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Friday, December 9, 2016

Las bases psicológicas del mito de Fidel Castro

Hana Fischer sostiene que hay bases psicológicas que ayudan a comprender a quienes admiran a Fidel Castro aún ante múltiples evidencias de que ha encabezado un gobierno totalitario durante décadas.

Hana Fischer es analista política uruguaya.
Fidel Castro fue un sátrapa más en la larga cadena de dictadores que han asolado a América Latina. Fue corrupto en grado sumo —como todo aquel que concentra en sus manos el poder absoluto— y despiadado con sus enemigos o competidores políticos. Convirtió a Cuba en su hacienda personal y a los cubanos en sus esclavos, tal como detallamos en un artículo titulado "Los nuevos esclavistas”.
Esta verdad rompe los ojos de todo aquel que quiera ver. Sin embargo muchas personas, incluso de los países desarrollados, sienten fascinación hacia Fidel. Entre los más insospechados se encuentra el Primer Ministro canadiense Justin Trudeau, quien se define como alguien que se “honra” de su amistad con el “Comandante”. En una declaración pública —para colmo en nombre de todos los canadienses— expresa que a pesar de ser una figura controversial, tanto sus admiradores como detractores le reconocen la impresionante dedicación y amor que tuvo hacia los cubanos. Y sin ruborizarse afirma que fue más grande que un simple líder mortal, que gobernó a su país por casi medio siglo. Asimismo menciona que hizo progresar en forma significativa la salud y la educación en la isla.


Frente a situaciones de ese tipo, uno no puede menos que preguntarse qué pasa por la cabeza de esas personas. La información está disponible para todo aquel que realmente quiera saber cómo son las cosas. Además, hay ciertos asuntos que se caen por su propio peso: alguien que ostenta un poder omnímodo por casi cincuenta años, tiene una unívoca designación,  la de DICTADOR.
En consecuencia, la actitud y palabras de esos admiradores expresan más sobre su propia personalidad (ambiciones secretas, sueños infantiles, rencores y frustraciones) que sobre Fidel. Delatan lo que a esos individuos les hubiera gustado ser, y no pudieron o no se atrevieron llevar adelante. Y, el déspota cubano utilizó hábilmente a su favor los resortes anímicos de esas personas inmaduras, para erigir sobre esos cimientos su mito.
Para comprender las bases psicológicas de aquellos que admiran a Fidel Castro, nada mejor que leer el libro de Jean-François Revel titulado El conocimiento inútil. Esa obra comienza con estas impactantes palabras: “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”. El autor nos explica —a los que creíamos que sólo por falta de información se puede sostener que un sangriento autócrata es alguien fenomenal— que a la mayoría de la gente no les interesa la verdad, si ella contradice sus creencias más profundas y queridas.
Revel expresa que parecería que en esta sociedad de la información —donde ella está más alcance que en cualquier otra época— la verdad desencadena más resentimiento que satisfacción. Sostiene que la mayoría de los periodistas se empeñan en falsificarla y el público en eludirla. ¿Por qué ocurre esto? Porque conocer las cosas tal como son realmente, en vez de brindar seguridad provoca desasosiego.
Por ejemplo, una vez que se ha idealizado a una persona, es necesario poseer una gran honestidad y valentía moral como para reconocer que “nuestro héroe”, en realidad, tiene pies de barro. En el caso concreto del dictador cubano, en su momento muchos se identificaron con la figura de “los barbudos”, esos jóvenes intrépidos que contra todo pronóstico derrotaron a una dictadura apoyada por EE.UU. Para ellos Fidel encarna a Robin Hood, al David bíblico e incluso a Superman. Por consiguiente, admitir que se han hermanado espiritualmente con alguien cruel y sin escrúpulos, es como pretender que alguien renuncie a una parte de su alma que quizás, considere la más luminosa. Sería como aceptar que durante nuestra infancia y adolescencia nos hemos sentido atraídos hacia un personaje abyecto.
Por otra parte, la ideología también cumple un rol esencial. Tal como señala Revel, ella otorga una triple dispensa: intelectual, práctica y moral.
La dispensa intelectual consiste en retener sólo los hechos favorables a la tesis que se sostiene e incluso, inventarlos por completo. Y, en forma complementaria, negar, omitir, olvidar los que la refutan y en la medida de lo posible, impedir que sean conocidos.
La dispensa práctica suprime el juicio crítico, provocando que no se acepte ninguna prueba de los fracasos o mentiras, por muy contundentes que sean. En adición, se fabrican toda clase de excusas para justificarlos.
La dispensa moral coloca a los actores ideológicos más allá del bien y del mal. Lo que se juzga como criminal en cualquier otro hombre, no lo es para ellos. La absolución ideológica abarca al nepotismo, la corrupción, la malversación, las torturas, los asesinatos e incluso, al genocidio.
Por tanto, es una pérdida de tiempo tratar de convencer con datos objetivos a esos "tontos útiles” admiradores de Fidel de su error. Por ejemplo, informarle a Justin Trudeau (que en realidad sabe o debería saber), que Cuba en  1953 “ocupaba el número 22 en el mundo en médicos por habitantes, con 128.6 por cada 100 mil. Su tasa de mortalidad era de 5.8 —tercer lugar en el mundo—, mientras que la de EE.UU. era de 9,5 y la de Canadá de 7,6.” Además, que “ocupaba el lugar número 33 entre 112 naciones del mundo en cuanto a nivel de lectura diaria, con 101 ejemplares de periódicos por cada mil habitantes, lo cual también contradice el argumento de que el país estaba formado por un gran número de analfabetos”. Asimismo, señalarle que actualmente los hospitales para los cubanos de a pie dan vergüenza y por eso está prohibido fotografiarlos: el hacerlo es considerado una “traición” a la revolución.
En el siglo XIX durante el auge del mito del “buen salvaje” entre los europeos, el capitán James Cook realizó varias expediciones a las recientemente descubiertas islas del Pacífico Sur. En ese contexto, describía a los nativos no como eran realmente, sino como deberían ser de acuerdo al mito. No pudo seguir negando la verdad cuando fue devorado por ellos… eran caníbales. Los admiradores de Fidel deberían cruzar los dedos para que a ellos no les vaya a pasar algo parecido

