En los 80, el título de un libro sobre Indonesia resumía el momento de esa sociedad, no muy distinto al del México de hoy: “un país a la espera”. A la espera de “un cambio”.
Gobiernos van y gobiernos vienen, todos prometiendo la redención. Pero la redención no llega y todo acaba siendo excusas: la culpa siempre fue de otros.
Cuando las cosas salen bien, la sociedad mexicana se vuelca hacia el gobierno; cuando salen mal, la reacción es de despecho: el gobierno la traicionó. Es por esto que la reacción social ha sido tan brutal, haciéndole fácil la vida a los promotores de la desazón como estrategia político-electoral. Y el gobierno no podría haber actuado peor: atrincherado y convencido de su virtud, acaba siendo presa fácil de sus propios prejuicios y de una oposición a la que no comprende, ni lo intenta, todo lo cual arroja a la ciudadanía a una total incertidumbre respecto al futuro.
En los últimos lustros, los mexicanos hemos vivido dos momentos similares y, a la vez, totalmente distintos, contraste que ilustra algunas de las causas del hartazgo, desesperación y enojo ad hominem que hoy caracterizan al país. Vicente Fox y Enrique Peña Nieto no tienen nada en común en sus biografías, propuestas o habilidades, pero ambos prometieron una transformación, de la cual se olvidaron casi inmediatamente después de llegar al gobierno. Fox prometió “sacar al PRI de los Pinos” para cambiar al país; Peña Nieto prometió un “gobierno eficaz”. Ambos traicionaron a la población. Sus fallas explican la creciente popularidad de los vendedores de milagros: igual el “Bronco” que AMLO, o los que vengan.
Joaquín Villalobos, experto en movimientos sociales, dice que no hay peor estrategia de gobierno que la que se deriva de una lectura simple de una realidad compleja. Fox no entendió el tamaño de su victoria ni mucho menos la naturaleza o profundidad de la demanda de cambio en la sociedad mexicana; tampoco reconoció la debilidad del PRI en ese instante. El problema para él eran las personas y no las estructuras e instituciones, razón por la cual acabó nadando de muertito por seis largos años, creando anticuerpos para la transición político-económica que el país sigue esperando.
Peña Nieto no entendió que el México de hoy nada tiene que ver con el de los cincuenta del siglo pasado, que la economía globalizada trastocó para siempre la política interna y que el uso del déficit fiscal es por demás políticamente peligroso. El gobierno actual no sólo leyó mal la circunstancia en que llegó al poder sino también momentos cruciales que cambiaron su devenir, especialmente Ayotzinapa. Su decisión de echar para atrás la descentralización política que había experimentado el país fue de una enorme ingenuidad, como si ésta hubiera sido producto de la voluntad de un presidente y no resultado de una realidad compleja y cambiante. Al re-centralizar e imponer controles sobre los medios de comunicación, los gobernadores y otros actores sociales, además de aumentos de impuestos a los causantes cautivos, y el desdén con que administró (y sigue) los casos de corrupción, acabó en el peor de los mundos: se hizo responsable de cosas sobre las que no tenía, ni podía tener, control. Así, los problemas han acabado en la puerta de Los Pinos y, a la vez, todo mundo se siente agraviado.
El caso de Ayotzinapa es emblemático. En términos objetivos, es evidente que el asunto fue local y que el gobierno federal ni se enteró sino hasta mucho después de que ocurrió, además de que, en contraste con otras crisis, en esa no hubo participación de fuerzas federales. En esas condiciones, es increíble que el gobierno federal haya acabado cargando con la culpa, pero eso fue producto de su forma de actuar, de su necedad por proteger al gobernador y, sobre todo, de ignorar el complejo contexto. Hasta la fecha, el gobierno no parece comprender la cantidad de agravios que generó en toda la sociedad y que Ayotzinapa permitió ventilar y hacer explícitos de manera anónima.
Cuando Khrushchev denunció los crímenes del régimen soviético, uno de los delegados le gritó “Camarada Khrushchev, ¿dónde estaba usted cuando ocurrían esas barbaridades?” Krushchev volteó hacia el público y demandó “¿Quién dijo eso? ¡Levántese!” Nadie se paró. Krushchev entonces gritó de regreso “Ahí, camarada, al amparo de la obscuridad, como usted”.
El gobierno del presidente Peña no entendió a la sociedad que pretendía gobernar ni mucho menos comprendió que sus iniciativas y políticas estaban trastocando valores, tradiciones, intereses y, sobre todo, realidades y derechos ganados a pulso. En el momento en que ocurrió lo de Iguala, la sociedad se manifestó de manera brutal.
Mientras que la incertidumbre domina el panorama, el gobierno sigue atrapado en sus lecturas simples de una realidad compleja, pretendiendo que controla el proceso sucesorio. La contradicción es flagrante: la sociedad requiere definiciones hacia el futuro en tanto que el gobierno le regala cerrazón. La sociedad mexicana comprende la complejidad del momento como lo evidencia su indisposición a la violencia. Sin embargo, ningún país puede funcionar en ausencia de certidumbre respecto al futuro y, al menos, un sentido de esperanza.
