite que encabeza esas instituciones. Creen que el establishment, que incluye al gobierno federal, el Poder Legislativo, el Poder Judicial, los dirigentes políticos tradicionales, los empresarios y los medios de comunicación se han aliado contra el ciudadano común. Que se han confabulado, quizá tácitamente, para manejar el país en beneficio propio. Que se ríen de los valores que pregonan y engañan a los electores con iniciativas como los tratados de libre comercio, que han llenado los bolsillos de la élite, junto con traer cesantía y bajos sueldos a los trabajadores.
Las teorías conspirativas casi siempre son alucinaciones colectivas de índole paranoide, pero tienen un ancla en la realidad. En este caso, la realidad es que la élite estadounidense efectivamente tiene los bolsillos cada vez más llenos. En materia de ingreso, Estados Unidos es el país más desigual del mundo desarrollado, dice un recién divulgado informe sobre desigualdad de la OCDE, un club de países de alto ingreso per cápita. En cuanto a patrimonio, los estadounidenses que están en el 10% más rico de la población, son dueños del 76% de la riqueza, y quienes están en el 50% más pobre, se reparten apenas el 1% de la riqueza.
Esa desigualdad creciente es uno de los problemas más graves que tiene hoy Estados Unidos. El estudio de la OCDE presenta abundante evidencia de que la desigualdad impacta negativamente el crecimiento económico. Más grave es la tensión que provoca, porque puede llegar a desestabilizar las instituciones democráticas y la paz social. Una evidencia de que algo de eso ya está sucediendo en Estados Unidos es la guerra soterrada que parece haber entre los guetos negros urbanos y las fuerzas policiales de las grandes ciudades.
Las candidaturas de Trump y Sanders son un síntoma claro de que un número creciente de estadounidenses está frustrado con el status quo económico y político imperante. Hay muchos -partiendo por Donald Trump- que opinan que el libre comercio se está llevando las fábricas y los trabajos a México y que el mercado estadounidense ha caído en manos de los productos importados de China. Estos desastrosos acuerdos comerciales, miente Trump, son el resultado de la creciente debilidad de Estados Unidos en el mundo, que hace que los demás países "se aprovechen de nosotros". Es verdad que muchas fábricas se han trasladado a México, mejorando los salarios de los obreros mexicanos, pero Trump olvida decir que la inmensa mayoría de las fábricas estadounidenses no se han movido ni se van a mover, y que la industria manufacturera estadounidense, en retroceso desde los años 60, ha repuntado y dado más empleo en los últimos dos años.
Trump tampoco menciona que el libre comercio y el traslado de fábricas a México ha hecho bajar los precios de autos, computadores, teléfonos móviles y cientos de otros productos en el mercado estadounidense, mejorando el poder adquisitivo de toda la población, además de hacer más competitivos los productos made in USA en los mercados internacionales.
Ni Trump por la derecha, ni Sanders por la izquierda, mencionan que la economía estadounidense está casi en pleno empleo y que las dislocaciones del mercado laboral en los últimos años no sólo se deben al libre comercio, sino también -y en forma importante- a la tecnología. Muchas personas han sido reemplazadas por robots en la industria manufacturera, ya casi no hay cajeros humanos y ahora la digitalización llega a la pequeña y mediana empresa, con eficiencias que significarán despidos.
Tan exitoso fue el discurso anticomercio de Trump y Sanders que Hillary Clinton decidió también subirse al carro. Ahora se opone a la Alianza Transpacífico (TPP), un proyecto de Barack Obama que unifica las normas del comercio y estandariza la propiedad intelectual y la protección ambiental en doce países de la Cuenca del Pacífico, siguiendo directrices estadounidenses y dejando fuera a los chinos. Mirado desde el exterior, el TPP se ve tan claramente ventajoso para Estados Unidos, desde el punto de vista geopolíitico, y tan lucrativo para las empresas estadounidenses, que no se puede entender cómo todos los candidatos presidenciales se opongan a él. Es un triunfo de Trump, aunque él no llegue a ganar la elección. La muerte del TPP, iniciativa que beneficia directamente a Estados Unidos en lo político y en lo económico, puede ser vista como la primera obra del estadista Donald Trump.
Como consuelo se puede pensar que la derrota de Trump en las urnas al menos le facilitará la vida al Nafta. El empresario ha anunciado que, de ser elegido presidente, revisará el acuerdo con México y Canadá, y que si no se llega a un nuevo acuerdo que favorezca más a Estados Unidos que el actual, el país se retirará del Nafta. El mundo puede vivir sin TPP, pero basta imaginar con alguna seriedad lo que pasaría si Estados Unidos intentara retirarse del Nafta.