Las bases psicológicas del mito de Fidel Castro

Hana Fischer sostiene que hay bases psicológicas que ayudan a comprender a quienes admiran a Fidel Castro aún ante múltiples evidencias de que ha encabezado un gobierno totalitario durante décadas.

Hana Fischer es analista política uruguaya.
Fidel Castro fue un sátrapa más en la larga cadena de dictadores que han asolado a América Latina. Fue corrupto en grado sumo —como todo aquel que concentra en sus manos el poder absoluto— y despiadado con sus enemigos o competidores políticos. Convirtió a Cuba en su hacienda personal y a los cubanos en sus esclavos, tal como detallamos en un artículo titulado "Los nuevos esclavistas”.
Esta verdad rompe los ojos de todo aquel que quiera ver. Sin embargo muchas personas, incluso de los países desarrollados, sienten fascinación hacia Fidel. Entre los más insospechados se encuentra el Primer Ministro canadiense Justin Trudeau, quien se define como alguien que se “honra” de su amistad con el “Comandante”. En una declaración pública —para colmo en nombre de todos los canadienses— expresa que a pesar de ser una figura controversial, tanto sus admiradores como detractores le reconocen la impresionante dedicación y amor que tuvo hacia los cubanos. Y sin ruborizarse afirma que fue más grande que un simple líder mortal, que gobernó a su país por casi medio siglo. Asimismo menciona que hizo progresar en forma significativa la salud y la educación en la isla.

Wednesday, August 31, 2016

Mito: El liberalismo clásico es anarquista

Carlos Federico Smith señala que "La característica general del pensamiento liberal clásico es una minimización del Estado, pero la delimitación exacta de las funciones permitidas en ese continuum, está sujeta al debate abierto".
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Carlos Federico Smith es un frecuente colaborador de la Asociación Nacional de Fomento Económico de Costa Rica (ANFE).
En un ensayo previo en que analicé la crítica de que “el liberalismo es anarquía” concluí en que “el liberalismo no es sinónimo de anarquía, pues juzga indispensable la existencia del Estado, si bien hay diversos criterios entre pensadores liberales acerca de cuáles son los alcances o roles concretos que puede desempeñar en una sociedad liberal”.
No era posible adscribirle al liberalismo clásico la creencia en un sistema político con ausencia del Estado o del gobierno (definición sencilla de anarquía), aunque había una gama amplia de posiciones de pensadores liberales acerca de las funciones propias que puede desempeñar el Estado o el gobierno. Los liberales clásicos suelen creer en un gobierno limitado, en donde el grado de restricción aplicable es tema abierto a diferentes criterios entre pensadores liberales clásicos.



