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Nacemos, y en cuanto podemos, intentamos gatear, trepar, caminar, correr, leer, nadar, escribir y subirnos al árbol más alto. Nos gustan los desafíos y la aventura. Queremos probarnos y hacer las cosas por nosotros mismos.No importan los moretones, raspones y errores. Preguntamos el porqué de todo y esperamos explicaciones. Queremos entender la naturaleza y sus leyes. Queremos experimentar el mundo, dominarlo y disfrutarlo. Y sentimos, consciente o inconscientemente, que estamos equipados con las herramientas necesarias para lograrlo: una mente y un cuerpo eficaces.
En un hogar y en una escuela, a unos les confirman lo anterior. Los felicitan ante un logro. Les hablan de un mundo aprehensible y lógico. Les presentan la vida como algo digno de ser vivido. Los incentivan a tomar decisiones, a explorar, a cuestionar. Sus errores no se convierten en drama, pero tampoco en culpa del vecino.
Les enseñan, más con el ejemplo que con la palabra, a respetar la libertad y la propiedad, propia y ajena. Para cuando están listos para votar, ya no sólo sienten, sino que también piensan que son adecuados para cruzar la maravillosa puerta que los conducirá hacia la independencia.
En otra casa y en otra escuela, a otros les dan una respuesta diferente. A sus preguntas, les responden con un “porque lo digo yo y punto”; a sus intentos con un “no vas a poder”, a su creatividad con un “mejor hazlo como todos”, a sus sueños con un “mejor ir por lo seguro”. Toda aventura se convierte en peligro, toda desobediencia en castigo, todo error en desilusión.
Y cuando haya elegido al populista de turno, el círculo vicioso habrá comenzado a girar, porque una vez que el “salvador” está en el poder, hará lo imposible para que lo sigan votando, generando una continua necesidad de él.El sentido de propiedad es etiquetado de egoísmo, y el amor por la libertad es considerado rebeldía. El mundo que parecía lógico y benévolo se derrumba, junto con la confianza en sí mismos. Para cuando están listos para votar, están convencidos de que la mejor receta para no fallar, es poner sus vidas en manos de alguien que “sepa” más.
Llegan las elecciones. ¿Por quién votarán unos y otros? La respuesta es simple: por el candidato que coincida con su autoconcepto. Si creen que son valiosos, votarán por quien respete su dignidad. Si piensan que son inútiles, votarán por quien los trate como tales. Crudo pero cierto.
Si alguien piensa que no está capacitado para hacerse cargo de su vida, ¿votará acaso por alguien que le prometa libertad, competencia, dejarlo solo y en paz? ¿O se sentirá más atraído a votar por el asistencialismo, subsidios, defensa contra potenciales enemigos y distribución de riqueza ajena? ¿Eligirá a quien le diga que es el único responsable por su futuro y por los hijos que decida traer al mundo, o por alguien que le ofrezca subirse a una espalda ajena?
Y cuando haya elegido al populista de turno, el círculo vicioso habrá comenzado a girar, porque una vez que el “salvador” está en el poder, hará lo imposible para que lo sigan votando, generando una continua necesidad de él. Como cualquier estupefaciente, se nutrirá de la debilidad para generar adicción.
Si escuchamos los discursos de todos nuestros políticos, es fácil —y triste— deducir qué piensan de sus votantes. Todos parecen pelearse por ser el que más viviendas, escuelas y hospitales hizo. Por ser el autor intelectual de las asignaciones universales por hijo. Por haber implementado los centenares de planes sociales que existen hoy en día. Por haber subsidiado, por haber protegido, por haber cuidado.
Pero el asistencialismo está lejísimos de ser un triunfo. Es, más bien, una clara demostración de un fracaso rotundo; la evidencia absoluta de que no han sabido generar un sistema que permita a la gente salir de la pobreza y la dependencia, parándose en sus propios pies. Un Gobierno exitoso diría: “Acabamos con todos los planes sociales y servicios públicos. Ya nadie los necesita. Todo ciudadano está ahora en condiciones de pagar por los productos y servicios que necesitan y desean para su vida”.
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Algunos datos ilustrativos: en Argentina, por ejemplo, 21,6 millones de personas reciben dinero del Estado, de los cuales 8,5 millones reciben planes sociales. ¿Cuántos mantienen a estos 21,6 millones? Sólo 7,5 millones de argentinos.
¿Es posible que más de 50% de la población viva a expensas de otra?
Los inmigrantes que cruzaron el océano a fines del siglo XIX, dejando familia, tierra e historia detrás, no lo hicieron porque alguien les garantizara su supervivencia de este lado del planeta. Algunos eran mucho más pobres que los pobres que actualmente viven de los planes sociales. Pero no vinieron por protección ni beneficios ni privilegios. Vinieron con la única meta de encontrar paz, libertad y la oportunidad de hacer su propio camino.
Soplan vientos de esperanza para América Latina. Pero si queremos romper el círculo vicioso del populismo definitivamente, tenemos que empezar por casa: por los valores que transmitimos a nuestros hijos, y por evaluar cómo está nuestra autoestima. En definitiva, como toda profecía autocumplida, seremos lo que pensamos de nosotros mismos. Como dijo Henry Ford “Tanto si crees que puedes, como si crees que no puedes, estás en lo cierto”.
Ojalá abandonemos de una vez por todas el miedo, el resentimiento y la actitud de víctimas, y comencemos a confiar en las oportunidades que la vida y la propia naturaleza nos ofrece. El día que eso ocurra, el populismo habrá muerto y los políticos dejarán de usar la necesidad, la pobreza y el hambre como palabras claves y las reemplazarán por producción, riqueza, crecimiento y, fundamentalmente, libertad.