El populismo, fenómeno que se estimaba específicamente latinoamericano, va de salida en el continente, y comienza a entrar con fuerza en la culta Europa, con consecuencias abiertas y algún peligro en el horizonte.
El populismo es un concepto ambiguo, difícil de comprender y, ciertamente, de definir. En otras palabras, es un concepto que, cuando se utiliza, ofrece alguna utilidad para explicar la política, un líder o un movimiento, a pesar de que sigue siendo una fórmula necesariamente polifacética e inasible. Pero de que hay populismo y populistas, sí que los hay. Se le puede apreciar históricamente, por ejemplo a lo largo del siglo XX, como también se puede analizar en la actualidad, con sus variadas expresiones.
En otro aspecto relevante, si bien algunos señalan que el populismo sería una creación y un modelo específicamente latinoamericano, en realidad sus expresiones pueden observarse en las más diversas naciones del mundo, incluidas algunas reputadas y de larga tradición europea.
En esta línea puede entenderse un artículo reciente en El Imparcial (19 de febrero de 2016) “La peste del populismo se extiende por el mundo”, que muestra a figuras tan ¿diversas? como el norteamericano Donald Trump, la francesa Marine Le Pen, el griego Alexis Tsipras y el español Pablo Iglesias. “Ya sea de extrema izquierda o de extrema derecha, el populismo, esa nueva forma de hacer política en Occidente está cogiendo fuerza con sus proclamas simplistas y radicales, palabra que logran instalarse en la mente de una clase social agotada del sistema político tradicional” (destacado en el original).
Trump, “sin pelos en la lengua, con un verbo llano pero potente lleno de propuestas a cada cual más radical, tachado de racista y clasista”; Le Pen, “Eurófoba, islamófoba y racista”; Tsipras, “después de meses prometiendo políticas sociales más justas, ha tenido que rendirse a la realidad”; finalmente Iglesias, que busca “terminar de asaltar el sistema político español a base de promesas con poco fundamento y ataques continuados a lo que él no ha dudado en llamar la ‘casta política’.
¿Qué es el populismo? Resulta necesario hurgar en el concepto. En un interesante artículo, el historiador Alan Knight prefiere una definición útil, histórica, y en tal sentido populismo “connota un estilo político”, es decir, sin relación con partidos, periodos, ideologías o clases. Este estilo implica una conexión entre los líderes políticos y sus seguidores, como dirían algunos, entre los políticos y las masas (ver Revolución, democracia y populismo en América Latina, Santiago, Centro de Estudios Bicentenario, 2005). En el paso de los regímenes oligárquicos del siglo XIX a los democráticos del XX este estilo fue un avance político y contribuyó al desarrollo de las sociedades.
Sin embargo, es muy probable que cuando pensemos en el populismo lo hagamos considerando la versión económica del concepto o bien su sentido político más actual. Al primer caso se refieren Sebastián Edwards y Rudiger Dornbusch en Macroeconomía del populismo en América Latina (México, Fondo de Cultura Económica, 1992). Así, señalan lo siguiente: “Entendemos por “populismo” un enfoque al análisis económico que hace hincapié en el crecimiento y la redistribución del ingreso, y minimiza los riesgos de la inflación y el financiamiento deficitario, las restricciones externas y la reacción de los agentes económicos ante las políticas “agresivas” que operan fuera del mercado”. En otras palabras, alta emisión de dinero, o bien crecimiento del gasto público, de manera tal que el resultado, aunque tenga un beneficio inmediato y parcial, termina siempre igual, volviéndose contra aquellos que quiere beneficiar. Se acaba el dinero, o vale menos, hay escasez de bienes, el sistema termina en un monumental fracaso, lo que no podría ser de otra manera.
Carlos Malamud, en Populismos latinoamericanos. Los tópicos de ayer, de hoy y de siempre (Oviedo, Ediciones Nobel, 2010), se concentra en el aspecto político del término, precisando que no es exclusivo de ninguna ideología, ni pertenece a derechas o izquierdas. Además, en la ambigüedad que caracteriza al concepto, puede haber tanto dictadores populistas como gobiernos de origen democráticos que viven de manera populista. El problema no es solamente histórico, fruto de las experiencias de la región a mediados del siglo XX, sino que también ha sido parte del paisaje político reciente y actual, con algunas figuras entre las que se podrían nombrar a Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Néstor Kirchner en Argentina, por ejemplo.