Tal restricción fue claramente expuesta Hayek, al señalar que “a partir de darse cuenta de las limitaciones del conocimiento individual y del hecho de que ninguna persona o grupo pequeño de personas puede saber todo lo que es conocido por alguna otra persona, el individualismo también puede derivar su conclusión práctica más importante: su demanda de una limitación estricta de todo el poder coercitivo o exclusivo” (Friedrich Hayek, “Individualism: True and False”, en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, The Essence of Hayek, Op. Cit., p. 141).
Casi que cada pensador liberal clásico sobresaliente tiene su propio elenco de funciones propias de un Estado en la sociedad abierta. Como preámbulo destaco la definición notable que hace Smith de los papeles que el Estado debe desempeñar: “La primera obligación del Soberano… es la de proteger a  la sociedad de la invasión y violencia de otras sociedades independientes…La segunda… consiste en proteger a cada individuo de las injusticias y opresiones de cualquier otro miembro de la sociedad… (y) tercera…la de erigir y mantener aquellos públicos establecimientos y obras públicas, que aunque ventajosos en sumo grado a toda la sociedad, son no obstante de tal naturaleza que la utilidad nunca podrá recompensar su coste a un individuo o a un corto número de ellos, y que por lo mismo no debe esperarse se aventurasen a erigirlos ni a mantenerlos” (Adam Smith, La riqueza de las naciones, Tomo III, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 5, 23 y 36).
Hay pensadores considerados como “liberales clásicos”, que señalan que no hay un papel para el estado en cuanto a la administración de justicia (por ejemplo, David Friedman, cuyo pensamiento anarco-capitalista será luego mencionado) o también el caso de una nación, como Costa Rica, que ha acudido a una declaración de neutralidad perpetua como razón para no disponer de un ejército que defienda al país frente a la amenaza externa. Este último ejemplo puede no necesariamente reflejar una posición liberal ante las funciones del estado, pero es interesante en cuanto a que el estado no está “protegiendo a  la sociedad de la invasión y violencia de otras sociedades independientes” por medio de la fuerza militar, como lo plantea Smith, sino que es una “aceptación” de otras sociedades del carácter neutral o “amilitar” de la defensa costarricense ante la agresión externa.
Para dar una idea de la gran dispersión de funciones concretas que un estado puede desempeñar en un orden liberal clásico, me permito exponer, como ejemplo, la propuesta de un connotado pensador liberal clásico de la actualidad, Richard Epstein, quien escribió que “el liberalismo clásico huye de cualquier afecto por la anarquía en nombre de la libertad individual. Reconoce la necesidad de la fuerza del estado no sólo para prevenir la agresión y mantener la vigencia de los contratos, sino también para obtener impuestos (“flat”; bajos y uniformes), suplir infraestructura y limitar al monopolio… El liberal clásico trabaja para diseñar instituciones políticas y reglas jurídicas que le permitan al gobierno preservar el orden social sin asumir decisiones que pueden ser mejor tomadas por instituciones y actores privados (Richard A. Epstein, Forbes, 15 de setiembre del 2008).
La propuesta de Epstein sobre el papel del Estado calza dentro de los cánones liberales clásicos y algo similar podría mencionarse en relación con otros pensadores, lo cual pone en evidencia que no parece existir una cancha marcada y definitiva acerca de los roles específicos asignados al Estado en un orden político liberal, que permita separar al pensador liberal clásico de quienes no comparten esta visión.  No hay un límite o dato requerido para definir el conjunto, aunque lo que podría delimitar el campo es una tendencia o inclinación hacia un menor tamaño (y funciones) del Estado en comparación con otras propuestas. Tal demarcación convierte al tema en un asunto muy discutible.
La diversidad de pensamiento entre liberales clásicos acerca de la amplitud que debe tener el Estado en una sociedad liberal no ha de sorprender. Hayek en una ocasión fue acusado de socialista por proponer ciertas regulaciones urbanas como deseables, al decir que “Los conceptos básicos de propiedad privada y la libertad de contratación… no facilitan solución inmediata a los complejos problemas que la vida ciudadana plantea… [y que se pueden adoptar] medidas prácticas conducentes a que el mecanismo [de precios] aludido funcione de modo más eficaz y a que los propietarios tomen en consideración todas las posibles consecuencias de sus actos” (Friedrich A. Hayek, Los fundamentos de la libertad, Op. Cit., p. p. 368 y 376).  Walter Block, por ejemplo, lo acusó de “ser tan sólo un tibio defensor de esta filosofía (de libre mercado) y a menudo activamente de patrocinador de todo lo opuesto [¿el socialismo?] (Walter Block, “Hayek’s road to serfdom,” en Journal of Libertarian Studies, 122, otoño de 1996, p. 357).
La característica general del pensamiento liberal clásico es una minimización del Estado, pero la delimitación exacta de las funciones permitidas en ese continuum, está sujeta al debate abierto. Es importante tener presente algunas de las posiciones más extremas en cuanto a la no existencia de papel alguno para el Estado, como lo plantean los llamados anarco-capitalistas como David Friedman (David Friedman, “Law as a Private Good: A Response to Tyler Cowen on the Economics of Anarchy”, en Economics and Philosophy, Vol. 10, No. 2, octubre de 199), quien propone que es factible un orden de mercado en donde no existan reglas públicas… sino que las leyes se dan o surgen en un ámbito totalmente privado. O como lo expone J. C. Lester, en Escape from Leviathan: Liberty, welfare and anarchy reconciled (New York: St. Martin’s Press, 2000) o anteriormente, Murray Rothbard, quien escribió que “el estado (es) el supremo, el eterno, el mejor organizado agresor en contra de las personas y de la propiedad de la masa del público” (Murray Rothbard, "The State", en For a New Liberty, New York: Collier, 1978 y reproducido en David Boaz, editor, The Libertarian Reader: Classic and Contemporary Writings from Lao-Tzu to Milton Friedman, Op. Cit., p. p. 36-37).
Quienes he denominado liberales clásicos de manera consistente le dan algún papel al Estado, si bien en grado variable. No son anarquistas, definido como ausencia total del Estado o del gobierno en el orden político, y considero que, en general, se acercan a la idea de un Estado limitado y mínimo, necesario para la vigencia de un orden liberal. La coerción se reduce al mínimo posible, de forma que se impida que otros individuos puedan arbitrariamente ejercerla contra terceros, lo que garantiza la libertad (ausencia de coerción) a cada individuo, en tanto acepte los límites conocidos que impone el principio de legalidad.
La posición anarco-capitalista cae en el campo de la utopía. En cierta manera, asume la existencia de mercados perfectos que hacen innecesaria intervención alguna (y existencia) del Estado. Contrasta con la posición liberal clásica que descansa en la falibilidad humana y que puede resumirse en la expresión “No es posible una sociedad perfecta”. Los liberales creemos en el método del “ensayo y error”, producto del método crítico, para evaluar los resultados de las acciones y la posibilidad de corregir cuando el resultado no es el esperado. En el futuro uno no puede saber si el Estado desaparecerá por innecesario, pero al momento, las sociedades abiertas se caracterizan por disponer de uno que desempeña el papel esencial de brindar el marco jurídico necesario en que aquellas evoluciones se adaptan a las circunstancias siempre cambiantes y a la incertidumbre que rodea toda acción humana.