Ahí está el problema de fondo con Trump. Aunque pierda la elección, ya ha ganado. Ya ha hecho retroceder el libre comercio y dado un revés a la globalización, imponiendo además una agenda de discusión populista, nacionalista y racista, inimaginable hace dos años.
El empresario de bienes raíces que propone su monarquía absoluta como forma de gobierno puede no ganar la elección, pero todavía le queda un as bajo la manga. Lleva meses diciendo que el sistema está corrupto, que los resultados de las elecciones están arreglados, que no cree en las encuestas que lo dan como perdedor, que no se puede confiar en los jueces ni en el FBI. Ahora ha comenzado a pedir a sus partidarios que vayan a vigilar los lugares de votación el 8 de noviembre, porque Hillary Clinton y sus partidarios son capaces de cuialquier cosa.
Nunca en la historia estadounidense un candidato derrotado ha dejado de conceder la victoria a su contendor, pronunciando un discurso conciliatorio y leal. Pero es casi imposible imaginar a Donald Trump siguiendo ese guión.
Y hay que pensar que Trump ha llegado a la política para quedarse. Probablemente creará un movimiento o partido político que aglutine a sus partidarios y empiece la carrera para la presidencial de 2020. Conociéndolo como se le conoce ahora, también es perfectamente posible que parta haciendo un berrinche, que desconozca el resultado de la elección, que acuse a la presidenta Clinton y a todo el establishment de hacer trampa; que pida una auditoría al proceso electoral. Eso tampoco ha pasado nunca en la historia estadounidense.
Pero suceda lo que llegue a suceder, Donald Trump le seguirá dando problemas a Estados Unidos.
El millonario que se sale de protocolo para convencer a los electores de que siempre dice lo que piensa; el postulante a la Casa Blanca que miente con soltura y combina a la perfección la ignorancia y el aplomo; el candidato presidencial más lamentable que ha tenido el Partido Republicano ha empezado también a perder en el electorado masculino, el grupo demográfico que dio la victoria a todos los republicanos que han llegado a la presidencia en los últimos 40 años.
Mirado desde el exterior, el TPP se ve tan claramente ventajoso para Estados Unidos, desde el punto de vista geopolíitico, y tan lucrativo para las empresas estadounidenses, que no se puede entender cómo todos los candidatos presidenciales se opongan a él. Es un triunfo de Trump, aunque él no llegue a ganar la elección. La muerte del TPP, iniciativa que beneficia directamente a Estados Unidos en lo político y en lo económico, puede ser vista como la primera obra del estadista Donald Trump.Los tropiezos de Trump han hecho brotar un suspiro de alivio a la élite y al público informado de EE.UU., tranquilizando también a los gobiernos de Occidente y a las democracias del mundo. Todavía es posible que un malcriado megalómano ignorante con arranques de monarca absoluto y una edad mental de doce años sea elegido presidente del país más poderoso del mundo, pero esto se ve cada vez más difícil. Si no se destapan mayores escándalos (el fundador de Wikileaks, Julian Assange, prometió este miércoles la filtración de miles de nuevos documentos de la candidata presidencial Hillary Clinton y del Partido Demócrata) ni hay grandes sorpresas de aquí a la elección del 8 de noviembre, será Hillary Clinton quien se instale en la Casa Blanca.
La noticia es buena para Estados Unidos y para el mundo. La cautelosa Hillary no ha sido la mejor candidata frente al exuberante Trump. No entusiasma ni convence, es evasiva y desconoce la espontaneidad. Siempre a la defensiva, da la impresión de ser fría y calculadora, y a veces parece estar ocultando algo. Nada de eso la ayuda ante los alegatos de que, mientras se desempeñaba como secretaria de Estado, puso en peligro la seguridad nacional al descuidar la integridad de e-mails clasificados. El carácter reservado de Hillary tampoco la va ayudar a hacer frente a la más reciente acusación: cuando era secretaria de Estados, dio acceso privilegiado a su despacho a donantes de la Fundación Clinton.
Pero no es necesario ser buen candidato para ser buen presidente y Clinton ciertamente tiene los galones para el cargo. Sus años de primera dama, secretaria de Estado y senadora le han dado paso firme en los laberintos del gobierno y la han ayudado a entender cómo funciona el mundo y qué quieren los electores. Quizá no dice lo que piensa, como Trump, pero piensa lo que dice.
Tampoco ayuda a la candidatura de Hillary Clinton el hecho de que durante su gobierno no se construirá la Gran Muralla ni se deportará a once millones de inmigrantes ilegales; no se terminará la libertad de cultos ni se subirán los aranceles a los productos importados. El programa de gobierno de Clinton no puede competir en pirotecnia con los irresponsables anuncios de Trump. Ella no trae grandes cambios en la política exterior estadounidense ni sorpresas para el interior. Será más de lo mismo con nuevas prioridades y otros acentos.
