España: Iglexit y el regreso del viejo conocido
Por Rosa Townsend
MADRID – Los españoles han elegido la estabilidad frente al aventurismo populista. La moderación en vez de la revolución. Un nuevo voto de confianza a Mariano Rajoy (aunque muchos tapándose la nariz); y otro de desconfianza a Pablo Iglesias (sin tapársela). Digamos que después del Brexit las elecciones del pasado domingo significan el Iglexit.
El fracaso de Iglesias & Co. ha sido estrepitoso, han perdido 1.2 millones de votos. Un escarmiento de los votantes a la soberbia de un advenedizo bolche-chavista que trató de aprovecharse de la ansiedad popular en tiempos revueltos. Doblemente humillante por lo inesperado, dado que las encuestas pronosticaban lo contrario: el sorpasso (adelantamiento) de Unidos Podemos al Partido Socialista (PSOE), que les hubiera catapultado al podio hegemónico de la izquierda, a sólo un salto de la presidencia.
Inimaginable escenario: ¿Un presidente de España desaliñado, che-guevarado y con coleta? ¡De menuda se ha librado este país, estética y éticamente! El alivio se nota en el ambiente, aún con el peso de la incertidumbre sobre quién, cuándo y cómo formará gobierno. Pecata minuta –opina la inmensa mayoría– en comparación a haber espantado al fantasma neocomunista. Que bastante susto ha dado en el último año, y amenaza con seguirlo dando, al calor del 21% de votos obtenidos entre los más de 24 millones emitidos.
De momento en Unidos Podemos (con 71 escaños) se han quedado mudos, agazapados en el rincón de la derrota. Y al acecho. Mientras, los otros perdedores, PSOE (85) y Ciudadanos (32), se relamen las heridas y traman el siguiente paso hacia el camino peliagudo de los pactos. No queda otra. Tanto a los dos perdedores moderados como a Mariano, sobre todo a Mariano, les toca compartir el poder. Se lo han pedido a gritos las urnas, la sensatez y la historia.
Lo contrario, convocar una tercera elección, amén de irresponsable representaría un disparate. Un capítulo negro y vergonzante en una democracia que ya bastante han manchado las desavenencias políticas, los feudos partidistas y la corrupción desatada en los últimos diez años, nunca antes vista aquí.
Pero antes de analizar el rompecabezas de posibles pactos, una autopsia del “fiasco Iglesias” arroja luz al actual predicamento. Es la historia de dos descalabros: el de las encuestas que hicieron creer que España vivía un romance político –o al menos un serio coqueteo– con el populismo neocomunista; y el del camarada Iglesias, que no supo combatir a su principal rival: el miedo. El pánico que le corrió por las venas a millones de españoles de pensar que los logros de libertad y prosperidad de varias generaciones podían arder en la hoguera revolucionaria podemita.
Si bien el rechazo al radicalismo de Iglesias & Co. ha quedado patente en las urnas, el “voto moderado” –a PP, Ciudadanos y PSOE– se ha dispersado sin darle a ninguno mayoría suficiente para gobernar. Aun así, el claro triunfador es el conservador Mariano Rajoy, con 137 escaños, 20 más que en las elecciones del pasado diciembre, lo cual le permite reivindicar el derecho a gobernar.
Podrá hacerlo si se materializan una de las dos fórmulas más viables: o bien que el PSOE se abstenga en la votación de investidura, o bien que socialistas y Ciudadanos acepten su propuesta de un gobierno de unidad nacional. El primer escenario facilitaría al PSOE salvar imagen y quedarse en la oposición hasta mejores tiempos. Y permitiría a Rajoy seguir al mando, aunque no de un sólido timón sino de un alambre suspendido en el vacío de apoyos parlamentarios.
La segunda opción, gobernar en coalición, parece en teoría la mejor y en la práctica una fuente de tensiones, cuando no de ruptura. Ya lo advirtió Felipe González: “estamos como en Italia, pero sin italianos”. Traducción: los italianos viven un eterno caos político pero salen airosos negociando. Los españoles carecen de ese rodaje porque durante 40 años el bipartidismo ha posibilitado una cómoda alternancia entre PP y PSOE. Y aunque de estas elecciones ha salido reforzado el bipartidismo y la derecha –y debilitada la izquierda y el multipartidismo– cualquier pacto debe contar con los emergentes.
Rajoy propone repartir el pastel e incluso ha ofrecido la vicepresidencia a Pedro Sánchez del PSOE, que éste rechaza. También rehúsa el líder de Ciudadanos, Albert Rivera. Ambos se empeñan en un veto a Rajoy ad hominen (a su persona), error que sólo conduce a un callejón sin salida. La urgencia de formar gobierno –tras seis meses sin uno– requiere altura de miras. Una cosa es vetar ideas y otra personas, particularmente cuando el objeto de esas iras políticas acaba de ser refrendado (a pesar de ser un líder gris, sin grandes reformas en su haber).
Los españoles han hablado. Y prefieren, de momento, lo viejo conocido que lo nuevo por conocer. Los perdedores deben respetarlo. Lo contrario sería un error estratégico, político y moral.