Mito: El liberalismo clásico es anarquista

Carlos Federico Smith señala que "La característica general del pensamiento liberal clásico es una minimización del Estado, pero la delimitación exacta de las funciones permitidas en ese continuum, está sujeta al debate abierto".
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Carlos Federico Smith es un frecuente colaborador de la Asociación Nacional de Fomento Económico de Costa Rica (ANFE).
En un ensayo previo en que analicé la crítica de que “el liberalismo es anarquía” concluí en que “el liberalismo no es sinónimo de anarquía, pues juzga indispensable la existencia del Estado, si bien hay diversos criterios entre pensadores liberales acerca de cuáles son los alcances o roles concretos que puede desempeñar en una sociedad liberal”.
No era posible adscribirle al liberalismo clásico la creencia en un sistema político con ausencia del Estado o del gobierno (definición sencilla de anarquía), aunque había una gama amplia de posiciones de pensadores liberales acerca de las funciones propias que puede desempeñar el Estado o el gobierno. Los liberales clásicos suelen creer en un gobierno limitado, en donde el grado de restricción aplicable es tema abierto a diferentes criterios entre pensadores liberales clásicos.


Mito: El liberalismo es anti-religioso

Carlos Federico Smith señala que el liberalismo tuvo conflictos con la Iglesia Católica solamente porque históricamente había estado fuertemente asociada con las autoridades imperiales españolas.
Carlos Federico Smith es un frecuente colaborador de la Asociación Nacional de Fomento Económico de Costa Rica (ANFE).
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Para analizar esta afirmación que se suele encontrar acerca del liberalismo clásico, es necesario hacerlo desde dos matices diferentes. Uno, que me permito llamar “histórico”, requiere tener presente principalmente la historia de América Latina acerca de conflictos políticos que se dieron entre “liberales” y el orden secular de la Iglesia Católica, principalmente en el siglo XIX. Estos no sólo se concentraron en esa área geográfica, sino que también se dio en regiones de Europa. El segundo enfoque, que denomino “ideológico”, se refiere a si, como tal, el pensamiento liberal es antitético a las creencias religiosas, independientemente de su momento histórico-político.



