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Monday, June 13, 2016

¿Perderá el PRI la presidencia en 2018?

Después de la jornada electoral del pasado 5 de junio la pregunta resulta ineludible. Son dos los principales pendientes que el PRI debe atender si quiere llegar a la contienda de 2018 con buenas posibilidades: la corrupción y la inseguridad. En esta columna me concentraré en el primer tema. En materia de combate a la corrupción el Ejecutivo federal ha perdido credibilidad. Las investigaciones que parecen simulación y el injustificable rechazo a la aprobación de la Ley 3de3 han consolidado la percepción de que el PRI es el partido de la corrupción. Para cambiar esta percepción es indispensable un viraje que contemple por lo menos una de dos posibles líneas de acción.


La primera, la de mayor impacto en el corto plazo, sería dejar de solapar a los 'peces gordos' como se hizo de forma vergonzosa en el caso de Humberto Moreira, e impulsar investigaciones serias al menos en los casos más emblemáticos. De lo contrario, el PAN y AMLO fácilmente capitalizarán el descontento ciudadano ante la impunidad y se consolidarán como alternativas justicieras.

La segunda línea de acción –menos vistosa en el corto plazo, pero más relevante– consiste en reducir los enormes márgenes de discrecionalidad para el ejercicio de recursos en las entidades federativas, donde actualmente ocurren los mayores dispendios y desvíos. Lo anterior sería posible si el PRI dejara del lado su reticencia a crear un Sistema Nacional Anticorrupción verdaderamente autónomo y con dientes.

Por supuesto, sería ingenuo pensar que combatir en serio la corrupción no implica riesgos para el PRI y para el gobierno de Peña Nieto. Dejemos de lado el tema de los escándalos que han empañado la imagen del presidente y de su círculo cercano, el problema es estructural. En México el poder económico y político todavía se concentra en pocas manos. En la práctica, un puñado de empresarios, líderes sindicales y caciques locales tienen capacidad para influir de forma determinante en las elecciones. Todos los partidos han recurrido a acuerdos con estos poderes fácticos en su intento por llegar al poder, bien sea el SNTE de Elba Esther Gordillo, Televisa o las contadas familias que mueven los hilos de la política local en varias entidades de la república. Estos grupos son también los grandes beneficiarios del dispendio público. Impulsar medidas que afecten sus intereses supone prescindir de un apoyo que puede resultar estratégico.

Tomar acciones contra los 'peces gordos' supone un riesgo adicional: desatar una guerra de lodo que salpique a toda la clase política. En tono de amenaza, el gobernador Javier Duarte anunció su intención de promulgar una reforma para retirar el fuero al gobernador de Veracruz. El mensaje es claro, está dispuesto a cualquier cosa con tal de frenar a quienes intenten llevarlo ante la justicia por los millonarios desvíos de recursos públicos que actualmente investiga la Auditoría Superior de la Federación. En primera instancia, la amenaza es claramente contra el gobernador electo, Miguel Ángel Yunes. Sin embargo, bien valdría la pena preguntarse quién más puede ser víctima de chantajes por parte de figuras como Javier Duarte (en particular si es cierto, como han señalado algunos comentaristas, que utilizó parte de los recursos de su estado para apoyar candidaturas en todo el país).

A pesar de lo anterior, los malos resultados del 5 de junio abren una coyuntura favorable para que el PRI cambie su relación con los grupos que se benefician de la corrupción. La lectura generalizada de la elección es que los votantes sí penalizan al partido en el poder cuando la percepción de corrupción es alta. Por ello, el gobierno de Peña Nieto tendrá un poderoso argumento para cambiar su enfoque: voltear para otro lado ante los escándalos, y dejar que el dinero y los 'operadores' hagan su magia, ya no garantiza la victoria. Ni siquiera en bastiones históricos como Veracruz.

El PAN fue el principal ganador de las pasadas elecciones. Para capitalizar esta victoria con miras a 2018 será indispensable que los gobernadores del blanquiazul –en particular en Tamaulipas y Veracruz– demuestren capacidades y probidad. Parte de la estrategia del PRI inevitablemente se enfocará en exhibir sus trapos sucios. Paradójicamente, la fortaleza que mostró el PAN en los recientes comicios también incrementa las posibilidades de López Obrador, el otro ganador de las pasadas elecciones. No hay que olvidar que en 2012 obtuvo 31.6 por ciento de los votos y que, aunque quedó relativamente lejos de Peña Nieto, la historia pudo haber sido distinta si el PAN hubiera presentado una candidatura con mayor solidez, que le disputara al PRI una mayor cantidad de votos. Por supuesto, parece difícil que López Obrador obtenga el mismo porcentaje de votos si el PRD y el gobierno de la Ciudad de México movilizan su maquinaria a favor de otro candidato (sobre todo si se trata de un candidato fresco, capaz de generar entusiasmo entre los sectores más modernos de la izquierda).

En conclusión, los electores cobraron facturas y la corrupción parece ser el común denominador en los estados en los que habrá alternancia. El mensaje es claro. El presidente y el PRI tendrán que decidir si toman decisiones difíciles hoy para poner coto a este mal tan extendido, o permiten que siga creciendo la magnitud de los escándalos.

¿Perderá el PRI la presidencia en 2018?

Después de la jornada electoral del pasado 5 de junio la pregunta resulta ineludible. Son dos los principales pendientes que el PRI debe atender si quiere llegar a la contienda de 2018 con buenas posibilidades: la corrupción y la inseguridad. En esta columna me concentraré en el primer tema. En materia de combate a la corrupción el Ejecutivo federal ha perdido credibilidad. Las investigaciones que parecen simulación y el injustificable rechazo a la aprobación de la Ley 3de3 han consolidado la percepción de que el PRI es el partido de la corrupción. Para cambiar esta percepción es indispensable un viraje que contemple por lo menos una de dos posibles líneas de acción.