Eso no tiene nada de malo. Obama ha sido un buen presidente, deja una obra significativa y en varias oportunidades se atrevió a ponerse del lado correcto de la historia. Partió rescatando a Estados Unidos de la aguda recesión de 2008-2009 y ayudó a reducir el desempleo tras la reactivación, aunque le ha quedado tarea pendiente con las remuneraciones, que siguen estancadas.
Obama creó un seguro de salud de financiamiento mixto, el famoso "Obamacare", que en tres años ha dado cobertura -no la mejor, pero cobertura al fin- a once millones de norteamericanos que no la tenían. Facilitó el aumento de la producción local de petróleo vía fracking al punto que Estados Unidos comenzó a exportar petróleo el año pasado y podría convertirse pronto en exportador neto. Al mismo tiempo, Obama impuso reglas más estrictas para las emisiones contaminantes y siguió subsidiando a la industria solar.
En relaciones exteriores tuvo la audacia de nadar contra la corriente. Llegó a un acuerdo nuclear con Irán y restableció relaciones diplomáticas con Cuba. Apoyó al matrimonio igualitario y ayudó a su legalización. Y en un tema favorito de los republicanos, la seguridad ciudadana y la lucha contra el terrorismo, no le ha temblado la mano. Aprobó la acción militar que dio muerte a Osama Bin Laden, autorizó los ataques con drones a dirigentes de grupos terroristas y, hasta ahora, ha logrado evitar en territorio estadounidense acciones de guerra ejecutadas o dirigidas por ISIS como las que se han dado en Europa.
Dejó tareas recién empezadas, como una reforma judicial que reduce las penas para delitos menores y así disminuir la abultadísima población penal. Estados Unidos es el país que tiene mayor porcentaje de sus habitantes tras las rejas. Otras reformas no las empezó, como hacer más estrictas las leyes de control de armas, hoy en manos de los estados, y así reducir la desproporcionada cantidad de muertes por armas de fuego que hay en el país si se lo compara con las otras naciones desarrolladas.
Y claro, el Medio Oriente sigue siendo un polvorín y la guerra civil en Siria ha provocado una crisis de refugiados que trae un inmenso dilema moral a los gobiernos, principalmente de Europa, pero también a Estados Unidos.
En las últimas semanas, Donald Trump se ha ubicado en el lugar que realmente le corresponde por temperamento y posición política. Es el candidato marginal de una minoría postergada -los hombres blancos sin educación universitaria, los que la globalización dejó atrás-, a quienes sedujo con una plataforma ideológica y estrategia de campaña de "populismo pugilístico, nacionalismo económico y tribalismo racial", como acertadamente lo describió hace unos días una columna de Politico.com.
Pero que Donald Trump haya llegado a ser el candidato presidencial del Partido Republicano y que el socialista Bernie Sanders estuviera cerca de ganarle a Hillary en las primarias demócratas muestra un sentimiento popular que el nuevo gobierno tendrá que tomar muy en serio. Desde la derecha y la izquierda, un número creciente de ciudadanos ha dejado de creer en sus instituciones y en la élite que encabeza esas instituciones. Creen que el establishment, que incluye al gobierno federal, el Poder Legislativo, el Poder Judicial, los dirigentes políticos tradicionales, los empresarios y los medios de comunicación se han aliado contra el ciudadano común. Que se han confabulado, quizá tácitamente, para manejar el país en beneficio propio. Que se ríen de los valores que pregonan y engañan a los electores con iniciativas como los tratados de libre comercio, que han llenado los bolsillos de la élite, junto con traer cesantía y bajos sueldos a los trabajadores.
Las teorías conspirativas casi siempre son alucinaciones colectivas de índole paranoide, pero tienen un ancla en la realidad. En este caso, la realidad es que la élite estadounidense efectivamente tiene los bolsillos cada vez más llenos. En materia de ingreso, Estados Unidos es el país más desigual del mundo desarrollado, dice un recién divulgado informe sobre desigualdad de la OCDE, un club de países de alto ingreso per cápita. En cuanto a patrimonio, los estadounidenses que están en el 10% más rico de la población, son dueños del 76% de la riqueza, y quienes están en el 50% más pobre, se reparten apenas el 1% de la riqueza.
Esa desigualdad creciente es uno de los problemas más graves que tiene hoy Estados Unidos. El estudio de la OCDE presenta abundante evidencia de que la desigualdad impacta negativamente el crecimiento económico. Más grave es la tensión que provoca, porque puede llegar a desestabilizar las instituciones democráticas y la paz social. Una evidencia de que algo de eso ya está sucediendo en Estados Unidos es la guerra soterrada que parece haber entre los guetos negros urbanos y las fuerzas policiales de las grandes ciudades.