En cuanto a lo primero, es sabido que el término “liberal” se conoció formalmente por primera vez en las reuniones de las Cortes de Cádiz y en la elaboración de la Constitución española de 1812. A los diputados asistentes a dichas reuniones y que se oponían al absolutismo monárquico de la época se les llamó liberales. A su agrupación política se le denominó “partido liberal”. De acuerdo con Hayek, “como nombre de un movimiento político, el liberalismo aparece… primeramente cuando en 1812 fue usado por el partido español de los Liberales” (Friedrich A. Hayek,  Liberalism”, en Enciclopedia del Novicento, 1973 y reproducido en Friedrich A. Hayek, New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of ideas. London: Routledge & Kegan Paul, 1978,  p.p. 120-121).
Durante el siglo XIX el liberalismo político se extendió en el continente americano y en muchas ocasiones se enfrentó políticamente con la Iglesia Católica, la cual, a inicios de dicho período, se encontraba fuertemente ligada al poder político español. Conforme se independizaron los países latinoamericanas —independencia que fue impulsada en grado sumo por los movimientos liberales— la Iglesia Católica pretendió conservar ciertos privilegios que los nuevos gobiernos consideraron inapropiados, como, por ejemplo, cementerios en donde no se podía enterrar a quienes no participaban de la fe católica o el dominio de muy vastas propiedades que esos políticos juzgaban debían pasar a manos seculares o bien el casi monopolio de la educación religiosa, en contraste con la propuesta liberal de una extensa educación (generalmente estatal) laica, entre otros problemas “terrenales”. 
Es discutible si esas acciones gubernamentales ante el poder terreno de la Iglesia Católica —que en cierto grado algunas no parecen ser muy liberales— fueron las apropiadas de llevar a cabo. El hecho significativo para nuestro análisis es que en esa era se presentó un importante conflicto entre las autoridades políticas, que se solían denominar liberales, y las autoridades de la Iglesia Católica, que históricamente habían estado fuertemente asociadas con las autoridades imperiales españolas. La Iglesia, en general, era muy cercana a todo tipo de poder monárquico, como fue el caso de Francia, por ejemplo, pero es necesario señalar que, en algunas otras naciones europeas, el conflicto fue entre gobiernos de tipo liberal y autoridades religiosas distintas de la Iglesia Católica.
Este fenómeno latinoamericano (y de Francia) puede, entonces, explicar la aseveración de que “El liberalismo es anti-religioso”, pero en realidad era una disputa de poder entre gobernantes de partidos liberales y una Iglesia Católica profundamente ligada a los gobernantes imperiales que habían perdido la lucha por mantener la Corona Española en América Latina. La lucha de los liberales por la libertad de los individuos los enfrentó directamente con el poder religioso conservador y ligado a los reyes de ese entonces.
Más interesante de analizar, en mi criterio, es si el liberalismo, como orden político y abstrayéndolo de circunstancias históricas particulares, adversa las creencias religiosas concretas que puedan tener los individuos dentro de ese orden extendido, a lo cual respondo con un significativo no, como intentaré explicar.
Ciertamente hubo destacados pensadores que contribuyeron a definir lo que se puede denominar como el pensamiento liberal clásico y quienes se opusieron a movimientos religiosos, principalmente a la Iglesia Católica, pero reitero que surgía de la fuerte relación entre monarcas absolutistas y esa corporación religiosa, principalmente, pero que también fue un conflicto que se presentó con otras agrupaciones religiosas. Ejemplos de aquellos intelectuales son Voltaire y Montesquieu, ilustrados franceses, quienes criticaron fuertemente la relación entre la Iglesia Católica y los reyes totalitarios, así como el inglés John Locke, acerca de quien de seguido me referiré con algún grado de detalle.
John Locke, uno de los más importantes pensadores germinales del liberalismo clásico, siempre consideró a la iglesia como “una sociedad libre y voluntaria y que los asuntos religiosos estaban lejos de los intereses del gobierno”. Señaló que “la tolerancia que le extendía  a otros se la negaba a los papistas y a los ateos… pero es claro que Locke hizo tal excepción no por razones religiosas sino con fundamento en políticas de Estado. Miró a la Iglesia Católica como un peligro para la paz pública porque le había otorgado obediencia a un príncipe extranjero; y excluyó al ateo porque, desde el punto de vista de Locke, la existencia del Estado dependía de un contrato y la obligación del contrato, como de toda ley moral, dependía de la voluntad Divina” (W. R. Sorley, “John Locke” en The Cambridge History of English and American Literature, Vol. VIII: The Age of Dryden, XIV: John Locke, 13: Locke’s View on Church and State, par. 27, New York: Putnam, 1907-1921).