En la práctica, y lejos de los purismos ideológicos, los populistas ejercen el poder de modo caudillista y estatista, confunden sus figuras con el bien del país, respetan poco a las minorías y la prensa libre les molesta y llegan a perseguirla, son proclives al autoritarismo e incluso a las dictaduras, dirigen sus ataques contra grupos sociales o partidos dominantes, desprecian la política tradicional, de partidos, liberal, democrática, se confunden en formas de nacionalismo y procuran la perpetuación en el poder.
Como en muchos otros conceptos políticos, es probable que no exista unanimidad, ni siquiera mayoría para adscribir a una determinada definición del concepto. Sin embargo, ocurre una cosa curiosa: cuando aparece el populismo, por alguna vía lo reconocemos y en sus actos va confirmando su pertenencia a esa escuela de acción pública. Busca enemigos y los ataca, apela a las más bajas pasiones, regala dinero o ilusiones, promete destruir a los enemigos (así los llama, más que adversarios), se hace indispensable, se eterniza, desconoce las leyes de la economía o supone que no existen.
Quizá tengamos dos novedades interesantes en la política de la segunda década del siglo XXI, y ambas deben ser miradas con atención. La primera es la derrota sucesiva de proyectos populistas en América Latina, como muestran la victoria de Macri en Argentina, que puso fin a la dinastía Kirchner-Fernández; el triunfo de los demócratas venezolanos, contra el régimen de Maduro; ciertamente el triunfo del NO en Bolivia, que impide la eternización de Evo Morales en el gobierno, garantizando una sana alternancia en el poder.
El segundo aspecto, sin embargo, debe ser estudiado con atención, y es la irrupción del populismo en Europa (también en Estados Unidos), como muestran los proyectos de los indignados de distintos lugares, los grupos anti sistémicos en España o Grecia -en una versión que ellos mismos estimarían positiva, de populismos “democráticos y progresistas”-, el populismo nacionalista en Francia y aquellas variantes que sin duda serán parte del paisaje político de los próximos años.
Hay que estar atentos, porque la realidad del populismo, fenómeno que se estimaba específicamente latinoamericano, va de salida en el continente, y comienza a entrar con fuerza en la culta Europa, con consecuencias abiertas y algún peligro en el horizonte.
En otro aspecto relevante, si bien algunos señalan que el populismo sería una creación y un modelo específicamente latinoamericano, en realidad sus expresiones pueden observarse en las más diversas naciones del mundo, incluidas algunas reputadas y de larga tradición europea.
En esta línea puede entenderse un artículo reciente en El Imparcial (19 de febrero de 2016) “La peste del populismo se extiende por el mundo”, que muestra a figuras tan ¿diversas? como el norteamericano Donald Trump, la francesa Marine Le Pen, el griego Alexis Tsipras y el español Pablo Iglesias. “Ya sea de extrema izquierda o de extrema derecha, el populismo, esa nueva forma de hacer política en Occidente está cogiendo fuerza con sus proclamas simplistas y radicales, palabra que logran instalarse en la mente de una clase social agotada del sistema político tradicional” (destacado en el original).
Trump, “sin pelos en la lengua, con un verbo llano pero potente lleno de propuestas a cada cual más radical, tachado de racista y clasista”; Le Pen, “Eurófoba, islamófoba y racista”; Tsipras, “después de meses prometiendo políticas sociales más justas, ha tenido que rendirse a la realidad”; finalmente Iglesias, que busca “terminar de asaltar el sistema político español a base de promesas con poco fundamento y ataques continuados a lo que él no ha dudado en llamar la ‘casta política’.
¿Qué es el populismo? Resulta necesario hurgar en el concepto. En un interesante artículo, el historiador Alan Knight prefiere una definición útil, histórica, y en tal sentido populismo “connota un estilo político”, es decir, sin relación con partidos, periodos, ideologías o clases. Este estilo implica una conexión entre los líderes políticos y sus seguidores, como dirían algunos, entre los políticos y las masas (ver Revolución, democracia y populismo en América Latina, Santiago, Centro de Estudios Bicentenario, 2005). En el paso de los regímenes oligárquicos del siglo XIX a los democráticos del XX este estilo fue un avance político y contribuyó al desarrollo de las sociedades.