Las candidaturas de Trump y Sanders son un síntoma claro de que un número creciente de estadounidenses está frustrado con el status quo económico y político imperante. Hay muchos -partiendo por Donald Trump- que opinan que el libre comercio se está llevando las fábricas y los trabajos a México y que el mercado estadounidense ha caído en manos de los productos importados de China. Estos desastrosos acuerdos comerciales, miente Trump, son el resultado de la creciente debilidad de Estados Unidos en el mundo, que hace que los demás países "se aprovechen de nosotros". Es verdad que muchas fábricas se han trasladado a México, mejorando los salarios de los obreros mexicanos, pero Trump olvida decir que la inmensa mayoría de las fábricas estadounidenses no se han movido ni se van a mover, y que la industria manufacturera estadounidense, en retroceso desde los años 60, ha repuntado y dado más empleo en los últimos dos años.
Trump tampoco menciona que el libre comercio y el traslado de fábricas a México ha hecho bajar los precios de autos, computadores, teléfonos móviles y cientos de otros productos en el mercado estadounidense, mejorando el poder adquisitivo de toda la población, además de hacer más competitivos los productos made in USA en los mercados internacionales.
Ni Trump por la derecha, ni Sanders por la izquierda, mencionan que la economía estadounidense está casi en pleno empleo y que las dislocaciones del mercado laboral en los últimos años no sólo se deben al libre comercio, sino también -y en forma importante- a la tecnología. Muchas personas han sido reemplazadas por robots en la industria manufacturera, ya casi no hay cajeros humanos y ahora la digitalización llega a la pequeña y mediana empresa, con eficiencias que significarán despidos.
Tan exitoso fue el discurso anticomercio de Trump y Sanders que Hillary Clinton decidió también subirse al carro. Ahora se opone a la Alianza Transpacífico (TPP), un proyecto de Barack Obama que unifica las normas del comercio y estandariza la propiedad intelectual y la protección ambiental en doce países de la Cuenca del Pacífico, siguiendo directrices estadounidenses y dejando fuera a los chinos. Mirado desde el exterior, el TPP se ve tan claramente ventajoso para Estados Unidos, desde el punto de vista geopolíitico, y tan lucrativo para las empresas estadounidenses, que no se puede entender cómo todos los candidatos presidenciales se opongan a él. Es un triunfo de Trump, aunque él no llegue a ganar la elección. La muerte del TPP, iniciativa que beneficia directamente a Estados Unidos en lo político y en lo económico, puede ser vista como la primera obra del estadista Donald Trump.
Como consuelo se puede pensar que la derrota de Trump en las urnas al menos le facilitará la vida al Nafta. El empresario ha anunciado que, de ser elegido presidente, revisará el acuerdo con México y Canadá, y que si no se llega a un nuevo acuerdo que favorezca más a Estados Unidos que el actual, el país se retirará del Nafta. El mundo puede vivir sin TPP, pero basta imaginar con alguna seriedad lo que pasaría si Estados Unidos intentara retirarse del Nafta.
Ahí está el problema de fondo con Trump. Aunque pierda la elección, ya ha ganado. Ya ha hecho retroceder el libre comercio y dado un revés a la globalización, imponiendo además una agenda de discusión populista, nacionalista y racista, inimaginable hace dos años.
El empresario de bienes raíces que propone su monarquía absoluta como forma de gobierno puede no ganar la elección, pero todavía le queda un as bajo la manga. Lleva meses diciendo que el sistema está corrupto, que los resultados de las elecciones están arreglados, que no cree en las encuestas que lo dan como perdedor, que no se puede confiar en los jueces ni en el FBI. Ahora ha comenzado a pedir a sus partidarios que vayan a vigilar los lugares de votación el 8 de noviembre, porque Hillary Clinton y sus partidarios son capaces de cuialquier cosa.
Nunca en la historia estadounidense un candidato derrotado ha dejado de conceder la victoria a su contendor, pronunciando un discurso conciliatorio y leal. Pero es casi imposible imaginar a Donald Trump siguiendo ese guión.
Y hay que pensar que Trump ha llegado a la política para quedarse. Probablemente creará un movimiento o partido político que aglutine a sus partidarios y empiece la carrera para la presidencial de 2020. Conociéndolo como se le conoce ahora, también es perfectamente posible que parta haciendo un berrinche, que desconozca el resultado de la elección, que acuse a la presidenta Clinton y a todo el establishment de hacer trampa; que pida una auditoría al proceso electoral. Eso tampoco ha pasado nunca en la historia estadounidense.
Pero suceda lo que llegue a suceder, Donald Trump le seguirá dando problemas a Estados Unidos.
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