El liberalismo busca garantizar la libertad de los individuos para que puedan satisfacer sus expectativas ante la vida, pero ello requiere de un Estado cuyo poder sea limitado. Señala Cubeddu que si este objetivo se traslada al campo religioso, “se concreta en la reducción de la religión a fenómeno privado y en la tolerancia” (Raimondo Cubeddu, Op. Cit., p. 32). Esta idea refleja la posición de Locke acerca de la iglesia, de la cual escribió que, “Veamos lo que es una iglesia. Considero que ésta es una sociedad voluntaria de hombres que se reúnen de mutuo acuerdo para rendir culto público a Dios en la forma que ellos juzguen que le es aceptable y eficiente para la salvación de sus almas” (John Locke “Carta sobre la Tolerancia”, en Estudios Públicos, 28, Santiago, Chile: Centro de Estudios Públicos, 1987, p. 8) y, en lo que se refiere a la tolerancia, transcribo un párrafo de la Carta de Locke que, al conjuntarla con el papel del Estado ante la religión, me parece resume bien la posición liberal ante este tema: “que todas las iglesias se obligaran a proclamar que la tolerancia es el fundamento de su propia libertad y a enseñar que la libertad de conciencia es un derecho natural del hombre, que pertenece por igual a los disidentes como a ellos mismos, y que nadie puede ser obligado en materias de religión, ni por ley ni por fuerza.” (Ibídem, p. 34).
Desde el punto de vista del individuo, es posible considerar que de alguna manera desea practicar algún tipo de religión y, por tanto, aprecia la libertad de practicarla (o de no hacerlo). Es un asunto de la conciencia de cada persona desear ejercitar (o no ejercitar) su práctica religiosa. Lo importante es que su práctica (o no práctica) no ocasione un daño a los demás individuos. Así, asevera David Conway, que “En virtud de la medida de libertad que otorga a sus miembros, una organización política liberal debe proveerles con la libertad de practicar (o de no practicar) la religión sin daño alguno… (ese) hecho de poder practicar la fe de su elección en sí mismo no establece que tal forma de organización política sea la mejor para cada miembro… pues mucha gente preferiría que tan sólo fuera su propia religión la practicada si se compara con que se permitiera a otros practicar otras formas de fe o el ateísmo… el precio que cada miembro de la sociedad debe pagar para que se le permita vivir de acuerdo con su propia fe particular es la extensión de la tolerancia religiosa a otros. La medida de libertad que se concede a todos los miembros dentro de una organización política liberal le permite a cada uno de ellos practicar o no practicar su religión de acuerdo con sus propias luces” (David Conway, Classical Liberalism: The Unvanquished Ideal, New York: St. Martin’s Press, Inc., 1995, p. p. 17-18). 
Espero que con esta exposición de principios pueda haber desnudado la falacia de que el liberalismo es opuesto a la religión. La religión es, en esencia, un asunto privado en lo que nada tiene que ver el Estado. De aquí la importante idea liberal de la separación entre la Iglesia y el Estado. Al creyente, como al ateo, lo que les interesa es poder ejercitar cualquier creencia que su conciencia considere deseable. Y la sociedad abierta le garantiza el ejercicio (o el no ejercicio) de la fe, en tanto que con ello no dañe a los restantes individuos.
El ensayo que Locke escribió en 1689, y que he citado, es crucial en el desarrollo del pensamiento liberal. En su "Carta sobre la tolerancia" ("Letters Concerning Toleration"), trata del derecho de cada individuo a escoger su propio camino hacia la salvación, así como acerca de la ilegitimidad de que el Estado empuje a la gente a mantener ciertas creencias religiosas: el gobierno civil no debe tener incidencia en los asuntos religiosos de las personas.
Termino el comentario de la presunción de que “el liberalismo es anti-religioso” con una cita de Locke, que me parece resume la correcta posición liberal ante el tema de la fe de los individuos, en donde enfatiza el límite del área pública del área privada en cuanto a la religión: “toda jurisdicción del gobernante alcanza sólo a aquellos aspectos civiles, y que todo poder, derecho o dominio civil está vinculado y limitado a la sola preocupación de promover estas cosas; y que no puede ni debe ser extendido en modo alguno a la salvación de las almas… el poder del gobierno está sólo relacionado a los intereses civiles de los hombres; está limitado al cuidado de las cosas de este mundo y nada tiene que ver con el mundo que ha de venir” (John Locke, “Carta sobre la tolerancia”, en Estudios Públicos, Op. Cit., p. 6 y p. 8).

