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Si se lanzase el sustantivo “muro” al aire, es altamente probable que la mayoría relacione el término con el candidato republicano Donald Trump y sus delirantes ambiciones en la frontera con México. Sin embargo, los muros se han puesto de moda, y no en formato disco de rock clásico.La ciudad portuaria francesa de Calais es hoy uno de los epicentros que mejor reflejan cuán profunda es la crisis migratoria en Europa. Denominados también “la jungla de Calais”, los asentamientos de refugiados han disparado un conflicto de tal proporción que ha llevado a las autoridades británicas a hablar seriamente de la construcción de un muro que impida el acceso desde Francia al Reino Unido a través del Eurotunel que conecta a la isla con el continente.
Los campos contaban, para julio de 2016, con más de 7.300 refugiados, cuya pretensión no es permanecer en el país galo sino trasladarse a las islas británicas, donde creen que tendrán una mejor vida. Con tal propósito, no son pocos los migrantes que se valen de recursos cuestionables, como atacar camioneros (Calais es de importancia mayúscula para el comercio) con palos y piedras con dos objetivos principales: abordar sus vehículos para entrar al Reino Unido o simplemente manifestarse ante ambos gobiernos por su precaria situación. La crisis ha derivado en huelgas y protestas de parte de los transportistas que más de una vez han intentado, de forma fallida, bloquear el puerto y sus accesos.
Lo nuevo, no obstante, es la idea de un muro, no los asentamientos en Calais, cuyo origen podría rastrearse hasta finales de la década de los 90. “La jungla” nace de la mano de la Cruz Roja francesa en 1999 y fue cerrada en 2002 por el entonces ministro del Interior (hoy expresidente y candidato presidencial) Nicolas Sarkozy, en un intento de frenar la inmigración ilegal al Reino Unido. Es más, ya existe incluso una cerca de cinco metros de altura y hay en el lugar una fuerte custodia policial. Sólo en 2015, se invirtió más de 9 millones de libras en seguridad.
Lo cierto es que ni Francia ni Gran Bretaña pueden lidiar hoy con las más de 7.000 personas varadas en Calais, y el Brexit vino como anillo al dedo a las autoridades francesas, que claman que, a raíz del resultado, es el Reino Unido quien debe hacerse cargo de los migrantes y mover a terreno propio los asentamientos – tal era la postura del hasta agosto ministro de Economía Emmanuel Macron, que ha renunciado a su cartera con aspiraciones presidenciales valiéndose de la baja popularidad de Hollande.
La crisis de refugiados en Europa ha sido disparadora del fortalecimiento de partidos nacionalistas a lo largo de todo el continente: AfD en Alemania (que ya ganó sus primeros comicios en el hogar de Merkel), FPÖ en Austria (con altas posibilidades de ganar las elecciones) y la ya casi eterna Marine Le Pen, que también ha crecido en popularidad según los últimos sondeos.
Los muros, es cierto, nos retrotraen a las épocas más oscuras de nuestra existencia. Pero la situación es más que compleja, y cualquier intento de dividirla en un asunto de buenos y malos no es más que una simplificación peligrosa: ningún extremo ha resultado beneficioso en la historia de la humanidad.
Un analista político en Múnich me decía que el “obvio paralelismo” con el (por ahora futuro) muro de Calais es el muro de Berlín, observación poco atinada: mientras “el muro de la vergüenza” pretendía mantener a su gente dentro, los muros de Trump y del Reino Unido tienen la intención de mantener a la gente fuera.
Las condiciones en Calais son paupérrimas, se acaban las donaciones y el futuro es incierto. Decir que ningún ser humano merece vivir así, es afirmar lo evidente. Pero reitero, la simplificación no es conveniente. Después de todo, ni los más humanitarios duermen con la puerta de su casa abierta.