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El ganador se lo lleva todo. Esta es una de las tendencias en los países donde la desigualdad económica se ha agudizado: unos pocos ganadores (el famoso 1%) se lo llevan todo. O, para ser más precisos, los ganadores captan una altísima proporción de los ingresos y acumulan la mayor parte de la riqueza del país.
Esta pronunciada desigualdad económica es uno de los factores que contribuye a fomentar otra de las tendencias del mundo de hoy: la desconfianza. Todas las encuestas que sondean los índices de confianza en diferentes países descubren que ese valor está en caída libre. La gente confía muy poco en el gobierno, la empresa privada, las organizaciones no gubernamentales o los medios de comunicación. Y peor aún, instituciones que antes estaban por encima de toda sospecha, ahora no logran eludir la ola de suspicacia que azota a las demás.
Esta pronunciada desigualdad económica es uno de los factores que contribuye a fomentar otra de las tendencias del mundo de hoy: la desconfianza. Todas las encuestas que sondean los índices de confianza en diferentes países descubren que ese valor está en caída libre. La gente confía muy poco en el gobierno, la empresa privada, las organizaciones no gubernamentales o los medios de comunicación. Y peor aún, instituciones que antes estaban por encima de toda sospecha, ahora no logran eludir la ola de suspicacia que azota a las demás.
En los últimos años, por ejemplo, las crisis económica y política han socavado la confianza de la opinión pública en “los expertos”, y los múltiples escándalos sexuales y financieros han hecho menguar la credibilidad de la Iglesia católica. Según estos sondeos, en todas partes y cada vez más, la gente tiende a confiar principalmente en familiares y amigos.
Salvo excepciones. A veces, una población normalmente escéptica decide depositar toda su esperanza en ciertos líderes o movimientos políticos. Es una reacción bipolar: todo o nada. Con la confianza está pasando algo parecido a lo que ha sucedido con la economía: el ganador se lo lleva todo. De pronto, aparecen individuos que logran despertar una fe que rompe todas las suspicacias. Hemos visto cómo la confianza de la gente en ciertos líderes se mantiene a pesar de su comprobada propensión a tergiversar la realidad, adulterar estadísticas, hacer promesas a todas luces incumplibles, lanzar acusaciones infundadas o, simplemente, mentir. No importa que su mendicidad se haga evidente.
Donald Trump es un buen ejemplo de esto. Los medios de comunicación dan un recuento diario de las afirmaciones que hace Trump y que, al verificarse, resultan falsas. Esto, sin embargo, no hace mella en el entusiasmo de sus seguidores. Muchos, simplemente creen que quienes mienten son los periodistas que dicen revelar la falsedad de las afirmaciones del candidato. Para otros, los hechos no importan. Trump les ofrece esperanzas, protecciones y reivindicaciones que conforman un paquete irresistible, y del cual ellos no se van a desencantar por datos y hechos incómodos.
Algo parecido acaba de pasar con el Brexit. Uno de los espectáculos más insólitos del día después del referéndum, en el cual los británicos votaron la salida de su país de la Unión Europea, fue ver y oír a los líderes del Brexit negar las promesas y datos en los que basaron su campaña. No, el monto de dinero que envía Reino Unido a Europa es menos de lo que ellos dijeron. No, ese monto no se va a ahorrar ni va a ser invertido en mejorar el sistema de salud. No, el salir de la Unión Europea no va a resultar en menos inmigrantes. No, no tienen idea de cómo van a llenar los vacíos institucionales y regulatorios que se crean con esta decisión. Todas estas negativas balbucearon frente a los micrófonos los líderes del Brexit el día de su victoria. Los mismos líderes que tan sólo unas horas antes, y durante meses, mantuvieron todo lo contrario. De nuevo, ni los hechos ni los datos importan. Datos y hechos son para los expertos y “la gente de este país está harta de los expertos”. Esto último lo dijo Michael Gove, uno de los líderes de la campaña a favor del Brexit (y ahora candidato a primer ministro), cuando, antes del referéndum, un periodista lo confrontó con las devastadoras conclusiones de un grupo de reconocidos expertos que incluía varios premios Nobel.