Mito: El liberalismo es anti-religioso

Carlos Federico Smith señala que el liberalismo tuvo conflictos con la Iglesia Católica solamente porque históricamente había estado fuertemente asociada con las autoridades imperiales españolas.
Carlos Federico Smith es un frecuente colaborador de la Asociación Nacional de Fomento Económico de Costa Rica (ANFE).
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Para analizar esta afirmación que se suele encontrar acerca del liberalismo clásico, es necesario hacerlo desde dos matices diferentes. Uno, que me permito llamar “histórico”, requiere tener presente principalmente la historia de América Latina acerca de conflictos políticos que se dieron entre “liberales” y el orden secular de la Iglesia Católica, principalmente en el siglo XIX. Estos no sólo se concentraron en esa área geográfica, sino que también se dio en regiones de Europa. El segundo enfoque, que denomino “ideológico”, se refiere a si, como tal, el pensamiento liberal es antitético a las creencias religiosas, independientemente de su momento histórico-político.


Tuesday, August 23, 2016

El mito de que los inmigrantes son atraídos por las prestaciones sociales en EE.UU.

Alex Nowrasteh afirma que "aún cuando los inmigrantes son legalmente calificados para recibir prestaciones sociales, pocos de ellos se aprovechan de estas. Los inmigrantes son atraídos a los mercados laborales de EE.UU., no a su sistema de prestaciones sociales".

Alex Nowrasteh es analista de políticas de inmigración del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.
Una queja común de los conservadores es que los inmigrantes, una vez que ingresan a EE.UU., “inmediatamente empiezan a depender de los beneficios estatales”, como lo dijo recientemente el senador Jeff Sessions (Alabama).
Eso simplemente no es cierto, de acuerdo a un estudio del Cato Institute realizado por el profesor Leighton Ku y el académico Brian Bruen (en inglés), ambos del departamento de políticas de salud de la Universidad de George Washington.