Sin embargo, es muy probable que cuando pensemos en el populismo lo hagamos considerando la versión económica del concepto o bien su sentido político más actual. Al primer caso se refieren Sebastián Edwards y Rudiger Dornbusch en Macroeconomía del populismo en América Latina (México, Fondo de Cultura Económica, 1992). Así, señalan lo siguiente: “Entendemos por “populismo” un enfoque al análisis económico que hace hincapié en el crecimiento y la redistribución del ingreso, y minimiza los riesgos de la inflación y el financiamiento deficitario, las restricciones externas y la reacción de los agentes económicos ante las políticas “agresivas” que operan fuera del mercado”. En otras palabras, alta emisión de dinero, o bien crecimiento del gasto público, de manera tal que el resultado, aunque tenga un beneficio inmediato y parcial, termina siempre igual, volviéndose contra aquellos que quiere beneficiar. Se acaba el dinero, o vale menos, hay escasez de bienes, el sistema termina en un monumental fracaso, lo que no podría ser de otra manera.
Carlos Malamud, en Populismos latinoamericanos. Los tópicos de ayer, de hoy y de siempre (Oviedo, Ediciones Nobel, 2010), se concentra en el aspecto político del término, precisando que no es exclusivo de ninguna ideología, ni pertenece a derechas o izquierdas. Además, en la ambigüedad que caracteriza al concepto, puede haber tanto dictadores populistas como gobiernos de origen democráticos que viven de manera populista. El problema no es solamente histórico, fruto de las experiencias de la región a mediados del siglo XX, sino que también ha sido parte del paisaje político reciente y actual, con algunas figuras entre las que se podrían nombrar a Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Néstor Kirchner en Argentina, por ejemplo.
En la práctica, y lejos de los purismos ideológicos, los populistas ejercen el poder de modo caudillista y estatista, confunden sus figuras con el bien del país, respetan poco a las minorías y la prensa libre les molesta y llegan a perseguirla, son proclives al autoritarismo e incluso a las dictaduras, dirigen sus ataques contra grupos sociales o partidos dominantes, desprecian la política tradicional, de partidos, liberal, democrática, se confunden en formas de nacionalismo y procuran la perpetuación en el poder.
Como en muchos otros conceptos políticos, es probable que no exista unanimidad, ni siquiera mayoría para adscribir a una determinada definición del concepto. Sin embargo, ocurre una cosa curiosa: cuando aparece el populismo, por alguna vía lo reconocemos y en sus actos va confirmando su pertenencia a esa escuela de acción pública. Busca enemigos y los ataca, apela a las más bajas pasiones, regala dinero o ilusiones, promete destruir a los enemigos (así los llama, más que adversarios), se hace indispensable, se eterniza, desconoce las leyes de la economía o supone que no existen.
Quizá tengamos dos novedades interesantes en la política de la segunda década del siglo XXI, y ambas deben ser miradas con atención. La primera es la derrota sucesiva de proyectos populistas en América Latina, como muestran la victoria de Macri en Argentina, que puso fin a la dinastía Kirchner-Fernández; el triunfo de los demócratas venezolanos, contra el régimen de Maduro; ciertamente el triunfo del NO en Bolivia, que impide la eternización de Evo Morales en el gobierno, garantizando una sana alternancia en el poder.
El segundo aspecto, sin embargo, debe ser estudiado con atención, y es la irrupción del populismo en Europa (también en Estados Unidos), como muestran los proyectos de los indignados de distintos lugares, los grupos anti sistémicos en España o Grecia -en una versión que ellos mismos estimarían positiva, de populismos “democráticos y progresistas”-, el populismo nacionalista en Francia y aquellas variantes que sin duda serán parte del paisaje político de los próximos años.
Hay que estar atentos, porque la realidad del populismo, fenómeno que se estimaba específicamente latinoamericano, va de salida en el continente, y comienza a entrar con fuerza en la culta Europa, con consecuencias abiertas y algún peligro en el horizonte.
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