Y estos son sólo dos ejemplos de muchos otros que hemos visto en España, Italia y otros países de Europa, así como en América Latina.
Se ha puesto de moda hablar de un mundo posfactual. Un mundo donde a pesar de la revolución en la información, Big Data, Internet y demás avances, los hechos y los datos no importan. Las emociones, las pasiones y las intuiciones son las fuerzas que guían las decisiones políticas de millones de personas. Esto no es nuevo. La política sin emociones no es política. Pero las decisiones de gobierno donde los datos no importan no son decisiones de gobierno, son brujería.
Como pronto descubrirán los británicos que, guiarse sólo por las emociones y las intuiciones e ignorar la realidad, inevitablemente resulta en un inmenso sufrimiento humano.
Salvo excepciones. A veces, una población normalmente escéptica decide depositar toda su esperanza en ciertos líderes o movimientos políticos. Es una reacción bipolar: todo o nada. Con la confianza está pasando algo parecido a lo que ha sucedido con la economía: el ganador se lo lleva todo. De pronto, aparecen individuos que logran despertar una fe que rompe todas las suspicacias. Hemos visto cómo la confianza de la gente en ciertos líderes se mantiene a pesar de su comprobada propensión a tergiversar la realidad, adulterar estadísticas, hacer promesas a todas luces incumplibles, lanzar acusaciones infundadas o, simplemente, mentir. No importa que su mendicidad se haga evidente.
Donald Trump es un buen ejemplo de esto. Los medios de comunicación dan un recuento diario de las afirmaciones que hace Trump y que, al verificarse, resultan falsas. Esto, sin embargo, no hace mella en el entusiasmo de sus seguidores. Muchos, simplemente creen que quienes mienten son los periodistas que dicen revelar la falsedad de las afirmaciones del candidato. Para otros, los hechos no importan. Trump les ofrece esperanzas, protecciones y reivindicaciones que conforman un paquete irresistible, y del cual ellos no se van a desencantar por datos y hechos incómodos.
Algo parecido acaba de pasar con el Brexit. Uno de los espectáculos más insólitos del día después del referéndum, en el cual los británicos votaron la salida de su país de la Unión Europea, fue ver y oír a los líderes del Brexit negar las promesas y datos en los que basaron su campaña. No, el monto de dinero que envía Reino Unido a Europa es menos de lo que ellos dijeron. No, ese monto no se va a ahorrar ni va a ser invertido en mejorar el sistema de salud. No, el salir de la Unión Europea no va a resultar en menos inmigrantes. No, no tienen idea de cómo van a llenar los vacíos institucionales y regulatorios que se crean con esta decisión. Todas estas negativas balbucearon frente a los micrófonos los líderes del Brexit el día de su victoria. Los mismos líderes que tan sólo unas horas antes, y durante meses, mantuvieron todo lo contrario. De nuevo, ni los hechos ni los datos importan. Datos y hechos son para los expertos y “la gente de este país está harta de los expertos”. Esto último lo dijo Michael Gove, uno de los líderes de la campaña a favor del Brexit (y ahora candidato a primer ministro), cuando, antes del referéndum, un periodista lo confrontó con las devastadoras conclusiones de un grupo de reconocidos expertos que incluía varios premios Nobel.
Y estos son sólo dos ejemplos de muchos otros que hemos visto en España, Italia y otros países de Europa, así como en América Latina.
Se ha puesto de moda hablar de un mundo posfactual. Un mundo donde a pesar de la revolución en la información, Big Data, Internet y demás avances, los hechos y los datos no importan. Las emociones, las pasiones y las intuiciones son las fuerzas que guían las decisiones políticas de millones de personas. Esto no es nuevo. La política sin emociones no es política. Pero las decisiones de gobierno donde los datos no importan no son decisiones de gobierno, son brujería.
Como pronto descubrirán los británicos que, guiarse sólo por las emociones y las intuiciones e ignorar la realidad, inevitablemente resulta en un inmenso sufrimiento humano.