Ku y Bruen analizaron los programas de prestaciones sociales, incluyendo Medicaid, el programa de estampas para alimentos y el Programa para Seguro de Salud para Niños (CHIP, por sus siglas en inglés). Sus conclusiones: Los inmigrantes pobres consistentemente utilizan los programas de bienestar menos que sus contrapartes nacidos en EE.UU. Además, cuando los inmigrantes pobres participan en los programas de prestaciones sociales, el costo es menor, resultando en un costo más bajo para el contribuyente.
Consideremos el caso de Medicaid. Los adultos y los niños inmigrantes que no son ciudadanos tienen una probabilidad un 25 por ciento menor de ser registrados en Medicaid que sus contrapartes nacidos en EE.UU. Cuando si se registran, los adultos inmigrantes pobres consumen en promedio $941 menos al año que los adultos nativos pobres. La historia se repite para los niños inmigrantes pobres. Mirando a los datos de CHIP, el estudio descubre que los niños inmigrantes pobres consumen $565 dólares menos que los niños pobres nativos.
Cien adultos nativos que califican para Medicaid le costarán a los contribuyentes aproximadamente $98.000 al año. Una cantidad comparable de adultos pobres que no son ciudadanos —inmigrantes que no se han naturalizado— le cuestan alrededor de $57.000 al año —un 42 por ciento menos que los nativos. En el caso de los niños, los ciudadanos cuestan $67.000 y los no-ciudadanos $22.700 al año —un impresionante 66 por ciento menos.
El uso promedio de las estampas para alimentos nos revela un comportamiento similar. Un adulto nativo pobre y enrolado para recibir estampas de alimentos recibe alrededor de $1.091 al año en beneficios mientras que un no-ciudadano recibe $825 —un ahorro de 24 por ciento. Los niños inmigrantes también son mucho menos proclives a recibir estampas de alimentos: un niño no-ciudadano tiene una probabilidad de recibir estampas de alimentos menor en un 37 por ciento que aquella de un niño nativo pobre.
Sin duda, es cierto que los inmigrantes utilizan menos beneficios porque no califican para recibirlos. Los inmigrantes legales no pueden recibir prestaciones sociales durante los primeros cinco años de residencia, con pocas excepciones. Los inmigrantes no autorizados, por supuesto, no califican para recibir prestaciones sociales. Pero esto no socava por sí solo la noción de que los nuevos inmigrantes “inmediatamente” se vuelven dependientes del gobierno, como dijo el senador Sessions y como lo piensan otros como él.
Además, aún cuando los inmigrantes son legalmente calificados para recibir prestaciones sociales, pocos de ellos se aprovechan de estas. Los inmigrantes son atraídos a los mercados laborales de EE.UU., no a su sistema de prestaciones sociales. La inmigración no autorizada en 2013 fue menos de un cuarto de la que hubo en 2007, el último año de desempleo bajo. Desde ese entonces, el número de inmigrantes mexicanos no autorizados que se fueron del país es casi igual al de aquellos que inmigraron. Las estampas de alimentos y los beneficios del programa Ayuda Temporal para Familia en Apuros han aumentado considerablemente desde el inicio de la Gran Recesión, pero los inmigrantes se han mantenido alejados porque los empleos ya no están ahí.
Milton Friedman, el economista de libre mercado adorado por los conservadores tenía una perspectiva interesante acerca de la inmigración: “Es algo bueno para EE.UU…siempre y cuando sea ilegal”. Traducción: Friedman creía que la inmigración libre era beneficiosa para la economía, si es que los trabajadores baratos no tenían acceso a los programas de prestaciones sociales.
Las conclusiones del nuevo estudio de Cato deberían atizar los miedos de los partidarios de libre mercado que respaldarían una mayor inmigración legal si no fuese por aquella preocupación relacionada a los beneficios estatales.
Pero incluso si uno está de acuerdo con que los costos en prestaciones sociales de la inmigración deben ser controlados, hay mejores maneras de hacer eso que con un cumplimiento de la ley más severo, que varias veces ha demostrado ser fútil. Construir paredes más altas alrededor del sistema —por ejemplo, haciendo que los inmigrantes no califiquen hasta que se conviertan en ciudadanos— es preferible a cerrar los mercados laborales de EE.UU. al resto del mundo. Pero la buena noticia es que, incluso sin esas barreras, los inmigrantes pobres le salen baratos al contribuyente estadounidense comparados con los nativos pobres

El mito de que los inmigrantes son atraídos por las prestaciones sociales en EE.UU.

Alex Nowrasteh afirma que "aún cuando los inmigrantes son legalmente calificados para recibir prestaciones sociales, pocos de ellos se aprovechan de estas. Los inmigrantes son atraídos a los mercados laborales de EE.UU., no a su sistema de prestaciones sociales".

Alex Nowrasteh es analista de políticas de inmigración del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.
Una queja común de los conservadores es que los inmigrantes, una vez que ingresan a EE.UU., “inmediatamente empiezan a depender de los beneficios estatales”, como lo dijo recientemente el senador Jeff Sessions (Alabama).
Eso simplemente no es cierto, de acuerdo a un estudio del Cato Institute realizado por el profesor Leighton Ku y el académico Brian Bruen (en inglés), ambos del departamento de políticas de salud de la Universidad de George Washington.