Gobiernos van y gobiernos vienen, todos prometiendo la redención. Pero la redención no llega y todo acaba siendo excusas: la culpa siempre fue de otros.
Cuando las cosas salen bien, la sociedad mexicana se vuelca hacia el gobierno; cuando salen mal, la reacción es de despecho: el gobierno la traicionó. Es por esto que la reacción social ha sido tan brutal, haciéndole fácil la vida a los promotores de la desazón como estrategia político-electoral. Y el gobierno no podría haber actuado peor: atrincherado y convencido de su virtud, acaba siendo presa fácil de sus propios prejuicios y de una oposición a la que no comprende, ni lo intenta, todo lo cual arroja a la ciudadanía a una total incertidumbre respecto al futuro.
En los últimos lustros, los mexicanos hemos vivido dos momentos similares y, a la vez, totalmente distintos, contraste que ilustra algunas de las causas del hartazgo, desesperación y enojo ad hominem que hoy caracterizan al país. Vicente Fox y Enrique Peña Nieto no tienen nada en común en sus biografías, propuestas o habilidades, pero ambos prometieron una transformación, de la cual se olvidaron casi inmediatamente después de llegar al gobierno. Fox prometió “sacar al PRI de los Pinos” para cambiar al país; Peña Nieto prometió un “gobierno eficaz”. Ambos traicionaron a la población. Sus fallas explican la creciente popularidad de los vendedores de milagros: igual el “Bronco” que AMLO, o los que vengan.
Joaquín Villalobos, experto en movimientos sociales, dice que no hay peor estrategia de gobierno que la que se deriva de una lectura simple de una realidad compleja. Fox no entendió el tamaño de su victoria ni mucho menos la naturaleza o profundidad de la demanda de cambio en la sociedad mexicana; tampoco reconoció la debilidad del PRI en ese instante. El problema para él eran las personas y no las estructuras e instituciones, razón por la cual acabó nadando de muertito por seis largos años, creando anticuerpos para la transición político-económica que el país sigue esperando.
Peña Nieto no entendió que el México de hoy nada tiene que ver con el de los cincuenta del siglo pasado, que la economía globalizada trastocó para siempre la política interna y que el uso del déficit fiscal es por demás políticamente peligroso. El gobierno actual no sólo leyó mal la circunstancia en que llegó al poder sino también momentos cruciales que cambiaron su devenir, especialmente Ayotzinapa. Su decisión de echar para atrás la descentralización política que había experimentado el país fue de una enorme ingenuidad, como si ésta hubiera sido producto de la voluntad de un presidente y no resultado de una realidad compleja y cambiante. Al re-centralizar e imponer controles sobre los medios de comunicación, los gobernadores y otros actores sociales, además de aumentos de impuestos a los causantes cautivos, y el desdén con que administró (y sigue) los casos de corrupción, acabó en el peor de los mundos: se hizo responsable de cosas sobre las que no tenía, ni podía tener, control. Así, los problemas han acabado en la puerta de Los Pinos y, a la vez, todo mundo se siente agraviado.
El caso de Ayotzinapa es emblemático. En términos objetivos, es evidente que el asunto fue local y que el gobierno federal ni se enteró sino hasta mucho después de que ocurrió, además de que, en contraste con otras crisis, en esa no hubo participación de fuerzas federales. En esas condiciones, es increíble que el gobierno federal haya acabado cargando con la culpa, pero eso fue producto de su forma de actuar, de su necedad por proteger al gobernador y, sobre todo, de ignorar el complejo contexto. Hasta la fecha, el gobierno no parece comprender la cantidad de agravios que generó en toda la sociedad y que Ayotzinapa permitió ventilar y hacer explícitos de manera anónima.
Cuando Khrushchev denunció los crímenes del régimen soviético, uno de los delegados le gritó “Camarada Khrushchev, ¿dónde estaba usted cuando ocurrían esas barbaridades?” Krushchev volteó hacia el público y demandó “¿Quién dijo eso? ¡Levántese!” Nadie se paró. Krushchev entonces gritó de regreso “Ahí, camarada, al amparo de la obscuridad, como usted”.
El gobierno del presidente Peña no entendió a la sociedad que pretendía gobernar ni mucho menos comprendió que sus iniciativas y políticas estaban trastocando valores, tradiciones, intereses y, sobre todo, realidades y derechos ganados a pulso. En el momento en que ocurrió lo de Iguala, la sociedad se manifestó de manera brutal.
Mientras que la incertidumbre domina el panorama, el gobierno sigue atrapado en sus lecturas simples de una realidad compleja, pretendiendo que controla el proceso sucesorio. La contradicción es flagrante: la sociedad requiere definiciones hacia el futuro en tanto que el gobierno le regala cerrazón. La sociedad mexicana comprende la complejidad del momento como lo evidencia su indisposición a la violencia. Sin embargo, ningún país puede funcionar en ausencia de certidumbre respecto al futuro y, al menos, un sentido de esperanza.